III

Han transcurrido cinco años desde los últimos acontecimientos y nos hallamos donde Tajo a Jarama el nombre quita, o sea en la provincia de Aranjuez, como decía un amigo mío que se gastó todo su patrimonio en que le eligieran diputado con el objeto de ser nombrado gobernador, lo que no pudo lograr ni siquiera del punto en que tiene lugar esta escena.

Yo les describirla a ustedes Aranjuez; pero temo abusar, porque pocos serán mis lectores que no hayan estado allí, y además porque con la explicación de los países pasa lo que con la de las personas en las novelas, que por más que los autores se empeñen en pintarnos la forma de sus narices, el color de sus ojos y el timbre de su voz, los personajes pasarían impunemente al lado de uno sin cuidado de ser conocidos, a no haberlos visto antes, pues en la cara es donde se admira la fecundidad y la inventiva de la naturaleza: todas están compuestas de los mismos órganos y ninguna se parece.

Así pues plantemos árboles, tracemos alamedas, hagamos brotar abundantes pastos, dejemos serpentear por allí brazos de ríos, y que cada cual se lo forme en su imaginación como le parezca que ha de estar más bonito y más adecuado a un sitio real cantado por los poetas y atravesado por el ferrocarril. Sólo les exijo a ustedes no dar al olvido que allí hay dehesas en donde se crían toros que, después de corridos y martirizados en el espectáculo más típico y peculiar de nuestro país, nos los comemos en estofado los españoles y las españolas.

La luna de Octubre siete meses cubre, dice el proverbio; y, como la de aquel año hubiera sido esplendente y limpia, he aquí porqué en el mes de Enero, en que empieza este relato, el sol brillaba en el cielo como el ojo de una muchacha bonita; que si a soles comparan los poetas los ojos, no hay razón para que a ojo no compare yo el sol, si es verdad aquello de que el orden dé los factores no altera el producto.

En fin, eran las dos y sereno de una tarde del mes de los gatos, y la yerbecilla, caldeada por los rayos de Febo, parecía cama de canónigo atemperada por confortante calentador.

Sobre aquella sábana de esmeralda, rumiando los tallos tiernecitos, como quien después de una comida abundante no desdeña el paladear una golosina, un enorme cabestro yacía muellemente tendido haciendo firmas con la cola sobre el suelo, como las hace cualquiera con el bastón cuando está sentado pensando en las musarañas. Un colosal cencerro pendiente de un collarín de baqueta cortaba las lineas de su cuello, y era su pelo cárdeno como espalda de azotado. Colmillos de elefante de Bankok eran sus astas, y por la redondez de su cuerpo parecía ir diciendo a todos: «Pues señor, no estoy descontento de mi suerte».

Y apuesto a que ya han reconocido ustedes en él, al cónyuge de doña Remigia, al bueno de don Serapio que, después de seis años de transmigración, estaba reducido a custodiar cornúpetos jarameños, del mismo modo que entre los seres racionales se cuida de las odaliscas en el harem.

No olviden ustedes que, aunque transmigrado, don Serapio conservaba recuerdos de su vida anterior, porque de lo contrario ¿dónde estarían la gracia y el castigo de la metempsícosis? Sentado este precedente, asistamos a su soliloquio penetrando en sus reflexiones.

«Lo que es este año se puede decir que no tenemos invierno. Miren ustedes qué días estos. Yo estoy con un palmo de lengua fuera; y si es los muchachos, andan por ahí revueltos como en canícula; hace materialmente calor. La verdad es que esta existencia no deja de tener su encanto, sobre todo para las naturalezas pacíficas como la mía. Nadie se mete con uno, a uno le importa un pito todo cuanto pasa a su lado; buena yerba, buen establo y ningún quebradero de cabeza. Verdad es que tampoco me la quebraba mucho cuando era hombre; pero me la quebraban los demás, porque ya era el inquilino que no pagaba, el investigador de hacienda que me aumentaba la contribución, y eso que siempre que pasaba por el pueblo venía a vivir a mi casa; por más señas que como al maldito no le gustaba acostarse temprano, mi pobre mujer se tenía que quedar acompañándole hasta las tantas para hacerle la tertulia, porque lo que es yo con la primera campanada de las diez las buenas noches y a dormir. Ahora, nada; en cuanto amanece viene el mayoral, me dice: arriba, Manteca, y yo dolón, dolón, dolón a llevar a pacer a la gente del bronce; una vez en la pradera, a comer y a revolcarse; si hay alguna disputilla, de las que siempre tienen la culpa las vacas, los meto en cintura, porque, parece mentira; pero ahora que no tengo ni voluntad, ni inteligencia, ni raciocinio, ni nada, soy más valiente que cuando lo tenía todo. Y así que empieza a anochecer vuelve a decir el mayoral: arriba, Manteca, y yo dolón, dolón, dolón, a casa con ellos. Y ¡cómo me obedecen! Ahora sí que puede decirse que soy capitán y no cuando lo era de nacionales, que tenía descuidados todos mis asuntos con la bendita patria, y el tiempo se me pasaba en recibir a los subalternos que me venían a pedir la orden, hasta que tuve que tomar la determinación de que fuera mi mujer la que se entendiera con los oficiales. ¡Pobre Remigia! ¿Qué habrá sido de ella? La echo mucho de menos, no porque la necesite, que maldita la falta que me hace el que venga a turbar mi sosiego, sino por saber qué suerte ha sido la suya. ¡Cómo lloró su extravío! Se empeñó en hacer testamento porque quería suicidarse, lo que hubiera llevado a cabo a no ser porque me previno el escribano y convinimos él y yo en que pretextaría un quehacer apremiante siempre que ella fuera a su casa con objeto de testar.

»Pues así y todo estuvo Remigia yendo diariamente por espacio de un año en busca de don José, hasta que se le pasó aquello no sé cómo. La verdad es que yo procedí muy cruelmente; llevármela a Toro donde no tenía trato con nadie, ella, ¡acostumbrada toda la vida a alternar con los unos y con los otros!… Pues no digo nada, despedir de mi casa a Abundio, al amigo de toda la vida; porque de aquel incidente, como de ello me convenció mi mujer, sólo era responsable la casualidad, el demonio que anda suelto y hace que se enrede un fleco en un botón, precisamente en el momento en que a mí se me ocurre volver a mi casa; porque si yo me quedo con el batallón en el convento, nada. ¿Y cómo estará mi hijo? ¡Qué adelantos habrá hecho bajo la inspección de Abundio para quien lo mismo eran griegos y romanos que paja y avena para mí! ¿Vivirán? ¿Serán infelices? ¿Dónde estarán?»

Y así pensando, y con la boca abierta se fue quedando dulcemente dormido, cayéndosele la baba de gusto.

Pocos minutos hacía que se hallaba entregado al reposo, cuando un alboroto promovido en la torada vino a sacarle de su letargo.

—¿Qué será ello? —se preguntó don Serapio levantándose y dirigiéndose hacia el teatro de la lucha. En esto vio llegar una vaca que desalentada corría hacia él gritando:

—Señor Manteca, señor Manteca; venga usted pronto, que se matan.

—Pero ¿qué ocurre?

—Un toro que han traído de las dehesas del Norte, donde nadie le podía domeñar y que, dada la fama de usted, le ponen bajo su vigilancia. Apenas entró en el prado se empeñó en decirme chicoleos, y como mi Caramelo es tan celoso, se trabaron de palabras, de las palabras vinieron a las manos, sus amigos tomaron parte por él, y allí los tiene usted a todos revueltos sin que zagales ni mansos los puedan hacer entrar en razón.

Un silbido acompañado de un grito de Manteca lanzado por el mayoral, le hizo apretar el paso a don Serapio que, sonando el cencerro, se interpuso entre los combatientes. El intruso era un toro de cinco años berrendo en negro, bonito de estampa y duro de cabeza; pero en cuanto don Serapio metió la suya en el corro, allá fue rodando el otro como tentetieso de mojiganga.

—¿Con que contigo no ha podido nadie? Pues a ver si yo te enseño a tratar a las personas decentes.

Y a darle se disponía un nuevo revolcón, cuando el vencido bajando la voz para no ser oído de nadie le dijo al cabestro:

—Detente, Serapio. ¿No me reconoces?

—¡Abundio! —murmuró éste con un ahogado gemido sólo perceptible del catedrático. Y los dos quedaron mirándose silenciosos.

Los demás testigos de la escena fueron a comentar el triunfo de Manteca diseminados en corrillos por el prado, y cuando los dos estuvieron solos se hablaron de esta manera:

—¿Tú por aquí, Abundio? ¡Qué alegría! Pero déjame que te mire. Te encuentro hasta buen mozo. Al pronto no te había reconocido.

—Pues yo a ti, Serapio, al momento. No has cambiado nada: estás lo mismo.

—Cuéntame qué ha sido de ti. ¿Te has casado? ¿Y mi hijo? ¿Vive? ¿Es hombre de bien? ¿Estudia mucho?

Aquí el berrendo lanzó un suspiro y, tomando sus precauciones para no dar a su amigo tan triste noticia de sopetón, fue poco a poco y con rodeos detallándole las proezas de León hasta el paso de las banderillas, último detalle de que había podido ser testigo el profesor de historia. Por supuesto que bien pudo ahorrarse ceremonias, porque don Serapio en vez de afligirse lanzó una sonora carcajada y pareció divertirse mucho con el relato.

—¡Qué diablillo! ¡Qué diablillo! —decía sin dejar de reír—. La misma afición de su madre, que esté en gloria, que se moría por los toreros. Y en cuanto a lo de asustar a las criadas, vamos, no lo ha robado de nadie, que yo también cuando chico las daba cada susto. ¡Qué diantre!, todos hemos sido jóvenes. ¿Verdad, Abundio?

Y diciendo así le daba con el cuerno en el hombro maliciosos golpecitos.

—Serapio, tu grandeza de sentimientos me humilla y me degrada más y más a tus ojos.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Que no obstante mi conducta para contigo, me conservas tu amistad y…

—¿Vas a ponerte de mal humor por una niñería que no vale un pito? Ya sé yo que en el fondo ninguno de los dos teníais la culpa de aquello. ¡Ea!, lo pasado, pasado y abracémonos.

—Pero —insistía el profesor titubeando.

—Si no me abrazas para probarme que no me guardas rencor por haberte echado de mi casa, me incomodo.

Y los dos amigos se confundieron en un estrecho abrazo.

—Ahora vente conmigo y te enseñaré una praderita donde hay unos pastos con los que te vas a chupar los dedos, pero te encargo que delante de gente no me llames Serapio sino Manteca. ¿Y tú qué nombre tienes?

—A mí me llaman Pendenciero.

—Y lo eres, según me han referido.

—Chico, no es esto revolverme contra lo que ya no tiene remedio; pero encuentro que mi transmigración no es justa.

—Hombre, no le dan a uno a elegir. Yo tampoco merecía esta suerte; pero ¿qué hacer? Hay que conformarse. Después de todo, esto no es tan malo; y si en vez de mostrarte bravucón y gallito haces por aparecer reflexivo y prudente, llegarás a verte como yo, y ya tienes tu vida asegurada.

Y departiendo así, los dos amigos recorrieron la dehesa con gran contentamiento de los pastores, que en aquella unión no veían sino el ascendiente de Manteca, cuya fama de cabestro número uno quedó asegurada para siempre.

Y así transcurrió como medio año, hasta que un domingo del mes de Julio…

Pero lo que sigue merece capítulo aparte.