II

El angelito acababa de cumplir los quince años y tenía ya la cara llena de vello como melocotón verde de Calatayud. Mal criado y voluntarioso como si fuera hijo de su madrastra, había que darle gusto en todo, so pena de que escandalizase el barrio a berridos. Insolente a fuer de rico ignorante, y desarrollado por las faenas agrícolas de su pueblo, don Abundio no tenía sobre él dominio alguno físico ni moral. En vano trató de inculcarle algunas nociones de Historia; los resultados fueron nulos. Una vez al preguntarle quién era Colón respondió que un hombre que había puesto un huevo de punta; y en Geografía sostenía que la capital de Holanda era Bola, de donde tomaba su nombre el queso.

¿Asistir a las academias? Perdone por Dios, hermano. De pedrea todos los días, eso sí, con los pilletes de la puerta de Santa Bárbara; y llenos andaban los encantes de sus libros de enseñanza que malvendía para comprar un tendido de sol en los novillos, su pasión dominante. Él era siempre el primero en saltar a la arena en cuanto tocaba el turno de los embolados para el público, y más de un revolcón le costaba la aficioncilla. Su aula predilecta era el matadero, de donde siempre volvía con algún chirlo más y unas tajadas menos.

En la casa todos eran sus víctimas. Tan pronto era el perro de aguas, compañero inseparable de don Abundio, el que atado por el rabo y sujeto a una escarpia de la pared, pasaba media hora boca abajo atronando la manzana con sus aullidos, como el minino el que, con un mazo de cohetes encendidos en la cola, salía bufando por la calle como alma que lleva el diablo. El pobre tutor le hacía reflexiones amenizadas siempre con su poquito de Historia para ver si, por la misma puerta por donde trataba de inculcarle la morigeración y el respeto, le entraba también la instrucción; pero, nada; era como lavarle la cara con jabón a un burro negro.

Un día en que León había atado mano con mano y pata con pata a los dos pobres bichos, unidos así de costado como los hermanos siameses, y los había lanzado a la calle con unas alcuzas en las extremidades posteriores, don Abundio que atropellado por los fugitivos midió el suelo, habló así a su pupilo:

—Tu conducta es salvaje, León. El que hace daño a los animales está en camino de hacérselo a los hombres. Además, si tú no fueses un ignorantón, sabrías que los egipcios creían en la metempsícosis o transmigración de las almas, por la cual el hombre que no había cumplido con todos sus deberes morales y sociales, en vida, pasaba al morir a la condición de bruto o bestia inmunda. Esta creencia, más generalizada de lo que algunos suponen, la profesan también los chinos, quienes consideran como un don celeste el transmigrar a un cerdo, porque de ese modo sólo ha de durar un año la esclavitud de su espíritu en una envoltura irracional. Ahora bien; ¿quién te asegura que semejante castigo no es una de las manifestaciones de nuestras penas eternas? ¿Por qué no ha de formar parte eso del infierno o del purgatorio de los creyentes? Y si es así ¿quién te dice que al martirizar a un pobre bruto no estás lastimando a un amigo, a un pariente, acaso a los mismos que te dieron el ser?

Yo no sé el efecto que esta homilía produjo en el ánimo del adolescente; pero lo que sí puedo atestiguar es, que algunos días más tarde, la Maritornes volvió de la plazuela trayendo una marranilla de leche que su padre (el de la criada, no el de la lechona) remitía a don Abundio, por vía de regalo, con el ordinario de su pueblo; y que León, aprovechando un descuido, cargó con ella y la vendió al primer transeúnte para, con su producto, asistir a la corrida de toros. El exprofesor de Historia, enfurecido ante la pérdida de aquel suculento manjar, raro en su mesa, repetía:

—¡Vender una marranilla de tres meses!

—Esos hace que lloramos a doña Remigia —contestó el pupilo—. ¿Querría usted que me expusiera a comerme a mi madrastra?

Y efectivamente, desde aquel día, empezó a dejar en paz a los animales; pero la emprendió con las personas; y así llenaba de recortes de ortiga la cama de su tutor, como conteniendo el aliento y de puntillas, se acercaba por detrás a la alcarreña mientras espumaba el puchero, de bruces sobre el fogón, y metiendo una mano entre el zagalejo corto y sus piernas sin medias, le clavaba los dedos en la robusta pantorrilla al par que imitaba el ladrido de un perro; con lo que la pobre muchacha al principio se asustaba mucho; pero luego se fue acostumbrando.

Las cosas iban llegando a tal punto que el infeliz don Abundio no gozaba momento de reposo. César Cantú, Lafuente, Mariana y multitud de historiógrafos hablan desaparecido de su biblioteca y tomado la forma de tendidos; el uniforme de teniente de nacionales yacía en una casa de préstamos de donde salió el dinero para una tienda de manzanilla. Finalmente una noche en que, a hora muy avanzada, León se dirigía a oscuras desde su cuarto al de la alcarreña con intención de darle algún susto, tropezó en las sombras con su tutor que, con los brazos abiertos, buscaba la manera de orientarse por el pasillo.

—¿Qué hace usted aquí? —le preguntó con severidad don Abundio.

—¿Y usted? —le replicó el mozalbete.

—Yo he sentido pasos; y temeroso de alguna trastada de las de usted, me he levantado a velar por el reposo de esa inocente criatura.

—Pues yo he venido a preguntarle si había puesto a remojo los garbanzos.

Y al día siguiente, con el pretexto de dar un paseo matinal, tutor y pupilo se encaminaron a la calle de Sal si puedes, donde Leoncito quedó como pensionista en el colegio de don Tranquilino Verdugo, bajo la advocación de San Juan Capistrano.

Ustedes habrán oído decir, y por si no yo se lo digo, que no hay nada peor que un chico travieso a no ser dos chicos traviesos. Pues bien, en el colegio de don Tranquilino había treinta pensionistas, de los que pronto se hizo jefe nuestro héroe; y si antes León valía por cuatro, concluyó por hacerse insoportable con la emulación de sus compañeros.

El desgraciado director, hombre entrado en edad y cuyas narices eran una bomba aspirante de rapé, apeló a todos los correctivos imaginables para meterlo en cintura; pero no alcanzó mejor suerte que don Abundio. Ya era un bramante sujeto por un extremo a la mampara y prendido por el otro con un alfiler a su peluca el que dejaba al profesor con la calva al aire cada vez que abrían la puerta; ya una vejiga provista de un pito la que, al ir a sentarse en el sillón, aplastaba con su cuerpo y le hacía saltar hasta las vigas creyendo, con el quejido que daba al deshincharse, que había despanzurrado a su gata de Angola. Por supuesto que no cejó en su manía de asustar a las criadas; pero a la de don Tranquilino, que era del Escorial, le cayó en gracia el chico, y lejos de incomodarse, engordaba, como suele decirse, con las travesuras de León.

Un domingo del mes de diciembre en que había novillos con mojiganga y dos toros estoqueados, el director tuvo la desgraciada ocurrencia de llevarse de paseo a sus alumnos por la calle de Alcalá para que asistiesen al espectáculo de la ida de la gente a la plaza. León, que formaba a la cola de la ruta, contemplaba con ojos de envidia aquel torrente humano que a pié, en berlina, en ómnibus, en calesa y aun en tartana, se precipitaba desde la Puerta del Sol hasta la Cibeles como desbordando por un embudo invertido. La cara de satisfacción de los transeúntes, la idea de las emociones que iban a experimentar aquellos con quienes se codeaba al paso y de quienes tan lejos estaría dentro de poco, el humo de los cigarros, pues basta los que no van a los toros fuman el día de corrida para hacer creer a los que los ven que van; el ruido, el sol, el conjunto, en fin, trastornaron el juicio del hijastro de doña Remigia, y unas se le iban y otras se le venían sin cocérsele el pan en el cuerpo. De repente la luz parece como que adquirió más intensidad y el ambiente un olor como de carne muerta y tripas rotas. Todas las miradas convergieron a un punto dado. Era la cuadrilla de chulos que en coches abiertos se dirigían al redondel luciendo colores, lentejuelas, moñas y pasamanería. La sangre afluyó al corazón del aficionado y un velo cubrió su vista; pero no tan tupido que le impidiese percibir entre la comitiva a un picador que, caballero en una alimaña, llevaba a la grupa a uno de esos pilletes que les sirven de escuderos y que, bajo la égida de su protector, tienen entrada triunfal y gratuita en la plaza. León no resistió más; echó a correr como deudor perseguido por acreedores y, agarrando de un tobillo al escudero, lo desmontó de una sacudida y de un salto ocupó su lugar. Aunque se subía el embozo del capote para no ser conocido, sus camaradas de colegio le olfatearon y fueron con el soplo a don Tranquilino que, ahogado por la pena, y en la imposibilidad de darle alcance, volvió a casa con la ruta y participó a don Abundio lo ocurrido, consignando en la carta su irrevocable resolución de despedir al mozalbete.

El excatedrático de Historia, que le estaba poniendo a la alcarreña unos pendientes de similor que le había regalado por su buen comportamiento, recibió la misiva como si fuera el casero, es decir, de mal humor, y se echó a la calle confeccionando un discurso con que ablandar a don Tranquilino y evitarse la irrupción del ahijado en su hogar, si bien metiéndose tres reales en el bolsillo del chaleco para, si no lograba convencer al señor Verdugo, comprar a su criada unas medias de estambre. En todo pensaba el bendito señor.

Llegado que hubo al colegio de San Juan Capistrano, pudo convencerse de que la determinación de don Tranquilino no tenía vuelta de hoja. Le ofreció aumentarle los honorarios, le habló de Cicerón y de Séneca probándole que sabía más que ellos. Nada, ni las dádivas, ni la adulación quebrantaron aquella naturaleza de diamante:

—Usted que tiene criada —concluyó por decirle— comprenda usted lo que a la mía le espera.

En estas estaban departiendo en el refectorio, pues ya habla anochecido y los muchachos cenaban bajo la vigilancia del director que andaba viendo a quiénes tocaba el turno del castigo para ahorrarse las diez raciones que diariamente suprimía bajo el pretexto de penas correccionales, cuando se presentó León con la gorra encasquetada y embozado en un capote que, si no tan roto como el del lazarillo de Tormes, quien tiraba piedras sin desembozarse, estaba reducido al tercio de su peso específico en virtud de tanto agujero por donde se tamizaba su individuo.

Verle llegar y caer sobre él una granizada de improperios de don Tranquilino y don Abundio acompañada de una rechifla de los imberbes fue cosa simultánea. León impávido se mantenía de pie en un rincón.

Restablecido el orden y penetrado el tutor de que no tenía más remedio que compartir el hogar con su ahijado, pronunció su discurso de despedida y exhortó al reo a que pidiera perdón a su víctima. Resistióse aquél, y como don Abundio se empeñara en apelar a la violencia, el muchacho dejó caer su capa en el suelo, blandió un par de banderillas que ocultas llevaba y, aprovechando la actitud de don Tranquilino que había dejado caer su pañuelo de yerbas y se disponía a recogerlo, se las clavó de frente en medio de las dos paletillas y emprendió la fuga entre la algazara de los alumnos, los berridos del director y las convulsiones de don Abundio que, con la boca a un lado y agitando pies y manos como si nadase, se revolcaba por los suelos. Media hora después sucumbía el desgraciado a un ataque de apoplejía fulminante, y a don Tranquilino, de bruces en la cama, le hacían la primera cura.

De éste no volveremos a saber nada. De los demás nos ocuparemos en los capítulos siguientes.