Pues señor, era una vez un tal don Abundio Recogido con quien tan bien cuadraba el apellido por la morigeración de sus costumbres, como contrastaba el nombre por la escasez de sus recursos. Exprofesor de Historia de un instituto de provincia, vivía reducido a los estrechos límites de su jubilación de catedrático de entrada, pues jamás pudo conseguir el ascenso. Era sin embargo feliz, tan feliz como puede serlo un hombre que a los sesenta años habita un piso cuarto en la calle de la Palma Alta de Madrid, posee una regular biblioteca, se hace servir por una maritornes alcarreña el chocolate con buñuelos a las siete de la mañana, come a las dos su eterno cocido, y digo eterno por carecer de principio y de fin, y cena a las once su inevitable guisado con patatas, precedido en invierno de unas sopas de ajo y seguido en la época canicular del indigesto pero refrescante gazpacho con pepino.
Por las tardes de tres a cinco o de cinco a siete, según la estación, se encaminaba pian pianino a la calle de la Victoria y, ya saboreando un vasito de café con leche, ya paladeando un chico de horchata, repasaba la prensa del día que el camarero le iba presentando, seguro de que los dos cuartos de propina no habían de faltarle. Todos los parroquianos del café de la Vizcaína conocían a don Abundio; pero ninguno le trataba. No tenía amigos, y desde diez años atrás se le había bautizado con el mote de Juan Palomo, por aquello de yo me lo guiso y yo me lo como que reza el refrán. Los domingos amenizaba el Moka con una copita de ron o las chufas con una ración de bizcochos. El primero de mes se permitía el despilfarro de una peseta para asistir al paraíso del teatro Real, y el quince se deleitaba con lo que entonces era literatura dramática en el teatro Español, donde por cinco reales ocupaba un asiento de galería alta. Practicaba las fiestas de precepto, nunca faltaban en su bolsillo los cuatro ochavos que destinaba diariamente a la limosna de un anciano, de una mujer, de un niño y de un lisiado, y así tranquilo, ordenado y solo, llevaba don Abundio su existencia calzada con chanclos, tanto para evitar el lodo del mundo como para pasar por él sin hacer ruido y evitar el molestar y que le molestasen.
Había con todo una nube en su horizonte, y el género de vida que se había impuesto era como una especie de expiación de su pasado. Hagamos historia.
Allá en sus mocedades, don Abundio habla tenido por amigo fraternal a un don Serapio Benigno Prudencio Manso y Cordero, natural de Toro, propietario, viudo y padre de un niño llamado León, de quien él catedrático de historia había sido padrino al mismo tiempo que albacea testamentario de la madre. El lazo que los unía era tan estrecho que no tenían pan partido como suele decirse; y en casa del propietario había el cuarto de don Abundio, el cubierto de don Abundio y hasta las zapatillas de don Abundio, pues allí se descalzaba, comía a menudo y aun pernoctaba con frecuencia.
Fragility, your name is woman: Fragilidad, tu nombre es mujer, ha dicho Shakespeare, y aun cuando yo no sé lo que quiso dar a entender con ello el poeta de Strafford, aquí lo aplico por si viniera bien, pues la fragilidad de don Serapio le condujo a contraer segundas nupcias en cuanto hubo acabado de llorar los doce meses reglamentarios a su difunta esposa.
Ocioso creo consignar que don Abundio fue padrino de la boda y que, si bien retiró sus zapatillas del hogar conyugal, siguió compartiendo frecuentemente con sus amigos el cocido de la amistad sazonado con el chorizo de la abundancia.
Non bis in ídem, dice el proverbio latino, que cito para que vean ustedes que lo mismo manejo yo las lenguas muertas que las vivas, y también para probar que efectivamente no se debe reincidir en nada si es esto lo que aquella máxima prescribe; pues así como le pudo salir bien a don Serapio la segunda edición de su esclavitud, le salió en la frente, como vulgarmente se dice, para dar a entender que algo le sale a uno mal.
Y en efecto, doña Remigia, pues así se llamaba la consorte, le salió rana; y no lo digo porque careciese de pelo, que mata era la de sus trenzas capaz de adornar la cimera del casco de un oficial de caballería; lo que ya creo que habla tenido lugar cuando estuvo en relaciones con un teniente de lanceros de Calatrava; y en cuanto a guapa, llamábanla en su pueblo la hermosa Judit no sólo por sus encantos personales sino porque hacía perder la cabeza a cuanto Holofernes se le ponía a tiro. Pero pagada de sí misma, esclava de su belleza, manirrota y poco dada al trabajo, resultó madrastra del hijastro y cara mitad del esposo; cara, en lo que tenía de dispendiosa, y mitad en lo que dividía al entero. Alegre como unas castañuelas eso sí; porque su cama podría parecer un plantel de espárragos por los cuarenta dedos que ella y su marido dejaban asomar por los agujeros de las sábanas, las calcetas asemejar a los desiertos africanos por no tener una planta, los baberos del niño competir en barbas con un albañil en sábado; pero ni una noche faltaría en su casa la tertulia de hombres solos, en la que se entretenían en juegos inocentes, entre los cuales el escondite, siendo don Serapio el encargado de buscar siempre sin encontrar nunca, especialmente a su mujer y a un empleado en consumos que tenían una habilidad notable para esconderse.
Hubo a la sazón una de esas expansiones populares que, como lluvia tras sequía, lo fecundan todo, y del chaparrón aquél brotó una milicia nacional. Don Serapio fue nombrado capitán de la cuarta del primero y don Abundio su teniente. Con este motivo las visitas del catedrático se sucedían sin interrupción, pues a los deberes de la amistad se agregaban las exigencias de la patria.
Aunque don Abundio frisaba ya en los cuarenta años, conservaba rasgos de esa belleza a lo Espartaco que tanto cautiva a ciertas Evas idólatras de la forma. Además en su calidad de catedrático de historia, relataba con frecuencia la de España a doña Remigia que, a fuer de mujer, se encantaba aprendiendo vidas ajenas. Si a esto se añade el aliciente del uniforme y la veleidad de la dama, fácilmente se deducirá de todo junto que, nueva edición de la señora de Putifar, doña Remigia trató de quedarse entre las manos más de una vez la capa de don Abundio. Fiel éste al que, imitando los tiempos de la Edad media, llamaba su hermano de armas, rechazó como pudo las obsesiones de aquel súcubo tentador en quien la virtud de la víctima no hacia sino aguijonear el deseo.
Pero ce que femme veut, Dieu ou le diable le veut. ¡Cuidado si sé yo lenguas! Vamos al decir que doña Remigia se empeñó en que allí fuera Troya, y Troya hubo con su Paris y su Menelao correspondientes.
Un día de parada, estando reunido el batallón en el patio de un exconvento de carmelitas, don Serapio se apercibió de que se había dejado olvidada en su casa la alocución que debía dirigir a su compañía en el convite que después de la formación había de darle, para agradecer el honor de haberle elegido capitán. Don Abundio fue el encargado de ir en su busca. Al entrar en el domicilio de su jefe, lo primero que vio fue a doña Remigia acabando de ataviarse para asistir a la parada. Estaba hecha un brazo de mar; pero si hemos de ser justos, él no la iba en zaga. Aquellos pantalones blancos y relucientes cuya posesión se disputaban por arriba dos tirantes con las hebillas corridas hasta los hombros y por debajo unas trabillas con las que parecía llevar los pies en cabestrillo, eran el summum de la marcialidad de afición. Pues dónde me dejan ustedes la casaca de paño verde botella con vivos y golpes de color de canario, que amarillo era el distintivo de los fusileros, y botones de metal numerados a un lado y otro del péti cerradito en forma de pechuga de pichón? No había medio de resistir a un hombre que sobre sus cinco pies y cinco pulgadas se ponía un morrión de un palmo cumplido, con una visera como el pescante de un coche, una chapa hasta la imperial despidiendo rayos de latón y un par de carrilleras con escamas. Pues no digo nada cuando repicaban gordo y le añadían el último piso al chacó. El golpe maestro era aquella cuarta de plumero en forma de nabo arqueado hacia delante, utensilio de triple utilidad, pues no sólo quitaba el sol, sino que aventaba las moscas y llenaba de cortesías a los transeúntes. En esta forma, más la espada en el biricú y el corbatín de suela, se presentó don Abundio ante la esposa de don Serapio; y si hoy estarla para pegarle un tiro, entonces no cabe duda que estaba seductor.
Doña Remigia al verle lanzó una exclamación de asombro que le hizo dar tres o cuatro vueltas al plumero. Él se descubrió, y arreglándose el cucuné le expuso el objeto de su visita. Busca por aquí, busca por allá, ni sombra de alocución en el pupitre de don Serapio. Con la confusión y las prisas debieron ponerse tan cerca uno del otro, que el fleco de la berta de doña Remigia se enredó en uno de los botones de la casaca del catedrático, y cátenlos ustedes trabajando por desasirse. Primero todo fueron risas, después ya empezaron como a ponerse formales, el fleco no se desprendía y los dedos se enredaban. En suma, cuando don Serapio que había encontrado el discurso en el fondo del morrión, entró en la casa para decirle a su amigo que no se molestase en buscarlo, pues había dado con él donde menos lo presumía, es decir cerca de su cabeza, encontró al teniente ascendido, y, señalándole la puerta, dimitió la capitanía y se retiró con su mujer a Toro de donde ya he dicho que era natural.
Los remordimientos, la vergüenza y el desprecio de sí mismo que le inspiraba su conducta, produjeron en don Abundio unas viruelas que le pusieron entre la vida y la muerte. Por fin se restableció; pero ya no volvió a ser ni sombra de lo pasado. Transcurrido el tiempo reglamentario pidió su jubilación y retiróse a Madrid donde le tenemos buscando por la paz del cuerpo la tranquilidad del espíritu.
Pero nada hay duradero sobre la tierra, ha dicho el sabio (y no lo repito en griego no sé por qué).
Un día recibió una carta que, si empezó llamándole la atención por la ridícula forma del sobre, le llenó de alarma al abrirla y verla fechada en Toro. Decía así; salvo la ortografía:
«Muy señor mío y mi dueño: Tengo el gusto de participar a usted que ayer se murió el difunto don Serapio Manso, lo que hemos sentido mucho y rogad por él. Lo hemos enterrado junto con doña Remigia (q. b. s. p.) que también se murió hace dos días de una indigestión en el vientre que el médico dice que es cólera; pero yo no quiero que sea cólera que para eso soy alcalde, servidor de usted, y después se asustarán los vecinos.
»El niño está en mi casa, jugando a la pelota de luto, porque son criaturas que nada entienden de aflicciones, y el sastre que es el pregonero se lo ha cosido en dos trancos.
»Don Serapio ordena y manda que usted sea tutor y curador de Leoncito, y se lo remitiremos si usted no viene según la disposición del difunto cuya vida Dios guarde muchos años. Juan Artola —alcalde. Por no saber firmar hace la señal de la cruz. +».
Don Abundio lloró al amigo, rezó por la pecadora, comprendió que aquella disposición testamentaria era el castigo impuesto a su felonía, y quince días después entraba en Madrid con su pupilo León.