CANTÓN - IV

egún hemos consignado al principio, la dinastía reinante no es china, propiamente hablando, sino tártara mandchur; es decir, invasora, dominante por derecho de conquista, y mirada, por consiguiente, con prevención por los oprimidos. De aquí nace el que, favorecidos por la gran desorganización del Estado, tengan éstos formadas sociedades secretas, que funcionan en el misterio, y cuyo fin, como fácilmente se colige, no es correr tras la libertad en busca del derecho político moderno, sino sencillamente cambiar de yugo. Dos siglos hace que trabajan con este objeto, sin lograrlo.

Hay además otro partido: el extranjerista, compuesto indistintamente de tártaros y chinos, que reconociendo las ventajas de la civilización, pide telégrafos, ferrocarriles, reformas en las costumbres y progreso, en una palabra; pero sus sectarios se hallan en minoría, pues ni el espectáculo del gas incita a la masa tradicional del pueblo a desprenderse de sus linternas, ni el espíritu revolucionario del movimiento en sentido de avance, se aviene con la rutinaria y perezosa marcha de estos seres mecánicos. Ello vendrá, no obstante, y acaso muy pronto, pues ya empiezan a observar que la actividad es un elemento de riqueza, y el chino es avaro.

Tomando pretexto de cualquiera de estas razones políticas, sucede a lo mejor que un mandarín cuyas aspiraciones no han sido satisfechas, se levanta en armas, recluta ciento cincuenta mil hombres, y recorre con ellos las provincias, amenazando absorber el imperio. Pero como en Pekín le ven las cartas, le envían un emisario para que ajuste la paz con él; le dan algo de lo mucho que pide y una mañana el rebelde no amanece en el campo, con lo cual se disuelve el ejército; porque, lo mismo en sublevaciones que en batallas, en faltando el jefe se acabó el cotarro. Algunas veces, pocas, pillan al descontento y le cortan la cabeza, como acaeció hace cuatros años con el general Li, que se había enseñoreado del Tonkín, y cuyo recuerdo me trae a la memoria una frase del virrey de Cantón, que no debo pasar en silencio. Esto me da pie para relatar nuestra visita al yamen o palacio del feudal lugarteniente del emperador.

Agregado en calidad de curioso a la misión diplomática que cerca de Li-u (nombre del virrey, que no hay que confundir con el del general rebelde) fue a desempeñar por entonces nuestro malogrado ministro en China D. Carlos A. de España, vestíme, como los demás señores del cortejo, de chaqué y sombrero gacho; y suprimidos con el frac los guantes como innecesario e incomprensible atributo de cortesía en las altas y bajas regiones celestes, encaminámonos todos en sendas sillas mandarinas forradas de algo que fue paño verde, y con alamares, que a haber conservado su envoltura de seda, hubieran sido negros, al yamen del gobernador, precedidos del portatarjetas para anunciarnos.

Forman el palacio en cuestión multitud de anchurosos patios con pabellones sueltos, que en nada difieren, como arquitectura y muebles, de las casas de los chinos ricos. En la puerta exterior unos harapientos coolies disparan seis morteretes; y unos hombres vestidos de colorines, con la cabeza calzada de una especie de enorme cencerro colorado, del que salía como cimera una tiesa, larga y única pluma de faisán, se pusieron en fila junto a unos figurones gigantescos y ridículos de cartón, dioses porteros de la morada.

En el último patio, y acompañado de su séquito, nos esperaba el virrey, que graciosamente nos saludó a todos cerrando los puños, juntándolos por las falanges y agitándolos a la altura del pecho, como si zarandease una sonajera. Li-u, que respecto a fisonomía y modales está cortado por el patrón general de su raza, en la que no se nota nunca esta diferencia de cutis, de movimientos, de dicción y de forma que distinguen a nuestras clases privilegiadas del común de las gentes, vestía túnica de riquísimo satín celeste con caballa o balandrán azul tina, ostentando en el pecho, a modo de sacerdote bíblico, una placa cuadrada con los emblemas de su magistratura bordados en seda y oro. Botas de raso negro con ancha suela de fieltro blanco cubrían sus piernas hasta la rodilla; y de sus hombros pendía una esclavina de lustrosa piel de nutria, sobre cuyo fondo destacábase un profuso collar de cuentas de ámbar. Cubría su cabeza el sombrerete mandarín de castor, con un botón de coral del tamaño de un huevo de paloma, y de la parte posterior del bonete salía en sentido horizontal un plumero a modo de rabo de zorra, que se extendía hasta media espalda.

Invitados a pasar al pabellón de las recepciones, encontramos servida en él una mesa con dulces, vinos, tazas de té y cubiertos europeos. El virrey puso al ministro a su izquierda, lugar de honor según los usos locales, y al intérprete a su derecha. Los secretarios, la oficialidad del aviso Marqués del Duero, el vicecónsul de España en Cantón, y el cronista, muy servidor de ustedes, nos acomodamos donde quisimos, permaneciendo con nuestros hongos encasquetados, para seguir el ceremonial de la etiqueta confucista. Los oficiales de Li-u, de pie detrás de nosotros a manera de coperos, nos escanciaban el champagne, y colmaban los platos de sabrosos limoncillos en almíbar, jengibre en dulce, guisantes azucarados y otras golosinas, por las que previamente había pasado sus manos el virrey, atestiguando así que podíamos comerlas con entera confianza, seguros de que no contenían veneno. El gobernador, entre bocado y bocado, daba una chupada a la pipa, que cada vez le cargaba su secretario particular; pues sabido es que el recipiente de estos utensilios no admite tabaco más que para una sola aspiración. Y allí empezaron a tratarse los asuntos de Estado con la asistencia de nuestros coolies de silla y de los barrenderos, apaga luces y encargados de las salvas en el yamen, que hicieron irrupción en la sala, en uso por lo visto de un legítimo derecho; pues nadie los estorbó en su faena de interrumpir con sus animadas conversaciones y carcajadas a los conferenciantes.

—¿Qué noticias hay de la insurrección de Li? —preguntó nuestro plenipotenciario.

—Eso acabará pronto —contestó el virrey.

Y haciendo un gesto de contrariedad:

—El caso es —añadió— que yo he tenido en la mano el evitar esta revuelta, porque días antes de levantarse en armas, y cuando todavía nadie sospechaba de su lealtad, vino a visitarme, y en su conferencia conmigo noté cierta vaguedad en su mirada que no me dio buena espina. Tanto, que tuve una corazonada, y determiné mandarle cortar la cabeza; pero luego ¡se me olvidó! ……………

¡Desventurado país donde la vida de los ciudadanos está a merced de las corazonadas de un gobernador! A él debían mandarse a todos los que en la vieja Europa se rebelan contra la tiranía imaginaria del cumplimiento de sus obligaciones, porque ávidos de privilegios injustos, olvidan que sus ansiados derechos no son más que sus propios deberes ejercidos por otro.

Li-u, quitando la cobertera a su taza de té, nos invitó a apurar las nuestras; lo que significaba que la conferencia había dado fin.

Al día siguiente, embarcado en un bote de flores, remolcado por una lancha de vapor, fue a devolver la visita al ministro; sin que en ella ocurriera otro incidente digno de relato, que la súplica dirigida a don Guillermo Lobé, comandante del Marqués del Duero, de no saludarle con los cañonazos de ordenanza, hasta encontrarse fuera del alcance de los tacos. Lo que se cumplió, esperando para hacer la salva a que tomase tierra, y metido en la silla que allí le aguardaba, desapareciese entre la multitud precedido de soldados, tocando gongs y caracoles (que hacen las veces de trompetas).

Yo quería llevar a mis lectores a conocer la cárcel, pero no me atrevo, porque, francamente, es un espectáculo que con dificultad se resiste. Me limito, pues, a pasearlos por delante del establecimiento, sito en una plazoleta cerrada por un murallón, sobre el que se ven pintados monstruos de una fauna sui generis. Allí, convenientemente custodiados, se solean centenares de presos con la coleta cortada, envueltos en andrajos, comidos por la miseria, y ostentando la importancia de su penalidad, quien con la cabeza metida en la canga, cual arrastrándose con los pies en cepo;

otro, en fin, con una cadena sujeta a la garganta, y de cuyo extremo inferior pende una piedra como un queso de bola, en la que estriba su libertad, pues sólo puede recobrarla el día en que, por efecto del uso, el adoquín se desprenda de la cadena.

Los mandarines encargados de administrar la justicia, proceden también por corazonadas. Cuando hay un delito que castigar, echan mano del presunto reo; pero si éste se fuga, lo substituyen con su pariente más próximo, o en defecto de familia, con el vecino más inmediato. El interrogatorio da principio, suspendiendo al que va a servir para satisfacción de la vindicta pública, a un como banquillo de cama puesto en sentido vertical, amarrándole por los pulgares de manos y pies. Por no prolongar esta posición insostenible, el acusado reconoce las más veces una culpabilidad de que está inocente; y ya convicto, no hay más procedimientos ni apelaciones: se le mete en la cárcel y se aguarda la llegada de la primavera, que es la época en que a granel se verifican las ejecuciones. Ya no consisten éstas, como antiguamente, en aserrar en dos a lo largo a la victima, ni en cortarle lentamente en miles de pedacitos, ni en quemar a fuego lento, ni en ninguno de tantos primores como aún se admiran en efigie en la pagoda de los tormentos; pero se flagela hasta la muerte; se divide viva en setenta y cinco trozos a la mujer adúltera; se estrangula a los cómplices atándoles una soga al pescuezo y tirando un verdugo de cada uno de los cabos; se tritura liando al reo con una cuerda y oprimiendo el cable a merced de un torno; y se decapita, por último, a gusto del consumidor; porque si es pobre, se arrodilla en el suelo con las manos sujetas a la espalda y recibe dos o tres sablazos, hasta dividirle la cabeza del tronco: si tiene con qué pagar la supresión del sufrimiento, elige un ejecutor afamado, que con sólo apoyar en la nuca la hoja, le corta de un golpe las vértebras cervicales, ni más ni menos que como se descabella a un toro: y si es muy rico, compra quien lo reemplace en el cadalso; lo que se obtiene, tanto por la indiferencia con que mira la muerte el chino de precaria condición (que halla en este mercado manera de que sus hijos le hagan honras fúnebres de que carecería de otra suerte), cuanto por la benevolencia de los tribunales, que se contentan con que el crimen suceda al castigo, sea quien fuere el que lo sufra: por último, cuando se cuenta con influencias, se soborna a los jueces, y entonces la faena se lleva a efecto fuera de la época reglamentaria; pero en lugar de salir el reo de la cárcel metido en un canasto con las piernas colgando coram populo y a la luz del día, lo llevan por la noche al campo del suplicio, donde le aguarda una litera que lo conduce a otra provincia, y el público se da por satisfecho con creer que la cabeza del inocente que yace en el suelo es la del verdadero criminal.

Después de referir tantos horrores, quisiera concluir con una frase de consuelo. Ya di con ella:

No hablemos más de Cantón.