CANTÓN - II

stamos dentro de Cantón; ya estamos en medio de esta red de estrechas callejas, llenas en toda su extensión de tiendas y tiendecillas.

¿En dónde están los que consumen?, se pregunta uno al ver aquella profusión de abastecedores. Porque en efecto, no hay una sola casa que no sea una tienda, a excepción del barrio tártaro, erigido en una zona especial, cuyos moradores, de más bizarro continente que los chinos, y soldados por derecho de raza (pues pertenecen a la nacionalidad de la dinastía mandchú reinante) tienen viviendas de un solo piso, jalbegadas por el exterior, y si mucho menos aseadas, parecidas a las de algunas aldeas pobres españolas. El fenómeno se explica con recordar que Cantón es a Asia lo que París a Europa. Los cuatrocientos millones de habitantes del Celeste imperio se surten en él, no sólo de los artículos de lujo, sino de los de boca de primera necesidad que, salados y secos, transportan a los últimos confines en millares de lorchas o juncos de su temeraria cuanto rutinariamente diestra marina mercante.

Dicho sea en honor de la verdad, hay algunos establecimientos que seducen, no por la suntuosidad de los edificios, que en poco o en nada difieren de los otros, sino por la riqueza de los objetos que en ellos se expenden. Los bordados de seda, las lacas, las porcelanas, los tejidos, las incrustaciones de nácar sobre madera, peculiares del Tonkín, las sillerías de tamarindo (el ébano local), las tallas perfeccionadas de Ningpo con aplicaciones de marfil, las filigranas de plata y oro, y las antigüedades, fascinan por su valor intrínseco y por la novedad que producen a nuestros ojos; pero carecen de aquella variedad infinita, del gusto ejemplar de la industria europea, y sobre todo de su perfección irreprochable. Aquí no hay nada bien concluido, y las más preciadas joyas concluyen por hastiar a fuerza de monotonía. Se fabrica sobre un tipo y sólo varía la materia. El arte, como la existencia del chino, está sujeto a patrón. Así es que cuando se han aprendido ya de memoria las dos docenas de moldes en que se vacía su inteligencia industrial, los bazares suntuarios con sus preciosidades gemelas (o por lo menos con su aire incontestable de familia) y sus enormes muestras de planchas de charol con caracteres de oro que, pendientes del arquitrabe y rasando el suelo en sentido vertical, dan a la calle el aspecto de una columnata, quedan eclipsados por la asombrosa multiplicidad y el inagotable surtido de abacerías, bodegones, ropavejeros, confeccionadores de toscos objetos de papel para conmemoración de los difuntos, y tantos y tan repugnantes comercios bajos que, ora detienen la marcha del transeúnte con un buey o un cerdo abierto en canal junto a la carcomida tabla anunciadora: ya le salpican el rostro con la sangre del pescado que cortan a rebanadas; o provocan sus náuseas, en fin, con la exhibición de verduras en salmuera, salazones de especies desconocidas, gusanos de seda sacados de las perolas de las fábricas de filatura para ser comidos con arroz, hierro enmohecido, festines de animales al aire libre, dentistas ambulantes revestidos de rosarios de muelas, barberos que sacuden sus navajas sobre los circunstantes, hombres desnudos que, con sus amarillentas manos provistas de largas y negras uñas, sacan de las vasijas los manjares que aquel pueblo famélico devora con avidez; ciegos en filas de seis y ocho tocando campanillas para no ser atropellados por la muchedumbre, mendigos con úlceras y escrófulas que sólo se creen viéndolas, truhanes, agoreros, jugadores de dados y fumadores de opio. Este es el Cantón típico: miseria, basura, abyección.

Apenas anochece cesa el ruido; las puertas se cierran herméticamente. En las primeras horas arden unas candelillas, que cada familia enciende a sus dioses penates en hornacinas abiertas sobre el umbral. Cuando se apagan, todo queda en tinieblas. Entonces aparecen las rondas nocturnas, armadas de lanzones retorcidos, partesanas, escudos de mimbre, y precedidos de un gong o campana china, en el que dan sendos porrazos; con lo que consiguen dos objetos: despertar al que duerme y prevenir a los ladrones para que burlen su vigilancia.

Una buena costumbre, que debe ser imitada en ciertos países donde la policía deja mucho que desear, es la de hacer responsables a los inquilinos con tienda abierta de los desórdenes que pueden ocurrir en la calle delante de su casa. De ese modo el temor de una multa, hace que en cuanto en el arroyo se origina una disputa, salga el tendero provisto de un garrote o de cualquier otro argumento de persuasión, y se lleve a los contendientes a la zona de su vecino, quien a su vez repite la operación, y así sucesivamente hasta dar con la fuerza pública, que termina en la cárcel la partida de tentetieso.

Las pagodas, aunque en la parte consagrada al culto difieren poco entre sí, tienen notables diferencias de aspecto como edificios. Cuéntanse a centenares, por lo que no nos detendremos mas que en las que ofrezcan alguna particularidad. La de los Quinientos ídolos es sencillamente un museo de escultura encargado de perpetuar, en toscas figurillas de madera dorada de medio tamaño natural, la memoria de los que se han distinguido por cualquier concepto. Un padre que tuvo muchos hijos, un hombre que alcanzó una gordura fenomenal (signo de favor celeste), un individuo virtuoso, un general valiente, están seguros de inmortalizarse en aquel totum revolutum de santos, héroes y monstruos de feria. No hablemos del mérito artístico de las estatuas. Hay allí (y por cierto que es circunstancia singular) una reproducción del gran viajero del siglo XIII, del veneciano Marco Polo, con una chaquetilla de trajinero de la Mancha y un hongo pavero, que pedir más fuera gollería.

La de la Campana es sólo notable por el gigantesco tamaño de la que pende de una oscura y medio derruida linterna. Todos estos templos poseen la suya además del gong y del bombo con parche de piel de vaca sin curtir; pues, según la tradición, los primitivos bonzos eran criminales condenados al aislamiento; y debían anunciar, con una campanada repetida cada quince minutos, que no habían apelado a la fuga.

La Torre de porcelana, mal comprendida entre las pagodas, es uno de esos polígonos de varios cuerpos que figuran en todas las telas de abanicos y cuyas tejas barnizadas relucen al sol con varios cambiantes.

Sus relieves de buen gusto y su elegante forma la conquistan un primer lugar entre los monumentos de su especie.

La Pagoda de los Cerdos, así llamada por una pocilga en la que pasan feliz existencia cinco o seis ejemplares sagrados de ellos, que se renuevan anualmente, encierra un culto simbólico; pues parece ser que, según la metempsícosis, el hombre que transmigra a aquel animal inmundo es de los menos pecaminosos; y tiene la seguridad de recobrar pronto su condición primitiva, visto que la vida del marrano no excede por lo común de doce meses. Constituye, en una palabra, una dosis de purgatorio a su manera, tanto más pronto redimido cuanto menos tardan en desarrollarse las mantecas del pecador.

La de los Cinco pisos, desmantelada, no sirve ya mas que de mirador, en gracia de su altura, y fue cuartel general del ejército de ocupación.

El ritual del culto de Budha, cuya religión tiene tantos puntos de contacto con el cristianismo, se parece bastante al ceremonial católico. El oficiante junta las manos sobre el pecho, como nuestros sacerdotes, con ligeras alteraciones en la colocación de los dedos; y hasta en sus cantos hay inflexiones que diríanse copiadas de nuestra liturgia.

Jamás olvidaré la impresión que me produjo un servicio fúnebre a que asistí en Macao con motivo del entierro más suntuoso que registran los fastos chinos. Invirtiéronse en él cerca de cuarenta mil duros; pues en los cien días que se conservó el cadáver en la casa y que, según el budhismo, es el tiempo que el alma anda errante hasta ocupar su puesto en la región de los espíritus, cuantos parientes, deudos y amigos acudieron a rendir el último tributo al finado, fueron mantenidos, incluso de opio, a expensas del hijo primogénito. Sin detenerme a describir las maravillas de ornamentación de la casa mortuoria, atestada de muebles excepcionales, de plantas en cuya cultura habían intervenido tres o cuatro generaciones para ir conduciendo los tallos hasta formar con las robustas ramas caracteres, figuras y símbolos; de objetos de papel para quemar ante la tumba que se confundían con el marfil, el bronce y el cristal; omitiendo la narración de los tres meses de ceremonias religiosas, en las que tomaron parte sesenta bonzos y dos obispos o jefes de comunidad, referiré a la ligera la que tuvo efecto la víspera de la inhumación. Una pagoda, aislada de la capilla ardiente, ocupaba dos habitaciones contiguas. En la interior y bajo unos arcos de ramaje de una transparencia cristalina, profusamente iluminados, doce bonzos y un superior vestidos de seda y oro y apoyados en una fauna simbólica, se mantenían en éxtasis. ¡Qué inmovilidad en aquellas difíciles posiciones! ¡Qué inercia y qué absorción en aquella actitud contemplativa! Era preciso detenerse media hora ante aquellas estatuas animadas, para sorprender una ligera oscilación que acusase un soplo de vida en su marmórea rigidez. Así se mantuvieron desde las seis de la tarde hasta la una de la madrugada. En la pieza vecina, atestada de relicarios gigantescos de filigrana, revestida de paños bordados, en que el oro entraba por arrobas, e iluminada profusamente, veíanse unas mesas dispuestas en trapecio, como en los festines de las óperas. Ocupaban las de los lados los bonzos de orden menor, cubiertos de unas hopalandas oscuras y ceñidos de unas fajas y bandas de diversos colores, según la comunidad a que pertenecían. En las tres del fondo estaban los oficiantes. Sobre estos y en un trono de nubes pendiente del techo, yacía recostado un obispo en el mismo arrobamiento qué sus otros compañeros de reposo; si bien acompañado de dos harapientos coolies, que con sendos abanicos, le refrescaban la atmósfera deletérea de aquella elevación en que se acumulaban las emanaciones del aceite de las luminarias y la respiración, a menudo ruidosa, de sus colegas y del auditorio celeste. Otros mancebos, con más o menos mugre, distribuían té a los religiosos. Preces, invocaciones, purificación de la morada por el fuego y mucho golpe de gong acompañado de dulzaina, formaron la parte esencial de la ceremonia. Por fin, el oficiante principal se puso en pie detrás de su mesa; y en medio de un silencio sepulcral, levantó los ojos al cielo, blandió dos campanillas y se puso a comunicar con el muerto.

Después del Dies irae del catolicismo, no conozco nada más sublime que ese coloquio de la religión con el pecador. Ni una voz, ni un canto, ni una palabra; pero ¡cuánto arte en las vibraciones del timbre que, ora simulan el terror del alma puesta al borde del abismo de las penas eternas; ora traducen la satisfacción y la gratitud del espíritu arrancado de repente a la condenación, por las plegarias de los vivos; o bien, por último, evaporándose en una imperceptible noción del sonido, acusan el alejamiento del hálito vital por las regiones etéreas, para volar a fundirse en Dios, principio y germen de todo lo creado, de quien era partícula y a cuyo todo se restituye! Es un pasmo de ejecución y un torrente de sentimiento. Por desgracia, pronto descubren la oreja; pues el difunto, para quien aquel día suele ser siempre nefasto, responde que su alma está sufriendo crueles torturas, que no cesarán hasta que doten con una fuente en que naden peces de colores a tal convento, o hagan a cual otro los donativos que sus riquezas le permitan; de modo que el estómago se apodera de la sublimidad de la concepción, y toda la grandeza del espíritu se desvanece entre la gente bonza, ante una solución gástrica de refectorio.

Cerremos esta crónica religiosa con cuatro palabras sobre la Catedral erigida en el centro del barrio tártaro. De orden gótico, está tallada en duro granito y recuerda la de Amiens. Carece aún de pavimento, de ornamentación, de altares y de objetos de culto, y van invertidos en ella ocho millones de francos, producto de donaciones y limosnas. Su diócesis alcanzará a veinte personas; sin embargo, al verla ostentar su inmensa nave en medio de millón y medio de gentiles, diríase que ha sido construida en la previsión de que pueda servir para, millón y medio de católicos. Todo es de esperar de nuestras intrépidas misiones.