Macao, 8 de Diciembre de 1882.
antón es para los chinos lo que París para los europeos; la ciudad de los placeres, del lujo, de la industria, de la actividad y de la riqueza. Pekín, con ser la capital del Imperio, no tiene para los celestiales otro aliciente que el de la vida pública con su balumba oficial.
Nacer en Suchau, que produce los hombres más hermosos; vivir en Cantón, paraíso de los bienes terrenales, y morir en Lauchan, donde se fabrican las mejores cajas de muerto, son los tres dones más preciados que la naturaleza puede hacer a un hijo de Confucio.
Las noventa y tantas millas que separan al emporio chino de la colonia de Hong-Kong, y de las cuales más de dos tercios son de navegación fluvial, se recorren en unas siete horas en vapores de río, sistema americano, pertenecientes a compañías, ya indígenas, ya inglesas, con servicio cuotidiano de día y de noche.
Ni Cunard, ni las Mensajerías, ni la Mala del Pacífico, ni la Trasatlántica, ni la Trinacria pueden compararse en lujo y comodidad con algunos de los buques de esta empresa británica. Construidos para cortas travesías, sin riesgo de ninguna especie (pues al menor indicio de tifón dejan de circular), estos steamers tienen en el centro de la cubierta la cámara; vasto y elegante salón ventilado en verano por multitud de ventanas que permiten al viajero admirar las riberas sin moverse de su sitio, y abrigado en invierno por caloríferos y estufas.
Los camarotes son verdaderos gabinetes, con camas en vez de literas, lámparas suspendidas, inmensos tocadores de mármol provistos de irreprochables artículos de limpieza. El pasaje no cuesta más que tres duros, y uno y medio cada comida, que en cantidad satisfaría la intemperancia de Lúculo, y en calidad merecería el aplauso de Brillat-Savarin; se la rocía con Burdeos, Jerez, Porter y Pale-ale, sin contar los licores que precipitan el Moka, y añadiendo un desayuno a elección en los viajes de noche.
Viajar por agua sin columpiarse, es el bello ideal de la locomoción: metido, pues, en un palacio que se desliza, avanza uno con vertiginosa rapidez embelleciendo con la feliz disposición del ánimo los detalles que le salen al encuentro. Para Boca Tigris, fortificación que defiende la entrada del rio, es la primera sonrisa del excursionista, que en cada montón de tierra que saca la cabeza del agua, reconoce siempre a un simpático amigo. Renuncio a juzgar si este mamelón está bien o mal artillado, porque en punto a cañones, yo no he tenido trato más que con los de las plumas cuando se estilaban de ave. Lo único que sé, es que Jos chinos lo miran como un Gibraltar, y los europeos se ríen de él. Sumando; pues, ambos términos, y tomando la proporción media, deduzco que con unas leccioncitas de los oficiales del ramo ingleses y buena pólvora de Albión, el ruido y las nueces andarían equilibrados.
Remontando aquellas riberas amenizadas con las típicas torres de cinco, seis o siete pisos, terminados por tejadillos en forma de araña y alfombradas de diversas plantaciones, llégase a Wampoa, avanzada de Cantón, donde ya nos interceptan el paso los innumerables botes de la población flotante, condenada a vivir y morir en sus esquifes, y cuyo número excede a toda ponderación. Los ingleses llaman a estas embarcaciones Slipper-boat (barco zapatilla) por la forma que afectan con su puntiaguda proa y sus toldos agalerados de bambú: el efecto real es el de un cerdo nadando. Al verlos hacinados a miles bajo los puentes de Cantón y en los puntos más resguardados del río, se le ocurre a uno preguntar si la ciudad está abandonada, pues no parece sino que se ha trasladado a bordo el millón y medio de sus habitantes.
Por fin se atraca: estamos en el emporio chino. Cerremos los ojos ante aquella especie de muladar que constituye el carácter distintivo de los barrios celestiales, y apretemos el paso para hacer entrar a los sentidos en puertos de salvación. Después nos encenagaremos.
Antes de rebasar la linea, nos sorprende un edificio severo y majestuoso con cara de persona decente y acomodada. Es el Custom house o aduana inglesa. Sabido es que cuando la poderosa Albión terminó a cañonazos sus diferencias con el imperio del Medio, intervino las aduanas, como garantía del pago de la indemnización de guerra. Saldada que fue la operación, observó el gobierno chino que los rendimientos durante la gestión administrativa de sus apaleadores, habían sido mucho más pingües que en manos de sus funcionarios nacionales; y rogó a aquellos que continuasen en su tarea por cuenta del Estado en lo que se refiriera a importación o exportación en buques extranjeros. Desde entonces radica en Pekín un inteligentísimo Director general, retribuido con un elevado tanto por ciento sobre el total de la recaudación, a cuyo cargo, elección y coste, están los funcionarios de las diferentes agencias fiscales del imperio. Sujetos a un escalafón riguroso y a reglamentos fijos, exígeseles a estos empleados el conocimiento perfecto del inglés, e ingresan en el cuerpo, después de unos meses de prueba, con un haber mínimo de ciento veinte pesos al mes y casa en común o independiente si son casados. Simultaneando con el ejercicio de sus funciones, aprenden la lengua mandarina y obtienen sus ascensos a medida de su aplicación, hasta llegar a jefes de departamento con diez, doce y creo que hasta catorce mil duros anuales, y habitación, criados, convites oficiales y otros gastos satisfechos. El personal se compone de ingleses, americanos, españoles, franceses, italianos; de todas las nacionalidades en fin. De ese modo el día que el gobierno chino quisiera prescindir de la administración inglesa, habría una reclamación universal de intereses lastimados, y tendría que someterse a la dura ley de la fuerza. Esto es entenderlo y saber hacer duraderas las cosas. Lo mismo nos pasa a nosotros.
No nos entristezcamos y pasemos adelante.
Atravesando el puente de los señores, pues el otro que lo separa de la población china está destinado a la servidumbre, nos encontramos en Shameen; islote más grande que una manta de cama pequeña de matrimonio, cuyo terreno constituye la concesión o morada europea. Habitado por el cuerpo consular, los funcionarios de la aduana y los agentes de las casas de comercio extranjeras, Shameen encierra en junto treinta familias. Cada casa es un pequeño hotel con su galería abierta sobre la fachada, respirando alegría, riqueza y buen gusto. El arroyo es de césped y las calles andenes de jardín. Hay una capilla protestante y hasta gente que se pasea a caballo y al trote. ¡Qué temeridad! Pero no vayan ustedes a figurarse que aquí se detienen las maravillas del pequeño Lilliput: es todo un Estado bajo la base del comunismo. Un cónsul es administrador de correos con la responsabilidad y formalidades de un funcionario público. Todos los habitantes, excepto las señoras (que me parece que son nones y no llegan a tres), están obligados a prestar servicio como bomberos. El de las armas es gratuito y obligatorio: al menor asomo de revuelta por parte de los chinos, como aconteció hace dos o tres años, cada cual empuña el útil de guerra de que dispone, organízanse guardias y retenes, los vapores de la línea aprontan sus calderas; y, como fuera vano empeño resistir, al primer tiro de alarma, todo el mundo a bordo; el ejército de tierra se convierte en fuerzas de mar.
Sobre ser tan pequeña la isla, aún queda espacio para un elegante paseo sobre el malecón; desde el cual, dirigiendo la vista del lado de la tierra, apercíbense hombres que se agitan en diversas direcciones, pelotas que describen giros parabólicos y raquetas que muy a menudo resignan sus poderes en la cara de su dueño. Son praderas públicas, trinquetes a la inglesa, sport verdadero, donde los moradores entretienen sus ocios con el ejercicio gímnico del cricket. Teniendo ya lawn-tennis, no pierdo la esperanza de asistir a un handicap en el futuro hipódromo de Shameen.
¿Me preguntan ustedes qué ruido de billar es el que sale por las ventanas de ese magnífico edificio? Pues qué quieren ustedes que sea sino el del billar del club inglés; donde además de todos los juegos lícitos y de todas las bebidas y reconfortantes gástricos apetecibles, encontrarán ustedes una magnífica biblioteca, de cuyas obras se puede disponer a domicilio, y habitación dispuesta para que pernocte el socio transeúnte. Esto sin contar los periódicos y el papel gratis para la correspondencia.
Pero no nos detengamos aquí, que mejor que el club inglés es el alemán, en el que, amén de las mismas comodidades y atractivos, existe un teatro, un verdadero teatro común de dos; pues en él los pobladores de Shameen hacen de hombres y mujeres; de actores y público; de empresario y abono.
¿Quieren ustedes más? Pues como no nos metamos en un houseboat (bote-casa), con su dormitorio, cocina y demás menesteres, para entrarnos río adentro y pasar ocho días consagrados a la pesca o a la caza en domicilio flotante propio, de que nadie carece, la isla ya no da más de sí.
Ahora repasemos el puente; hagamos irrupción en la ciudad china y digamos como en los libretos de las comedias de magia: Mutación.
Así como el comedor de la casa de aquel chusco era tan bajo de techo que no podía comerse en él más que lenguados, así las calles de Cantón son tan estrechas que no hay mortal que entre en su recinto si no es con calzador. Extendiendo los brazos, y hablo en serio, se tocan ambas paredes; y en todas las esquinas hay una tienda con una puerta en cada lado del ángulo, a fin de que, al cruzarse dos palanquines, mientras el uno sigue por el arroyo, el otro tome por el almacén y no se interrumpa la circulación. De trecho en trecho un enorme portón se atraviesa en el camino para limitar un barrio; abierto al tránsito de día, ciérrase al ponerse el sol, y nadie pasa sin permiso del portero, lo que permite no sólo localizar cualquier motín en un momento dado, sino saber quién trasnocha y por qué motivo.
El que haya visto una población china las conoce todas; su construcción es idéntica. Casas hechas con un ladrillo gris azulado, sin más presión que la de los pies del obrero, y que no enlucen jamás ni en paredes ni en tabiques: vigas al aire; en el interior una zahurda; en la fachada una puerta con una ventana encima. Escalas de mano para el acceso: dos o tres industriales viviendo en comunidad, y toda clase de animales domésticos, desde el guarro hasta la chinche, compartiendo el hogar con los moradores racionales. El chino rico sólo se diferencia del pobre en tener casa más grande y poseer más dinero.
Pekín es la única ciudad que reviste otro carácter. Sus calles anchas tienen en el centro a modo de un terraplén formado por la basura, que arrojan los vecinos y que el sol se encarga de secar y corromper. Sobre esta alfombra transita la gente, ya a caballo ya en carretas, en las que no cabe más que un individuo sentado en el fondo de la caja; porque asientos, Dios nos los dé. El polvo es asfixiante y fétido; pero la municipalidad ya lo tiene previsto todo: ha colocado de distancia en distancia unos recipientes de barro que hacen el oficio de columnas mingitorias; y a determinadas horas del día la escuadra de la limpieza, provista de sendos cazos, riega la vía con aquel precioso licor. No hablemos más de Pekín; en primer lugar porque no lo conozco y me alegro; y en segundo, porque mis lectores han de participar de mi alegría.