Los chinos dentro de casa

Visita a una familia rica—. La habitación—. El mobiliario El banquete—. Elaboración del té—. Uso del opio

Macao 10 de Marzo de 1882.

i querido amigo: El tiempo y el comercio se han encargado de destruir la preocupación con que los celestiales miraban a los europeos. Hoy encuentran que sus dollars son excelente lazo de unión, y gracias a las transacciones mercantiles, las puertas de la casa china no están ya cerradas al diablo blanco, mote de todo occidental. El gineceo continúa siendo inaccesible; pues sabido es que las hijas de Eva no son aquí visitadas sino por los parientes íntimos, ni salen a la calle más que para llenar deberes de cortesía, y aun eso en palanquín cerrado y con previo anuncio. Ello no obstante, como satisfacción de una curiosidad y con alguna influencia, consigue uno ingerirse hasta el santuario de las mujeres, acompañado, como es natural, del gallo del gallinero. Mi mujer y yo hemos tenido la dicha de ser recibidos por la familia de un miembro de la alta banca, y creo que será grato conocer mis impresiones sobre el particular.

Como en China el ir a ver a una señora no es aquello de «me voy a pasar un ratito con fulana», como sucede en nuestros países, sino que el acto, sobre poco frecuente, reviste el carácter de una solemnidad, es preciso tomar día, pedir audiencia como si dijéramos, y acompañar la solicitud con un regalito de tanta más monta, cuanto mayor es la categoría del visitante.

*

* *

Las viviendas ya tengo dicho que están a cubierto de la curiosidad pública; así es que tienes que atravesar uno o más patios para encontrar la puerta de la casa, donde el dueño te está esperando, y en la que te recibe con las cortesías propias de su ceremonial. Consisten estas en juntar las manos sobre el pecho, como el oficiante católico al dirigirse al ara, pero con los puños cerrados, que agita repetidas veces al mismo tiempo que inclina la cabeza. Apenas transpuesto el umbral, se tropieza con un gran biombo o mampara, último tapujo del interior, en que alineadas y puestas sobre pies derechos, se destacan unas planchas (a veces quince o veinte) pintadas de encarnado y con letras de oro acusando el nombre, títulos, cargo y dignidades del morador.

El zaguán, que en algunas partes es un patio cubierto alrededor con su impluvium en el centro, a la pompeyana, constituye el estrado del marido. Allí me recibió el banquero, mientras su primera esposa, acompañada de una hermanita suya, de sus hijas, y de su servidumbre (entre la que hay que colocar a las concubinas de su esposo), apareciendo en lo alto de una escalera, se llevó a mi mujer y a la del señor que me servía de intérprete, a las habitaciones superiores.

La disposición del mobiliario es igual en todas partes. Las sillas, grandes sitiales de tamarindo, de la forma de nuestros sillones de baqueta, pesados como el plomo y negros como el ébano, tienen el asiento y el respaldo de piedra —cuyas vetas simulando montañas y paisajes— les dan un valor fabuloso. Cuando el personaje es muy rico, los muebles están cubiertos de paños color de grana, con bordados de oro y sedas. Arrimados a la pared, de la que nunca se separan, a cada dos sillones sucede una mesita alta, estrecha y con tres estantes, que sirve de pedestal a un jarrón de flores, y de apoyo al té y los dulces con que el que visita es obsequiado apenas llega. Frutas escarchadas, entre las que figuraban guisantes en su vaina, cigarros y otras golosinas, nos fueron ofrecidos en una bandeja circular con radios que constituían otros tantos casilicios. Mi anfitrión se entretuvo mientras hablaba en roer unas pepitas secas de sandía, con cuyos desperdicios, expelidos ruidosamente de la boca, ensució mi Hou-lon, rico cha, como aquí se llama al té, presentado en tazas sin asas, provistas de una cobertera que uno entreabre para beber con la misma mano con que la sostiene, y cuyo objeto es impedir el sorber las hojas que flotan en el líquido.

El chino no usa el agua como bebida; el consumo, por lo tanto, de cha, es incalculable; no le ponen jamás azúcar, ni emplean más que el negro. Su precio varía, desde diez reales hasta treinta y dos duros la libra. Este es el mandarín, que se vende en manojitos de la cantidad de cada toma, atados con cintas de colores.

*

* *

Allá va una sucinta reseña sobre la elaboración del té. Recibido en las fábricas, todavía fresco, se escogen sus infinitas variedades; sométesele a la acción del fuego en unas colosales cacerolas, como las perolas de hilar la seda, y agitándolo constantemente, espérase a que las hojas queden contraídas por la torrefacción. El que posee aroma propio no sufre nuevas operaciones; al inodoro se le perfuma después con unas fumigaciones de azahar, de jazmín y otras olorosas flores, y encerrado en cajas de plomo, recubiertas de otra de madera, se le exporta. El verde procede de unas hojas superiosísimas, que se tuestan muy poco; pero como la cosecha es escasa y el consumo en Europa grande, se le falsifica como los vinos de Lebrija, las Cabezas, Valencia y Cataluña, que tomamos por Jerez y Burdeos. Los ácidos son la base de aquella mistificación, contra la que hay que ponerse en guardia.

El espíritu de especulación lleva tan lejos a los chinos, que los agentes de las casas europeas necesitan ojos de Argos para no caer en las mil y una añagazas que les tienden los celestiales. La prueba del té destinado a la exportación, es muy curiosa. Tómanse unos puñados de diversas calidades extraídos de cualquiera caja al azar; colócanlos en unas cubetas bañadas de luz cenital, que penetra por un enorme embudo de madera fijado en la ventana donde se apoya el mostrador. Pésase un tael (próximamente una onza) de cada montón, y se deposita en tantas teteras como especies han de analizarse, y que, numeradas como las tazas que tienen delante, corresponden a las cubetas. Échase encima el agua hirviendo, y transcurridos los cinco minutos que marca un diminuto reloj de arena, viértese el licor en los pocilios y los residuos pasan al mostrador junto con el puñado correspondiente. Entonces se escudriña con minuciosidad la diferencia entre el cha en crudo y el poso de la infusión. El color acusa la frescura de la hoja. Si esta, al desrizarse queda entera, es prueba de que no se la ha hecho servir ya, porque en China, donde nada se desperdicia, recogen los detritus del té y lo venden a los fabricantes, para mezclarlo con el virgen. La sed de ganancia hace que también el europeo, cuando no hay abuso, pero si rebaja de precio, pase por esta mala fe, que no sospechan los consumidores de Occidente; pero en cambio son muy rigurosos con el peso, por lo que, provistos de un imán muy potente, lo restriegan por los montones de las cubetas, y extraen de ese modo las limaduras de hierro con que se mezcla el articulo. Ahora bien; problema: Cuando un enfermo se propina en España una taza de Pei-Kó, ¿qué es lo que cura, el té, la herradura o las babas de chino que por tercios entran en su composición?

*

* *

Reanudemos nuestra visita, en la que es de rigor permanecer cubiertos, porque ya sabes que aquí todo se hace al revés que entre nosotros. El primer cumplido que te espeta el dueño de la casa es decirte que pareces un viejo; la senectud es para el celestial la condición más respetable. Todo lo que es tuyo lo eleva a las nubes con hipérboles extremadamente orientales, y lo que con él se relaciona lo pone a los pies de los caballos. Si le encomias la buena disposición de la casa, te contestará que vive en una pocilga, y si le alabas la hermosura de su mujer, te argüirá que es una bruta (sic).

Después nos hizo pasar a sus oficinas de comercio, donde, con el cajero, tenedor de libros, dependientes y mozos de carga, nos congregamos al rededor de una mesa, abandonándonos a un expansivo banquete de todo género de sucia pastelería.

Como creo que ha de interesarte el relato de una comida a su usanza, voy a permitirme esta digresión. Las mujeres no asisten; la confusión de ambos sexos es degradante para el fuerte, que ve en la madre de sus hijos una esclava y no una compañera. Cada mesa no puede contener más de ocho personas; por consiguiente aquellas se multiplican en proporción del número de convidados. Manteles no los hay; en cuanto a servilletas, cada uno va provisto de un pañuelo de seda que hace sus veces. Los manjares están ya servidos en grandes escudillas de porcelana, rodeadas de otras más pequeñas para las salsas y jugos con que han de adobarse, y que vierte el comensal con una cucharilla de loza, cuando no pringa en el líquido condimento el bocado que, por ser muy grande, ha tenido que llevar tres o cuatro veces a la boca. Una taza sin asas, para los comestibles, y otra microscópica para el único vino que ellos beben, extraído del arroz y perfumado con una esencia, constituyen la vajilla. El cubierto son los célebres palillos, llamados jachi, que colocan uno en la bifurcación del pulgar y el índice, y otro entre el índice y el anular, mientras el del corazón y el meñique funcionan, a guisa de muelle, para abrirlos y cerrarlos como unas tenazas. Con este aparato cada cual toma de la vasija común el pedazo que más le apetece, y lo traslada a la suya parcial, después de multitud de paseos y baños por las diferentes salseras.

El sitio preferente es el de la izquierda. He aquí ahora el orden del menú: abren la marcha los dulces y las frutas. Síguense a estos las cuatro entradas de manjares finos, entre los que figuran los deliciosos cangrejos con huevos, las no despreciables aletas de tiburón, las insípidas pechugas de codorniz y los repugnantes nidos de pájaro, que nosotros llamamos de golondrina. Este refinamiento culinario, que se paga a peso de oro, son verdaderos nidos de un pajarillo, que se encuentra en Java. Formado de tallos y yerbecillas, se los limpia de plumones y otras adherencias, y deshechos por la cocción, quedan reducidos a una sustancia gelatinosa, con la que mezclan almendras de varias frutas, y de la que, a pesar de sus condiciones pectorales, no he podido intentar una segunda prueba. Su nombre es ning-vo.

A estas delicadezas suceden los platos fuertes. Manos de cerdo rellenas, chuletas azucaradas, patos salados y prensados, que saben a jamón, faisanes que en Shang-Hai valen a dos reales pieza, corzo y pescados ahumados. La salazón abunda en su cocina, lo que produce escrófulas y asquerosidades a que la pluma se resiste. Excuso decirte que, dado el cubierto, todo tiene que presentarse hecho pedacitos; y que si algo hay que trinchar, los dedos se encargan de la operación.

Aquí principian las libaciones, en las que son muy parcos. En seguida entra en tanda el arroz hervido simplemente y servido en cubos de madera, de los que cada convidado se propina dos o tres tazas, pues constituye la verdadera y diaria alimentación del chino, que nunca prueba el pan. Amenízanlo con langostines, cerdo, aves, pescado y todo género de chow-chow (chau-chau), como ellos llaman a las mezclas. La manera de devorarlo, pues no puede decirse que lo comen, es nauseabunda. Pizcan de la fuente general un trozo de chow-chow, lo trasladan a su escudilla y, colocándose esta debajo de la barba, como una bacía de afeitar, empujan precipitadamente con los fachis el arroz, ni más ni menos que si rellenasen de casquijo un agujero, y no lo mascan hasta que se les sale por la boca.

*

* *

Relatarte lo que come el indigente es tarea ímproba. Aquí no se desperdicia nada. La carne de perro y de gato se vende públicamente; a la de ratón y toda suerte de animales inmundos se le da caza en el propio domicilio. Sé que voy a extralimitarme poniendo a prueba el estómago de tus lectores; pero la cosa es tan notable, que no puede pasarse en silencio. Para el chino pobre, peinarse es un banquete. De ese modo pretenden que recuperan la sangre que el insecto les ha chupado.

Terminada la comida, es preciso colocar los jachi cruzados sobre la taza en signo de satisfacción y gratitud; el anfitrión los va retirando y poniendo sobre la mesa como contestando: no hay de qué. Un par de eructaciones son del mejor tono para atestiguar que los manjares te han sentado bien.

El té sin azúcar y unas chupadas de pésimo tabaco ponen fin a la fiesta. Las pipas en que fuman, indescriptibles y variadas hasta lo infinito, no contienen, por enormes que sean, más tabaco que el indispensable para una bocanada; por consiguiente, hay que cargarlas en cada aspiración, valiéndose para encenderlas de unas mechas de papel retorcido (que también se usa como cordel) sobre las que soplan muy hábilmente para que produzcan llama.

*

* *

Admitidos por fin en el gineceo, nos encontramos a las señoras terminando su tiffin y en sazón que la dueña de la casa, quitándose un nivat de plata (horquilla) y pinchando con él un pastelillo, se lo ofrecía a mi mujer; que como puedes imaginarte, no tenía ya más apetito. En vista de lo cual la criada sirvió agua caliente, en la que remojó un pañuelo de espumilla de seda, con el que su ama se limpió las manos y la boca, pasándolo después a toda la reunión para que hiciera lo propio. Luego sacaron las pipas. Todo el sexo bello fuma.

Acto continuo nos llevaron a visitar las habitaciones, idénticamente amuebladas a las que ya he descrito. En el salón penden algunos retratos de familia, horriblemente pintados al óleo, cuadros inocentes como los países de los abanicos y entrepaños con máximas y caracteres. Las paredes no están enlucidas; ostentan el ladrillo vivo de color gris azulado y ennegrecido por el humo de los pebetes que a todas horas están ardiendo en nichos destinados a los dioses penates y porteros. En el oratorio álzase un altar con pebeteros y relicarios de metal blanco, flores artificiales, estatuítas de Lao-tsé, el fundador de la metafísica, de Cugnan, la Virgen de la pureza, y de la multitud de ídolos de las teogonías búdhica y de Brahma, que mezcladas con la moral de Confucio, forman las tres religiones dominantes en el país.

En los dormitorios, arcones de sándalo y armarios de alcanfor alternan con las camas de tamarindo, confundiéndose la de la primera mujer con las de las concubinas, que el dueño comparte indistintamente. Duermen vestidos y sobre una esterilla que sustituye al colchón, sin más sábanas que un abrigo de lana, en que se arrebuñan. La almohada es de loza del tamaño y forma de las almohadillas que antiguamente usaban las señoras en España para coser; y no apoyan en ellas la cabeza sino el cuello, con lo que las mujeres consiguen no deshacerse el peinado que, por su complicación, no restauran más que semanal o quincenal mente. En la cabecera hay colgados infinidad de amuletos, acusadores de la superstición que los domina. Un sobre de un despacho imperial trae fortuna; y, si se le hierve, su agua cura enfermedades epidémicas.

Unas monedas de cobre ensartadas evitan el mal de ojo. La infusión de una bolita de oro, otra de plata y una ramita de coral es eficacísima contra los sustos. La nuez extraída de la garganta de un mono vivo no tiene rival para las fiebres. Y en la casa donde, como acontece en la mía que está apoyada sobre un monte, entran culebras, ya no hay más que pedir.

*

* *

El fumador de opio pertenece a lo reservado; los hay públicos para los transeúntes, sin perjuicio de tener cada uno el suyo particular en el domicilio. Este horrible vicio, que embrutece al hombre y le acorta la vida, no ha podido ser desterrado, a pesar de los esfuerzos del gobierno imperial, que ha tenido que contentarse con infligirle un impuesto de diez pesetas por bola de cuatro libras, que es como se expende en crudo. En las colonias está monopolizado, mediante una suma, que en Macao asciende, con la inclusión de la pequeña isla de Taipa y Colowane, a cerca de cincuenta mil duros al año. Sus efectos son espantosos; el pobre compra el residuo del de la gente acomodada, y no gasta menos de un real diario. Yo conozco en Hong-Kong a un rico mandarín que invierte más de peso y medio cada día, y que, a consecuencia del abuso, tiene que trasladarse a Cantón de dos en dos meses, para hacerse operar por la paralización absoluta de sus funciones digestivas.

El opio, que cocido toma el nombre de anfión (a-pin hi en chino), se reduce por esta operación a una pasta bastante dura. Para fumarlo, se necesita que la habitación esté cerrada, a fin de que el aroma no se evapore. En el centro del cuarto elévase un entarimado cubierto con un boca-porto, más o menos lujoso, que imprime al conjunto el carácter del escenario de un teatro, del tamaño de una cama de matrimonio. En él, provistos de dos almohadas, se acuestan los fumadores, separados por un banquillo, sobre el que arde una lamparilla de aceite. Cuando el chino no tiene un amigo que le acompañe, lo reemplaza por una concubina que, aunque no comparte su placer, le arrulla y le canta. La mujer propia jamás se presta a lo que entre ellos es el colmo de la abyección. La pipa es de las dimensiones y estructura de una flauta, con un agujero en el centro, al que se adapta el hornillo de barro, como un hongo o seta, provisto de un oído diminuto. Las sustancias de estos aparatos varían hasta lo infinito; y a veces su mérito, por la saturación del tubo o la riqueza del utensilio, es tal, que lámpara, cilindro y horno cuestan tres mil duros, como los que yo he visto destinados al último embajador de China en Rusia. El procedimiento es este: con un alambre se extrae del bote una partícula de anfión como un guisante; se somete a la acción de la llama para fundirlo, y rozándolo sobre el hornillo de la pipa, se le hace tomar, cilindrándolo, el tamaño del oído, en el que se adapta, después de repetidas manipulaciones. Aplícasele a la luz, arde y se aspira. Su sabor es acre como su perfume; pero no tiene nada de repulsivo. Sus efectos son la atrofia y sus consecuencias la imbecilidad.

*

* *

Una revista, pasada a las joyas y telas bordadas del ajuar de la señora, puso término a una visita en que invertimos más de tres horas de reloj, volviendo a casa cargados con multitud de golosinas, de que nos llenaron los bolsillos, como testimonio comestible de la honra que les acabábamos de dispensar.

Hasta la otra.