Macao, 26 de Setiembre de 1881.
a primera parte la constituye la afluencia de cien mil forasteros a una ciudad de sesenta y ocho mil almas; se albergan donde pueden, duermen donde se albergan y comen en la alcoba: no he nombrado la calle porque se sobreentiende.
Cuatro días de fiesta: ni una borrachera, ni un robo, ni una disputa.
¿Quién es Hon-Kung? No lo sé, ni tengo tiempo de estudiarlo en este momento. Es, según voz pública, el primero, después de Dios, de los santos de la corte celestial china. Se le invoca para que conceda paz a todo el imperio, le preserve de epidemias y le otorgue riquezas innúmeras; participa, por consiguiente, del Jano de los paganos, del San Roque de los católicos y de la lotería de los españoles.
En el cómputo chino, cada tres años traen uno bisiesto, que se compone de una luna más de veintinueve o treinta días en la lunación séptima, época en que debe verificarse la fiesta del santo; pero como no siempre hay dinero disponible, redúcese aquella a una modesta manifestación, transcurriendo a veces catorce y más años sin que tenga efecto una solemnidad como la que voy a describir, y que en la ocasión presente ha sobrepujado a cuanto se ha hecho hasta ahora en Macao, matriz, metrópoli, casa solariega del festival en cuestión.
¿Cómo se arbitran los fondos? Como no puede copiar ningún pueblo que no tenga la buena fe, el patriotismo, el amor, en una palabra, del celestial a su enorme familia de cuatrocientos millones de individuos con coleta. Todo comerciante con tienda abierta está obligado a recargar cada objeto que vende en cinco sapecas (cada sapeca vale medio maravedí), que entrega religiosamente a una comisión económica, la cual se encarga de aumentar los productos con el interés que hace ganar al dinero y con los donativos espontáneos de los particulares, cuyos nombres figuran después inscritos en sendos papeles encarnados en el pabellón central del barrio chino. Desde el año 1868 hasta hoy se han recaudado sesenta mil pesos fuertes, que son los que se han invertido en alquiler de los objetos de ornamentación para la ceremonia: calcúlese por ahí el valor intrínseco de este Pactolo de oro, seda y luces.
Describamos, si podemos:
Una cruz griega forma la parte engalanada del Bazar; son dos calles perpendiculares que se cortan casi por el centro y a cada una de las cuales puede que el kilómetro le venga como a su medida. Unos armazones, o andamios de bambú, atados con hojas de la misma caña, y sin que en su sostenimiento entre un clavo, se elevan hasta por encima de las casas, produciendo en algunos sitios tres cúpulas superpuestas de una elevación como el cimborio del Escorial. Todo aquel armazón se cubre con lo que ahora diré; y el vecino a quien le tapan una ventana, ni se queja al alcalde, ni habla mal del gobierno; come a oscuras, y se calla.
Reviste el techo un lienzo de colores abigarrados con flores, hojarasca, animales y quimeras, del que penden tulipanes, peces, frutas e infinitas representaciones, que no son sino otras tantas linternas que le dan el aspecto de una bóveda tachonada de puntos luminosos. Hasta poco más de la altura de dos hombres, caen, sujetos por gruesas maromas, millares de lucernas, arañas, girándolas y quinqués, cuya forma no hay medio de describir ni por su variedad ni por su complicación. Voy a ver si ciñéndome a una sola, logro hacerme comprensible. Figúrense los lectores la Catedral de Milán reproducida materialmente en madera, con siete metros de altura, y todo el resalte de filigrana de oro. El fondo para el profano es de esmalte azul; para el observador que lo toca y se convence de que la paciencia del hombre pueda llegar a tal límite, es de plumas microscópicas de alción o martín pescador, pegadas con cola. Añádansele centenares de estatuetas esculpidas en pirámides o en racimos como los grupos de los juegos acrobáticos; e iluminándola con doscientos globos de luz con colgantes o lágrimas de cristal de todos los colores del prisma, se sabrá lo que es una de estas lámparas, como se sabe que el punto que asoma en la lontananza del mar es un vapor, porque se ve el humo con el catalejo.
Sin que la bóveda se venga abajo por el enorme peso que resiste, sustenta además de todo lo que es luz, una asiática profusión de gigantescas mariposas, dragones colosales, caracteres chinos titánicos y un centenar más de variantes en ramos de flores; que no otra cosa son los tales monstruos sino la parte perfumada de la naturaleza, adornada con pedazos de espejo y cintas de seda y oro.
Nosotros decimos que todo pende de Dios, pero los chinos deben creer que todo pende del bambú; porque después de lo que dejo colgado, aún faltan unos centenares de cajones con veinte o treinta figuras de medio tamaño natural en cada uno, reproduciendo escenas de los dramas y entremeses más notables de la dramática celeste. La encarnación de los personajes es perfecta; el indumento riquísimo, y las armas, como el sable que le regalé a un sobrino mío en ciertas Navidades, y que, según él, era de buena verdad… de carne.
Las calles están cortadas a trechos por arcos de triunfo colgantes; pues son sin pies, no tienen más que un cornisamento y un gran friso, se estriban en las paredes y los sostiene el entablamento. Cada arco parece el puente de los Suspiros en Venecia.
Todas las fachadas de las casas están literalmente cubiertas, desde el zócalo hasta el alero del tejado, de ricas obras de talla, altos y bajos relieves, cuadros de algunos metros con figurillas hacinadas del color del lapislázuli, hojarascas de ricas maderas aromáticas, otras doradas, transparentes y adornos policrómicos, mientras cada puerta (que lo es de una tienda) se halla convertida en una pagoda con su altar en el centro, su ídolo, flores, pebetes y ofrendas de comestibles. A intervalos una música deleita al transeúnte (si es chino) con sus chirriantes ecos, o un juglar luce sus habilidades sobre un estrado.
Pero donde está la verdadera maravilla es en el pabellón principal; vasto recinto, colosal nave formando la cabeza de la cruz, y en el que, lo que ya llevamos visto, está centuplicado en profusión y en riqueza. ¿Qué hay allí? Yo no sé si podré explicarlo. Lucernas, cuadros, flores, relieves, esculturas, cincuenta mil nombres de contribuyentes o donantes, músicos, un teatro en el fondo con representación permanente y quince mil espectadores, además de otros dos coliseos que funcionan en las calles contiguas, y millares de macetas que parecen receptáculos de plantas y son vasos de prodigios: aquel arbolillo, que se tomaría por un juguete de Nuremberg, es un ejemplar liliputiense del corpulento ébano guardando todas las proporciones debidas en sus microscópicos detalles. Un arbusto que más allá simula un león hecho con astas de venado, es una raíz que a fuerza de mutilaciones, injertos, paciencia y sabiduría, ha tomado aquella forma en un transcurso de doscientos años tal vez, y con el concurso de seis o siete generaciones. Lo mismo digo del carácter chino que está a su lado; con la apariencia de una rama de boj recortado recientemente para aquella circunstancia, es no obstante un tronco con sus brazos y hojas educados desde hace siglos para concluir por simular el nombre de una divinidad, de un emperador o de un simple individuo. Que hay planta de ellas que vale dos mil pesos, no hay para qué consignarlo.
La calle termina por un inmenso altar a cada lado, defendido por dos gigantes de cartón; cuya cabeza, como los telamones del orden atlántico, sostiene el piso. En el pebetero que hay delante arde todo un tronco, de madera de sándalo. Relicarios de filigrana de algunos metros de tamaño, cajas y linternas de orfebrería, monstruos y quimeras de metal, apoyados en el suelo y enroscándose hasta la bóveda, cascadas de paños bordados de oro y sedas, vasos de jade y otras piedras preciosas; todo está allí hacinado, como si la mano de un Pluto invisible hubiera removido las entrañas del universo para hacer ante la humanidad el inventario de su riqueza.
Hablemos ya de la procesión. Esta en algunos casos suele ir por dentro; pero en el presente va por todas partes, porque es de rigor que pase por la casa de cuantos a ella han contribuido. No se extrañará por lo tanto que el desfile, que dura más de dos horas a paso de marcha, con raras detenciones de un minuto a lo más, empiece a las ocho de la mañana, termine a las seis de la tarde y tenga que reanudarse durante tres días consecutivos.
Relatar todo lo que va en ella y por su turno correspondiente, es tarea superior a mi asendereada memoria. El oro, la seda y los adornos que hemos visto en el bazar, constituyen su base. Pero asusta pensar que el traje más modesto de la comitiva no baja de doscientos pesos de valor, que pasan de tres mil los asistentes, y que no hay medio de contar las banderas monumentales de raso recamado de oro, los estandartes de sedas flojas, los parasoles de plumas de pavo real, los bronces suntuarios, vasos de jade, mármoles sanguinolentos, maderas preciosas y tanto y tan infinito detalle de un exagerado precio, ya por su rareza como por su antigüedad o mérito artístico.
Aunque variados hasta la saciedad, he aquí el patrón de los dos figurines, que dan la norma en esta especial indumentaria.
Las congregaciones de chinos ricos llevan el tradicional zapato de galera bordado; media blanca con polainas de cintas de seda de colores hasta la rodilla; calzón de satín blanco; blusa de lo, color de plomo claro; faja de gró muy ancha que forma como un delantal, y cuyos cabos bordados en seda y oro de relieves valen un dineral: cordón de torzal grana en la coleta y ésta enroscada sobre la frente; un sombrero tártaro de paja, igual a los paveros de España, forrado de gró, y con caracteres y adornos de terciopelo y oro en la copa; y el inseparable abanico de plumas de cisne, ensartado en la cintura por detrás, lo que les da el aspecto de una cola de palomo.
Todos llevan su correspondiente coolie o criado portador del banquillo para reposarse en las paradas.
El otro traje yo no lo sé explicar. Se compone de una túnica y una sobre túnica bordadas; mejor diré, empedradas de oro y plata, comparables tan sólo, aunque más ricas, a los vestidos de luces de nuestros toreros. Los sombreros, ya representando un enorme tulipán con franjas de seda, ya un capacete o casco con aletas y plumas de faisán, son de lo mismo, y el efecto general es el de un ejército de astros.
Con ellos alternan los mandarines modernos en traje de gala, con vestas y capacetes de seda del mismo color en cada individuo, y mil reproducciones del iris entre todos; los bonzos, de cabeza rasa, y los ejecutores de la justicia (séquito de los grandes personajes), con sus hopalandas negras, uno como cencerro de mimbre oscuro en la cabeza, y portador cada cual de un instrumento de suplicio.
A las banderas, grandes como las de los gremios valencianos, suceden niños a caballo en traje de emperadores de la dinastía de los Ming. Detalle curioso; entre las cabalgaduras figuraba un pollino, especie rarísima en estas regiones. A aquellos siguen timbaleros redoblando sus tamboretes de metal (porque aquí se puede repicar y andar en la procesión); andas con objetos raros, perfumes, pagodillas, músicas, angarillas con comestibles y bebidas para los que tengan necesidad de reconfortar sus fuerzas; armarios con trajes para reponer los desperfectos, cuadros de talla, lemas, parasoles de flores naturales, y multitud de centenares de representaciones humanas, simbolizando pasajes de su teogonía, cuya explicación no es de este lugar, pero cuyo efecto sorprendente no puedo dejar de transmitir.
Imagínense los lectores un pescador y una tancalera colocados de pie sobre un torniquete giratorio; él echa las redes, ella rema; ambos dan vueltas como la tablilla de un barquillero, y ninguno se cae ni oscila, a pesar de ser párvulos como todos los actores de esta especie de autos religiosas.
Otra de las andas es una mujer que se abanica mientras que un mandarinete se sostiene en equilibrio sobre el país del abanico.
Ya un anciano tao-tsé ve brotar un guerrero de su dedo índice, ya una virgen se posa sobre la cabeza de una paloma viva, ora dos héroes cruzan sus partesanas y sostienen terrible lucha en el aire, o un budha en fin apoya un pie en los pétalos de un lotho mientras en su infantil mano se yergue su elegido, que vuela a la región de los espíritus descartado de su envoltura material. No se ve ni un alambre, ni el menor asomo de mecanismo: aquello asombra.
Precedido de un lujoso acompañamiento y al son de atambores (algunos del tamaño y configuración de una pipa de cien arrobas sobre la que pegan a quien más puede dos robustos mancebos), aparece el dragón cornúpeto; monstruo de cartón con escamas de oro y marabus en las articulaciones, con cincuenta metros de longitud, tres mil duros de coste, y admirable obra de atrezista cantonés. Es llevado por treinta hombres, que ejecutan con él variadas evoluciones, y el público le saluda con cohetes y petardos, que se confunden con los acordes de la música que graciosamente y en honor del pueblo chino, ha dispuesto el señor gobernador de la colonia que toque a su paso por delante del palacio. El reptil, en cambio, recorre todo el vestíbulo, pues sabido es que donde mete la cabeza el tal animal sagrado, entra la felicidad.
Cierra la marcha la guardia de honor, ostentando armas blancas de una rareza que casi frisa en extravagante. Lanzones, partesanas, pinchos, medias lunas, harpones, horquillas, machetillos y adargas de mimbres son los objetos más salientes de aquella hoy ya inocente armería.
Y aquí da fin este desaliñado relato hecho a vuela pluma, para que no pierda su sello de oportunidad.