i querido amigo: Los chinos computan por lunaciones y por los años de entronizamiento del príncipe reinante. Hoy, es, pues, primer día de luna del año séptimo del emperador Kuang. La única fiesta, propiamente hablando, que le está concedida al celestial, y cuya duración es generalmente de treinta días. Es condición indispensable que nadie entre en el año nuevo sin haber pagado todas las deudas contraídas en el anterior; de ahí el que a la espiración de Diciembre los artículos de lujo se vendan en las tiendas por la mitad del precio, la estadística de hurtos, nunca robos, aumente de una manera considerable, y los prestamistas no puedan dar abasto a los clientes.
Quince días antes del que hoy se conmemora, las transacciones se paralizan; el chino, comerciante con lonja abierta o propietario con casa cerrada —como lo están todas las que no son expendedurías, pues el prurito del celestial es que nadie inspeccione sus actos, y para ello fabrica su vivienda a cubierto del murallón que adopta por fachada— todo confucista, budhista o taotista, en fin, barre o manda barrer su hogar; operación que no vuelve a repetir hasta el año siguiente, pues entre otras preocupaciones, tiene la de creer que quitar las inmundicias, es ahuyentar la fortuna. Tanto es así, que el mayor castigo que en su superstición puede dársele a un celestial, es condenarle a pobreza eterna, pasándole una escoba por la cara. Y por mi nombre, que deben ser riquísimos, a juzgar por los ostensibles signos de economía de que hacen alarde.
Engalánanse los almacenes con hojarasca de papel de oro y de colores, con flores de artificio, con macetas de plantas naturales, algunas de las cuales, por su rareza, alcanzan ciento o más duros de valor; ilumínase todo con arañas, linternas y candelabros; dispónese en el centro una mesita cubierta con riquísimo tapete de seda recamado de oro, sobre la cual el dragón sagrado u otro ídolo de su devoción recibe la ofrenda de las golosinas que los visitantes han de comerse después, y da comienzo al disparo de millones de pequeños cohetes, con que sin interrupción están saludando a la luna.
Al principiar el año nuevo, o sea a las doce de la noche, pues nadie duerme para no entrar en él con malos sueños, todo el mundo —menos la mujer de condición que vive siempre reclusa— échase a la calle a contemplar las iluminaciones, aspirar el olor de la pólvora, asistir a los espectáculos teatrales y decir Kon-ji o sea «viva» al deudo, pariente o amigo, Amanece, y desde aquel punto las tiendas, cuyo cierre además de la puerta ordinaria, consiste en gruesos barrotes verticales de madera al exterior, ingeniosamente atrancados por una traviesa que los sujeta todos por dentro, quedan cerradas, a excepción del postigo, para dar paso a las visitas. Estas las constituyen caballeros, que aquel día no parecen millonarios por lo limpios que se ponen, que van a comer alguna golosina y a emborracharse jugando a la morra, o sea a acertar el número de dedos que entre los jugadores presentan simultáneamente. Al revés que entre nosotros, el que pierde es el que queda obligado a beber, y el que gana el que paga el vino de arroz, único que ellos conocen y que liban en tazas microscópicas de porcelana. Aunque la embriaguez llega a su colmo en estas fiestas de Baco, ni hay que deplorar nunca una consecuencia triste, ni en esta ni en otra época del año se encuentra un chino beodo por la calle. La morigeración de este pueblo, en lo que a costumbres públicas se refiere, es ejemplar. ¿Será la civilización el germen de nuestros vicios? Creamos que no, y pasemos adelante.
Por supuesto que en ese día no puedes contar con ninguno de tus servidores; tienes que andar a pié, prescindir de recados y darte por muy feliz si, en gracia de los aguinaldos recibidos, alguno de ellos se digna hacerte la cama y darte de comer algo frito, para acabar pronto. Desde muy temprano vienen todos a prosternarse en tu presencia, y en seguida echan a correr al bazar a comprarse zapatos, de que hacen provisión para los doce meses restantes; pues nadie deja de estrenar algo en año nuevo; y hasta los pobres de solemnidad, a falta de otra cosa, renuevan el cordón con que se trenzan la coleta. En cambio ellos te obsequian con toda clase de dulces, desde el de toronja o zambúa, hasta el de guisantes en vaina azucarados; y te regalan cohetes.
Entre las clases acomodadas el ceremonial es el mismo, sin más diferencia que el hacerse a cencerros tapados. Se saludan por tarjetas, pedazos rectangulares de papel grana, de un palmo de largo, con tres o cuatro caracteres negros, del diámetro de un napoleón; se envían presentes comestibles, y se visitan con el ritual que te explicaré al hablarte de mis relaciones sociales con los hijos del cielo. Poco a poco el bullicio va perdiendo en intensidad, y quince clías después todo torna a su natural estado.
Los chinos celebran otras festividades; pero en ninguna de ellas se cierran los establecimientos ni se suspende la vida pública. La conmemoración de los difuntos, que tiene lugar durante la cuarta luna, se reduce a quemar objetos de uso doméstico, simulados en papel, que por ese medio creen enviar a los errantes espíritus para que no carezcan en la otra vida de lo necesario. Lo más notable de este rito son las visitas a las pagodas que entonces se construyen a expensas de los consumidores, pues se sufragan con el producto de una especie de subsidio con que todo expendedor recarga sus ventas anuales y que religiosamente entrega a la comisión encargada de alquilar o adquirir los adornos y de dirigir los festejos.
Estas construcciones, que ocupan un área como la plaza Mayor de Madrid y tienen una elevación como la de la nave del Escorial, están hechas exclusivamente de bambú sin el auxilio de un clavo ni otra trabazón que la de sus muescas y nudos. De aquellas inmensas bóvedas penden millares de lámparas y objetos de adorno, cuyo peso maravilla que puedan resistir unos soportes tan débiles en apariencia. Las lucernas, algunas de las cuales sustentan hasta cien globos de luz, tienen sus brazos y machones revestidos de diminutas plumas de un pájaro azul turquí que se confunden entre filamentos de oro con el más acabado esmalte de orfebrería. El interior de las pagodas no puede describirse; es dé un efecto maravilloso, hasta para los europeos acostumbrados a ver prodigios en los concursos universales de la industria. Sobre colosales armazones de sutil mimbre, vuelan por el espacio gigantescas mariposas, aves e insectos de flores naturales con todos los matices y perfumes de que es susceptible la naturaleza de la zona tropical. Alternando con estos ramilletes y encuadradas en magníficos marcos de talla, vense representaciones esculturales de tamaño natural y de movimiento, recordando pasajes de las mejores obras dramáticas; cuyos personajes, luciendo los trajes de la pasada dinastía Ming, son un asombro de lujo, con tamaña profusión de sedería bordada, que nadie ha podido aún igualar en perfección ni en opulencia. Más allá los bronces del culto y suntuarios se mezclan con los vasos y discos del más puro caolín, de los tiempos remotos, confundidos a su vez con los monstruosos bloques de verde jade o de sanguinolento mármol de la Tartaria. Mientras la susurrante fuente humedece las espirales de humo perfumado que exhalan centenares de pebeteros, los ídolos búdhicos, de quince codos de altura, resisten con sus atléticos brazos los arranques del entablamento, y las obras más acabadas del recamo de oro y plata sobre seda, cuelgan desde el friso hasta el pavimento como ramificaciones de un Pactolo aéreo e inagotable. Es la primera vez que he visto realizado el esplendor de mi China soñada. Desgraciadamente sólo dura la ilusión ocho días al año. Quince minutos han bastado muchas veces para que un incendio lo devorase todo y produjese innumerables víctimas; pero ¿quién se resiste a visitar de noche aquel admirable conjunto, realzado con millares de luces y transparentes de tan delicado gusto como caprichosas formas? Desgraciadamente el encanto huye con sólo fijarse en el sucio porte de la concurrencia. No hay compensación…
Contrastando con esta magnífica exposición, llega la fiesta del plenilunio de la octava luna; manifestación modesta, pero imprescindible, del culto budhista. En ella se conmemora el aniversario de la creación por Dios del astro de la noche. Todo chino permanece en su casa, y aguarda con la ventana abierta y a oscuras a que la casta Selene haga su aparición en la rendija del firmamento que le permite ver su angosta calle; y, apenas la divisa, le alumbra candelillas, le quema pebetes, la saluda prosternándose hasta el suelo y come en su honor un pedazo de pastel, confeccionado exprofeso con tocino y almendra para aquella solemnidad, cuya virtud no se me alcanza; pero te diré acerca de su consumo, que una sola pastelería de Hong-Kong produce anualmente a cada uno de sus cinco socios, la enorme cifra de diez mil pesos fuertes. Verdad es que se trata de un pastelero más famoso que el mismo de Madrigal.
Otro espectáculo que realmente tiene importancia y novedad para el europeo es una procesión de linternas. Estas no se verifican en épocas determinadas; son expansiones accidentales que se permite sufragar, ya un vecino acomodado a quien un negocio le ha salido bien, ya un gremio que solemniza una circunstancia memorable, ya, en fin, un barrio que impetra el favor del cielo ante una enfermedad epidémica. Porque, aunque retarde con una digresión su relato, debes saber que aquí la medicina no constituye facultad ni se aprende en colegio alguno. Todo es empirismo; no hay más que curanderos, cuyo mérito está en proporción del número de recetas que poseen. Su diagnóstico es muy sencillo: para ellos las enfermedades se reducen a fuego o aire. Su terapéutica aún lo es más. El fuego lo apagan con jugos de vegetales, y el aire lo sacan con ventosas y con cauterios. De ahí que no haya chino que no tenga el cuerpo, y en especial el cuello y la cabeza, lleno de cicatrices y quemaduras. El tifus, que en China se llama fiebre del cabello, consiste, a su juicio, en una como venita o hebra capilar que circula por el cuerpo llena de sangre corrompida y que hay que extraer. Para asesorarse de que el enfermo padece semejante dolencia, le dan a saborear un manjar amargo; y si lo halla dulce, es prueba inconcusa de que el mal existe. Entonces hay que buscar el sitio en que puede encontrarse el cabello, y si dan con él, lo extirpan vaciándole la sangre inficionada. Poseen, sin embargo, algunos medicamentos de virtud reconocidísima; y no puedo resistir a la tentación de transcribirte el que para combatir el cólera emplean en el Ton-Khin. Se lo debo a nuestro compatriota el Reverendo Padre monseñor Colomer, natural de Reus, obispo y jefe de nuestras misiones en aquella región de Annam; que siempre lo ha usado con resultados satisfactorios. Tuéstanse al horno unos cangrejos, mejor de río que de mar; machácanse bien con su cáscara; se disuelve media cucharada de aquellos polvos en una copa pequeña de buen vino añejo y se le da a beber al paciente. Generalmente basta con la primera dosis; pero si el mal no cediera, se repite la operación. Suele ocurrir que al desaparecer el cólico, se paralizan también los descartes diuréticos. Para provocarlos y combatir la irritación que origina aquel estado, no hay sino machacar vivos, y por consiguiente crudos, dos o tres cangrejos; mezclarlos con igual cantidad de vino y de la misma clase que en el procedimiento anterior, y, colado su jugo, dárselo a beber al enfermo.
Volvamos ahora a la procesión de linternas, a la que concurren todos los vecinos del barrio con objetos de su exclusiva confección o alquilados a industriales al efecto; pero de un modo o de otro, llevados a cabo con una perfección asombrosa. El elemento principal de ellos, como de casi todos los adornos chinos, es el papel, y una pasta de arroz transparente como el cristal, y muy parecida, aunque más pura, a nuestra cola de pescado, que adaptan primorosamente a unos armazones de mimbre o bambú finísimo.
En cuanto anochece, se reúne el cortejo en el lugar de la cita; y al estampido de algunos morteretes y de algunos millares de petardos, da comienzo el desfile por el orden siguiente: abren la marcha unas cuantas docenas de individuos, vestidos como todos los que componen la procesión con los pintorescos e indescriptibles trajes de la época de los Ming, llevando piras embreadas en recipientes de metal, que iluminan el espeso humo que van produciendo. Síguense unas banderas más grandes, pero idénticas en corte a las de los gremios valencianos, puestas sobre el hombro del porta-estandarte y en sentido horizontal. Y allí principia un ascua de fuego producida por cuatro o cinco mil linternas de todos tamaños, formas y colores, levantadas sobre unas perchas, cuyo río de luz corta de trecho en trecho, ya un grupo de músicos con címbalos, crótalos, dulzaina, timbales, discos convexos (sobre los que repican con una sola baqueta) y el obligado gong; ya unas pagodillas del tamaño de nuestras andas, llenas de molduras y rodeadas de pebetes; ora unas mangas y parasoles de espléndido tisú de oro, parecidas a las del culto católico; luego los monstruosos ídolos de la teogonía búdhica. No ha concluido aún la sorpresa que te producen el insecto, el pájaro el buque, el jarrón, el kiosco y el templo montados con flores naturales y circuidos de puntos luminosos, cuando te arranca un nuevo grito de admiración el niño que, simbolizando un guerrero mitológico cabalga sobre un microscópico caballo de los confines del desierto de Gobi, enjaezado a la usanza mandarina y cubierto de gualdrapas dignas del tocado del imperial jinete; te encanta la imaginación que han desarrollado en la gigantesca concha con todos los cambiantes de la madrépora, en cuyo seno descansa una elegante china simulando una perla del rio de Cantón, o te seducen el albérchigo y la naranja que, abiertos en gajos, presentan a tus atónitos ojos, humanas simientes en la clásica agrupación del arte asiático. Pero donde está el mérito sobresaliente de la procesión, es en la infinita variedad de aquella multitud de linternas, donde parece haberse agotado la fuerza imaginativa de la inspiración del hombre. Sin detenerme a describir los faroles ordinarios, pequeños unos y colosales otros, ostentando un carácter chino, que ya por sí constituye un adorno singular; pasando en silencio los tulipanes, girasoles, estrellas, globos y pirámides; ¿cómo no llamar la atención el racimo de uvas de luz, contrastando con el oro de su fruto el verde tono de sus pámpanos; las dos medias sandías con la púrpura de su seno salpicada de relucientes pepitas; la carpa, el salmonete y el atún abriendo la boca y agitando sus aletas; los dos gallos combatiendo con la saña de la verdad; el pavo que se esponja ante la contemplación del auditorio; la langosta que despide aletazos o contrae y dilata sus articulaciones; el faisán de Shang-Hai; los monstruos gesticulantes emblema de las pasiones humanas; y por último, las monumentales pagodas con sus cubiertas agaleradas, sus frisos esculpidos y sus afiligranados detalles —más numerosos y sutiles que los de la arquitectura gótica— dejando escapar por el mosaico de su policromía torrentes de luz y de perfumes? Una guardia, provista de partesanas y lanzones dignos del lápiz de Gustavo Doré, precede a un hombre con cabeza de león (animal fatídico de esta fauna mitológica), huyendo ante el dragón sagrado, que lo persigue para ver si lo puede devorar. Es la lucha de la virtud con el vicio. Este dragón, de formidables fauces y armado con anillos que le permiten plegarse a discreción de los doscientos hombres que lo llevan sobre puntales de bambú, está forrado de seda verde transparente, y va alumbrado por dentro. Tiene más de cien metros de longitud, y se considera como un favor celeste y un signo de felicidad el que incline la cabeza delante de la casa de uno. El favorecido le dispara entonces unos millares de cohetes en justo reconocimiento, y el reptil se libra a una graciosa y bien combinada serie de ondulaciones, contrayéndose, dilatándose y retorciéndose en espirales luminosas.
Terminaré mi catálogo de festejos con la descripción de los fuegos artificiales, a que son muy aficionados los chinos. Para el concurso del gran patchon (cohete), se exhiben con anterioridad en un barracón los premios consistentes en un espejito de mano, un transparente, un ramo de papel de talco, o cualquiera zarandaja por el estilo, que ellos en dar no son muy pródigos.
Llegada la tarde de la lucha, colócase el pirotécnico sobre un tablado y empieza a disparar voladores. La muchedumbre, apiñada al rededor, observa la dirección de la caña; aguarda a que baje, y entonces hace prodigios de agilidad por apoderarse de ella; con lo cual y consecuente con la superstición que preside todos sus actos, no sólo alcanza ventura para sí y los suyos —mayor cuanto es más gordo el cohete— sino que obtiene una recompensa, quedando obligado a sufragar otra para la justa del año siguiente.
Sus tan decantados fuegos artificiales, repetidos con frecuencia y siempre con igual monotonía, no tienen de particular más que la candidez. Divídense en diez o doce actos, y cada uno de estos en tres transformaciones, lo que da lugar a que el espectáculo termine a las cuatro de la mañana habiendo empezado apenas anochecido. Allá va un acto por cuyo patrón están cortados todos los demás. Principiase por disparar en medio de la calle y sobre una mesita, una cantidad de voladores con poca o ninguna luz, muchas chispas, profusión de humo y largos compases de espera. Luego la escena se traslada a un catafalco, sobre el que se alza un andamiaje de bambú de la altura de una casa de cuatro pisos. Ízanse en él tres como bombos, de cuádruple diámetro que el de los de una orquesta, en que van encerrados los fuegos. Se aplica una mecha al inferior, y después de diez largos minutos, el armazón se abre y deja ver una maceta con una planta cuyas hojas van cambiando lentamente de colores. Llegado el turno del segundo tambor, aparece una rueda horizontal, en que dan vueltas unas figuras de movimiento que montan a caballo, se apean, riñen o se abrazan, pero todo tan diminuto, alumbrado por unas lucecitas de tan poca intensidad y tan envuelto en humo, que sólo el espectador de primera fila puede apreciarlo. La última caja contiene el bouquet; y en honor de la verdad, algunos de ellos no dejan de llamar la atención, pues fatigada la vista con tanto inútil esfuerzo, gusta de que la sorprendan con una masa luminosa; y lo consigue una gran torre transparente de forma octógona, que se desprende desde lo alto del andamiaje hasta el suelo, llevando pendiente de cada ángulo de su tejado una sarta de linternas encendidas, que ni sabe uno darse cuenta de cómo se alumbran, ni se explica que puedan caber en tan estrecho recinto.