Macao, 18 de Noviembre de 1879.

i querido amigo: Una representación teatral china es sin disputa lo que más llama la atención del europeo, acostumbrado a ver que entre los celestiales todo pasa al revés que entre nosotros. Así, por ejemplo, estar con la cabeza descubierta delante de una visita, se considera como signo irrespetuoso y hasta insultante. El lado izquierdo es el preferente en toda ceremonia. Una sonora eructación hacia el final de una comida, es la prueba más relevante de cortesía que puedes dar a tu anfitrión, para hacerle entender con ello que sus manjares te han sentado bien. Cuando a uno le llamas viejo, le prodigas el elogio más cumplido, y es hasta fórmula precisa preguntar a la persona a quien ves por la vez primera los años que tiene, y responderle que aparenta más edad. Por supuesto, ya sabes que escriben de arriba a abajo y de derecha a izquierda; de modo que sus libros, impresos en pliegos como los del papel de cartas por un solo lado, y encuadernados de manera que el doblez haga las veces de canto, formando una sola página lo que entre nosotros constituiría la primera y la cuarta, tienen el fin en el lugar en que en Europa se pone el principio.

Pues bien, todo esto son tortas y pan pintado en comparación de los templos en donde se rinde culto a Melpómene y Talía.

Los chinos son idólatras del teatro: es una verdadera pasión la que tienen por estos espectáculos, en que se representan batallas y pasajes de su historia, alternados con entremeses, de autor siempre anónimo, pues entre ellos es oficio vil el de dramaturgo, en lo que muy pronto creo que los vamos a imitar en Europa, si seguimos por donde andamos.

Pero vayamos por partes.

Las compañías, por lo menos las que yo he visto, están compuestas de hombres solos, y es notabilísima por cierto la habilidad con que los encargados de los papeles de mujer las imitan en todo;> llegando la perfección hasta el punto de remedar el pie pequeño de las chinas, formado con un taruguito de madera que se colocan en la punta de los dedos, y con el que tienen que andar de puntillas. Su identificación con la metamorfosis es tal, que hasta fuera de la escena se los toma por mujeres. Me han asegurado que hay compañías exclusivamente formadas por el bello sexo y otras mixtas; y verdad debe ser, por cuanto las leyes chinas niegan a las actrices el derecho de contraer matrimonio legal, relegándolas a la condición de concubinas.

Estas compañías, más o menos numerosas, se dividen en de 1.°, 2.° y 3.er orden, y llevan una vida nómada y errante, como la de nuestros antiguos faranduleros, trabajando allí donde los ajustan, si bien su adquisición es siempre disputada. Rara vez son empresarios los actores.

Lo que llamaremos temporada dura cinco días consecutivos, y los artistas reciben por su trabajo una remuneración que varia entre 600 y 1,500 duros.

Generalmente los teatros se improvisan con bambú en los pueblos de poca importancia; pero donde las representaciones son frecuentes, hay edificios de planta, hechos de ladrillo y yeso, a cuya categoría pertenecen los dos que posee Macao.

La sala es un rectángulo. Dos órdenes de lunetas de madera oscura, separadas por un callejón en el centro, componen, como en nuestros coliseos, el patio, al que concurre la gente acomodada. Estas lunetas están separadas de la pared por un ancho pasillo a cada lado, a los que de pie y gratis asiste el pueblo. En el primer piso hay dos galerías laterales para señoras y caballeros preferentes. En el segundo y en el fondo, paralelamente a la escena, se levanta un graderío para todos, como el paraíso del Real, cuyas delanteras, separadas del vulgo por una barrera y de los vecinos por un tabique, son los palcos para las autoridades de la Colonia.

Los precios de las localidades varían desde un real hasta cinco. Las paredes, que en algún tiempo debieron estar enlucidas de yeso, no están ya más que relucientes de mugre, y jamás hubo mano de pintura en ellas ni en el maderamen, negro por tan distintas y frecuentes fumigaciones. Alguna que otra lámpara de aceite de coco, despabilada a intervalos por culis (coolies), vestidos lo estrictamente necesario para no poder decir que van desnudos, alumbran y asfixian al público. El traje del que no paga y el de la muchedumbre de a real, viene a ser como el del culi. Los de los caballeros y señoras ya nos son conocidos. Pero hay otra clase de Evas, luciendo patchamas de la forma invariable china, si bien bordados en sedas de colores vistosísimos, que por las flores de su peinado, los oropeles de su prendido y el blanco de magnesia y rojo de ladrillo con que embadurnan sus mejillas, para imitar a las grandes damas, acusan a la legua su triste condición de hetairas. Su misión se reduce a dar testimonio con su presencia de la prodigalidad del que las alquila. Y en efecto, el chino, ostentoso por naturaleza, no la lleva allí con fin alguno ulterior: el oficio de aquella mujer termina con el espectáculo. Aquel buen hombre necesita hacer ver que se ha gastado en tal circunstancia algo más que el precio del billete, y ha convidado a aquella criatura, para que esté sentada junto a él, le abanique, le rasque y le prepare la pipa; pues se me olvidaba decir que todos, sin distinción de sexos, fuman durante la representación, comen y beben y se dicen que les ha sentado bien.

En los pasillos hay puestos donde se confecciona toda clase de alimentos, desde el pastel hasta la morcilla asada, que aún humeante, sirven por la sala los dependientes de los abastecedores. Imagínate el olor que allí habrá, si agregas a esto el que todos los descartes de la naturaleza se llevan a cabo donde al público le place. Aquello es un vasto jardín. ¡Quién fuera alcalde de barrio de Sevilla para poder poner aquel célebre aviso: «No se premite jumar en el zalon ni llevar castora ni náa que puea incomodal ar veyo sejo

Se me pasaba por consignar un detalle. Las representaciones dan comienzo a las siete de la noche, continúan hasta las cuatro de la madrugada, se suspenden hasta las once, y terminan a las cinco de la tarde. El que tiene sueño echa allí su siestecita y ronca. Los ruidos alternan con los perfumes.

Pasemos a la escena, poco elevada sobré el nivel del público. Figúrate una decoración de sala cerrada; pero que en vez de ser de tela y madera, sea de ladrillo y yeso, es decir, fija invariable, sin más puertas que dos pequeñas en el fondo, y adornada con pinturas y hojarascas de talla dorada. De los muros penden grandes tarjetones encarnados o negros, donde con caracteres de oro se consignan el nombre de la compañía y sus títulos. Dos pasillos laterales interiores, prosecución de los que en el público sirven para espacio gratuito, conducen al foro, donde en un solo recinto se hallan la guardarropía, la sastrería, el vestuario y todas las dependencias.

En el centro del escenario está la orquesta destinada a acompañar a los ejecutantes. Su instrumental se compone de una especie de rabel o violín de una sola cuerda, una o dos guitarras chinas, desmesuradamente grandes, y con la caja en forma de concha, una como a modo de dulzaina, címbalos, gong o campana china, un tambor convexo de metal, como una cazuela pequeña, tocado con palillos, y unos crótalos que producen el sonido de nuestras castañuelas. Todo el proscenio está invadido por un centenar de culis, parte de ellos espectadores, otros guardarropas, despabiladores y dependientes, colocados, como los coros de las óperas en los teatros de provincia, en fila a guisa de soldados de papel. Comprenderás, por lo dicho, que el espacio libre para representar se reduce a unas cuatro varas en cuadro.

Las decoraciones, cualquiera que sea el sitio en que pase la acción, se reducen a una mesa tosca de madera con una silla de bambú a cada lado. Si el teatro representa una casa rica, revisten las sillas de un paño encarnado. Cuando se trata de un accesorio que juega algún papel en la obra, como por ejemplo, un árbol a cuyo pie debe sentarse un personaje, cúbrese el asiento de un paño negro, al que se sujeta un cartelón que dice: «Árbol».

Fácilmente se ve hasta dónde puede llegarse por este camino de la ideología. Algunas veces la mesa se convierte en cama, agregándose unos riquísimos cortinajes: es el único lujo, pero preciso, que se permiten en la mise en scéne.

Desterrados del teatro los trajes de la dinastía reinante de los Tsing, raza tártara de la Manchuria, los artistas usan los de la época de los Ming, pura rama celestial o del imperio del Centro, que son lujosísimos, raros hasta lo indescriptible, y de que sólo puedo darte una ligera idea, recordándote los personajes de ciertos abanicos y de algunas porcelanas antiguas del país. Carecen de consuetas y de traspuntes, y todo va fiado a la memoria; con la particularidad de que el público conoce casi siempre la obra tan bien o mejor que los actores, a quienes nunca aplaude, reduciéndose la manifestación de su agrado a un murmullo de aprobación.

La mímica es entre los chinos el fundamento de la declamación; todo Jo componen con gestos. Un personaje que escribe, otro que come, no se servirán nunca del pincel (que es su pluma), ni de la taza o los palillos (que forman el plato y el cubierto); con las manos dan a entender como pueden lo que hacen; y sin duda para ellos debió escribir aquel libretista del baile El robo de las Sabinas, la célebre acotación que decía: «Los romanos dejan ver por sus ademanes que carecen de mujeres». Los chinos lo hubieran interpretado sin apurarse.

Hay, sin embargo, algunos utensilios de que se sirven como símbolo: por ejemplo, el personaje que figura estar montado lleva como látigo una cola de caballo; el que navega blande un remo, porque es de notar que la acción no se interrumpe nunca ni se subsanan ciertas justificaciones con recursos de arte. Si alguien dice que se va de Cantón a Pekín, y la escena que sigue tiene ya lugar en el sitio de su destino, es preciso que emprenda el viaje, ejecutando todos los medios de locomoción de que ha de servirse, llegando a tal extremo la escrupulosidad de estos detalles, que no omite el de cerrar la puerta, bajar la escalera y golpear el aire con sus nudillos cuando figura que llama en otra casa.

Pero lo más raro sin duda en este convencionalismo, es la manera de dar a entender que uno de los interlocutores no ha oído lo que los otros se han dicho aparte. Consiste el movimiento en volver la espalda al público.

Siguiendo por la vía de los emblemas, no te sorprenderá el saber que, para demostrar un personaje que es hipócrita y de doble intención en sus actos, se pinta las narices con una mancha blanca. Por supuesto que abundan las prosopopeyas o personificaciones de ideas, entre las cuales he visto a la inspiración, vestida como de arlequín, penetrar en el cerebro de varios examinandos que concurrían a un certamen del grado de mandarines, dando brincos por encima de sus cabezas.

Su literatura dramática no puedo yo apreciarla, aunque conozco algunas traducciones de obras antiguas. Sin embargo, sé de ella lo bastante para consignar que los entremeses modernos son, en su mayoría, obscenos y repugnantes, pintura fiel y exacta de sus costumbres. En ellos ves títulos como este: El castigo de una mujer que no ha tenido hijos varones, circunstancia que entre los celestiales autoriza al marido a tomar concubina legal; como verás cuando te dé a conocer al chino en familia. Son de larga duración, sin estar divididos en actos, o constando de uno solo. Se representa y se canta en ellos, siendo de notar que, tanto los personajes masculinos como los femeninos, cantan en falsete con unas modulaciones imposibles de comprender, y llevando un compás muy parecido a un laberinto. Añade el acompañamiento de aquellas chicharras, y el ruido infernal del gong y los platillos, que aprietan sin compasión al final de cada pieza, y tendrás una idea de cómo se rinde aquí culto a Euterpe. Esto no obsta para que en Pekín haya un ministerio que se llama de la música.

Yo he asistido a la representación de una obra, que es la historia de un matrimonio, a cuyos contrayentes otorga el cielo, coram pópulo, el beneficio de un hija en la forma de un muñeco de cartón, y a cuya paternidad legal puede el público servir de testigo de prueba.

Por la contra, existen obras antiguas de un delicioso carácter y de una intención filosófico-social del mejor cuño. Juzga por este relato.

Tchuang-Tsen es un sabio y viejo confucista, casado con la hermosa Tián. Un día que el marido se paseaba por el monte, observó junto a una tumba a una linda mujer aventando la tierra con su abanico. Preguntándole lo que aquello significaba, contestóle ella que aquel sepulcro era el de su marido, que al morir le habla impuesto la obligación de no volverse a casar hasta que la tierra de su lecho de muerte estuviese completamente seca, y que trataba de ver si con sus esfuerzos lograrla lo que la naturaleza se empeñaba en negarle: secarla.

El sabio, que al mismo tiempo tiene sus ribetes de hechicero, compadecido de Ja pobre viuda, hace que la humedad de la tumba desaparezca, lo que ella acoge con evidentes muestras de júbilo, llenando de caricias a Tchuang-Tsen, y concluyendo por regalarle su abanico. De regreso a su casa, entera a Tián de lo ocurrido, y ésta, que demuestra ser mujer rígida en sus principios e intransigente en cuanto con la decencia y la consideración se relaciona, se desata en improperios y llena de dictados a aquella mujer, que tan pronto y sin recato alguno olvida el respeto debido a su difunto esposo.

—Lo mismo harías tú y todas —le contesta el sabio.

—Nunca —replica Tián—. Eso es indecoroso e impropio de mujer que se estima.

Finalmente, tras una larga discusión, cada uno se queda con su razón, sin avenirse.

A los pocos días, Tchuang-Tsen cae enfermo, y se muere. Tián se abandona al más vehemente y más ostensible dolor. Terminadas las ceremonias fúnebres, mete el cadáver en la caja, y se dispone, según la usanza china, a guardarle en la cámara mortuoria los tres o cuatro meses de rigor entre la gente rica.

En este intervalo, llega a la casa Wang-Sun, joven y apuesto mancebo, que ignorando la muerte de Tchuang-Tsen, venía con una carta de recomendación, desde lejanas tierras, a ser su discípulo y compartir con él su hogar. La viuda le da alojamiento hasta que disponga su regreso, y ambos lloran al difunto, encomiando, las excelencias de su carácter y sus virtudes. Pero el diablo las carga, y de fil en aiguille, como dicen los franceses, Tián concluye por enamorarse de Wang-Sun, que, nuevo José, quiere buscar en la fuga amparo contra las tentaciones de la viuda del Putifar chino. La pasión de Tián se excita con su esquivez, y por fin… ambos se ablandan.

Entonces óyense golpes en la caja; Wang-Sun, aterrado, echa a correr; Tián, con mano trémula, abre el féretro, y lo halla vacío. Vuelve a la sala en busca de su amante, y se encuentra con su marido Tchuang-Tsen, que la recibe con una carcajada, y le explica que es él quien ha tomado la forma de Wang-Sun, concluyendo con esta frase:

«¡Vamos! ¿Te convences de que lo mismo sois todas?»

Los hechos históricos que en el teatro se representan, son más bien escenas gimnásticas, en las que los combatientes se entregan a saltos muy notables, luciendo trajes lujosísimos y armas de una rareza ejemplar, cuya autenticidad es notoria, pues aún se usan, y las describiré a su tiempo cuando te hable de mi visita al virrey de Cantón.

Lo original de estas representaciones es el combate. Si la crónica refiere que el héroe de la leyenda mató a quinientos combatientes, no cesará el espectáculo mientras los comparsas no hayan pasado otras tantas veces bajo el filo de su espada, que él blande de un modo muy artístico, figurando que mata con ella a sus enemigos; hasta que al fin, para indicar que la lucha ha terminado, coge una cabeza de cartón que está sobre la mesa, y hace como si la derribara de un tajo. Entonces retumban vivas y gritos de victoria, y cercándole de banderas, se lo llevan en triunfo; el público murmura, y si no cae el telón por no haberlo, sale uno a respirar el fresco ambiente de la tarde.