uerido amigo: Un elegante vapor de ruedas, estilo americano como los del Misisipí, pintado de blanco y con la gran cámara a proa sobre cubierta, te hace recorrer en tres horas y cuarto, y por la suma de 3 duros, las cuarenta millas que separan a Hong-Kong de Macao. Las segundas están en el través del barco. Los chinos, cualquiera que sea su categoría, no son admitidos más que en la cala.
Al ponerse en marcha el buque, lo primero que te llama la atención es un guardián que, con un sable desnudo, vigila una escotilla de proa, que comunica con la cala, y que antes ha tenido cuidado de tapar con unos barrotes de hierro, a los que ha echado la llave.
Otro centinela, igualmente armado, custodia la escalera que desciende al sollado. Por último, en la cámara hay dos panoplias con machetes, puñales, carabinas, revólvers y municiones de reserva, con un letrero que dice: loaded, es decir, cargados. Son precauciones tomadas, invitaciones hechas al viajero para el caso probable, y antes muy frecuentemente reproducido, de que los chinos se subleven al pasar por las Islas de los Ladrones y entreguen la tripulación a los piratas que infestan estos mares y que no perdonan vidas ni haciendas.
Por fin, llegamos a Macao, pequeña península que afecta la forma de una S, en cuya cabeza y tripa existen unas fortificaciones. La curva inferior es el puerto interior, en la desembocadura del río. La bahía, huérfana de todo buque que no sean las lorchas chinas y sin casi calado, la representa el semicírculo entre el cuello y la cabeza, en cuyo muelle está situada la Praia Grande, la mejor o la única calle de la ciudad. Las demás, abiertas paralelamente a esta sobre la colina, y las transversales, son callejones tristes, sombríos, conventuales, acusando pobreza, ruina y privaciones. El barrio chino, idéntico al de Hong-Kong, se extiende por la espalda de la S desde la embocadura del río hasta la nuca, de la que arranca un istmo, el que liga la isla al continente chinesco, largo de un kilómetro y ancho lo suficiente para que un coche pase por él sin caerse al agua, si no se desvía del centro. Al cruzar la bahía, Macao, del que sólo se ve la Praia Grande, parece un pequeño Nápoles; después se cree uno en un pueblo de Aragón o de Castilla en pleno siglo XVI.
No voy a hacer historia, ni te enseñaría nada diciéndote que esta es la primera factoría europea que el arrojo de los portugueses abrió en los mares de China. Tampoco te importa saber que el mando de la isla esté confiado a un gobernador, teniente de navío; que existen un juez de derecho, un procurador de asuntos sínicos, una oficina de hacienda, encargados de obras públicas, sanidad, capitanía de puerto, una guarnición al mando de un comandante, jefes de fortificación, y media docena más de funcionarios portugueses, todos ellos amabilísimos y de franco y abierto carácter. Entre la colonia lusitana figura un señor don Lorenzo Marqués, dueño de una casa con un espacioso parque, en el que se encuentra la gruta de Camoens, compuesta de dos peñascos verticales y uno horizontal, apoyándose en aquellos a semejanza de dolmen o altar druida, y en la cual el desterrado vate compuso la mayor parte de sus Lusiadas. Un templete con el busto de Camoens, y algunas estrofas de su poema esculpidas en marmol, alternan con ditirambos de poetas modernos de todas las naciones, figurando en muy buen lugar una octava de don José Heriberto García de Quevedo, ministro que fue de S. M. Católica en China.
Las señoras europeas son nones y no llegan a tres, como canta el dicho. De la raza macaense no sé qué decirte para darte una idea de su fealdad. Es imposible que nada en el mundo se parezca al cruzamiento de chino con portugués, ya de la metrópoli, ya de sus posesiones de Goa en la India, Timor en Oceanía o Cabo Verde y demás establecimientos del África occidental. Imagínate un bull-dog con vestimentas humanas, y te quedas atrás. Por supuesto, no se tratan con ningún europeo, ni se las ve a ellas en ninguna parte; deben estar enmohecidas. Por las tardes se colocan detrás de las persianas (cierre ineludible de todo hueco de Macao), y desde allí ven sin ser vistas. Los días de fiesta van a misa, vestidas de negro, y cubiertas con un enorme manto de seda del mismo color, que pende hasta las rodillas, y en el que esconden la cara, en lo cual obran con gran prudencia; además, las que pueden usan silla de mano, con puerta apersianada también; es su único ventilador. Te aseguro que al contemplar aquellas recatadas damas, cruzando en sus literas las tortuosas y empinadas calles de la ciudad, alumbradas de noche por algún modesto reverbero de aceite, y empedradas de pedernal y guijarros en punta, le da a uno gana de calarse un chambergo con pluma, embozarse en un tabardo y ceñir una espada de cazoleta, para no destruir la armonía de un cuadro digno de la época de Velázquez.
Abolida en 1874 la emigración de culis o trabajadores para Cuba y el Perú, solo recurso, pero beneficioso, con que contaba Macao desde que la apertura del puerto de Hong-Kong le privó del gran tráfico con la Europa y la Oceanía, esta misera colonia no cuenta con industria de ninguna clase, si no es la torrefacción del té, de la que están encargadas casas chinas. Se puede decir que los macaenses se hallan sumidos en la indigencia. Como puerto libre, el gobierno portugués no saca de ella más rendimientos que los que el juego público le procura; porque hay que notar que Macao es el Mónaco o el Baden-Baden del Celeste Imperio. El juego prohibido, perseguido y castigado severamente en todo el imperio, se ha refugiado en Macao, a la sombra de la bandera lusitana.
El chino, que posee todos los vicios, no podía dejar de ser jugador, y lo es, en efecto, en grado superlativo. Además del ajedrez, las damas, el billar y el volante, para el que se sirve de los pies con suma destreza, tiene cartas más numerosas que las nuestras (128 naipes), pero en estrechas tiras, como los dedos de las manos, y con caracteres en vez de figuras; dominó, con 32 fichas de madera, al que llama Pai; el atchen, o juego de tres dados, en que sobre un cartón, en que figuran los seis números de uno de aquellos y las combinaciones de los tres, apunta el jugador, y al que por onomatopeya se le da el nombre de Kulú Kulú, pues imita el ruido que producen los dados cuando el banquero los agita sobre un platillo cubierto de una pequeña taza de porcelana. Estos y otros muchos juegos se juegan en mitad de las calles del bazar chino por culis y arrapiezos que apenas pueden tenerse en pié, y es muy frecuente el ver a dos chinos comiendo naranjas y apostando sobre los gajos que tendrán, o, a defecto de otra cosa, sobre las sillas que pasarán en tal transcurso de tiempo por la esquina en que están sentados.
Ya que de sentarse hablo, te diré que la manera que tienen de hacerlo los chinos y todos los pueblos del Asia es especial, e incomprensible que con ella hallen reposo. Abren las piernas, se dejan caer en cuclillas, sin tocar al suelo, y así se pasan horas enteras. Pruébalo y me contestarás.
Pero volvamos a los juegos y consignemos los tres más productivos para el gobierno portugués.
El Pakopio es una especie de lotería antigua o primitiva, en la que, mediante una contribución, un comerciante chino es banquero. Al efecto, distribuye en todas las tiendas del bazar unos papeles o billetes como cartones de lotería con cuarenta caracteres arriba, y otros cuarenta abajo. Llega el jugador, y con un pincel borra a su elección cinco caracteres de la sección superior y otros cinco de la inferior, arriesgando en ellos el dinero que quiere. El banquero a su vez, y a una hora dada, antes de que empiece el juego en las tiendas expendedoras de billetes, ha borrado a su arbitrio otros cinco caracteres de cada sección, y depositado esta boleta en una caja, cuya llave tiene un delegado gubernativo. Ábrese esta al medio día, y los jugadores cuyas combinaciones son iguales a la que el banquero imaginó, cobran el premio proporcional a la suma expuesta. La operación vuelve a repetirse a las doce de la noche. ¡Dos extracciones diarias! ¡Oh moralidad!
El segundo en jerarquía superior es el Fantan. Doce son las casas, entre primera, segunda y tercera clase, que se consagran hasta media noche a tan plausible tarea, dejando al fisco un rendimiento de cuarenta y cuatro mil duros anuales en concepto de contribución.
Entras por una puerta adornada con calados dorados, como todas las casas lujosas de China, y alumbrada por linternas de papel de colores o de cola de pescado, con inscripciones. Un biombo de madera oscura, con los obligados calados, te oculta el lugar del suplicio. Tomas una escalerilla lateral, sucia y ennegrecida por el aceite de coco de las iluminaciones, y penetras en un cuartucho con un balcón o galería elíptica en el centro, que deja ver la sala de abajo, donde está el tapete. Algunas casas tienen otra galería en el segundo piso, tan falta de aseo como la del primero. Allí te sientas en un escabel de madera, forrado de grasa, en compañía de varios culis y europeos, que los sábados, en particular, vienen de Hong-Kong, y otros puntos a probar fortuna. Unas canastillas, pendientes de unas cuerdas sujetas a la baranda de la galería, te permiten hacer llegar a los de abajo el dinero que vas a exponer. Nada te digo de los perfumes que allí se aspiran entre efluvios de tabaco, tufo de las lámparas y eructaciones de los chinos, que consideran este desahogo como el más delicado refinamiento de cortesía, y en especial cuando uno está convidado en casa ajena para demostrar que la comida le ha sentado bien.
Veamos ahora el salón. Un público tan numeroso y escogido como el de las galerías, rodea un mostrador, cubierto, a falta de tapete, con una esterilla fina de junco, en el centro del cual hay como un ladrillo de plomo, cada uno de cuyos ángulos representa un número del 1 al 4. Un culi, desnudo hasta la mismísima región umbilical, es el encargado de colocar las apuestas donde el público le marca, y de pagar a los gananciosos (con 7 por 100 de descuento, que se reserva la casa para la contribución), o de cobrar integro de los perdularios. Otro caballero chino, en lucha anatómica con el primero, se entretiene en un aditamento del mostrador en ordenar los billetes de banco, pesar los duros mejicanos, que por aquí son la moneda corriente, y envolver en papelitos los fragmentos de plata, escribiendo encima el valor efectivo para facilitar las transacciones. Conocidos el cobrador y el cajero, pasemos al croupier, o tenedor de la banca. Es este, por lo común, un señor carnoso y tranquilo, que no exhibe lo que sus vecinos, no porque deje de estar tan desnudo como ellos, sino por impedírselo un pliegue abdominal que candorosamente descansa sobre la mesa. Tiene delante como quinientas o seiscientas sapecas. La sapeca es la moneda china de cobre en circulación; su diámetro es el de un cuarto de los nuestros, con un agujero cuadrado en el centro; cada ciento veinte forman dos reales. Las sapecas destinadas al Fantan son, sin embargo, ad hoc, más perfectas y sin inscripción como las otras. Toma un puñado como de doscientas próximamente, y las coloca en el mostrador, cubriendo aquel promontorio con una pequeña tapa de latón para impedir que el público pueda contarlas con la vista, tapa que mientras está puesta, indica que puede hacerse juego.
Por fin la quita, y esgrimiendo una varita afilada por el extremo inferior, empieza con una delicadeza exquisita a separar con ella sapecas de cuatro en cuatro, hasta dejar una última porción que, según resulta ser de una, dos, tres o cuatro, da la ganancia a los que han jugado a estos números, amén de las infinitas combinaciones a que da lugar el sistema. Por supuesto, que cuando aún quedan por separar sesenta o más sapecas, hay jugador que ya sabe cuál va a ser el residuo. Dícese también que no obstante la vigilancia del público y el esmero con que la operación se practica, el banquero sabe sacar dos juntas cuando le conviene. De mí he de decir que he estado tres veces para enseñar este juego típico a extranjeros, y ellos y yo hemos perdido siempre.
Pero el que revela hasta dónde llega la pasión del azar en los sectarios de Confucio y su inmoralidad en grado supino, es el juego del Vaisen o de los examinandos.
Si las instituciones chinas y sus preceptos sociales y políticos tuviesen en la práctica la observancia exigida por sus códigos, habría que confesar que era la primera nación del mundo, y tendríamos a honra el imitarlos. Pero nada más falseado en el ejercicio que las sanas doctrinas de sus moralistas y legisladores.
Hable el Vaisen.
En China no hay otra aristocracia que la del talento. Honores, títulos, condecoraciones, cargos públicos, todo, en fin, se le otorga al que más sabe, sin que el más oscuro y humilde del país deje de poder optar a la dignidad suprema. Al efecto, todos los años hay en Pekín y en Cantón, alternativamente, exámenes públicos, para cuyos ejercicios existen espaciosos locales con cuatro, cinco mil o más celdas, en las que, tapiados como los cardenales en la elección de Papa, ejecutan los examinandos sus composiciones; no creas que de ciencias exactas, naturales y físicas, no; toda la sabiduría de los celestes se reduce a conocer el mayor número de signos de que se compone su escritura, las máximas de Confucio y Mencio, y la genealogía de sus monarcas con hechos notables de su historia. Así obtienen el título de mandarín, que comprende nueve grados y se distinguen por el color del botón que colocan sobre el sombrero oficial, como te explicaré a su tiempo, con lo cual se hallan en aptitud para ejercer un destino público, el que, con una gran longevidad y un hijo varón, completa los tres mayores beneficios que estos señores se desean entre sí. Al terminar los exámenes de un año se reparten las listas de los examinandos para el siguiente, y aquí entra aquello. Fórmanse con estas listas millones de cuadernos en que figuran los nombres de los alumnos; estos cuadernos, que son otros tantos billetes de lotería, se venden a distintos precios a los jugadores, quienes marcan, como en el Pakopio, los nombres de los que juzgan que han de ser aprobados, ganando al terminar los exámenes en proporción de los nombres que acertaron y de la cantidad que representaba el cuaderno. ¡Qué sumas se jugarán al Vaisen cuando el monopolizador de esta industria en Macao, único punto donde se tolera, paga al gobierno portugués cuatrocientos cincuenta mil duros anuales!
Excuso decirte que cuando se aproxima la época de los ejercicios, todo se vuelve recomendaciones a los catedráticos y ofertas pecuniarias para que desaprueben a fulano o a mengano, sobre el que se ha inclinado la balanza de las apuestas; o bien recurren al examinando mismo para que conteste mal a trueque de dinero. En fin, no hay género de cohecho ni de prevaricación que deje de ponerse en práctica, con lo que resulta una segunda lotería para alumnos y examinadores.
Ahora, antes de empezar a tratar al chino, acabemos de conocerle. Ya te he descrito al culi macho y hembra, con su traje y su fisonomía; ambos son uno, salvo el que en la patchama de las mujeres las mangas perdidas sólo llegan a la mitad del brazo, que adornan con una pulsera de jade, como la ajorca del tobillo y los aretes de las orejas. ¡Coquetuelas en todas partes! Subiendo un peldaño en la escala femenina, tropezamos con la camarera o ama, como la llaman por aquí. Es la misma mujer culi, más limpia, con traje idéntico, si bien aseado, y con la patchama azul de lustrina ornada al canto con una faja negra de cuatro dedos. Usa zapatos con dos tacones, a proa y a popa, o de seda como el de los hombres, de forma agalerada, con una suela blanca de fieltro sumamente gruesa. Las hay que llevan medias de Europa; pero nunca se tapan la cabeza con shalakó como las jornaleras; se preservan del sol con una sombrilla. Y ya se acabaron las hijas de Eva, puesto que la que ocupa una posición desahogada, la mujer de clase, si aquí puede llamarse de ese modo, no sale nunca de casa ni la ve, hasta después de casado con ella, el hombre mismo que ha de ser su marido.
Vamos a hablar ahora del famoso pie pequeño de las chinas. En todas las clases lo encuentras con profusión. He aquí cómo se practica esta bárbara costumbre. Al nacer la niña le descoyuntan hacia dentro, triturándoselos, todos los dedos, menos el mayor, le doblan el pie de modo que se apoye al andar sobre las falanges, quedando el dedo gordo formando el empeine, y le maceran el talón, que desaparece por completo en el tobillo. Es decir, que el pie lo forma solo el dedo respetado; lo demás es un muñón informe. Naturalmente el zapato, estrecho y muy puntiagudo, de vistosos colores y bordados, y sujeto a la canilla por una faja para que se sostenga, resulta de una pequeñez inconcebible y se da al pie la apariencia de una pata de cabra. El origen de esta aberración nadie lo conoce, o mejor dicho, se le atribuyen varias causas. Pretenden unos escritores que fue por adulación hacia una emperatriz que, por lo diminuto de su pié, mereció ser española; suponen otros que es signo de distinción para dar a entender con ello que no necesitan andar y pueden pagarse una camarera que las sirva de apoyo, pues hay muchas que, sin este requisito, no dan un paso. Algo de esto último debe haber dado la inclinación del chino a hacer ver que puede derrochar dinero, y sus aficiones a lo simbólico y emblemático, como lo es también el dejarse crecer las uñas, muy ribeteadas por lo común, para indicar que no se consagran a tareas manuales. Mujeres hay que las llevan cubiertas con dediles, y en Siam se ven individuos con treinta centímetros de uñas, que concluyen por retorcerse en forma de tirabuzón.
Volviendo al pie pequeño, y respetando las opiniones de los que saben más que yo, opino, sin embargo, que hay otra razón para este martirio. Con la trituración desaparece por completo la pantorrilla; desde el tobillo a la rótula, la pierna no es más que una canilla; pero en compensación los muslos y las caderas adquieren un desarrollo fenomenal y muy en armonía con los gustos estéticos de los chinitos.
—¿Por qué no suprimen ustedes esa costumbre? —pregunté a un celeste de quien me asesoro para mis apuntes.
—Porque nos gusta —me respondió— ver cimbrearse al andar a la mujer, que teniendo cuello de cisne, debe tener piernas de faisán.
—Pero eso es bárbaro —añadí.
—¿No lo es más el corsé europeo? —objetó en son de demanda.
—De ese modo condenan ustedes a la pobre mujer a no participar de ninguno de los goces de su sexo —proseguí eludiendo la pulla.
—¿Cuáles?
—El baile, verbi gracia.
—¡El baile! —me dijo soltando una carcajada—. Nosotros no bailamos nunca. Es una de las cosas que más nos llaman la atención en ustedes; que se sofoquen y echen los hígados para no gozar del espectáculo. ¿No sería más natural y más noble dejar bailar a los criados, y que los amos los contemplasen? Es lo que nosotros hacemos con los músicos y los juglares; nosotros los pagamos y ellos nos divierten.
—Tiene usted buenas ocurrencias.
—No, señor, es que ustedes tienen cosas muy raras.
—¡Hombre!
—Si, señor, muy raras y muy inútiles. Así, por ejemplo, nosotros creemos que los botones están muy en razón en el traje cuando sirven para abrochar algo.
—Y nosotros lo mismo —le argüí.
—Entonces ¿por qué se ponen ustedes estos? —me dijo haciéndome dar media vuelta y señalándome los dos tradicionales botones del talle de la levita.
Ante tamaño argumento confieso que me quedé mudo. Desde entonces cada vez que marcha delante de mí un europeo, no puedo dejar de mirar aquellas dos obleas que me parecen los ojos del chino riéndose de las modas de París, y diciéndome: «Te veo».
En todas partes del mundo se nota diferencia en los rasgos fisonómicos entre un hombre de baja condición y otro educado. Hay en este último más delicadeza en los trazos, más suavidad en los músculos, más distinción en general. Aquí no; todos son iguales. El príncipe Kung, regente del imperio, el virrey de Cantón, el opulento empresario del opio, el mercader y el culi, son ejemplares del mismo cliché.
Una sola cosa los distingue, y es la mejor tela del traje. Todo el que no es culi usa patchama de la misma forma que la de aquel, pero de merino o de seda cruda, de delicados colores celeste, violeta o amarillo de hoja seca. Los pantalones, de igual forma que unos calzoncillos, no de punto, van atados al tobillo sobre unos calcetines de lienzo blanco, muy ajustados del pie y anchos de la canilla. En invierno añaden unas pistoleras, o sea un segundo calzón sin fondillos, que deja ver el de abajo por detrás desde las corvas hasta arriba y un capotón guatado y sin mangas como el de los culis, pero limpio relativamente. La blusa se convierte en ellos en túnica talar llamada Kavalla, cuando se visten de gala, de igual forma y color que la patchama, pero descansando en los talones. La cabeza, en verano descubierta y garantizada por un paraguas, en los meses de frío se la tapan con una flanerita de seda negra del tamaño de un solideo y colocada como este.
El boy o ayuda de cámara es el único chino de modales más desenvueltos y de rostro más simpático; yo creo que en ello influye su trato constante con europeos. Habla inglés o portugués, según la colonia en que habita, francés los de los puntos en que hay concesión de terreno a aquella nación, algunos alemán por análoga causa, y muchísimos español por haber permanecido en Manila o ido a Cuba en el período de la emigración. El boy es el jefe de todos los criados de una casa; las mujeres no hacen otro servicio que el de camareras. Se necesitan los siguientes: Un cocinero con siete duros mensuales: él provee el menaje de cocina y se agencia el pinche o aprendiz. Dos culis de silla; algunos tienen de cuatro a seis duros; encargados de la limpieza de la casa y de servirle a uno de acémila enganchados a la litera. Un office coolie, para las comisiones, correo y mandados burocráticos, con igual salario, y por último, el boy con ocho duros.
Reservados, respetuosos, fieles, salvo las pequeñas sisas, serviciales, exactos, aunque rutinarios en el cumplimiento de su deber, los chinos son un verdadero modelo de criados. No viven más que para adivinar lo que a su amo puede hacerle falta. Hace pocas noches, con el deán de la Catedral de Manila, que me hizo el honor de pasar dos días conmigo, me fui al Círculo; de allí nos trasladamos a una casa de Fantan para que conociera este juego. A la salida, sobre media noche, advertimos que llovía; pero al trasponer la puerta, los culis de casa estaban allí con la silla, sin que nadie los hubiera avisado y en un sitio al que jamás concurro.
Un diplomático, amigo mío, asistió de uniforme a una comida oficial en Hong-Kong. Después se fue a tomar el té en casa de unos amigos; sintiéndose algo indispuesto, Je obligaron a pasar allí la noche: al amanecer del día siguiente estaba su boy personado en la casa con el traje de levantarse y otro de calle para cuando su amo se despertara.
Te vas de paseo al campo, llega una carta para ti y el office coolie, como un podenco, se pone a olfatear tu rastro, sin que vuelva a casa hasta encontrarte y haberte dado la misiva.
Con su salario se mantienen, se visten y economizan para dar la mitad lo menos a su padre, o sostener su casa si no son solteros.
En cambio no les mandes nada que esté fuera de sus deberes. Cada cual tiene los suyos y no sale de ellos. El office coolie no te encenderá una lámpara ni tomará una escoba, el culi de silla no te sacará una camisa del armario, el boy no irá con un recado a casa de tu vecino.
Ayer estaba en mi escritorio dándole unas instrucciones al boy; de pronto una ráfaga se me lleva todos los papeles.
—Cierra esa ventana —le digo. Él gira sobre sus talones, y desde la puerta grita:
—¡Culi! Ventana.
El culi, como si hubiera presentido la caricia de Eolo, estaba ya trasponiendo el dintel.
—¿Por qué no la has cerrado tú? —le grito al boy indignado. Y él sin alterarse, me contesta:
—Not my business, sir. No es de mi incumbencia.