Macao, 19 de Abril de 1879.

i querido amigo: Cuando desde Europa se le ocurre a uno pensar en China, se la representa en su imaginación como una inmensa tela de esos abanicos que llegan allí del Celeste Imperio. Por lo menos así me la forjaba yo. Por todas partes verdes praderas como la esmeralda, salpicadas de flores rojas y azules; en medio de aquellas limpias sábanas de verdura, casitas con su agalerada techumbre, flanqueadas de kioskos en forma de parasoles superpuestos, con su campanilla correspondiente al extremo de cada radio; el arqueado puente como la joroba de un camello tendido sobre un riachuelo transparente que refleja los vivísimos colores del junco al deslizarse por su superficie; a la puerta, en forma de una O, de la casa, ataviadas damas con sus bordados trajes de seda y diminuto pie departiendo tranquilamente con gallardos mancebos envueltos en talares túnicas de recamo de oro, y saboreando una taza de té; en el fondo niños remontando cometas sobre una terraza, y ancianos venerables de luenga barba blanca viendo volar pintados pajarillos. Todos ellos, por supuesto, con caras de marfil, aguzadas y nacaradas uñas y ojos oblicuos. En resumen, la China del europeo es el progreso material del siglo XIX combinado con las patriarcales costumbres de los tiempos bíblicos; de la tela del abanico se desprenden para él estas tres condiciones distintivas de la raza mongólica: lujo, limpieza y silencio.

Cerremos el abanico y abramos la puerta del hoy imperio tártaro. Vas a ver el desengaño que nos espera.

Una gritería, comparable tan sólo a una riña de verduleras, es lo primero que te llama la atención al despedirte de la gente de a bordo y disponerte a tomar una embarcación que, desde la inmensa y hermosa bahía de Hong-Kong, te conduzca a tierra. Son los barqueros pugnando por atracar sus champanes al Tigris, ofreciéndote sus servicios o diciendo buenos días simplemente a un camarada, pues para todo se alborota aquí.

Y palpitando de emoción bajas las escaleras con los ojos cerrados para abrirlos de repente y gozar del espectáculo de aquella China soñada.

Lo primero que ves es el champan o bote para conducción de pasajeros y mercancías, tosca embarcación parecida a una barcaza muy tripuda, con un toldo de bambú en la popa, chorreando mugre por todas partes y exhalando una fetidez insoportable, a la que concluyes por habituarte, pues la forma un conjunto de circunstancias inherentes a la raza indígena, que constituye el perfume local, conocido por el europeo con el nombre genérico de «olor de chino». La tripulación está compuesta de varias mujeres de distintas edades, pero de fealdad idéntica; algunas veces hay también un hombre; pero como éste viste el mismo traje que aquellas, carece en absoluto de barba y todos poseen los mismos rasgos fisonómicos, resulta que para el viajero inexperto el chino es el ser que bajo una misma terminación y articulo comprende los dos sexos, masculino y femenino, y que la gramática coloca en el género epiceno. Ojo pequeño y algo oblicuo, encerrado en un párpado carnoso, sin casi ceja, frente no muy deprimida, nariz aplastada, pómulos salientes, labio superior con honores de hocico, dientes un poco más pequeños que teclas de piano, color mejor que hictérico, amarillo de vicio, pelo negro de sartén con la aspereza exacta de la crin; lampiño el hombre, rechoncha la mujer, pero ambos escrofulosos y llenos de pupas y asquerosidades, son los componentes de una cabeza china de la clase humilde, que comprenderemos en la denominación de culi, como aquí se llama al bracero, mozo de cuerda y todo el que ejerce un oficio bajo.

Un calzón ancho hasta el tobillo, de una tela que debió ser percal negro o azul y que, perdido el aderezo de goma, ha degenerado en tejido de grasa, y una blusa de lo mismo abrochada por el costado, pendiente hasta el muslo, con mangas perdidas y largas hasta rebasar un palmo las manos, que quedan ocultas en ellas, constituyen el traje común de dos. No hay camisa ni cosa que lo valga. El pie desnudo; alguno que otro lleva una suela sujeta con cordeles al tobillo; pero es raro. Como ves, nada más parecido al disfraz del pierrot francés, salvo el color y la limpieza. La mujer lleva la cabeza cubierta con un pañuelo de algodón, colocado lo mismo que nuestra gente del pueblo; el hombre la ostenta casi siempre desnuda. Usa, sin embargo, en verano un shalakó o sombrero de bambú, en forma de un disco desmesurado, con un pingorote en el centro, como la tapadera de una taza, y en invierno una montera de fieltro oscuro, menos alta, pero idéntica en la forma al sombrero del pierrot.

Tanto el macho como la hembra se abrigan con un saco hasta la cintura, sin mangas y guatado, que visten sobre el traje descrito, y llamado patchama. Los niños emplean el mismo uniforme, pero de colores rabiosos, y les cubren la cabeza, ya con un simple aro, del que penden borlas y cordones, ya Con una cosa parecida a las carteras en que los chicos de la escuela guardan los libros, colocada de modo que la cubierta penda sobre el cogote, y adornando los dos picos del remate de arriba con unas orejitas de gato hechas de algodón en rama.

Pasemos al peinado. Los parvulillos llevan sobre cualquiera de ambas orejas un plumerito, como la perilla de un hombre, atadito con una cinta de color; el resto afeitado; con lo cual se consigue que se fortalezca la parte de pelo que más tarde han de dejarse crecer, y que, como dejo dicho, toma la consistencia de la cerda. En efecto: en cuanto el niño llega a adulto, se le afeita también el tuferito y se le hace adoptar el invariable aderezo de la epidermis capilar masculina; porque debo advertirte que aquí nada cambia, todo es inmutable; no hay modas ni caprichos. El pasado se sabe por el presente, el mañana puede leerse por el hoy, la tradición impera; el estacionamiento es la base de su sistema.

Hasta hace dos siglos el habitante del Celeste Imperio lucia larga cabellera y ostentaba el traje con que vemos representados en sus estampas a los ídolos y los héroes de sus leyendas; pero al caer la dinastía china de los Ming y tener que soportar la dominación tártara de los mandchures del N., la dinastía Tsing, que hoy subsiste, impuso a sus vasallos la dura ley del vencedor, y haciéndoles cambiar de traje, les obligó a afeitarse la cabeza y dejarse una cola de perro, en signo de servidumbre.

Coloca sobre la cabeza un solideo; afeita todo lo que no esté cubierto por él; deja crecer hasta donde quiera el pelo que aquel encubre; haz después una trenza que, con el auxilio de cordones, casi siempre negros, pero alguna vez azules o encarnados, llegue hasta los tobillos, y tendrás la idea exacta del peinado chino, desde el primer mandarín hasta el último culi, sin más diferencia que, mientras las clases acomodadas se afeitan semanalmente y llevan los cordones limpios, el pobre lo toma por semestres y cambia de cordón cuando la miseria se ha comido el primero. Algunos fashionables dejan crecer alrededor de la mata una como aureola de pelos cortos, que flotan a merced del viento y que acaba de embellecerlos. Agrega a todo esto las rarezas de configuración de aquellas cabezas, cuyos defectos nada hay que disimule; los chirlos, las protuberancias y las cicatrices de todo género que las ornan, y calcula los purgantes que ha debido uno tomar hasta acostumbrar el estómago y la vista.

Ya que de pelos me ocupo, consignaré que la barba en los chinos son diez o doce hebras de esparto, brotadas al azar, y que les está prohibido por sus leyes y costumbres llevar bigote hasta que han cumplido cuarenta y ocho años, o tienen nietos, o bien a los veintiocho si son mandarines.

Pasemos a las mujeres. La soltera se echa atrás todo el cabello, rematado por una trenza larga, en cuyo tronco lleva liada una cinta de color, formando un anillo; saca de la sien izquierda un banda de pelo como de tres dedos de ancha, lo que consigue abriéndose una pequeña raya vertical, y se circuye lo alto de la frente con aquella faja, que va a mezclarse con el resto de la cabellera por el lado opuesto. Como ves, las hijas de Eva conservan toda su integridad capilar, si bien son tan lampiñas como los chinos, pues las cejas y las pestañas hay que verlas con microscopio.

El peinado de la casada es muy difícil de explicar: echado todo atrás, sin raya alguna, salen de los lados dos enormes cocas, que sujetan con alambres por dentro; el topo se separa más de un palmo de la nuca, y le forma todo el pelo de la mata, saliendo como el espolón de un buque de guerra, y el del cogote, subiendo a enlazarse con aquel: un cordón de pelo retorcido baja desde la parte alta y posterior de la cabeza hasta el vértice de aquel ángulo agudo, y multitud de broches y alfileres sujetan, con el auxilio de la goma, tan complicado aparato, al que dan el nombre de peinado del ave de la inmortalidad. Y esta denominación me sugiere una explicación más exacta del efecto que produce este tocado. Córtale a una gallina el cuello y las patas, ábrela por la pechuga, encájasela en la cabeza a una china por esta abertura, ábrele las alas en toda su extensión, que son las cocas, y adereza el topo de manera que quede formando la cola. Es idéntico hasta en sus proporciones.

Por decreto de no sé qué emperador, cierta gente de mar está proscrita de la tierra, y por consiguiente no puede habitar más que en sus embarcaciones. De modo que el champan es el estrado, la cocina, el dormitorio, la pagoda, la cuna y el lecho de muerte de sus moradores; allí nacen, viven, rezan, se reproducen y mueren.

Las madres, consagradas a sus tareas, no pueden atender muy asiduamente a sus hijos; así es que para trabajar desembarazadamente, se los echan a la espalda, sujetándolos con un como pañuelo de lana, al que va sentado el rapaz y del que penden cuatro correas, que se ajustan como cinturón y como tirantes en las caderas. Esto, si el infante es aún mamón; pues apenas anda, ya se bandea por su cuenta; y la única precaución que se toma es atarle un cordel a la cintura para pescarle cada una de las veinte veces que al día se cae al agua: algunos añaden corchos o vejigas, para que flote el náufrago; pero no es de rigor, en atención a que sin ellos aprende a nadar más pronto.

Al cruzar la bahía, mi primer cuidado fue estudiar su aspecto; allí te encuentras el pontón para hospital militar, navío de tres puentes sin arboladura; el comodoro inglés, el almirante francés, corbetas rusas y alemanas, la Mala francesa que llega de Europa, la inglesa que sale para la India, vapores británicos para Shang-Hai y Emuy, españoles para Manila, la Mala americana del Pacífico, los anexos de las Mensajerías para el Japón; pero te preguntas: «¿Y la marina china?» Allí la tienes representada por miles de champanes y centenares de lorchas para la pesca y el tráfico costero, única empresa de estos nautas con coleta.

La lorcha es lo que vulgarmente llamamos junco; barco tripudo, más o menos grande, con una popa semiesférica, anchísima y desmesuradamente alta, timón descomunal calado en celosía, y dos palos, a los que van sujetas unas velas latinas despuntadas con una serie de travesaños horizontales de madera, a modo de entenas, para tomar los rizos. Muchas de ellas, aun las mercantes, llevan a bordo cañones de hierro, que ni el famoso de Barba-Azul. Como el champan, la lorcha es una casa de familia, cuyo desaseo está en proporción de su mayor capacidad. El día se lo pasan tocando el gong, o tan-tan, o campana chinesca, que estos tres nombres tiene el disco en cuestión; y la noche quemando papelitos para ahuyentar a los espíritus maléficos.

La media docena de lanchas cañoneras que posee el gobierno, están mandadas por capitanes franceses, ingleses o americanos.

Por fin, desembarcamos en el muelle; culis machos y hembras transportando mercancías, pendientes a los extremos de un bambú, colocado sobre el hombro, culis de silla asaltándote con las de mano o literas, único medio de locomoción en estas regiones, agentes de policía india con sus abultados turbantes encarnados, repartiendo bofetones y latigazos con que hacer entrar en orden a aquellas acémilas humanas del servicio público, y mucho europeo consagrado a sus tareas, constituyen el movimiento de la población; pero aquello no es China; las casas que veo son las de mis latitudes, la gente con coleta que circula por las calles es la hez del pueblo uniformemente vestida, y yo necesito la tela del abanico, los colores, la luz, el recamo de oro, los bordados en seda, el Oriente, en fin, con sus mandarines, sus tropas, sus mujeres, su industria, sus diversiones, su vida peculiar. —Ya le veo a usted a la caída de la tarde persiguiendo modistillas chinescas— escribía a un amigo mío residente en Hong-Kong otro suyo de Madrid, y yo, aunque sin instintos de pirata callejero, deseaba conocer en toda su integridad la fisonomía del Celeste Imperio. Luego iremos al barrio chino; —ahora recorramos la ciudad europea.

Hong-Kong es una maravilla. Edificada en anfiteatro sobre una peña que hace cuarenta años no tenía ni una planta, asombra el ver lo que los ingleses han hecho de ella en tan corto espacio. Calles paralelas y escalonadas, abiertas a lo largo de la isla, te ofrecen por doquiera la grata sombra de sus amenos, elegantes y caprichosos jardines; porque es de notar que, aprovechando los accidentes del terreno, han edificado sus avenidas de modo que las calles no parecen calles; al lado de un templo ves una esbelta escalinata que conduce a la casa contigua, levantada sobre un terraplén con árboles; junto al graderío que te hizo subir, se abre una cuesta con artística ornamentación, que te hace bajar al bungalow vecino; una tapia te oculta el cottage que se alza sobre el promontorio de upa colina interior; de modo, que la vista va de sorpresa en sorpresa, descubriendo aquel sembrado de moradas espléndidas entre una vegetación artificial, y de fortificación en fortificación, de paseo en paseo, de la iglesia al club, del teatro al hospital, subes por magníficos caminos en zig-zag, hasta el pico Victoria, donde se halla el semáforo y desde el que abarcas todo el panorama de la rica colonia inglesa.

El mando superior de la isla es conferido por la corona inglesa a un gobernador, con la categoría (aunque civil) de vicealmirante y comandante en jefe, que preside los dos Consejos, ejecutivo y legislativo. La administración comprende la secretaria colonial, el tesoro, obras públicas, registro y correos.

La de justicia tiene tres jurisdicciones, la Suprema corte o audiencia, la corte de policía o tribunal sumario y de primera instancia, y la corte de marina. La institución del jurado existe para lo civil y lo criminal.

Además del pontón destinado en la bahía a hospital militar, hay en la población un hospital civil para europeos, otro para chinos, otro para variolosos y otro para la marina.

Hay ocho o diez centros de enseñanza pública, la mayor parte encomendados a los misioneros.

El material de incendios es una cosa admirable. En cada distrito estacionan varias bombas de vapor, que en pocos minutos se transportan al lugar del siniestro. Esto no quita para que el 25 de Diciembre de 1878 se declarase un incendio a las once de la noche, y el 26, a las tres de la tarde, estuviesen convertidas en escombros seiscientas casas. Las libaciones de Navidad influyeron mucho en ello.

Fue el espectáculo más imponente que he presenciado. En cuanto se da la señal de fuego, todo individuo con tienda abierta tiene obligación de mandar a los culis que están a su servicio, provistos de una linterna china de papel de colores, y vestidos con un saco de arpillera, en que consta la razón de la casa en grandes caracteres. Figúrate, pues, toda la población dominando las alturas de la ciudad, la gente de los barrios amenazados por el incendio salvando sus muebles, los culis transportándolos a hombros en medio de la gritería más espantosa y de la confusión menos descriptible, toda la fuerza armada de la plaza y la de los buques surtos en la bahía prestando su concurso, el gas apagado, las calles convertidas en ríos y en campamentos, la dinamita y el cañón derribando manzanas enteras, y en el fondo aquella hoguera colosal, de la que, como chispas, se desprendían millares de linternas en todas direcciones, y que convertía el mar en un espejo de fuego: comprendí a Nerón.

La vida en Hong-Kong, como país comercial, tiene pocos atractivos. Algunas familias desperdigadas pasean por este o el otro vericueto, como medida higiénica; pero sin un punto fijo de cita para el high life. Hay alguna que otra reunión, y un teatro inglés, al que apenas asisten señoras: verdad es que éstas son escasas. En cambio el hombre se divierte mucho a la inglesa, es decir, haciendo excursiones campestres y desarrollando las fuerzas físicas en ejercicios gímnicos. Como no hay cafés públicos, existen un club alemán, otro portugués y otro parsi, pero ninguno puede compararse al británico, que es un verdadero modelo. El ingreso cuesta treinta duros y cuatro la cuota mensual; el edificio, suntuoso, pertenece a la sociedad, que ya no sabe en qué invertir el dinero que le sobra; del seno del mismo club emanan multitud de sociedades de sport, tales como el club de regatas, el de carreras, el de declamación, el de conciertos, el juego de pelota con variadísimas manifestaciones, la lucha de la maroma, en la que dos bandos tiran de los extremos de una cuerda hasta atraerse el uno al otro; por supuesto que para cada cosa tienen su magnífico local ad hoc, no siendo el menos notable las praderas que les sirven de trinquete; el gobernador y los notables presiden muchas de estas fiestas, y a todas tiene derecho el miembro del club general.

En este puede decirse que vive la parte europea masculina de Hong-Kong. Es su Bolsa. Allí escribe su correo en magnífico papel que, a granel, y con preciosos membretes, anda tirado por las mesas, y recibe la correspondencia que en un cuadro está a merced del que la quiera tomar, sin que se le ocurra hacerlo nunca mas que al interesado. En el salón de lectura hay todos los periódicos notables del mundo; de la biblioteca, rica en obras sobre la China, toma el socio los volúmenes que le da la gana y se los lleva a su casa, dejando en cambio un recibo. Hay un bar-room, o sitio de bebidas, un lunch-room o puesta de fiambres para el tentempié, y un diner-room o comedor, donde almuerza y come muchísima gente, teniendo sus platos huecos, que se llenan de agua caliente en el invierno, y su hielo, pancas y ventiladores para el verano. Existen trece dormitorios, con el objeto de que el socio que llegue de fuera esté seguro de tener cuarto donde pasar la noche, aunque las fondas estén atestadas. Y al efecto, cada uno que se sucede toma su turno; de modo que cuando arriba un decimocuarto huésped, el número uno se va con la música a otra parte, pues se supone que ya ha debido tener tiempo de procurarse posada. Lo que se consume no se paga hasta fin de mes, a la presentación del ticket, o boleta, que por cada cosa ha firmado el socio, así es que los dependientes, todos chinos, no pueden robar ni un céntimo. Magníficos billares, tocadores espléndidos y salones confortabilísimos completan este prototipo de casinos, cuya administración corre a cargo de un solo dependiente inglés con el título de secretario.

La vida es cara en Hong-Kong. Una casa, no muy grande, cuesta ochenta duros al mes y ciento cincuenta el orificarle a uno cinco muelas. En las fondas se paga cuatro duros por día, sin los vinos, y cinco reales en el Club por una copa de licor cualquiera.

Pero dejemos ya todo lo que huela a Europa y corramos en busca de cosas celestes.

En Queen’s road, o sea en la arteria principal, alternan con establecimientos europeos, multitud de tiendas chinas, cuyo aspecto en nada difiere de las que vemos en nuestra casa, a excepción de las mercancías que en ellas se expenden.

Trabajos en marfil, filigranas de plata, vasos de porcelana, pendientes de jade (piedra verde de gran valor en estas regiones), juegos de ajedrez, abanicos de concha y de laca, muebles de maqué y otras industrias parecidas, yacen en anaquelerías y escaparates, relativamente limpios, pero sin agrupación artística. Las muestras de los bazares son unas planchas de madera rojas o negras, colocadas en las puertas verticalmente y de canto como columnas, con caracteres chinos de relieve y dorados, que constituyen el mejor adorno posible, pues sabido es que la escritura china es un acabado modelo de elegancia en dibujo. En el fondo y detrás del mostrador, uno o dos chinos macilentos aguardan su presa. El mueblaje es invariable, como el de todo el Celeste Imperio. Sillas o sitiales, en ángulos rector, de una madera oscura, casi negra, con mas o menos tallado, según su riqueza, y con asiento por lo común de piedra, con unas mesas pequeñas, rectangulares también, con su tapa de mármol incrustada en el marco. Con estas tiendas alternan algún bazar japonés, con sus elegantes productos de idéntica fisonomía, pero más artísticos que los chinos, y mercaderes parsis e indostanes con sus cachemires, telas de la India y mantones de capuchas, hechos con retalitos del tamaño de dos reales, cosidos entre sí, y que parecen remiendos, de los que no compré uno porque no me pidieron por él más que mil pesos, y era usado.

Por fin, a la terminación de Queen’s road, en el extremo occidental de la ciudad, empieza el barrio chino.

¡Horror! ¡Abominación! ¿Y para esto he empleado treinta y ocho días y me he expuesto a las contingencias de un viaje de tres mil leguas? Figúrate unas casuchas de ladrillo gris azulado, sin enlucido de yeso, ni por dentro ni por fuera, con una puerta y una ventana embutidas en dos pilares de mampostería, porque es preciso que así sea, a fin de que no entren los espíritus maléficos. Unos gruesos barrotes de palo en sentido vertical hacen de cancela. En cada una de estas viviendas habitan treinta o cuarenta individuos, la mayor parte con el torso desnudo, destilando pringue, viviendo entre estiércol, en compañía del marrano y de las gallinas, ejerciendo su industria en colaboración con otro artesano de índole distinta. Así media tienda pertenece a un sastre y la otra media a un platero o pintor de retratos.

Todo son abacerías, expendedurías de verduras, pescado salado y objetos de culto para las pagodas, tocinerías, zapateros remendones, armeros y artículos de ferretería oxidados por el moho y la incuria. En fin, el rastro de la grasa, de la fetidez y de la basura elevado al infinito. Ya hablaremos de ello al ocuparnos detenidamente de los usos y costumbres locales. Por hoy basta, pues al ver que en vano sería buscar en Hong-Kong la tan deseada tela del abanico, me falta tiempo para abandonar este muladar indígena y hacer rumbo hacia Macao.