i querido amigo: Estamos atravesando el golfo de Suez; parece que, con sólo extender los brazos, vamos a tocar al África por la derecha y al Asia por la izquierda. A un lado llevamos la tierra de los Faraones, el poema de José, el Nilo, cuna del gran legislador del pueblo Israelita; al otro el desierto, cuarenta años de peregrinación, Judea, el Jordán, Jerusalén.
¿Ves por babor aquel pequeño paraíso destacándose en medio del arenal de la Arabia pétrea? Es un grupo de palmeras y plátanos dando sombra a la fuente de Moisés, primer alto de los Israelitas después de pasar a pie enjuto el mar Rojo. Por la noche, el pico del monte Sinaí sale a recordarnos los preceptos del Decálogo. El mar se ensancha, bórranse las costas; pero la imaginación le hace adivinar a uno la proximidad de Medina, tumba del Profeta Mahoma, y los vapores que, hacinados de sectarios del Korán en caravana, se cruzan con el nuestro, nos señalan la situación de la Meca, la ciudad santa del islamismo.
Durante tres días el calor nos sofoca. Por fin, llegamos al estrecho de Bab-el-Mandeb, o puerta de los Suspiros, perfumada con el aroma de los cafetales de Moka. Destacado de la costa africana se ve un peñón; es Perrin, la primera portería del estrecho; aquel guardián habla inglés, y a guisa de llavero ostenta un variado y surtido manojo de cañones. Unas horas más tarde, al amanecer el día 24, otro inglés, con más cañones que el primero, nos abre, por decirlo así, la otra hoja de la puerta, y fondeamos en Aden, pequeño rincón de la Arabia feliz.
Los hijos de Albión han impuesto al mundo conocido la sacramental frase de las casas de Madrid: Nadie pase sin hablar con el portero. Inglaterra es el conserje universal. Desde su casa puede pasar revista a todo el que se proponga dirigirse por el mar del Norte a las regiones árticas. El estrecho de Gibraltar le permite husmear cuanto ocurre en el Océano y el Mediterráneo. Queda un boquete abierto entre la Sicilia y Túnez; lo tapa con Malta; y Constantinopla, sobre la que de hecho ejerce el protectorado, cierra la marcha de esta serie de mamelones, que forman la gran muralla marítima de la Europa. En el triángulo del África es dueña de los ángulos: Sierra Leona, el canal de Suez, en la forma de la mitad de sus acciones, y el Cabo. La América se halla prensada entre la Nueva-Bretaña, o Canadá, la Jamaica y las posesiones antárticas y las de la Oceanía; y por lo que al Asia respecta, empezando en Chipre, siguiendo por Aden (donde se convierte en oro el café de Moka y desde el que se escudriña todo el movimiento de la costa S. E. del África, del cabo Guardafui al de Buena Esperanza) y terminando en el estrecho de Bering, todo habla inglés y nada escapa a la vigilancia de la Gran-Bretaña. El Indostán, enclavado entre dos golfos, está defendido en el de Omán por Aden y la isla de Ceylán, y por ésta y Singapore en el de Bengala; amén del refuerzo de la Australia para tener en jaque a toda la Malesia y la Micronesia en el Océano equinoccial; la Cochinchina no puede moverse entre la Península de Malaca y Hong-Kong; y por último, las concesiones otorgadas en Shang-Hai, Tien-tsing y la costa de la China, llevan la influencia del Reino Unido hasta las regiones árticas en el estrecho de Da vis, y puede decirse que la Inglaterra tiene al mundo metido en el bolsillo.
Pero hablemos de Aden. Allí dejamos a los viajeros que se dirigen a Zanzíbar, Mozambique, Madagascar, Mauricio y Borbón. Una serie de rocas peladas, sin más vegetación que una lujuriante de artillería de grueso calibre, sirve de asiento a la ciudad. Esta es una de las primeras fortificaciones del mundo; luego la visitaremos; antes fijémonos en lo que rodea al Tigris. Ya han trepado por la borda multitud de mercaderes y se han cerrado las portillas de los camarotes para evitar el hurto y la rapiña. Aquello es una invasión de hordas salvajes de aspecto aterrador, color de ébano, ojos inyectados en sangre, pelo crespo, sonrisa infernal, alaridos de fiera, desnudos la mayor parte, y ofreciéndote sus mercancías, consistentes en pieles de tigre, de leopardo o de mono, maderas toscamente labradas, flechas, crises, armas, dientes de animales; la especulación, en fin, en su forma más rudimentaria.
Nuestro vapor se ve rodeado por infinidad de barcazas, tripuladas por seres que parecen monstruos salidos del Averno, y que en un inglés sui generis, te brindan con llevarte a tierra. Los niños, que de cinco o seis años ya manejan sus embarcaciones, tienen el aspecto de monos; como el simio, rechinan los dientes, y como él tienen los pies y las manos aplastadas, y muy largas las falanges. Han nacido para vivir en el agua, y es de ver como, por una pequeña retribución, se precipitan desde la borda del Tigris, atraviesan su quilla de babor a estribor, luchan entre sí y pescan la moneda, que muchas veces el remolino ha conducido al fondo. Otras, como en el viaje anterior al del Tigris, acontece que un tiburón se encarga de dirimir la contienda, devorando a alguna de aquellas pobres criaturas.
Lo que llama poderosamente la atención, es que la mayor parte de aquellos negros ostenta una cabellera rubia como un hijo de las orillas del Támesis. Confieso que mi primera intención fue creer que la influencia del dominio inglés entraba por algo en aquel mesticismo de la raza; pero luego supe que sólo se debe a la moda, que allí; como en todas partes, hace sentir su presión. Parece, en efecto, que este es un signo de distinción entre los habitantes del golfo de Aden, y que para obtener el resultado que se proponen, se untan la cabeza, después de raspada, con una mezcla de cal y no sé qué otra sustancia; y lo prueba el que muchos de ellos llevaban su hedionda plasta sobre el occipucio, pareciendo como atacados de alguna asquerosa enfermedad cutánea. Después dejan crecer el pelo, que, crespo y de colores distintos, les abulta la cabeza en tres o cuatro veces el tamaño natural, y excuso decirte si, al ver correr hacia ti a un fenómeno semejante, no echas mano al revólver, como medida de precaución.
Lo primero que, después de los cañones, se ve al tocar tierra, es el barrio comercial, con sus agencias,
fondas, factorías y la residencia del gobernador. Unos sucios e incómodos coches de cuatro asientos le llevan a uno por la ciudad indígena, formada de chozas y zaquizamíes; y después de cruzar el verdadero Aden, con sus cuarteles, sus casuchas jalbegadas y sus estrechas calles, sigues subiendo, con el mar siempre a la izquierda y algunos arrabales hediondos a la derecha, hasta llegar a las cisternas, obra titánica donde apaga su sed aquel pueblo, asfixiado por los rayos de un sol tropical.
En todo el trayecto de dos horas no se encuentra ni el vestigio de una planta; sólo al pie de las cisternas han conseguido, llevando tierra vegetal de Europa, plantar una docena de árboles, pero una docena literalmente hablando, que han alcanzado el desarrollo de una mata de laurel. En los puestos de la policía, que se suceden de trecho en trecho, se ve por vez primera el gong o campana china, disco de metal que da un sonido como el del címbalo, y con el cual se comunican los agentes. Estos dominan a la turba a palos, y te libertan por ese medio de los innumerables chiquillos que te siguen y asedian pidiéndote una limosna, lo que no quita para que, después de despejado el terreno, el policeman tienda también la mano en demanda de retribución.
Asombra la diversidad de razas que allí pululan. El árabe, de correctas facciones; el abisinio, desafiando al sol con su cabeza siempre descubierta, y tapando sus piernas con una sábana llamada sarrong, que, liada a la cintura, pende hasta los tobillos, mientras que embozado en otra, echada sobre los hombros, encuadra con elegantes pliegues su bronceada fisonomía, de puras aunque acentuadas líneas, y juguetea con el inseparable junco en forma de cayado, indispensable atributo de su elegante condición; el somaulís, con su gracioso turbante; el afeitado y desnudo habitante de Nubia, cabalgando sobre el paciente asno; el parsi, descendiente de los antiguos persas, sectario de Zoroastro y adorador del fuego, cubierto con un jaique sobre calzones a la europea, y calzada la cabeza con una como mitra en forma idéntica a la boquilla de un clarinete; el indostánico o malabar, con la chaquetilla de vivísimos colores y el abultado turbante escarlata, fumando sus ekibuc, incrustado en las jorobas de su camello; hasta el hombre, en fin, que sin otro traje que un pañuelo pendiente de la cintura, ignora su patria, su religión y su lengua; todo se encuentra allí en mezcla confusa, como si la especie humana se hubiera dado cita para asombro del viajero, que sólo conoce el mundo por las cartas geográficas.
Amanece el día 25, y zarpamos con rumbo a Ceylán. A las dos de la tarde doblamos el cabo Guardafui, y dejamos el estrecho de Bab-el-Mandeb para cruzar el golfo de Omán por el mar de las Indias, y aquí empieza a danzar el buque impelido por un violento S. O., que no es otra cosa que los últimos, pero respetables, aletazos del monzón.
Son los monzones unos vientos que en dirección distinta reinan periódicamente en estas latitudes. De Octubre a Marzo soplan de NE., y de Mayo a Agosto del SO.; pero hasta entablarse o fijarse, hay en los meses intermedios una lucha entre ambos, que produce en el mar de la China los horrorosos huracanes conocidos con el nombre de tifones que, aunque de menor importancia que los ciclones del Atlántico, ocasionan catástrofes espantosas.
Pasemos lo mejor que podamos estos ocho días que nos esperan sin ver tierra, y colocándonos por entre las Maldivias y las Lakedivias, recalemos sobre el cabo Comoriq, crucemos el golfo de Manaar y fondeemos al terminar el 2 de Setiembre en la parte meridional de la isla de Ceylán, en aquel paraíso, portugués primero, luego holandés y británico últimamente, que lleva el nombre de Punta de Gales.
Busco, pero en vano, la manera de describirte esta maravilla; no se me ocurre más que compararla a una decoración de ópera de gran espectáculo. Voy a ver si puedo dar de ello alguna idea. Estando en rada, miras de frente a la ciudad, y por tu derecha se extiende la costa. ¿Te has detenido a observar alguna vez el innumerable tejido de troncos y ramas de que se componen los zarzales y las malezas? Pues figúrate que toda aquella inextricable red de palitos se convierten en elevados y airosos cocoteros, que se cimbrean al soplo de una benéfica brisa, y tendrás la base de esta inconcebible vegetación. Imagínate que del centro de la ciudad, surgen cúpulas de templos católicos, pingorotes de capillas ojivales o góticas, promontorios de pagodas búdhicas, pirámides de monumentos bramines, minaretes de mezquitas árabes, terrazas de opulentas moradas; y todo esto entre bosques de jardinería. Yo no sé si me explico; pero a ver si me entiendes: recuerdo que en todas partes por donde la vegetación es rica, se ve una masa hermosa, imponente; pero masa en fin, cosa maciza. En Gales no; los troncos están tan compactos que se tocan; pero las ramas son tan variadas, tan elegantes, tienen una languidez tan poética, que parece como que el artífice de aquella naturaleza ha estudiado la combinación de la luz sobre los colores de las plantas, y se ha complacido en recortar aquellas hojas festoneadas, para que un cielo siempre azul caiga a pabellones por las ondulaciones de los árboles, y un sol tropical se infiltre por entre los hilos de aquel encaje de verdura. Junto al cocotero de cubierto tronco y arqueado penacho, surgen el bananero, de ancha y deshilachada hoja, y la palma del viajero, abanico abierto de colosales ramas, que lanza al aire sus varillas, adornadas de plumas de esmeralda, con la regularidad de los radios de una circunferencia; y si de los prismas pasamos a los olores, dime el maridaje que resultará de la mezcla de aquellas gomas, con los efluvios de unos frutos que, empezando en la odorante piña, espiran y se ahogan en los bosques de caneleros. ¡Aquello es un caos de colores y perfumes!
Saltemos pronto a tierra; hay que entrar allí. ¿Pero qué es esto? En Gales todo es sorprendente. Las lanchas tampoco son como en los demás países; los botes, las canoas, las falúas, todo aquello concluyó. Aquí nos sale al encuentro la piragua, embarcación típica y original, que merece describirse.
Figúrate un cajón de madera, de la longitud y de la altura de una canoa ordinaria, con dos proas como ésta, pero sin tripa, toda vez que sus costados lo forman sencillamente dos planchas, unidas entre sí por unos travesaños en la parte superior, y una especie de peana o contrapeso por abajo. Su anchura no llega a media vara, de tal modo que los tripulantes, al sentarse en ellas, llevan las piernas encajadas, y las caderas fuera de la embarcación. Como supones, seria imposible que este aparato flotase, a no ser por el balancín que le agregan por un costado, y que consiste en dos largos remos armados y sujetos a la borda en posición de bogar, a cuyos extremos se ata transversalmente, o sea paralelo a la piragua, un cilindro de madera que, descansando sobre el agua, establece el equilibrio, presentando un extenso polígono de resistencia que le impide zozobrar.
Ya asaltan el Tigris los buhoneros del país. La raza humana, que en Nápoles era morena, tostada en África y negra en Aden, empieza a perder color en la India; el cingalés es un moreno con fondo amarillo y pelo de azabache. Hombres y mujeres se peinan echándose las melenas hacia atrás, y retorciéndolas para sujetarlas, hechas un bodrio, sobre la nuca; un peine de goma como el que en Europa usan las niñas, completa su tocado. El cuerpo le ciñen con un sarrong de colores, como la sábana de los abisinios, y una chaquetilla europea en ellos y un gabancito o caracó en ellas, que tiene poco de airoso. El sexo feo suele usar patillas, lo que acaba de asimilarlos a los gitanos.
La venta a bordo ha cambiado también de fase. A los productos artísticos de Italia y a los zoológicos de la Arabia, han sucedido los finísimos encajes de Lahor, los bordados y telas primorosas de Cachemira, los productos persas, que las caravanas indostánicas transportan de Ispahán y dé Tehrán, y por último, las piedras preciosas con que en calidad y cantidad compite la India con el mundo entero.
Debo advertirte que se venden muy caras y que te piden por ellas el cuádruplo de su valor; así como que hay que ser muy experto para no tomar gato por liebre, pues son más las piedras falsas que las verdaderas que se ponen en circulación. Sólo de ese modo se explica que yo adquiriese ocho grandes rubíes, tres enormes zafiros y un topacio en cambio de tres levitas, dos pantalones y cuatro chalecos fuera de uso. Fue un cambalache de cristal por paño, muy admitido entre los joyeros falsos cingaleses.
Desembarquemos; pero no me preguntes lo que es Punta de Gales; no lo sé. Allí no hay calles; son bosques inmensos en los que, diseminados, encuentras templos, casas, chozas, hoteles, agencias, joyerías; coches que se cruzan con carretas tiradas por bueyes pequeños, que trotan como caballos, bayaderas que bailan, magnetizadores de serpientes que las electrizan al son de la flauta, juglares que te asombran, titiriteros que te horripilan. Ya sabes que los indios del Malabar son los más hábiles gimnastas que se conocen; estoy persuadido, sin embargo, de que van a maravillarte estos dos ejemplos de acrobacia y prestidigitación de que he sido testigo en uno de aquellos jardines que llaman plazas.
Un hombre coloca tres venablos o chuzos atados en forma de trípode y con los hierros hacia abajo, sobre el puño de un sable; apoya la punta de éste sobre una lanza, y acostándose en el suelo, tiene todo aquel armatoste en equilibrio sobre su frente, hasta que dándole una sacudida, despide la lanza por un lado, el sable por otro y los venablos vienen a clavarse en el suelo entre las rodillas y los sobacos del titiritero.
Otro individuo puso sobre una mesa, sin tapete, una canasta de mimbre, en la que, encogiéndose mucho, se arrebuñó un muchachuelo; cubrió el cesto con su tapa, y blandiendo un enorme cris, se entretuvo en dar de puñaladas al continente y al contenido. Oyéronse los ayes más desgarradores, la sangre corría por la mesa…
—¡Basta! ¡Basta! —gritamos todos, no dando crédito a nuestros ojos.
El juglar destapó entonces el canasto; el canasto estaba vacío y el rapazuelo entraba en el corro pidiendo con su platillo unas monedas de cobre por aquel inconcebible espectáculo al aire libre.
Una de las imprescindibles excursiones que hay que hacer en Punta de Gales es a Wackwella (pronuncia Guacuela). Un cómodo y bien acondicionado coche te lleva, mediante tres rupias (treinta reales), y durante cuatro horas, a visitar el bosque de los caneleros; y por un camino imposible de describir, en el que abundan los árboles más raros, las aves más trinadoras y pintadas que puede soñar la fantasía, y por el que constantemente te sigue una turba de rapaces ofreciéndote, ya un mangustán rojo como la grana y blanco como la nieve, ya un coco con que aplacar la sed, ya una rama de canela con que perfumarte, llegas a la plataforma en cuestión, desde la que, saboreando un refresco del país, divisas un extenso horizonte, cuajado de islas de cocoteros y de colinas de cafetales, por las que serpentea lo que al pronto parece un ancho y caudaloso río de muchas leguas, y que resulta ser una interminable y consecutiva serie de plantaciones de arroz. En el fondo se destaca el pico de Adán, monte situado al N. de la isla, detrás del que existe el puente de Eva, que une la isla de Ceylán al continente índico, separados por el estrecho de Palk. Porque, debo advertirte, que los Cingaleses pretenden, y creo que con razón, que el Paraíso terrenal estaba en su casa; así es que se encuentran allí todos los nombres de nuestras Sagradas Escrituras, y hasta se rinde culto a la Virgen María.
Oye cómo la teogonía de los bramines cierra el capitulo de su Génesis:
«Atani entristecía en el Paraíso; Dios le dio a Iva por compañera (aquí sigue una bellísima descripción imposible de traducir, pero tan admirable como el cántico de los cánticos). Y al contemplar Dios tanta ventura, dijo: —Ahora sí que estoy satisfecho de mi obra; ya es perfecta; he producido el amor».
Suenan las once de la mañana del día 4 y no tenemos tiempo que perder. Despidámonos de los pasajeros para Pondichery, Madras, Calcuta y Bengala en el E. de la India, y de los que se dirijan a Bombay por el ferrocarril del continente. Volvamos al Tigris y zarpemos. En cuatro días cruzamos el golfo de Bengala. El 8 se aparece Penang, el portero inglés de los Estrechos, con su artillería correspondiente, formando pendant con la punta de Achem, de la isla de Sumatra, en la Oceanía. Al amanecer del 9 concluimos de pasar el estrecho de Malaca y atracamos junto al muelle de Singapore. Estamos sobre el Ecuador; un grado más y cortamos la línea.
La entrada a esta posesión inglesa es uno de los espectáculos más bonitos que puede soñarse y comparte justamente la admiración del viajero con el Bósforo, el Rhin, el Danubio, la bahía de Río de Janeiro y el golfo de Nápoles. Imagínate que Singapore es un gigante cuyos enormes pies, que son las costas, están bañados por el agua. El vapor se desliza por la punta de sus dedos; pero cada vez que cruza una de sus bifurcaciones, viene a sorprenderte un panorama pintoresco y variado, que te lleva de sorpresa en sorpresa. Entre una vegetación, si no tan exuberante, por lo menos tan coqueta como la de Ceylán, ves aparecer en la cumbre los bungalows, o casas dé campo inglesas, con sus galerías corridas bajo una serie de arcadas, mientras por abajo, en los repliegues de los dedos, pueblos enteros de chozas plantadas sobre estacas, se reflejan en las ondas, de las que brotan árboles copudos y en que se bañan las aves domésticas. Cada una de aquellas ensenadas parece un Nacimiento.
Aquí la raza es ya amarilla, con ese tinte enfermizo que caracteriza al malayo.
Elegantes y ventilados cochecillos llamados palanquines, tirados por caballitos malabares, de la alzada de un borriquillo moruno y guiados por un cochero indio, con quien generalmente se cierra el ajuste a bofetadas, te transportan por un larguísimo camino poblado de tenduchos, en su mayoría chinos, a la city o barrio comercial. Este es sombrío, sucio; pero importante y lleno de animación.
Singapore es el punto de escala de los que van y de los que vienen, y el almacén de depósito de todas las mercancías imaginables. Así es que, relacionado con el resto del mundo, pululan en su seno todas las razas que vimos en Aden, enriquecidas con el concurso de los siameses y anamitas, los chinos del N. y S. del Celeste Imperio, los tagalos del Septentrión, los visayas del Centro y los moros del Mediodía del archipiélago Filipino, los javaneses y los indígenas, en fin, de las Molucas, las Célebes, la Oceanía y Australia. Allí no tienes que preguntar al europeo el derrotero que sigue; su rostro te lo indica; el que llega tiene color, está rozagante, ríe, charla, nace. El que regresa se lleva el sello del país, amarillea, calla, se queja, muere. En Singapore el traje se simplifica; el sarrong se reduce a un taparrabos, el desnudo impera y empiezan a verse los shalakós, enormes discos de junco de infinitas formas, para cubrirse aquellas cabezas afeitadas o aderezadas con tufos de pelo, que ya brotan en el principio del occipucio, ya se corren hacia la nuca o se inclinan caprichosamente sobre una de ambas orejas.
En la City vi el tipo que más ha expitado mi hilaridad. Era a la puerta de una tonelería; y sobre una pipa un hombre totalmente desnudo, con la cabeza afeitada, ostentando sobre sus narices unos anteojos chinos, cada uno de cuyos cristales tienen, sin exageración, el diámetro de una copa para agua, y su montura en concha medio dedo de ancho, leía puesto en cuclillas, a la usanza asiática, el Times de Londres.
Por un magnífico puente colgante, se atraviesa el río y se penetra en la ciudad propiamente dicha. Allí están las casas habitables, el palacio del gobierno, el City hall o casa municipal, las iglesias, colegios, congregaciones, paseos, espectáculos; todo en medio de árboles y de flores; pero con carácter europeo adaptado a las condiciones locales. Poca sociabilidad, trato inglés, formalidad, mucho comfort; pero expansión, cero.
El 10 salimos de Singapore y empezamos a subir hacia el N. el mar de la China, cruzando el golfo de Siam. El 12 recalamos en el cabo de San Jaime, mole imponente erizada de bosque virgen, en cuya cumbre se levanta el semáforo, visitado constantemente por fieras, contra las que tienen que vivir apercibidos los vigías condenados a aquel peligroso servicio. Siguiendo la costa, aparece de repente, bajo la pesadumbre de aquella montaña, un fondeadero llamado la Bahía de los cocoteros; pintoresco y ameno lugar donde se halla establecida la estación telegráfica del cable submarino, por la que, pocos días después, recibía mi familia la noticia de mi feliz llegada, a las siete horas de mi desembarco en Hong-Kong, mediante la módica suma de once pesetas por palabra.
Remontamos con la luna el Donaí, ancho y profundo río, lleno de zig-zag con monótonos, pero verdes ribazos, en los que duermen algunos cocodrilos; y antes de que alborease el día 13, atracábamos delante de la Agencia de las Mensajerías en Saigón, capital de la Cochinchina francesa.
Situado al lado opuesto del río, hay que atravesar éste en una lancha para llegar a la ciudad. Sin querer exclama uno: «Esto es Francia». En efecto, los hijos de San Luis tienen tres necesidades, que no pueden dejar de satisfacer, y que imprimen el sello hasta a sus colonias menos importantes: Cafés, restaurants y demi-monde. Saigón está alumbrada por gas, como todas las posesiones inglesas del Asia; pero como en estas los establecimientos de diversión pública no existen, resultan oscuros, mientras que en la metrópoli de la Cochinchina la luz incita al paseante a recorrer su muelle, y la gente vive de noche, sin cuidarse de la hora del apagafuegos.
Otro distintivo peculiar de la buena administración francesa es que el barquero o el cochero no te exigen nunca más dinero del que tú les das por su trabajo.
Las calles, nacientes aún, están edificadas sobre bosques y jardines; pero estos, ni tienen el aspecto virgen de Ceylán, ni el ondulante y caprichoso de Singapore. El rectángulo impera; han obligado a los árboles a aprender táctica, y todos se han tenido que alinear, para producir anchos boulevares sujetos a escuadra. El palacio del gobernador es un magnífico y suntuoso monumento, los jardines recuerdan el parque Monceau de París. Dentro de algunos años aquello no se diferenciará en nada de una capital de provincia francesa, aparte de las chozas de los naturales.
La arteria principal de Saigón se llama calle de España. Es el único testimonio y el solo provecho que hemos sacado de la campaña de Cochinchina, en la que las armas españolas han regalado a sus vecinos de allende el Pirineo la hegemonía sobre el imperio de Annam, la costa del golfo de Tonkín y el reino de Cambodge. Sólo falta Siam para tener el protectorado sobre toda la India Transgangética.
A rumbosos no nos gana nadie.
Amanece el día 14, levamos ancla, y Norte arriba del mar de la China, bordeamos la isla de Hai Nam, enfilada al canal de Formosa, y fondeamos el 17 a las nueve de la noche, en la rada de Hong-Kong, colonia inglesa del Celeste Imperio.
Y terminados aquí los treinta y ocho días de navegación, en que a escape hemos visitado lo que nos salía al encuentro, hagamos alto y empecemos a tratar detenidamente de los usos, costumbres, ceremonias y fisonomía del pueblo chino, así como del aspecto de las principales poblaciones del país de Confucio.