uerido amigo: No me exijas que entre en un análisis profundo de las cosas que vamos a ver. Recuerdo aún la sorpresa que me produjo siendo niño, y ya empieza a ser larga la fecha, el primer prestidigitador que admiré en un teatro, y el desengaño que experimenté cuando, ya mozo, supe que tenían doble fondo las cajas; y desde entonces, siempre que puedo, me limito a la superficie, sin meterme en honduras, convencido de que la ilusión es más bella que la realidad.
Te convido, pues, a una función de fantasmagoría sin alardes de erudición, en la que, si errores cometo, no serán de trascendencia, puesto que no trato de producir enseñanza.
Pasemos el estrecho de Bonifacio, con la Córcega a un lado y la Cerdeña al otro. ¿Ves a la derecha una casita blanca con un toldo de pámpanos? Es la residencia de Garibaldi en Caprera. El brazo de la unidad italiana está allí para señalar enfrente al viajero la cuna de los Bonapartes.
Alborea el día 13 y fondeamos en Nápoles. Su extensa y hermosa bahía se baña de luz; los vendedores de objetos de coral y de lava invaden el Tigris, mientras los músicos ambulantes, metidos en lanchas, te saludan con sus cantos populares, llenos de poesía y ejecutados con una admirable precisión por jovencillas vivarachas de ojos de fuego, para quienes la música es como la palabra: no saben cuándo la aprendieron.
El vapor debe zarpar a las nueve, y no hay tiempo para visitar todo lo notable que encierra este primer punto de escala. Afortunadamente, yo la conozco desde mi regreso de Atenas y voy, aunque muy de prisa, a señalarte lo que más impresión ha de producirte.
Figúrate que desembarcamos a las seis de la tarde.
En primer lugar, tomemos un sorbete en casa de Benvenuto; es un tributo que hay que pagar al gran confeccionador de helados que tiene Europa. Por media lira, o sean dos reales, te sirven una como rodaja de queso de bola, de dos dedos de gruesa y en forma de media luna, que te deja recuerdo indeleble del nombre de pezzi con que lo bautizan. De allí nos vamos al teatro de San Carlos, suntuoso edificio dirigido por un arquitecto español y academia en que se sanciona, como en la Scala de Milán, la fama de los artistas líricos.
Ya es media noche y el estómago pide que nos ocupemos de él; por consiguiente, en lugar de meternos entre las ahogadas paredes de un restaurant, nos vamos a Santa Lucia. Allí, a la orilla del mar, al aire libre, sobre magnificas mesas de mármol, alumbradas por globos de gas, unos criados vestidos de rigurosa etiqueta nos sirven pescado frito, langostines y ostras frescas, que unas vendedoras muy jóvenes y bien ataviadas abren y preparan en elegantes casilicios alineados al borde del parapeto del muelle; y todo esto rociado con Salerno y Siracusa, y amenizado con las picarescas canciones de tanta Malibrán en flor y tanto Paganini degenerado como fecunda en aquella tierra privilegiada la lava del Vesubio.
Una carretela nos aguarda. Subamos a ella y sigamos la herradura de la bahía. Al cabo de dos horas de marcha, me preguntas admirado si aquella calle de Nápoles no acaba nunca; y tu asombro crece de punto al saber que hace más de una y media que hemos dejado la ciudad, y que aquella serie interminable de quintas, caseríos, villas y hasta palacios, no son otra cosa que pueblecillos, jardines y granjas qué se suceden sin interrupción ni intervalo desde Nápoles hasta Reggio, extremo occidental de la Italia en el estrecho de Mesina. Nosotros nos paramos en Portici, donde, a defecto de la Muda del maestro Auber, encontramos a un locuaz arriero, que nos prepara las caballerías para la ascensión al Vesubio.
Larga y penosa ésta, fuera del interés científico que puede despertar en un geólogo, no tiene otro encanto que la satisfacción de haber marchado sobre cenizas, la vanidad de haber tocado los bordes de su inmenso cráter y oído la bronca respiración de sus pulmones; y para el que, como yo, madruga poco, haber asistido a la iluminación del golfo por los primeros rayos del sol naciente. Plata en el mar, verde en la montaña, rojo en el horizonte, azul en el cielo, tornasoles en la ciudad, perfume en el ambiente, música en el espacio, luz en el aire. Tú, poeta, dispón en tu fantasía y como te dicte el sentimiento, los colores y los ruidos que te libro a granel; pero que son los verdaderos componentes de una alborada en Nápoles.
Desde allí, y por otra vertiente, las acémilas nos bajan a Pompeya, sepultada en el primer siglo de la era cristiana y descubierta en tiempo de Carlos III, de la que hoy se conoce ya todo el perímetro y más de tres cuartas partes de la ciudad están desenterradas. ¿Qué podré decirte de ella? Su orden arquitectónico te es bien conocido. Pues bien; imagínatela toda cortada a la altura del primer piso de sus casas y sin más que la planta baja en pié. Pórticos, vestíbulos, patios con fuentes microscópicas y detalles liliputienses, y detrás el gyneceo o habitaciones para las mujeres: columnas estriadas como base de apoyo, mosaicos por adorno y el cave canem inscrito en el suelo cerca de la perrera, como aviso prudente para las pantorrillas del visitante. Parece una ciudad cuyos moradores han salido para asistir a alguna fiesta cercana, y a cada momento crees que van a hacer irrupción en sus dominios. En su museo se admiran cosas sorprendentes: trigo y legumbres carbonizadas, pan cocido el día de la erupción, aceite metido en tinajas, joyas pertenecientes a los cadáveres, que se han encontrado envueltos en una capa petrificada de lava y azufre, y de los que han sacado vaciados en yeso, conservando la posición en que los sorprendió la muerte; papiros a los que se da cierta consistencia con una substancia química, y que colocados bajo una campana de cristal, se los sujeta a un aparato que desenvuelve dos milímetros por día, hasta que toda la hoja desarrollada, se la fotografía, y pegada a un cartón, pasa a enriquecer la biblioteca de manuscritos, más notable bajo el punto de vista de la curiosidad que de la historia. ¡Qué impresión al visitar aquel teatro donde resonó la musa de Plauto y de Terencio! ¡Qué movimiento de horror ante aquel circo, donde tantos gladiadores han apagado con su sangre la sed de espectáculos cruentos del pueblo latino! ¡Qué sobrecogimiento ante aquel foro, que Cicerón ha sabido llenar con su presencia cuando para reposar de las tareas de Roma, iba a solazarse durante el estío en la patricia residencia pompeyana! ¡Qué asombro al visitar aquellas termas, germen en un principio de salubridad y de higiene en una raza guerrera; fomentador más tarde de la corrupción y la molicie en aquellos imitadores de Capua! ¡Qué vergüenza en aquellos templos del amor, con sus lechos de mármol, sus estimulantes del deseo artísticamente pintados en las paredes, y su padrón de ignominia esculpido en la puerta como testimonio de la divinidad a que se rendía culto!
Las ruinas de Herculano son más importantes en el concepto del arte; pero lo difícil del descenso y la premura de nuestro viaje nos impiden ir a verlas.
Tomemos el tren, y atravesando vergeles llenos de quintas, con sus colgantes de macarrones puestos a secar en todas las ventanas (y de que el pueblo napolitano hace un inconcebible consumo, comiéndolos la gente baja con las manos y por madejas), volvamos a Nápoles, y a uña de caballo, echemos una ojeada al museo de Borbón. Vasto y suntuoso edificio; posee numerosos y notables cuadros; y en escultura se honra con el grupo de Farnesio; pero como no podemos apreciar una por una las bellezas que atesora, vamos a ceñirnos a una sola, aunque típica especialidad. Me refiero a la venta de copias de aquellos lienzos maestros, ejecutadas, no diré por artistas, mas sí por obreros del arte de Apeles que, a centenares, invaden las espaciosas crujías del palacio y asaltan al curioso con ofertas tentadoras y en competencia sin igual. Allá va un ejemplo para muestra: una copia de una Santa Familia del Sarto, midiendo media vara, tendida en un bastidor con cuñas, y aunque ligeramente tratada, representando un trabajo de tres sesiones por lo menos, me ha sido adjudicado en la suma de… una peseta.
Y basta, que nos esperan a bordo. Atravesemos a escape la Chioja y Toledo, las dos grandes arterias de la populosa Nápoles, el palacio real y la multitud de teatrillos que, como hongos, salen por todos lados; y mientras el Tigris larga sus amarras, echemos unas monedas de cobre a esos buzos, que desde su lancha nos desean buen viaje. Míralos cómo se zambullen, cómo luchan en el agua, y cómo, por fin, el más hábil se presenta en la superficie, llevando en la boca los dos cuartos de la presea. Por fin, zarpamos; los músicos ambulantes entonan desde sus canoas una marcha, cuyos ecos se van debilitando poco a poco; la bahía parece como que se contrae, y la ciudad como que se repliega; ya un solo punto luminoso se ve en el horizonte: el Vesubio; después su aliento… después nada; el mar, tan imponente cuando aleja al viajero; tan juguetón y bullicioso cuando le vuelve a los suyos.
A las nueve de la noche, el Stromboli, como faro de las islas Líparis, se presenta por estribor, arrojando fuego de su cráter. A media noche, el vapor corre entre dos cordones de luces; son Mesina y Reggio; Scila y Caribdis. La Sicilia se borra por fin con la vaga silueta del Etna, y al otro lado la Calabria ulterior se pierde en las olas y se confunde en la bruma. Dos días después llegan hasta nosotros las brisas del archipiélago griego que, envidiosas de la isla de Candía, que nos sale al paso, trepan por sus ásperas montañas, y nos saludan con la más cariñosa de las sonrisas; y el 17, a las dos de la tarde, el vigía de Daimieta anuncia nuestra llegada a Puerto-Said. Estamos en África.
Instintivamente la mirada se vuelve hacia atrás como buscando algo que se lleva el agua al borrar la estela de nuestro barco. Es que acabamos de dejar una parte del mundo; la nuestra. ¡Adiós, Europa!
Hay dos itinerarios para llegar hasta el mar Rojo; el que seguimos nosotros y el que se hace desembarcando en Alejandría y tomando el ferro carril que pasa por el Cairo y va a Suez. Este último es más largo, no por la duración del viaje, sino porque una vez en la capital del Egipto, ¿quién se vuelve sin visitar la Esfinge, la pirámide de Gizeh, las demás tumbas de los Faraones y lavarse en la corriente del Nilo?
He dicho que el viaje es más largo, no por su duración, y debo rectificar este aserto, pues según me han referido, parece ser que la locomoción ferrocativa de los jellah, hace de la lentísima española algo vertiginoso, como los convoyes de San Francisco de California a Nueva-York, pues entre otras causas hay la muy poderosa de que cuando al maquinista se le cae la petaca, o encuentra a un amigo que sigue a pie la ruta, para el tren, y recoge a una o a otro, sin que nadie le dirija cargos por ello.
Nosotros, ya puestos en la boca del canal, seguiremos la recta trazada por el inmortal Lesseps.
En Puerto-Said desembarcan los pasajeros para Beirut, Damasco, Smirna, y toda la costa de Siria y Palestina, y en los que seguimos al extremo Oriente, empieza a verificarse la metamorfosis reglamentaria de trajes, usos y costumbres.
Lo primero es despojarnos de todo sombrero a la europea, y calzarnos el hélmed (con h aspirada); casco para el uso de los ingleses en la India, que le da a uno el aspecto de un cocinero de bomberos, en razón de la forma del utensilio y de la blanca funda que lo reviste. A este preservativo de la insolación sigue el aligeramiento de traje, como recurso contra los calores sofocantes que nos aguardan, y que consiste en la sustitución de la lanilla por el lino y el empleo de la morisca por la noche. La morisca es un traje de algodón, compuesto de calzones anchos y blusa de manga perdida, que se viste con exclusión de camisa e interioridades equivalentes. A bordo da comienzo el consumo de arroz hervido, rociado con una salsa muy picante, de la que toma el nombre de Kury para los ingleses, Cary para los franceses, y que todos, indistintamente, llamábamos Karrik en tono de broma, porque, como dicha prenda de vestir, servia de abrigo al estomagó contra el desnivel de calórico producido por la transpiración. Las parteas, que son como unas bambalinas de lona pendientes del techo, forradas de algo que sin hacerlas pesadas las vuelva consistentes, y que se adornan con un volante al canto, son puestas en movimiento de vaivén por un chino que, desde el extremo del comedor tira de la cuerda que las une todas, y que es como la mano de aquellos abanicos, encargados de refrescar el aire a las horas de comer; o lo que es lo mismo, constantemente. Por último, se nos da la orden de dormir sobre cubierta, pues ha habido casos, como el de unas religiosas que por pudor se quedaron en el camarote, y amanecieron asfixiadas por la atmósfera de fuego que reina por las noches, principalmente en el mar Rojo.
Puerto-Said no tiene nada de notable, aunque su porvenir es inmenso; ciudad brotada de la apertura del istmo, no hay nada en ella, fuera del sol, que acuse el carácter oriental; todo está construido a la europea, si bien con arreglo a las exigencias locales; su faro recuerda los de los puertos franceses; su plaza de Lesseps es un pequeño square a la inglesa; las casas, aun las más fastuosas, como la agencia de las mensajerías y las oficinas del canal, podrían pasar por quintas de recreo en los alrededores de Roma, o en la campiña de Pau; las tiendas, pobres en general, se parecen a las de una provincia de segundo orden de España.
Las calles, tiradas a cordel y a medio construir, son un remedo, en fin, de las modernas poblaciones. En ellas abundan los cafés cantantes con orquestas alemanas, biliares, ruletas y demás entretenimientos. Pero lo que a Puerto-Said le falta como sello urbano, lo suple con creces con la diversidad de razas orientales que lo pueblan. Desde el negro del Sudán que en la barcaza conduce el carbón para El Tigris, hasta el chipriota que vende fotografías en el bazar, todo difiere de lo nuestro. Ya es el indolente mozo de cordel, que sucio y harapiento, acorta su miseria durmiendo en la arista de sombra que proyecta en la calle el alero de un tejado; ya el habitante de la Arabia pétrea, que con su túnica azul y su tabardo gris, ostenta sobre un fondo de luz los viriles y correctos contornos de una fisonomía abierta como el desierto; ya el beduino de la fuente de Moisés, con la bruñida y negra faz, destacándose sobre el blanco y recogido turbante, y acariciando la espingarda, compañera de su soledad. Allí se codean la beduina de las montañas de Altaka, con la cara descubierta y llena de ajorcas y de joyeles, y la mujer fellah, de mirada incitante, que lanza rayos de sus pupilas por encima del velo que le cubre el rostro; el chek de la guardia nocturna, de rugosa frente y acusadas facciones, y el beduino del monte Sinaí, con su turbante en punta y el torso desnudo; la dama turca y la esclava del Sudán; el derwiche y el camellero, el hombre de mar y el de la montaña; el mercader, en fin, de bazar cubierto, y el hijo de los aduares; pero todo con tal perfume de Mahoma, con un sello tan marcado de Corán, que, para que la ilusión sea completa, hasta el cielo parece asociarse a nuestra causa, retrasando el plenilunio, y coronando en una luna creciente el inmenso turbante azul, bajo el que asoma la islamita fisonomía de Puerto-Said.
Volvamos a bordo. Aquí ya nadie canta como en Nápoles; pero todos gritan. El batelero no te transporta al Tigris si antes no pagas al chek el precio del pasaje. El buhonero ya no vende baratijas de su confección, sino artículos de viaje traídos de Europa. El arte se acabó en Italia, para no volver a verlo. En Egipto la fuerza natural impera, pero con un carácter retrógrado a medida que avancemos. Con los primeros albores del día 18, el vapor se pone en marcha para entrar en el canal, admirable corrección hecha por la ciencia sobre el libro de la naturaleza, sublime puerta por la que la civilización va a invadir los dominios de la barbarie. Entremos.
Largamente debatida ha sido la cuestión de si en los tiempos antiguos existió o no un canal que ligaba el mar Mediterráneo al golfo Arábigo. Los que lo afirman, aducen como razón la presencia de los lagos en el istmo; lagos que, hábilmente utilizados por Lesseps, han facilitado notablemente su titánica empresa. Yo dejo al tiempo y a la ciencia que aclaren este punto, y limitándome a mi papel de cronista, relato lo que veo.
Para no andar buscando mapas, vamos a formarnos uno, que nos dé una idea aproximada del istmo de Suez. Apoyemos las dos manos de plano sobre una mesa y unamos los pulgares por sus extremos como para formar la cadena magnética, con la que dicen que se hacen girar los platos y los sombreros. La mano derecha representa el continente africano, la izquierda es el Asia. El vacío que resulta entre los pulgares y el pecho significa el Mediterráneo que, extendiéndose por la muñeca derecha (a la que supondremos cortada, para que nos haga el efecto del Estrecho de Gibraltar), toma, desde el lado opuesto de la misma muñeca hasta el extremo del meñique izquierdo, el nombre de Océano Atlántico.
El hueco desde los pulgares hasta los nudillos de los índices, es el mar Rojo o golfo Arábigo; y desde dichos nudillos hasta la extremidad de los dedos, el mar de las Indias.
Los pulgares, unidos, son la lengua de tierra que une al Asia con el África, y que, impidiendo que el Mediterráneo y el mar Rojo se junten, toma el nombre de istmo de Suez.
Cuando, antiguamente, un buque tenía que transportar mercancías a las Indias o a los puertos chinos colonizados por europeos, abordaba el Océano atlántico, costeaba la punta de la mano derecha, y navegando después de índice a índice, estaba seguro de llegar en unos seis meses a su destino, cuando no tenía que detenerse un par de ellos, esperando viento favorable sobre la extremidad del anular derecho, conocido con el nombre de Cabo de las Tormentas o de Buena Esperanza.
Pero un día el orbe entero se conmovió. Era por los años 1820. Un inglés llamado Mr. Wagorne había imaginado el modo de hacer llegar el correo desde Europa a las Indias, ganando más de una mitad de tiempo. Time is money, gritó la Gran Bretaña; y la Mala inglesa quedó establecida de este modo: un buque de vapor conducía los paquetes desde Gibraltar hasta el nudillo del pulgar derecho, o sea Alejandría; desde allí, atravesando el dedo, o sea el istmo, el correo era llevado por tierra con graves riesgos y exposiciones, hasta el puerto de Suez, en la bifurcación del pulgar y el índice: y una vez en Suez, otro vapor de la compañía Peninsular y Oriental inglesa lo dirigía a su destino por el mar Rojo.
Era este un inmenso adelanto, y bien merecido tiene Mr. Wagorne el busto que la Compañía le ha levantado en el extremo del canal; pero la rapidez de la comunicación postal no hacia sino aguijonear la impaciencia del mercader que, si bien recibía la remesa con mucha antelación, no por eso las mercancías tardaban menos. En esto apareció Mr. de Lesseps, y esgrimiendo unas tijeras de gran temple intelectual y de muchos millones de coste, dio un corte en el istmo, hizo que dos mares, hasta entonces separados por dimes y diretes de una mala lengua de tierra, quedasen amigos hasta el extremo de vivir juntos, y ayudado por el vapor, logró que en la quinta parte del tiempo que un buque invertía antes en costear el África, pueda hoy el viajero trasladarse desde el Campo de Marte hasta Pekín.
El canal no es otra cosa que una inmensa zanja abierta en el istmo y que se ensancha de cuando en cuando por la presencia de los lagos Menzaleh, Ballah, Timsah y los Amargos. A derecha e izquierda el desierto con sus ribazos blancos de sal por la evaporación del agua. De distancia en distancia un chalouf o estación de la empresa, donde un poco de tierra vegetal, llevada exprofeso, ha permitido que broten algunas plantas para solaz y entretenimiento del guarda y remembranza de la vegetación en la mente del viajero. Por rara casualidad, un árabe con la espingarda al hombro atraviesa aquellos arenales, veloz como el pensamiento y como huyendo de la soledad. En las horas en que el sol cae más a plomo, algún camellero, con cinco o seis de sus fíeles rumiantes, busca saludable refugio cerca de la corriente de las aguas, tendido en la vertiente del talud. Constantemente el espejismo, produciendo extraños fenómenos de óptica. Ya son montículos de arena que, reflejados en la atmósfera, semejan islotes saliendo del fondo de un lago: ya es una ciudad con sus cúpulas y minaretes, que la realidad destruye y convierte en la reflexión de una bandada de grullas que dispersa el silbido del vapor. En el medio del canal, un verdadero oasis: Ismailia con el palacio del virrey, rodeado de palmeras, naranjos y bananeros. Un poco más lejos nos sorprende la noche; pero como la navegación está aquí prohibida fuera de las horas de sol, hacemos alto. Se respira plomo; las bujías del piano ostentan una llama fija e inmóvil sobre cubierta; estamos atracados junto al ribazo y nadie se atreve a desembarcar: hay fieras. Amanece el 19 y nos ponemos en marcha.
Tres horas después estamos en Suez. La ciudad, distante como una legua del puerto, se une a éste por una faja de tierra echada sobre el agua, sin una piedra, sin un árbol, sin el menor pretexto de sombra. Pocos minutos después, el vapor sigue su rumbo y penetra en el mar Rojo.
La sacudida del hélice repercute en el corazón del viajero, y de un solo latido de su frente, retrograda miles de años. Va a pasar de Mahoma a Moisés, del Corán al Génesis; de la leyenda árabe al dogma bíblico; del mórbido seno de la desnuda poesía, al severo y majestuoso pliegue de la túnica cristiana.