uerido amigo: A las diez en punto de la mañana del 11 de Agosto, el vapor Tigris, de las Mensajerías Marítimas, largó sus amarras, y como flecha salida del arco, se desprendió de Marsella con rumbo al extremo Oriente.
Todos tus lectores saben sin duda lo que es un barco; pero pocos habrán estado a pupilo en uno correo durante treinta y ocho días, y por si alguno llegara a necesitar ese hospedaje, allá van unos cuantos informes sobre el particular.
Los buques tienen su fisonomía como las personas; pero como en ellas, el cruzamiento de razas influye en la alteración de las facciones. No sé si la estética naval o la conveniencia indujo, no hace mucho, a los ingleses a suprimir el tajamar en sus steamers, y naturalmente, del comercio de sus astilleros con las naciones marítimas, resultó una generación de buques chatos que se pasea por los mares con los quevedos en la frente, puesto que los dos vigías de proa ya no encuentran narices sobre qué cabalgar. El Tigris, harto viejo para someterse a las exigencias de la moda, conserva aún su cartílago nasal, y hace bien, pues tengo para mí que en cuestiones de navegación, tan indispensable es el olfato como la vista.
La patrona de estos pupilajes, que se llama Agencia general, y que tiene sucursales en las cinco partes del mundo, reside en Marsella, y le indica a uno el cuarto que puede ocupar en tal o cual de las nueve casas que desde la Joliette hasta Shang-Hai tiene en aquel momento disponible; y he aquí lo que por 52 francos y 50 céntimos al día puede exigir el huésped.
Una de las dos camas de que se compone cada camarote y los accesorios correspondientes a un cuarto-tocador con ropa; un camarero; baño diario, caliente o frío; un peluquero; el derecho de usar como costureras a las camareras destinadas al servicio de señoras; un médico; un boticario; cuarenta fogonistas, africanos, en su mayor parte salidos del golfo de Aden, encargados de alimentar los hornos; un primer maquinista y cuatro segundos; dos cocineros con sus marmitones correspondientes; un maître d’hôtel y doce criados para las mesas de primera y segunda; cerca de cuarenta chinos para el servicio secundario, entre los cuales algunos boys (voz inglesa que significa muchacho o criado de distinción), consagrados a agitar las pancas de que hablaré a su tiempo; un capitán de armas conservador de las de a bordo, y con el deber de cerrar las escotillas de los camarotes cada vez que al mar se le hinchan las narices y amenaza invadir el buque por la menor abertura; dispenseros; carniceros; un repostero; sobre cincuenta tripulantes para poner y quitar las cortinas de los balcones, según el viento que sopla; un agente de correos; un comisario, a cuyo cargo corre la administración general, pago de haberes, compra de provisiones y que recibe las quejas de los inquilinos si alguna tienen que formular; no sé cuántos timoneros; tres oficiales y un segundo capitán, salidos del cuerpo de pilotos, cada uno de los cuales hace el servicio de puente durante cuatro horas, lo que en lenguaje técnico se llama el cuarto, y por último, un comandante, por lo común teniente de navío de la marina de guerra, jefe nato de todo el personal, y por decirlo así, intendente de la casa.
De paso, y como detalle, te diré que el carbón que se gasta diariamente a bordo se eleva a 50 toneladas, que, a 60 francos una como mínimum, representa una suma de 3,000 por día.
Pasemos a la alimentación.
A las seis y media de la mañana empiezan los desayunos de café solo o con leche, té, chocolate, pan con manteca, una copa de vino generoso u otra bagatela por el estilo. A las nueve y media se sirve el almuerzo, compuesto de cuatro hors d’oeuvres, como sardinas de Nantes, salchichón, agujas u otro pastelillo de carne, huevos, manteca, ostras, langostines, etc., etc., a los que siguen dos platos fuertes de cocina, tan abundantes como variados, y el indispensable karrick (arroz con salsa muy cargada de pimienta), terminándose con un surtido postruario y una taza de café. Las libaciones se hacen con vino tinto francés, Marsala, Jerez seco, cerveza y coñac. También hay agua.
Cuanto sale de este programa se paga a parte.
«Y ya me tiene usted como un reloj», diría el caballero particular, hasta las doce y media, hora en que se sirve el tiffin, palabra con que se designa en Asia el tente en pié, que en Europa llaman los ingleses y sus adeptos lunch, y que consta de caldo, salchichón, pollo o carnes fiambres, queso, sandwiches, vino, cerveza, refrescos de limón y brandy, y otras menudencias. Concluido el tiffin, ya no se yanta nada más… hasta las cinco y media, en que la campana vuelve a congregar a los pasajeros en el refectorio para la comida. Afortunadamente esta es ligera: una sopa, un relevé, cuatro suculentas entradas, dos asados (de ave y de carne), ensalada, karrick, un plato de legumbres, dos entremets o platos dulces, uno de los que muy a menudo es sustituido por un rico helado, queso, frutas frescas y secas, pastas, café, pan, vinos y licores.
Y ya no toma uno otra cosa hasta las ocho y media. Entonces, con el pretexto de la taza de té, se paladea un bombón por aquí, se engulle una galleta por allá, se discute y se prueba experimentalmente que el sandwich es mejor por la noche que por la mañana; y con una limonada ahora, un vaso de cerveza poco después y un grog más tarde, dan las diez de la noche, y las mandíbulas se entregan al reposo, para emprender de nuevo su tarea al romper el alba, ni más ni menos que un peón de albañil, sin domingos ni fiestas de guardar.
A propósito de fiestas, te diré que estas no se solemnizan, por no haber a bordo sacerdotes; y que habiendo preguntado la causa de esta omisión, se me contestó, y me convencieron, que de establecer en los vapores un presbítero católico, habla que dar cabida en ellos, por equidad, a un pastor protestante, a un papa griego, a un dervich musulmán, a un bonzo chino y a tantos otros encargados de los diferentes cultos con que los hombres interpretan la idea de la Divinidad.
Las diversiones y los espectáculos se dividen en naturales y técnicos. Son naturales el whist y el ajedrez; el piano y canto, prodigados generalmente por los que menos aptitudes deben a la madre naturaleza y al arte auxiliar; el mareo desde la palidez, su primer síntoma en ambos sexos, hasta la abstinencia del tabaco en el hombre y la descompostura e impudibundez sin conciencia en las señoras; el rodar sobre cubierta de los pasajeros con sus sillas en días de marejada; los equilibrios y el cojeo de aquellos valientes que se pasean por vanidad, y a quienes al echar el pie les falta el barco; el pajarito que vuela, el pez que salta, el buque que se divisa, el promontorio que sale de las aguas, el panorama del puerto a que se arriba, y el ridículo tocado con que el europeo se disfraza por estas latitudes, y que contrasta con el traje negativo de la mayor parte de los indígenas asiáticos.
Constituyen los técnicos las maniobras de la marinería, que los pasajeros experimentados explican a los novicios con gravedad cómica y en detrimento de la exactitud la mayor parte de las veces; las noticias geográficas, hidrográficas y etnográficas con que el viajero se enriquece, gracias a la amabilidad de los oficiales; el lenguaje de las banderas y de las luces; las de Bengala con que se saludan por la noche al cruzarse dos vapores de la, misma compañía, y que, tomadas por un incendio a bordo, hicieron salir de su camarote a cierta señora tan despavorida, como ligera de ropa, enhebrada en un enorme salvavidas de cerca de dos varas de diámetro; la revista de inspección que el domingo pasa el comandante, seguido de su estado mayor, a todo el personal, vestido de gala y formado en su puesto; el simulacro de fuego a bordo que se hace cada jueves y en el que, al minuto de dar la campana la señal de alarma, todo tripulante debe hallarse en su destino, la bomba funcionando, el doctor en la farmacia y las camareras preparando hilas y vendajes: por último, el zafarrancho de combate que, una vez en el viaje de ida y otro en el de vuelta, se simula para el horrible caso de abandono del buque, y que se practica tomando cada oficial el mando de un bote cuyas amarras hace picar, y saliendo primero el más joven con los niños, después el que le sigue en edad con las mujeres, el tercero con los viejos, y los sucesivos con el resto de la tripulación: todos los oficiales, armados de revólvers, tienen la consigna de levantar la tapa de los sesos al que no se someta a la disciplina del caso.
¡Delisioso!, como diría el capitán de la zarzuela Robinson.
Y enterado ya de lo que es el domicilio flotante y de la vida que en él has de llevar, pasemos a lo que podrás ver, si te da la ocurrencia de venir a hacerme una visita; para lo cual principias por gastarte dos mil francos para meterte como un libro en el estante de una biblioteca; y una vez encasillado, si el mareo no te vuelve tísico, o la diferencia de climas no te mata, ni te asfixia el mar Rojo, ni la nostalgia te impele a suicidarte, ya estás seguro de que a menos de que la máquina estalle, o se declare una manga de agua que sumerja el buque, o que haya un incendio a bordo, o que otro barco aborde el tuyo, o que un error de cálculo en una noche oscura te haga estrellar contra una roca, o que el mistral te quiera guardar en el Mediterráneo antes de que el Monzón pueda engullirte en el Océano índico o devorarte un Tiffón en el mar de la China, ya estás seguro, repito, de llegar sano y salvo a Hong-Kong y poder exclamar al pisar sus playas: «Me separan de mi casa treinta y ocho días de mar y tres de tierra, descompuestos en tres mil leguas de veinte al grado. Aquí son las ocho de la noche y en mi patria apenas si será medio día: me hallo en pleno Celeste Imperio y he hecho la mitad de la vuelta al mundo: escribiré mi llegada a la familia y antes de tres meses tendré la contestación, si la manda a correo seguido».
Créeme, llévate pañuelo, porque sino tendrías que secarte más de una lágrima con el dorso de la mano.
En fin, no pensemos más en ello; el comandante sobre el puente, grita con voz de trueno: «Larguez tout: en avant», y las amarras se divorcian de los bitones.
Partamos.