ESTEABAN tranquilamente los pastores mientras el ganado se esparcía por la falda de la montaña o por las laderas de dos ríos que, al cruzar sus brazos, parecían decirse estrechamente adiós como si presintieran que en su curso iban a separarse para no volver a reunirse nunca.

Los labradores en el valle, congregados en familia, dormitaban bajo sus tiendas, soñando tal vez al resguardarse de los rayos del sol, en el botín que la noche les reservaba en el ataque de la vecina tribu.

La mujer, reducida en aquellos tiempos a la condición de animal el menos mimado del hombre, aderezaba las pieles que habían de servir de envoltura al fornido Triptolemo y al infatigable Nemrod, o disponía el tasajo con cuyos restos, disputados a los canes, se la premiaba el ejercicio de la maternidad.

Dominando el campamento sobre una no muy elevada colina, alzábase la tienda del jefe, donde éste y los ancianos organizaban el pillaje y resolvían las diferencias de la tribu con veredictos que nada tenían de común con la justicia.

El descenso del Anacronópete en aquel risueño valle, produjo en la nómada multitud la extrañeza supersticiosa y cobarde que en la ignorancia infunde siempre lo desconocido. Al despertar sobresaltados por el aviso de los vigías, todos apercibieron sus hondas, empuñaron sus cayados y corrieron adonde el consejo estaba reunido para preguntar tumultuosamente si era al ataque o a la defensa a lo que debían disponerse.

Aunque la caída del vehículo tenía algo de sobrenatural a sus ojos, y los trajes de los expedicionarios aumentaban su confusión, la exigüidad del número con relación a la tribu restableció la confianza y se determinó dejarlos avanzar para despojarlos en sazón oportuna y repartirse las mujeres entre los que más se distinguieran por la noche en el rebato del aduar enemigo.

En aquel momento una negruzca nube, que poco antes empezara a subir por el horizonte, llenó el valle de sombras y descargó en lluvia torrencial.

—¡Ah de la tienda! —gritó Benjamín al llegar con los suyos a la de los ancianos.

—Me parece que también aquí van a recibirnos con tanto gusto como al casero —murmuró Juanita al ver la actitud de la gente.

—¿Por qué venís a turbar el sosiego de nuestro campo?

—Somos viajeros errantes y pedimos hospitalidad.

—Pagadla.

—Ved nuestra extenuación —prosiguió el políglota—. Reconfortad con algún alimento nuestras perdidas fuerzas.

Y la verdad es que, hartos de codornices, los excursionistas deseaban adquirir a cualquier precio una cazuela de modestas sopas de ajo.

—Trocadlo por vuestras vestiduras —repuso el jefe—. Aquí no se da nada sino por algo.

Convenido el trueque, se transmitió la orden de servirles leche, frutas y un par de recentales.

Entretanto la tempestad seguía rugiendo y el eco de las descargas eléctricas repercutía en el valle con imponente fragor.

—Mirad, mirad esa colección de ancianos venerables —repetía Benjamín dominado por su idea y contemplando con éxtasis la ratificación de sus esperanzas en aquellas cabezas cubiertas de nieve—. Decidme si no son ellos los que poseen el secreto de la inmortalidad.

—¿Cuántoz añoz tiene usted, abuelo?

—Quinientos setenta y cinco —repuso el interpelado al enterarse por Benjamín de la pregunta de Pendencia.

—Gemelo de usted —dijo Juanita a don Sindulfo que, absorto y reflexivo, sólo dejaba escapar una sonrisa de satisfacción cada vez que el rayo iluminaba la tienda con su cárdena luz.

—Puez habrá usted conocido a Mahoma.

—Creo prudente, don Benjamín —observó el capitán de húsares— que mientras disponen los alimentos, aclare usted su enigma a fin de emprender el rumbo hacia nuestras tierras.

—Si… voy a realizar mi sueño dorado.

Temblando de emoción y rodeado de sus compañeros que, después de tantos peligros, esperaban saborear las delicias del triunfo, el paleógrafo sacó los cordeles encontrados en Pompeya, y enseñándoselos avaramente al jefe de la tribu:

—A ver —le dijo— si podéis descifrarme esta escritura de que sólo me ha sido dado interpretar los primeros caracteres.

Todos los circunstantes contenían la respiración. El cinco veces centenario patriarca repasó los nudos entre sus dedos y, lanzando una carcajada estrepitosa:

—¡Mirad! —exclamó haciendo circular el documento entre los suyos que con irreverentes signos de desprecio hicieron coro a la hilaridad del anciano.

—¿Pero en suma…? —preguntó Benjamín con desconcierto.

—Esto son tonterías del soñador Noé: consejos que ha repartido por todas las tribus para curarnos de lo que él llama la corrupción de los hombres.

—¿Qué? —interrumpieron los circunstantes presintiendo algún desengaño.

—Él sabe que nosotros no nos acomodamos sino con el robo, el pillaje y el escándalo, y pretende que Dios, a quien no conocemos, va a castigarnos con sus iras.

—No parece que os ha escarmentado el Diluvio —objetó Benjamín ante aquella tan paladina como desvergonzada confesión.

—¿El Diluvio? No sé. Nosotros venimos de luengas tierras.

—¿Pero no habéis experimentado una inundación general?

—No en mis días.

—Bien hice yo en sostener en el Ateneo que el cataclismo no había sido universal. En fin; volviendo a nuestro asunto, aquí dice: «Si quieres ser inmortal, anda a la tierra de Noé y»…

—«Y él —prosiguió el viejo interpretando la escritura— enseñándote a conocer a Dios te dará la vida eterna».

Los expedicionarios no pudieron reprimir un movimiento de indignación contra Benjamín, al ver reducido a un precepto moral lo que ellos acariciaron como receta empírica. Todo se explicaba perfectamente: los cordeles transmitidos a varias generaciones habían sido enterrados bajo la estatua de Nerón por algún cristiano habitante de la Campania deseoso de eludir las persecuciones del siglo primero; y el occidental refugiado en China, descendiente suyo e iniciado en el secreto, se había introducido en Ho-nan para difundir la doctrina del Salvador anteponiéndose a las gloriosas conquistas de las misiones católicas en el extremo Oriente.

—¿De modo? —balbuceó el políglota ruborizado…

—Que nos ha hecho usted pasar las de Caín —repuso Juanita— para aprender lo que desde chiquitines sabíamos ya por el catecismo del Padre Ripalda.

—¡Ci zon uztedes doz zabioz de cimilor!…

Las pullas y las diatribas no hubieran tenido fin sin una detonación espantosa que, pareciendo conmover hasta los cimientos del mundo, produjo un silencio de muerte.

La lluvia se despeñó de golpe como si cataratas la vomitasen, y todos por instinto trataron de salir de la tienda; pero un vigía penetrando en ella con la mirada errante:

—¡Salvaos! —dijo con terror—. El firmamento se desgaja; los ríos han roto sus barreras y el valle ha desaparecido bajo las hondas encrespadas de un mar de espuma. ¡A la montaña!

—¡A la montaña! —gritó la tribu desapareciendo al par que la tienda—: aquella impelida por el pánico; ésta arrebatada por el huracán.

Las mujeres, perdiendo el sentido, impidieron emprender la fuga a los anacronóbatas, que con espanto veían flotar los cadáveres sobre las aguas, ganar los vivos las alturas, iluminar el espacio sierpes de fuego, y sobre el negro fondo del horizonte subir el nivel de aquella rugiente masa líquida hasta lamer la cúspide del montículo que les servía de base.

—¡Valiente chaparrón, caballeroz! ¿Ci cerá el Diluvio?

—Imposible —dijo Benjamín—. Aquella catástrofe tuvo lugar en el 3308 antes de Jesucristo y nosotros hemos hecho alto en el 2971 o sea 337 años antes.

—¿Y mi venganza? —vociferó don Sindulfo con la alegría de una satánica satisfacción.

—¿Cómo?

—Me habéis encerrado como una fiera en el cuarto de los relojes y yo los he retrasado para que, dirigidos por un falso cómputo, seáis víctimas conmigo de esta conflagración universal.

Un rugido prolongado sucedió a las palabras del implacable loco. La situación era insostenible; las aguas desprendían bajo los pies de los viajeros las piedras de la colina, y la oscuridad era tan profunda que a dos pasos no se distinguían los objetos. Las fuerzas de Luís cedían al peso de su preciosa carga. Ello no obstante trató de subir hasta la punta del promontorio; pero una ráfaga le derribó y Clara desasida de sus brazos sepultóse en el abismo.

—¡Dejarme a mí que nado como un boquerón! —dijo Pendencia y se arrojó al agua; pero al caer, sin lastimarse gracias a la inalterabilidad, en vez de sumergirse en un cuerpo liquido dio con el inanimado de Clara tendido sobre una superficie sólida y dura. Un manojo de rayos iluminó el firmamento, y a su resplandor pudo el intrépido soldado medir la inagotable bondad de la Providencia, enviándole en un grito agudo todo un himno de alabanza.

—¡El cangrejo! —exclamó reconociendo el Anacronópete y recordando su condición retrógrada.

Era en efecto el vehículo, que arrastrado por la corriente flotaba sobre las olas junto a aquella colina que de tumba se había trocado en embarcadero.

Don Sindulfo, con los ojos inyectados en sangre, fue el primero en penetrar en él ciego de cólera.

El trasbordo se verificó sin dificultad por la galería que recibiera a Clara y al asistente, y unos segundos más tarde los expedicionarios, hendiendo aquella cortina de agua y fuego, seguían su curso navegando por la más diáfana y apacible de las atmósferas primitivas.

Ocupados en prestar auxilios a las enfermas y preocupados con la duración del síncope, todos advirtieron que andaba; pero a nadie se le ocurrió preguntar quién había puesto en actividad al coloso. Luis, ante el temor de que su pobre tío cometiese por razón de su estado alguna nueva imprudencia, le puso cuatro centinelas de vista señalándole otros tantos pies cuadrados de zona de movimiento fuera del alcance del mecanismo.

En las primeras horas se desconfió de salvar a aquellos exánimes seres harto resistentes hasta entonces a tantas vicisitudes; pero la juventud suele acordarse en medio de sus derrotas del indisputable derecho que la asiste a la vida, y provoca crisis tan rápidas y absolutas como la que a nuestras simpáticas viajeras devolvió el uso de sus facultades.

Abrazado que se hubieron como hacían después de haber corrido algún gran peligro, por cuya razón paréceme que si no los deseaban tampoco los temían, nadie pensó sino en la felicidad que al regreso les esperaba.

—¡Ah! —decía Juanita—. Cuando yo vuelva a oír pregonar por Madrid la Correspondencia

—Nada, nada; cada oveja con zu pareja. Uzté, capitán, con la ceñorita; don Pichichi con la emperatriz y yo con la doncella (perdonando el modo de ceñalar) —con lo que se refería a un cariñoso golpe que le había dado en la espalda a la de Pinto— noz vamos a la parroquia, noz echa el cura el garabato y a vivir.

—A este paso no tardaremos en llegar —adujo Luís. Entonces fue cuando el poliglota ñjó mientes en la vertiginosa rapidez que llevaban; pero ignorando si la imprudencia estaba de su parte, se calló limitándose a consultar los relojes que con gran asombro suyo encontró desmontados y con las manillas fijas en el año 3308, época del Diluvio que habían traspuesto hacía seis horas.

—¿Qué es esto? —se preguntó alarmado. Y abriendo uno de los discos del laboratorio, trató de reconocer la posición. Aquello era horrible; las alternativas de luz y sombra se sucedían como las vibraciones de un timbre eléctrico en que la transición del sonido al silencio no deja espacio perceptible. De vez en cuando el Anacronópete suspendía su marcha; diríase que se procuraba algún reposo, tras del cual, nuevo Judío Errante, emprendía su curso como si una voz oculta le gritase: «Anda». Aprovechando estos fenómenos, para él incomprensibles, Benjamín con la vista clavada en el telescopio asistía al desfile de la descomposición de la naturaleza. Ora, al cruzar la antigua Hélade, robaba sus secretos a la mitología apercibiéndose de que los cíclopes no eran más que los primeros explotadores de las minas bajando a las entrañas de la tierra con una linterna en la frente, convertida por los poetas en un ojo; ya al cortar los confines del Asia y de la América, sorprendía que los siberianos habían sido los pobladores de las regiones descubiertas por Colón, pues los veía atravesar en caravanas, lo que entonces era un istmo, abierto más tarde por las aguas para formar el estrecho de Behring; el Mediterráneo no existía; los Alpes eran una llanura; el desierto de Lybia un mar. Tras los hijos de Caín, aparecía el cadáver de Abel: después del Paraíso la Creación…

Una carcajada sacó a Benjamín de su estupor: era don Sindulfo que, recreándose en el asombro del arqueólogo, gritaba en el paroxismo de la locura:

—Habéis provocado mi venganza y yo no cejo en la empresa.

—¿Qué? —exclamaron todos presintiendo alguna nueva desventura.

—Creíais caminar hacia adelante, y ya veis que seguís retrocediendo.

—¿Pero aquí no se acaban las tribulaciones? —decía Juana.

—Ce noz orvidó trincarlo.

—Cambiemos de rumbo.

—Sí.

—Es inútil —prosiguió el loco con sus carcajadas convulsivas—. ¿No observáis que viajamos con una velocidad quintuplicada? No hay quien nos detenga: he destruido el regulador, y el Anacronópete disparado corre a precipitarse en las masas candentes primitivas.

—¡Horror!…

—La muerte nos espera a todos en el caos.

—¡El caos!

—Mirad.

Y en efecto; a través del disco brillaba una tenue luz, principio del orden de la naturaleza y fin de la confusión de los elementos; pero, al retrogradar, la masa caótica iba espesándose gradualmente, y el grueso vidrio no alcanzaba a resistir los aluviones de agua, tierra y fuego que, agitados por el aire suspendían a intervalos y con violentos choques el empuje del vehículo flotante en aquel barro incandescente. La inalterabilidad había perdido sus propiedades; la asfixia se apoderaba de los viajeros, por el calórico desprendido de las paredes; hasta que por fin el cristal fundido, dando paso a un torrente de sustancias ígneas, ¡¡¡se abrió con el estampido de cien volcanes!!!……

Era el público del teatro de la Porte Saint Martin que, concluida la representación de una comedia de Julio Verne, premiaba la inventiva del autor. Juanita con Pendencia y los agregados militares enviados por nuestro gobierno a la exposición de París, ocupaban unos asientos de galería. Clara, casada desde la víspera con Luís, compartía con éste las miradas de los curiosos en un palco de proscenio, acompañada de su tutor y de su inseparable amigo el arqueólogo, parte integrante de la existencia de don Sindulfo desde que perdió a la muda en las playas de Biarritz, y atraídos ambos a la Babilonia moderna por el aliciente del universal concurso.

Ya se comprende lo demás: el tutor se había dormido y había soñado. Cuando por el camino contó el sueño a su familia, todos rieron grandemente; lo que dudo mucho que haya acontecido a mis lectores con este relato. Y no obstante hay que reconocer que mi obra tiene por lo menos un mérito: el de que un hijo de las Españas se haya atrevido a tratar de deshacer el tiempo, cuando por el contrario es sabido que hacer tiempo constituye la casi exclusiva ocupación de los españoles.