Ltrayecto que tenían que recorrer, pues determinaron no detenerse en ningún punto, era el más largo que se habla llevado a efecto en toda la expedición. Se encontraban en el año 79 de la era cristiana; y el Diluvio Universal corresponde como nadie ignora al 3308 antes de J. C.
Aunque la zona en que viajaba el Anacronópete estuviese muy por encima de la región en que se forman las tempestades y no tuvieran nada que temer por consiguiente del cataclismo provocado por la maldad de los hombres, creyeron no obstante deber dar oídos a la prudencia y se convino en hacer alto en un periodo posterior, históricamente hablando; lo que caminando hacia atrás equivale a tocar tierra antes de llegar a aquella gran catástrofe.
Su objeto era avistarse con Noé; y como este repoblador del mundo vivió todavía 350 años después de salir del arca, no solamente podían evitar las contingencias del Diluvio, sino hacerse más pronto dueños del secreto de la inmortalidad desembarcando en el 2958 (a. d. J. C.) en que acaeció su muerte; o sea a 3037 años de la destrucción de Pompeya añadiendo los 79 que les faltaba trasponer del siglo primero.
Con todo; como no era cosa de irle a entretener de semejante asunto en las postrimerías de su existencia, y teniendo tiempo a mano de que disponer, se votaron un par de lustros más para imprevistos, y se fijó el descenso en el año 3050 del día de la fecha; trece antes del fin del patriarca, a los 937 de su edad y con 258 de antelación al desquiciamiento del globo.
Contando pues en números redondos una marcha de cinco siglos diarios, necesitaban siete días (incluyendo las paradas de las comidas en plena atmósfera) para tragarse las treinta centurias y media en cuestión. Pero el humor no faltaba, si bien turbado a intervalos por el recuerdo de don Sindulfo, y había provisiones para dos meses; de modo que, si nada es más largo que una semana de hambre, ellos parafraseando el axioma, presentían que nada iba a ser más corto que otra de felicidad.
La expedición tuvo principio en las mejores condiciones. Los ocios se mataban ora explicando a Sun-ché las maravillas del invento y narrándole las peripecias del viaje (si bien haciendo caso omiso de su parentesco con el inventor para evitarle las amarguras de la viudez), ora fundando planes sobre el porvenir, todos por supuesto de color de rosa y perfumados con el incienso de la vicaria.
Poco más de la mitad del camino tenían ya andado, cuando en la hora meridiana del cuarto día y en sazón en que el vehículo cortaba la más limpia y transparente de las atmósferas, el aparato dejó repentinamente de funcionar.
—¿Qué ocurre? —se preguntaron todos con extrañeza.
—Algún cambio de tiro —repuso Juanita.
Pero la actitud alarmante de Benjamín no permitió a nadie saborear el chiste.
—Tal vez una solución de continuidad —dijo éste meditabundo.
—Entonces vamos a despeñarnos sobre la tierra si la corriente no se establece —adujo Luís.
—Sin embargo —objetó el políglota— no nos movemos.
—¡Cómo! ¿Ezto ni zube ni baja?
—No.
—Puez ací ce quedó Quevedo.
Y precedidos de Benjamín los excursionistas se consagraron al reconocimiento del mecanismo sin hallar desperfecto alguno que les procurara la clave del enigma. La tarde se pasó en vanas tentativas, y con las sombras de la noche la alarma, exagerando el peligro, alcanzó proporciones considerables. Pocos fueron los que lograron dormitar; dormir ninguno. Con la luz del alba repitiéronse las observaciones; y como casi todos alcanzaban los mismos grados de inteligencia en mecánica, las opiniones podían contarse por los individuos.
Al tercero día, los militares como recurso supremo y sin dar cuenta a Benjamín de lo que consideraban muy luminosa idea, se decidieron a deslastrar el Anacronópete; y empezaron a arrojar por las compuertas las cajas y costales que más a mano se les vinieron, sin reparar en clase ni condición. Término estaban poniendo a su tarea, cuando Benjamín que, atraído por los golpes, llegó a la cala:
—¡Desgraciados! ¿Qué hacéis? Deteneos —gritó fuera de sí.
—¡Le peza mucho la tripa a la cabalgadura!
—Pero nos estáis dejando sin provisiones de boca; y nuestro caso es horrible: ¡Hemos naufragado en el aire!…
Aquel grito fue la señal del pánico. Toda esperanza estaba en efecto perdida; y por un azar hijo de la impremeditación se veían sin vitualla, pues las existentes apenas alcanzaban para cuarenta y ocho horas.
Semejante peligro era indudablemente el más grave a que hablan estado expuestos.
—¿Quién podrá venir en nuestro socorro? —preguntaba la pupila con las de sus ojos arrasados en lágrimas.
—Deje usted; que puede que pase algún titiritero de esos que suben en globo y nos echará una cuerda —aducía Juana optimista hasta competir con el célebre Panglos.
—¿Aeronautas aquí? —exclamaba con desaliento el arqueólogo consultando la situación—. ¿Ignoras que estamos en el año 1645 antes de la era cristiana y encima mismo del desierto de Sin?
—Ci a mí me dan un cable yo me comprometo a dezcolgarme para ezplorar el horizonte —propuso Pendencia.
Pero ni había a bordo soga tan larga, ni, aun siendo posible el descenso, debía exponerse el valiente andaluz a quedar en tierra si al vehículo se le ocurría emprender la marcha sin más razón que la que había tenido para pararse. Encomendóse pues la salvación de los náufragos a aquella débil pero única probabilidad, y como medida de precaución se acortaron las raciones.
Seis días después de la detención ya no tenían que llevarse a la boca. Al séptimo hubo que triturar las sustancias que contenían algún jugo y elaborar una especie de harina con sus principios leñosos. Al octavo la fiebre había ganado las filas. Al noveno no quedaba ningún recurso; y el aire que por todas las ventanas abiertas penetraba, era insuficiente para la respiración de aquellos infelices asfixiados por la sed y demacrados por el hambre.
Al amanecer del décimo, los excursionistas yacían tendidos por el laboratorio, cuyo aspecto tenía muchos puntos de contacto con un campo de batalla sembrado de cadáveres.
—Decidámonos. ¿Qué se hace? —preguntó Benjamín dando un rugido con el aliento que le prestaba la desesperación.
—Devorarnos a la suerte —gritó un soldado, a cuya proposición asintieron en coro todos los hijos de Marte cerrando los oídos a las súplicas que las mujeres anonadadas les dirigían.
—Un momento de reflexión —adujo Luís pensando en Clara—. Acaso se le ocurra a alguien otro plan menos cruento.
—No; a la suerte —vociferaron los milites tomando una actitud amenazadora.
—Dicen bien —objetó Benjamín—. No hay salvación para nosotros; hace diez días que permanece inmóvil el aparato.
—Zobre todo el dijeztivo.
—El hambre nos acosa y el instinto de conservación aconseja una determinación radical.
—¡Qué lástima que los judíos hayan matado a don Sindulfo! —balbuceó la decidora Juanita—. ¿Quién le tuviera aquí?
—¿Para qué? ¡Una boca más!
—No, señor; para hacerle pagar el pato.
Al oír el pato verificóse un movimiento de reacción en los viajeros que les hizo incorporarse; pero convencidos de que eran víctimas de una ilusión, todos ahogaron un suspiro y volvieron a dejarse caer.
—¡No más treguas! —insistieron los peticionarios.
—¡Piedad! —murmuró Clara, estrechando las manos de Luís.
—Por última vez —intercedió el enamorado capitán dirigiéndose a los suyos— yo os exhorto a que hagáis gracia a las mujeres.
—Ci. Puez para hacerlaz reír eztamoz ahora.
—¡No!
—Pues bien; yo os doy mi vida por la suya.
—Ezo ez diztinto; ze aprueba, porque todoz hemoz de ir cayendo por turno. Ahora te convenceráz de mi amor, Juanita.
—¿Por qué?
—Porque mil vecez te he dicho: «Te quiero tanto, que te comería». Y ci te toca número bajo yo te probaré mi cariño.
Perdida ante el hambre toda noción de humanidad y de respeto, los soldados puestos de pie exigían con tal ahínco el cumplimiento de su demanda, que hubiera sido temeridad exponerse a que, tomando por sí mismo la justicia, se convirtiese en ley del capricho lo que podía concretarse a contingencia de la fortuna.
—Resignación —dijo Benjamín—. Manos a la obra. Apuntemos los nombres; venga papel.
—¿Papel? Nos hemos engullido hasta los billetes de banco.
—Pues echemos pajas.
—No; que nos podemos comer el juego.
—Ya sé —prosiguió el políglota—. Aquí tengo mi colección de minerales y piedras preciosas; cada cual tome un ejemplar cuya inicial del color corresponda con la de su nombre. Así, por ejemplo: Luís, lázuli: Pendencia… perla: Clara, coral.
—Usted, Benjamín, tomará el verde —interpuso Juanita.
—Verde se escribe con V.
—Para prozodias eztá el estómago.
Distribuidas aquellas boletas de nueva invención, metiéronlas en un pañuelo y dispusiéronse a dar comienzo al acto.
—¡A ver! Una mano inocente.
—Como no zea la del almirez…
—Usted, Clara.
—Yo no quiero ser responsable de la muerte de mi prójimo —dijo la pupila eludiendo la oferta.
—Tú, Juana.
—No, que estoy segura de sacar la jota. Que escoja la emperatriz, que justo es que le toque a ella la China.
Y ya le iban a presentar el bombo a Sun-ché, cuando un bulto que se desprendía por uno de los ventiladores, hizo volver a todos la cabeza hacia aquel sitio.
—¡Don Sindulfo! —gritó el arqueólogo dejando caer las piedras.
—¡El loco! —exclamaron los circunstantes no atreviéndose a creer lo que veían.
Era realmente el asendereado tutor el que, excitado por la locura, aunque impotente por la inanición, se presentaba a sus ojos convertido en un esqueleto parlante.
¿Cómo se encontraba allí? Es muy sencillo. Al arrojarle al Vesubio, su cuerpo en vez de seguir hasta el fondo, se detuvo en una de las rocas salientes del interior del cráter. La inalterabilidad a que estaba sometido le permitió no sólo resistir la caída sin el menor daño, sino soportar también la alta temperatura de aquel antro en fusión. Al verificarse la erupción fue lanzado al espacio con la peña que le sustentaba; pero como en aquel instante el Anacronópete, al salir huyendo de Pompeya, cortase la parábola que don Sindulfo describía, uno de los tubos de desalojamiento le recibió como el buzón recibe una carta, produciendo aquel extraño ruido que los viajeros tomaron por el choque de una piedra sobre el vehículo.
—¿De modo, que del boleo que le dio a usted el volcán, vino usted a colarce por el rezpiradero del ana compepe?
—Sí; para satisfacer mi venganza.
—¿Cómo?
—Al oír que mi sobrina y Luís se abandonaban a los mayores transportes de felicidad: al ver vivo al rival de quien ya me juzgaba libre, los celos ejercieron sobre mí su funesto poder y concebí la idea de que pereciésemos todos juntos.
—Pero ¿por qué medio? —interrogó su colega.
—Fijando en el espacio el Anacronópete, cuyo mecanismo secreto no conocéis ninguno, para condenaros a la inmovilidad en la atmósfera insondable y complacerme en vuestra lenta agonía.
—¡Miserable! —prorrumpieron los soldados— ¡Muera!
—Ci, muera; que cea ezta la primera rez que ce zacrifique en nuestro holoclauztro.
—Matadme en buen hora; no haré sino precederos. Vuestra suerte no por eso ha de cambiar.
—Tiene razón —objetó Benjamín— no adelantamos nada.
—Sí; se adelanta la comida —arguyó la de Pinto.
—¿Luego no hay clemencia?
—Ninguna. Muramos.
—Corriente, muramoz; pero lo que ez usted inaugura el matadero.
—A él, camaradaz.
Los soldados se precipitaron sobre don Sindulfo a pesar de la resistencia de Sun-ché que por gestos les pedía el perdón del hombre por quien experimentaba tan invencible simpatía. Ya iban a descargarle el golpe fatal, cuando una lluvia benéfica que penetraba por la claraboya del techo, suspendió la mano de aquellas sedientas criaturas.
—¡Agua! —articularon todos abriendo la boca para recibir el celestial rocío.
—¡Es nieve! —exclamó Juanita reparando que más que gotas aquello parecían copos.
—¡Tampoco ez nieve! —repuso con alegría Pendencia al saborearlo—. Hay dentro azi como unos chícharoz.
Benjamín que hasta entonces permaneciera silencioso, dióse un golpe en la frente, y embriagado de gozo:
—¡Nos hemos salvado! —dijo.
Y corrió en busca de una biblia que en el armario estaba, mientras don Sindulfo se mesaba los cabellos de desesperación al presentir su derrota.
—Mirad —insistió el políglota leyendo en el libro—. «Capítulo XVI del Éxodo. Israel vino a parar en el desierto de Sin que está entre Elim y Sinaí». Donde nos hallamos nosotros.
—¿Y bien? —preguntaron los circunstantes atónitos al contemplar que envueltos en la lluvia caían por la claraboya centenares de pájaros animando el laboratorio con sus voces y aleteos.
—«Y vinieron codornices que cubrieron el campamento, el cual se llenó también de un rocío que los israelitas llamaron maná».
—¡El maná! ¡Bendito sea Dios!
Y todos se hincaron de rodillas.
—¿Y ahora persistirá usted en su criminal proyecto? —preguntó Luís a su tío.
—Y la peregrinación duró cuarenta años —interpuso Juanita—. Con que de aquí a que se nos acaben las provisiones, tiempo le queda a usted de ver cómo se arrullan.
—En vano es luchar —exclamó el tutor vencido y humillado—. Llevadme adonde os plazca.
—A la tierra de Noé en el Ararat —gritó Benjamín.
—Sea —balbuceó el sabio; pero por lo bajo añadió—: todavía puedo vengarme.
Y los excursionistas, después de recoger abundante cantidad de aquel pan del cielo y de reconfortar sus perdidas fuerzas, obligaron a don Sindulfo a dejar desembarazados los movimientos del Anacronópete, encerrándole luego por precaución en el cuarto de los relojes para no verse expuestos a algún nuevo rapto de locura.
—Que nadie ce coma laz plumaz de laz codornicez que han de cervir para hacerle un plumero al zabio.
—¿No se lo decía yo a usted, señorita? —observó Juana—. Nosotros somos como los tentetiesos; aunque nos tiren de cabeza, siempre caemos de pié.
Y el Anacronópete emprendió su majestuosa marcha sobre el pueblo escogido por Dios, al que aún tuvieron ocasión de ver atravesando el mar Rojo a pie enjuto mientras sus aguas, uniéndose tras él, abrían ancha tumba a los ejércitos del cuarto Amenophis.