O me detengo a describir el anfiteatro porque, exceptuando los ciegos de nacimiento, todos en España han visto una plaza de toros, con la que aquel guarda una completa analogía. Baste saber que los veinte mil espectadores, de que era capaz el de Pompeya, invadieron desde muy temprano aquel día los asientos que los locarios les designaban en los cunei o secciones previamente dispuestas por los designatores o maestros de ceremonias, según el rango y circunstancias de cada uno.
El podium, que era como si dijéramos la meseta del toril con gradines y extendiéndose por todo el círculo de la plaza, estaba destinado a los funcionarios de alta jerarquía. En él campeaba el cubiculum o palco del Prefecto, a imitación del suggestum o trono del emperador en Roma, cubierto con un dosel a manera de pabellón; distintivo que, aunque menos suntuoso, ostentaban asimismo las localidades accidentalmente ocupadas por una vestal, un senador o algún enviado de las naciones extranjeras.
A continuación del podium venían las filas de gradas para los caballeros; y tras de ellas la popularia, el tendido, el sol por decirlo así; aunque la comparación no es fiel, pues maldito si los rayos del rubicundo Febo molestaban al público. Y no es porque nubes lo empañasen, que esplendente brillaba en mitad del firmamento, y con alientos tales que, no por ser el octavo día del mes de setiembre, pudieron prescindir de refrescar el ambiente, como lo verificaban en canícula, merced a un licor odorífero compuesto de agua, vino y azafrán, conducido por unos tubos hasta el espacio cubierto, consagrado a las mujeres en la parte superior del edificio, para desde allí hacerlo caer en lluvia cernida sobre el concurso. Tampoco obedecía el eclipse al capricho de ninguna empresa niveladora de clases en beneficio de sus intereses, como la de Casiano, que en Madrid y en el año de gracia de 1874, se permitió fijar este anuncio célebre la víspera de una corrida extraordinaria: De orden de la autoridad mañana no hay sol. Consistía sencillamente en que por encima de las cabezas de los circunstantes corrían unos toldos de lona que en los grandes circenses romanos solían ser de seda y púrpura bordados de oro.
Bajo el podio, en derredor de la arena, estaban las cavece, bóvedas o casetas poco elevadas, con sus posticoe o compuertas cerradas por los ferreis clathris —grifos de hierro— en las que se metía a los gladiadores y las fieras destinados al combate. En frente se hallaba situada la puerta libitinensis, por donde se sacaba a los bestiarios muertos para ser conducidos al spoliarium, en el que se les despojaba completamente de lo que sobre sí tenían.
Los ecos de los clarines anunciaron la aproximación de los gladiadores; y en efecto, no tardaron en presentarse en la arena todos juntos para saludar al auditorio; siendo recibidos por éste con un batir de palmas que no parecía sino que Frascuelo y Lagartijo habían cambiado de traje y que el público de los barrios altos y bajos de Madrid estaba veraneando en Pompeya. Porque hay que tener presente que aplaudir y silbar ha sido en todas épocas el modo más admitido por el pueblo de expresar su satisfacción o su desagrado; y cuando esta última manifestación tenía lugar en un teatro, el actor que de ella era objeto, estaba en el deber de quitarse la máscara como para acusar recibo de la silba.
Despejado el redondel después del paseo, un nuevo punto de clarín echó al anillo a los essedarios; luchadores que combatían sobre carros, a ejemplo de los galos y bretones. Vinieron en seguida los hoplomacos, armados de pies a cabeza y antagonistas de los provocadores. Ni unos ni otros consiguieron hacerse sangre, quedando todo reducido, con gran descontentamiento de la muchedumbre, a unos cuantos chichones sin consecuencia. Tras éstos exhibiéronse los mirmillones o gallos, que usando de lanza y escudo a la manera de los originarios de la Galia, reñían con los retiarios; los cuales al perseguirlos con la red y el tridente les gritaban:
—Galle, non te peto; piscem peto.
Es decir:
—Gallo, no a ti; a tu pescado quiero.
Con lo que aludían a un pez de metal que en la cimera de sus cascos ostentaban los opuestos combatientes. O el gallo había perdido los espolones o el pescador lo era más de caña que de red, ello es lo positivo que en una de las intentonas tuvieron la mala suerte de tropezar, cayendo cada cual por su lado, y sobre los dos una rechifla que ni cuando el concejal presidente deja pasar un toro de varas.
Por fin sonó la hora de los meridianos, gladiadores que peleaban a la de medio día, y cuyo espectáculo era, para hablar técnicamente, el bicho de la tarde, el quinto escogido a pulso: una circunstancia excepcional venía a hacerlos más interesantes; ambos luchadores eran rudiarii; o lo que es igual, que habiendo servido tres años consecutivos, tenían ganado el rudis, grueso bastón con nudos, símbolo de retiro o licenciamiento en los circenses, donde ya no debían volver a presentarse sino, como en la ocasión aquella, por un acto de su voluntad omnímoda.
Aplaudidos y otorgada la venia por el gobernador o prefecto presidente, empuñaron las arma lusoria; espadas de madera recibidas en premio en varios ejercicios; y con ellas empezaron a ejercitarse cruzándolas en continuos choques: especie de proemio, como cuando los picadores prueban las puyas sobre la valla, al que daban el nombre de proeeludere, ventilare. Pero era necesario andar muy listos en esta operación; porque, en cuanto el clarín sonaba, deponían los juguetes; y, echando mano de los verdaderos trastos de matar, propinábanse cada linternazo que era una bendición de Dios.
Así lo hicieron; y como los dos eran mataores de fama, costó gran trabajo al más afortunado —pues no sé si era el más fuerte— derribar de un volapié a su antagonista que cayó a plomo revolcándose en la arena.
A la vista de la sangre, el pueblo lanzó un rugido de entusiasmo. El vencedor consultó con la mirada al auditorio que, teniendo derecho de vida o muerte sobre el vencido, podía otorgarle gracia presentando la palma de la mano ton el pulgar encogido; pero la sed de matanza era tal, que los jueces, tendiendo por el contrario el pólice y cerrando el puño, prorrumpieron unánimemente en voces de: recipere ferrum; lo que equivalía a exigir que se le diera el cachete. Sólo faltaba la ratificación del Prefecto al clamor popular: pero el presidente, sea por lástima o por capricho autoritario de oposición, agitó un lienzo blanco en señal de conceder el missio o perdón por aquella vez en nombre del monarca augusto. Clemencia estéril entonces porque el herido acababa de ascender a cadáver. Retirado su cuerpo de la arena con unos garfios de que tiraban cuatro esclavos, dos ediles salieron a ofrecer al victorioso atleta la palma de plata otorgada a su valor. Los espectadores no creyendo justa la recompensa, pusiéronse a gritar:
—¡Lemnisci! ¡Lemnisci!
Y el Prefecto, a fin de no herir susceptibilidades, accedió a la demanda disponiendo entregar al gladiador, en sustitución de la palma, las guirnaldas de flores sujetas por cintas de lana, símbolo de los lemniscati; con lo que el agraciado quedaba manumitido de la esclavitud, entrando desde aquel instante en la categoría de los libertos.
Un murmullo de satisfacción que con el arrellanarse en los asientos es en toda asamblea precursor del espectáculo preferente, indicó el turno de los bestiarios.
Clara y Sun-ché, agobiadas bajo el peso de tan espantosa situación, eran casi conducidas en vilo por unos soldados, pues su abatimiento las impedía caminar. Benjamín, sacando fuerzas de flaqueza, procuraba mostrarse hombre y filósofo, avanzando serenamente. Juanita era la que con una resolución impropia de las circunstancias, entró en la arena emulando en desenvoltura a los chicos que se echan al redondel a correr novillos embolados. Habiendo escapado ya a tan varios como inminentes peligros, creíase impermeable, valiéndonos de su propia expresión para traducir la idea de invulnerabilidad. El éxito que obtuvo su porte no se puede comparar sino a las ovaciones que alcanzan en Madrid las malas comedias.
Vestían los reos calzón y túnica corta y llevaban los brazos y piernas liados con unas tiras de cuero como los primitivos guerreros de la Lombardía. Blandiendo con la mano derecha una espada corta, pendía de su izquierda un paño rojo destinado a excitar a las fieras, de lo que acaso ha tomado origen nuestra suerte de matar en el arte de Pepe-Hillo.
Llevados ante el cubiculum del Prefecto, les obligaron a entonar por tres veces el morituri te salutant; pero Juanita, amiga siempre de chacota, queriendo patentizar sus conocimientos en el latín de su uso, tomó los trastos con la extremidad del siniestro remo anterior y, simulando descubrirse con el brazo libre:
—Dominus vobiscum —le dijo al senador—. Brindo para que usiam reventatur como un perri de una indigestionem de morcillam. Salutem y sarnam.
Concluida la peroración y diseminados los luchadores por el anillo, los guardias se retiraron y el Prefecto hizo la señal de que soltasen las fieras. Juanita, cuadrándose delante de las caveoe, se dispuso a recibir y las puertas giraron sobre sus goznes. Pero en vez de los leones del desierto de Lybia, Luís y Pendencia con sus quince compañeros de armas desembocaron en el circo apercibiendo los revólvers ya habilitados por el sistema de la desinalterabilidad, de que el malogrado don Sindulfo les enseñó a hacer uso en su primer rapto de locura.
Verlos y arrojarse cada una sobre su cada cual, inclusa Sun-ché aunque no tenía cuyo, y Benjamín que simpatizaba con todos, obra fue de un mismo instante.
—¿No se lo decía yo a usted? —gritaba la de Pinto—. Si son como los espárragos, perdonando el modo de señalar; que les corta usté la cabeza y en seguida les vuelve a salir otra.
Pero la ocasión no era la más propicia para entretenerse con símiles. Los espectadores, defraudados en sus esperanzas y comprendiendo por lo que veían, que estaban siendo victimas de un engaño, prorrumpieron en voces de:
—¡Traición!
Y abandonando las gradas, echaron fuera sus aceros y se aprestaron a hacer irrupción en la arena, para tomarse venganza por su mano.
Luis, que todo lo tenía previsto, formó el cuadro con su fuerza, y, colocando en el centro a las mujeres, antes de que la turba transpusiese el podio, le envió una descarga de la que ni un solo tiro quedó por aprovechar. Sucedió una pausa producida por el asombro; mas como el valor de los pompeyanos era incontestable y no habían tenido aún tiempo de encontrar la explicación del fenómeno, trataron de insistir con más vehemencia, siendo detenidos en su empuje por una segunda hecatombe. Los pusilánimes se detuvieron; los más esforzados sólo tuvieron un grito:
—¡Adelante!
Y ya empezaban a descolgarse en la arena cuando Luís, mandando hacer fuego graneado sobre ellos, dispuso una especie de caza, cuyos efectos los dejó consternados. Aquellos pequeños útiles de guerra que a tal distancia enviaban la muerte arrojando proyectiles sin interrupción, tomaron a sus ojos un carácter sobrenatural que no titubearon en atribuir al implacable enojo de sus dioses: el pánico sobrevino y la dispersión se hizo general.
¡Poder del progreso que permitía a un puñado de hombres ver correr en su presencia a veinte mil legionarios conquistadores del mundo entero!
El anfiteatro se quedó vacío. Entonces comenzaron las expansiones, el deplorar la suerte adversa del tutor para cuyo rescate toda tentativa se juzgó inútil, pues debía haberse ya cumplido la sentencia; y por último las explicaciones y muy particularmente la que con la reaparición de los hijos de Marte se relacionaba. Ésta no podía ser más sencilla.
Mis lectores recordarán sin duda unos martillazos que don Sindulfo y Benjamín oyeron mientras recorrían el Anacronópete la noche que pernoctaron en China. Pues bien, dábanlos los milites que, buscando asilo más seguro para hacer la travesía aérea que los parapetos de las provisiones, se confeccionaron, con unas lonas embreadas que había en la cala, un enorme zurrón o hamaca tendida en el espacio hueco del podio, con la que comunicaban merced a una abertura, provista para mayor disimulo de su correspondiente compuerta, practicada junto a la guillotina de la descarga, y donde el gas respirable entraba por un tubo de goma a través de un simple agujero.
—De modo —concluyó Pendencia— que cuando don Pichichi, que requiescat, creyó arrojarnos en el dezpacio, no hizo más que abrirnos la puerta prencipal de nuestra propia caza.
Dadas gracias a Dios y celebrada la ocurrencia:
—Ahora escapemos; la tierra de Noé nos aguarda —dijo Benjamín sacándose del pecho los cordeles que había conservado en medio de tanta tribulación.
Embriagados todos en su felicidad le siguieron automáticamente; pero al llegar a la puerta la encontraron cerrada; y, por los alaridos que daba el populacho al exterior, dedujeron que forzarla sería imprudencia.
Y efectivamente, todo el pueblo acarreando muebles, canastas, maderos y cuantos utensilios pudieran servirles para formar barricadas, levantaban una colosal alrededor del edificio en el que los anacronóbatas iban a ser sitiados por hambre.
La situación era grave. Restituidos al redondel, ya se habían puesto a discutir en consejo de familia, cuando un estampido horroroso retumbó en todos los ámbitos de la ciudad y una luz cárdena iluminó el espacio. El susto fue de padre y muy señor mío, porque, sin pensaren el anacronismo que cometían, los expedicionarios atribuyeron la detonación a la pólvora de alguna mina con que los indígenas querían volar el edificio.
—Piensen ustedes en la fecha relativa de hoy —decía Benjamín—. ¿En qué día creen ustedes que vivimos?
—Lo que es para nosotros siempre es martes —repuso Juanita.
Una segunda conmoción aumentó la alarma. El arqueólogo se puso pálido como la muerte y, aspirando el olorcillo de azufre de que estaba impregnada la atmósfera:
—¡Maldición! —gritó mesándose los cabellos.
—¿Qué pasa? —interrogaron los excursionistas.
—¡Sí… eso es…! ¡Día 8 de setiembre del año setenta y nueve de la era cristiana!… ¡La erupción del Vesubio!… ¡Nos hallamos en el último día de Pompeya!!!…
Aún no había concluido la frase, cuando un calambre geológico, una sacudida del suelo volcánico, sacando al circo de su asiento, derribó gran parte de sus muros haciendo rodar por la arena a los interlocutores sin que, felizmente, ninguno de ellos fuera alcanzado por los escombros. La lava caía a torrentes, la ceniza embargaba la respiración.
—Salvémonos —gritó Benjamín apenas pudo ponerse en pié; y todos se precipitaron por la abertura, pasando por encima de cadáveres abrasados por la erupción y desatendiendo los ayes de los moribundos y la desesperación de los vivos.
La inalterabilidad a que estaban sujetos haciéndolos insensibles a la influencia de cualquiera acción física, les permitió llegar al Anacronópete sin obstáculo alguno; pues las sustancias en fusión resbalaban sobre sus carnes sin adherirse.
Instalados en él, Benjamín elevó el vehículo a la zona de locomoción. Un ruido como el de una piedra chocando en un tubo de desalojamiento, produjo un sonido campanudo; pero ya el coloso había emprendido su vertiginosa marcha y, devorando tiempo, se lanzaba a enriquecer la ciencia con el descubrimiento del pasado, mientras a sus pies dejaba una dolorosa enseñanza para el porvenir.