A situación a bordo había cambiado completamente. Las muchachas bailaban en un pie ante un aumento de tripulación tan inesperado como de su gusto, y la misma emperatriz no ocultaba a nadie el contento que le producía su viudez. Los milites arrullados por Cupido perdían la memoria de sus pasadas desventuras; y Benjamín, próximo a tocar su desideratum, bendecía las circunstancias que le colocaban en el caso de dar cima a su obra sin entorpecimiento alguno, puesto que de hecho él se hallaba convertido en jefe de la expedición.
Y efectivamente; desde el punto en que entraron en el Anacronópete, don Sindulfo, que no había desplegado sus labios por el camino, se dejó caer en una silla víctima de un abatimiento alarmante. Tan pronto su mirada se clavaba en el suelo en la actitud del hombre que medita, como sus ojos desencajados erraban de uno a otro de sus compañeros, brillando con el siniestro resplandor de la amenaza. Cien ideas confusas se disputaban el paso por las inyectadas venas de su frente, en cuyas pulsaciones, alternativamente regulares y febriles, podía leerse ya el planteamiento de un teorema en demanda de una explicación científica para tantos fenómenos incomprensibles, ya los arrebatos de la ira caminando ciega de los celos a la venganza.
—Me parece que a don Pichichi se le ha aflojado algún tornillo del Capitolio; —dijo Pendencia observando como los demás el estado del tutor.
—Y a usted también se le desmorona el cimborio —adujo Juanita encarándose con Benjamín—. Figúrense ustedes que hace poco, cuando los chinos querían mecharnos, estos dos señores han creído reconocer a la difunta de don Sindulfo que requiescat. Habráse visto despropósito mayor?
—En cuanto a eso, hablaremos más tarde —contestó el políglota un si es no es picado. No por desconocer las causas hemos de negar los efectos de las cosas.
—¿Cómo?
—En este viaje inverosímil lo lógico es tal vez lo absurdo. Demos tiempo al tiempo.
En aquel momento oyeron un penetrante grito y vieron a Sun-ché que, asida por el brazo, hacía esfuerzos para desprenderse de las férreas y convulsas manos de don Sindulfo. La infeliz, llevada de su instintivo amor hacia el sabio, había querido prodigarle una caricia, y el pobre loco la habla recibido como algunos cuerdos reciben a la mujer propia, por la sola razón de serlo. Pero la víctima, cediendo a una convulsión nerviosa, agitaba los remos que le quedaban libres, con tan mala suerte para el presunto marido, que a más de algunos puntapiés en las espinillas se llevó desde la boca a la nuca una colección de redobles a puño cerrado, en que las narices, como punto más saliente, no fueron las menos favorecidas.
—¡Es ella! ¡Es ella! —exclamó don Sindulfo soltándola por fin, y corriendo despavorido al lado de su familia—. ¡Es Mamerta! ¿Recuerda usted que tampoco podíamos contrariarla sin que sufriésemos las consecuencias de sus crispaciones, con lo que conseguía hacer siempre su voluntad?
—Calma, amigo mío, calma —repetía Benjamín no menos absorto que el tutor ante la analogía de la soberana con la hija del banquero zamorano. Mientras no nos expliquemos racional o científicamente cómo una mujer española y del estado llano, ahogada en el siglo XIX, puede ser una emperatriz china del siglo tercero, estamos en el caso de suponerlo todo pura coincidencia.
—Pero, hombre de Dios —arguyó Juana—: si eso es achaque de cada hija de vecino; la gramática parda del sexo. Y yo misma, si no hubiera usted sido mi señor, del primer ataque que me tomo cuando nos sacó usted de París, le deshago a usted el depósito de la sabiduría.
—¡Y los cazcoz zon para ello! —repuso Pendencia haciendo notar los puños que Juanita crispaba.
—¿No tendría la difunta alguna especialidad más marcada a cuyo cotejo someter a la emperatriz por vía de prueba? —preguntó el capitán de húsares participando de la extrañeza general.
—Piénselo usted bien —insistió Clara.
Don Sindulfo recogió un momento sus ideas, y después de reiterados esfuerzos:
—Sí —exclamó dándose un golpe en la frente y sacando del reverso de la solapa una aguja que enhebrada tenía siempre a prevención para ensartar papeletas del catálogo.
Y antes de que los circunstantes pudieran inquirir su propósito, dirigióse a donde Sun-ché se hallaba descansando del accidente.
—Cósame usted esto —dijo arrancándose bruscamente un botón de la levita, y presentándoselo a la emperatriz, a quien miraba de hito en hito para no perder detalle del experimento.
La buena señora que, no entendiendo nada de lo que ocurría en torno suyo, comenzaba a aburrirse, echó mano al botón considerándolo un objeto de curiosidad;
pero al ver el arma de costura dio un penetrante grito, y doblando la cabeza sobre el pecho quedó desmayada en la silla; circunstancia que, como dijimos al comienzo de este relato, era peculiar de la organización de la muda y que Benjamín, lívido de estupor, refirió a los atónitos viajeros.
—No hay duda, no —gritaba don Sindulfo retorciéndose como una culebra—; el mismo horror a las agujas enhebradas que no la permitió zurcirme nunca un par de calcetines.
—Se conoce que la banquera era catedrática en holgazanería —arguyó en voz baja la doméstica; mientras el atribulado don Sindulfo, pronunciando frases incoherentes, golpeando cuanto en el camino encontraba, y echando espuma por la boca y fuego por los ojos, se dirigió frenético a su gabinete en busca de una solución para aquel problema.
Todos se precipitaron tras él; pero la puerta, cerrada con estrépito, les cortó el paso. Entonces se resolvieron a prestar algún auxilio a la emperatriz; precaución que fue inútil, porque la augusta dama, como si se lo hubiesen soplado al oído, en cuanto la aguja desapareció, se quedó más buena que antes.
—Supongo —dijo Luís al políglota— que en el estado en que está mi tío no le confiará usted el rumbo de la expedición.
—¡Dios me libre! Podría hacernos víctimas de su enojo —adujo Clara.
—Con ece arriero eztamoz ceguroz de volcar.
—Descuiden ustedes —objetó Benjamín—. Me interesa demasiado el asunto para confiar la derrota a un demente.
—¡Cómo! ¿Ha perdido el juicio? —preguntaron los demás.
—Mucho me lo temo. Con todo, no desespero de salvarle. Confíen ustedes en mí.
E invitando a Sun-ché a acercarse al aparato de la inalterabilidad, en tanto que los viajeros hacían comentarios sobre la situación, la descargó unas corrientes que debieron contrariarla también a juzgar por las sacudidas nerviosas que llovieron sobre el occipucio del anticuario. Acto continuo separó el aislador que entorpecía la acción del volante; y elevando el vehículo a la zona atmosférica en que debía tener efecto la locomoción, hizo parar en seco el Anacronópete exclamando:
—Ahora sepamos a dónde nos dirigimos.
—¡A París! —fue el grito unánime.
—Juzto; a Pariz para encerrar al zabio en un manucordio y hacer que a nozotroz noz eche el cura el garabato nuncial.
—Antes —objetó Benjamín— veamos si el principal objeto de nuestra expedición se ha logrado satisfactoriamente.
—¿Cuál?
—La posesión del secreto de la inmortalidad que nos ha ofrecido la emperatriz.
Instada ésta a explicarse, sacó un pergamino en el que había trazado por una mano experta el plano de una ciudad.
—¿Qué es esto? —preguntó el ansioso arqueólogo temiendo un desengaño.
—Algún pellejo de zambomba de la adoración de los pastores en el Portal de Belén —dijo Juanita.
—¡Pero la fórmula! —volvió a insistir impaciente Benjamín apremiando a Sun-ché.
—El occidental no tuvo ocasión de iniciarme en ese misterio, sorprendido como fue por mi tirano esposo; pero al encarecerme la eficacia de su principio, me manifestó que las pruebas de la inmortalidad habían sido enterradas por uno de sus antecesores en Pompeya, debajo de la estatua de un emperador, marcada en el pergamino con un círculo rojo.
—Sí, aquí está —interpuso Benjamín señalando en el papiro una mancha circular bajo la que en correcto latín se leía: «Efigie pétrea de Nerón».
—Parece ser —prosiguió la emperatriz— que el conocimiento de esta circunstancia pasó tradicionalmente por varias generaciones sin que nadie se atreviera a evidenciarlo; hasta que el intrépido mártir cuya muerte sentimos, se resolvió a sacarlo a luz; pero acusado de profanación por habérsele sorprendido en el instante en que se disponía a zapar la estatua, consiguió a duras penas evadirse de la prisión y llegar a mis dominios donde tuve la fortuna de conocerle. Una expedición secreta a su patria estaba ya decidida para hacerse con el misterioso talismán, cuando el fin que todos sabéis ha venido a destruir nuestros proyectos.
—Aún vive quien los secundará —dijo Benjamín con los ojos centelleantes de entusiasmo. Y dirigiéndose a los suyos—: A Pompeya —añadió.
Algunas protestas levantó aquel grito; pero la felicidad es tan complaciente y era tan natural el deseo de los viajeros de hacer una excursión por el pasado, libres ya de los riesgos que hasta entonces habían corrido, que aplacados los murmullos, Benjamín orientó el vehículo y poniéndolo en movimiento, hizo rumbo hacia la hija tan feliz como mimada del risueño golfo de Neápolis.
Las siete horas que habían de tardar en recorrer los ciento cuarenta y un años que separaban a los anacronóbatas del principio del tercer siglo al último tercio del primero, no eran intervalo para que se aburriesen unas personas que tanto tenían que contarse y tantas curiosidades que admirar. Capitaneados pues por Juanita, los neófitos pusiéronse a girar una visita de inspección al Anacronópete en tanto que Benjamín, normalizada relativamente la situación, buscaba la causa de aquellos efectos fenomenales.
Lo primero que trató de explicarse es la aparición de los milites evaporados. Retrogradó por consiguiente en sus pensamientos, y a fuerza de hombre lógico, se dijo que si la consecuencia era anómala, el origen tenía que ser necesariamente irregular. Ahora bien: ¿qué circunstancia extraordinaria habla ocurrido durante la navegación? Al momento le vino a las mientes el impulso retroactivo que él mismo imprimió al Anacronópete poco después de la catástrofe de los riffeños, cuando creyendo caminar hacia el pasado estuvo haciendo rumbo al presente hasta llegar a Versal les en la víspera del día de partida. La luz estaba hecha y las tinieblas disipadas: la deducción no tenía vuelta de hoja.
Y en efecto, si mis lectores recuerdan el incidente del ochavo moruno (que, perdido por un kabila, se aniquiló en cuanto traspuso el instante en que fue acuñado, pero que volvió a cobrar forma apenas el Anacronópete, marchando hacia el presente, rebasó el minuto de la acuñación), comprenderán que el fenómeno de la resurrección de los hijos de Marte obedecía a la misma causa. Evaporados ál retrogradar, habían perdido su forma humana, obra del tiempo; pero su espíritu inmortal no había abandonado el Anacronópete, como el grano de trigo oculto en la gleba no deja de existir en el terruño aunque invisible hasta la germinación. Así es que, cuando en su marcha hacia el hoy, sonó en el vehículo la hora del nacimiento de los soldados, la envoltura de carne acudió al llamamiento cronológico; y el germen, rompiendo la tierra, dejó ver el tallo para ser robusta caña y volver a tomar las proporciones dé su espiga.
El cómo se sustrajeron a una segunda disolución cuando, apercibido de la falta, Benjamín reconquistó el verdadero rumbo, tiene una explicación muy sencilla. Los soldados, que alternativamente se habían visto reducirse y desarrollarse, al recobrar sus proporciones quisieron no volverlas a perder y escalaron el laboratorio decididos a implorar el amparo de la ciencia;
pero al llegar al pasillo, oyeron las explicaciones que sobre la inalterabilidad estaba dando Benjamín a las parisienses; y como el capitán de húsares tenía sus rudimentos de física, propinóse con sus compañeros unas corrientes del fluido y opinó muy sabiamente que permaneciendo ocultos servirían mejor la causa de las reclusas doncellas que exponiéndose, si se exhibían, a ignotas contingencias provocadas por los celos del tutor. Y así es cómo ocultos en sus gazaperas llegaron a China oportunamente para evitar una catástrofe.
Apuntó Benjamín estas observaciones en su memorándum particular; pero abstúvose muy mucho de divulgarlas, prefiriendo dejar a todos en la persuasión de lo maravilloso a confesarse reo de ineptitud.
El segundo problema era más difícil de resolver. ¿Cómo a través de diez y seis siglos una emperatriz china se presentaba a sus ojos con tan señaladas diferencias físicas, pero con analogías de organización tan evidentes con aquella Mamerta ahogada en las playas de Biarritz? Ensimismado estaba el políglota en tan metafísicos conceptos y ya el trayecto casi tocaba a su fin sin que hubiese podido coordinar dos ideas afines, cuando unos gritos desaforados que partían del gabinete de don Sindulfo le sacaron de su abstracción.
—¡El loco! ¡El loco! —exclamaron los excursionistas, que al oír las voces acudieron precipitadamente en busca de Benjamín.
—Sí. ¿Qué podrá ser?
—Algún calambre en la mollera —dijo el andaluz.
E instintivamente todos se dirigieron al cuarto; pero apenas iniciado el movimiento, la puerta se abrió; y don Sindulfo con el traje en desorden, las manos crispadas y la púrpura de la ira en el semblante, hizo irrupción en el laboratorio vociferando:
—¡Maldición! —Ya di con la clave del enigma. Ya comprendo cómo Sun-ché puede ser mi difunta Mamerta.
—¿Cómo?
—¡Por la metempsícosis!!…
Los profanos no entendían ni una palabra; pero el políglota se quedó pensativo luchando entre la fe y la duda.
—Diga uzté; ¿y ezo ce come con cuchara o con tenedor?
—¡La metempsicosis! —prosiguió el sabio sin atender a observaciones—. La transmigración de las almas, por la cual el espíritu de los que mueren pasa al cuerpo de otro animal racional o inmundo según sus merecimientos en vida.
—¡Ay! —arguyó Juanita—. Pues lo que es ustedes dos, por lo chinches que han sido con nosotros, van a parar al Rastro.
—¿Es decir —interrogó el sobrino, a quien el asunto empezaba a interesar— que la emperatriz por una serie de transmigraciones llegó en su última evolución a ser la esposa de usted?
—Justamente. Y al retrogradar en el tiempo se nos presenta bajo la envoltura real que tenía en esta época, como en el alto que hicimos en África pudimos —a haber tropezado con ella— hallarla convertida en vegetal o en acémila entre los bagajes.
—Permítame usted —objetó Benjamín—. Nosotros somos cristianos y nuestro dogma rechaza esas teorías.
—¿Y qué importa? —replicaba el demente exaltándose por grados.
—Nosotros somos católicos; pero ella es china, sectaria de Budha; luego bien puede transmigrar según prescribe su religión. Porque ¿quién le dice a usted que la Providencia no impone sus castigos con arreglo a las creencias que profesa cada uno?
Todos, menos Sun-ché, que estaba como en el limbo sin saber lo que pasaba, comprendieron que el pobre doctor tenía el juicio extraviado. Sólo Benjamín, a fuer de hombre de ciencia, entusiasmado con el descubrimiento de aquella especie de metafísica experimental, concluyó por dar al loco la razón; que era como perder la suya.
—Es indudable. ¡Eureka! —gritó como Arquímedes abrazando a su amigo.
—Pero si aquella no hablaba —insistió Juanita— y ésta echa cada discurso como un diputado.
—Ezo no; porque ci zu marido no entiende lo que dice, para él ez lo mismo que ci fuese muda.
—Además —dijo Luís sonriendo— que si entonces perdió el uso de la palabra, tal vez fue un castigo del dios Budha por el abuso que de ella hizo acaso en una existencia anterior.
—De modo —argumentó Clara aprovechando aquella ocasión de romper sus cadenas— que ya cesará usted de perseguirme; porque ligado como está usted a esta señora por los vínculos del matrimonio, ¿no pretenderá usted casarse conmigo cuando nuestra religión proscribe la bigamia?
El doctor, al sentirse hostigado en lo que precisamente constituía su preocupación desde que sorprendido hubo la afinidad de la emperatriz con Mamerta, estalló al ser argüido de aquel modo por Clara, y de la monomanía pacífica pasó al vértigo furioso.
—¿Desistir yo de un cariño al que he consagrado todas las fuerzas de mi vida, mi actividad, mi inteligencia? —decía apretando los puños y haciendo rodar los ojos en sus órbitas—. ¡Oh! Nunca.
—¡Que muerde! —interrumpió Pendencia separándose por precaución, como los demás, del delirante sabio que persiguiéndolos añadía:
—No. Si el destino me es adverso, lucharé contra el destino; pero serás mi mujer aunque para ello tenga que ir hasta el crimen.
—Es inútil —repuso la atrevida Maritornes—. Si aunque nos degüelle usted, aquí los muertos resucitan.
—Pues bien, pereceremos todos. Es preciso acabar con esta situación.
—¿Cómo?
—En la cala hay diez barriles de pólvora; les aplicaré una mecha, y ni rastro quedará del Anacronópete.
—No cea uzté bárbaro.
—Tranquilícense ustedes —exclamó Benjamín recordando el incidente que en diversas ocasiones le obligó a descender a tierra en busca de vitualla en su trayecto de África a China—. Las provisiones, sometidas a la inalterabilidad, resultan ineficaces para su uso, según prácticamente he observado.
—¡Ignorante! —interrumpió el loco recobrando por un momento su lucidez.
—¿Qué?
—Arrojando nuevo fluido sobre los cuerpos para que las corrientes anteriores se pongan en contacto con las nuevas y formen una sola, no hay más que dar vueltas a la inversa al disco del aparato transmisor para recogerlas todas y, neutralizadas, devolver a las provisiones sus propiedades específicas.
—Bueno es saberlo; pero estamos perdidos.
—Hay que inundar la Zanta Bárbara.
—Corramos.
—No, no temáis —interpuso el tutor pasando, para detenerlos, de la amenaza a la súplica—. Una voladura acabaría con todos, y yo no quiero que ella muera. Respetaré sus días. Pero vosotros —añadió dirigiéndose a los militares y a la emperatriz, y volviendo a la exaltación con más fuerza que nunca— preparaos a sufrir mi venganza. Sois el obstáculo de mi dicha y os exterminaré a fin de realizar mis designios, aunque para llegar con Clara al altar tenga que cruzar ríos de sangre. ¡Ah! ¡Ya sé cómo!…
Y así diciendo traspuso la puerta y se dirigió frenético a la cala. Sus compañeros, recelando no sin razón algún inminente peligro, corrieron tras él con intención de detenerle.
Luís, capitaneando a los suyos, fue el primero en llegar a la bodega; pero el doctor, que acariciando su plan se había ocultado capciosamente, apenas vio a los hijos de Marte y a su sobrino en medio de la estancia, hizo girar el portón de la limpieza, y los diez y siete héroes desaparecieron en el espacio entre los gritos de las enamoradas doncellas y de Benjamín, que al ir en su seguimiento sólo alcanzaron a ser testigos de tan horrorosa catástrofe.
—¡Salvémonos! —fue la voz general, sin que nadie pensara en desmayarse ante la gravedad de las circunstancias. Y todos se abalanzaron a la escalera; pero Benjamín, apercibiéndose de que don Sindulfo trataba de cortarles el paso subiendo por otra escala espiral que había en el fondo, aconsejó a las tres cadavéricas mujeres que le esperasen allí; y trepando como un gamo por los salientes de la maquinaria, se introdujo por la claraboya del techo en el laboratorio, paró en seco el Anacronópete, interpuso previsoramente el aislador, descendió por el mismo conducto y, abriendo la puerta, abandonó con sus compañeras de infortunio aquel lugar de muerte antes de que el loco se apercibiera de su fuga.
La suerte les favorecía en medio de tantas contrariedades. Habían arribado a Pompeya.