RISTE, como la misma noche triste de Hernán Cortés en la víspera de la batalla de Otumba, fue la pasada a bordo del Anacronópete por los expedicionarios. Clara, la más digna de compasión sin duda, no hacía sino llorar y preguntarse, en su situación desesperada, qué delito había cometido para ser directa o indirectamente la victima expiatoria de todos los caprichos del destino inexorable. El tutor protestaba de su buena fe en las circunstancias presentes, puesto que su plan al acceder había sido burlar los designios del emperador emprendiendo la fuga; pero sus buenos propósitos, que no encerraban más que una mira egoísta, se estrellaban contra una fuerza mayor que los reducía a la inmovilidad contra todas las previsiones de sus cálculos científicos.

—Una solución de continuidad no es la causa de la paralización, puesto que las corrientes circulan sin impedimento; decía el sabio fundándose en las observaciones que él y su amigo habían hecho repetidas veces en el vehículo y sin sospechar que Benjamín pudiera hacerle traición.

—Me juego la cabeza de usted —argüía Juana a su señor— a que si llamamos a un herrero chino nos dice en seguida en qué consiste la atascadura del carro. ¡Vaya! Que han quedado ustedes lucidos delante de su majestad. Alumbre usted su inteligencia, hombre, ya que, según le ha probado a usted el emperador, lleva usted una fábrica de gas en su persona.

Don Sindulfo miraba a su amigo en demanda de consejo; pero Benjamín permanecía mudo como todo el que tiene sobre su conciencia algún delito de que no se arrepiente y cuya responsabilidad procura eludir con el silencio. Y en efecto, la culpa de aquella situación era exclusivamente del poliglota. Verdad es que él ignoraba los proyectos de Hien-ti sobre la parte masculina de la tripulación y confiaba en que un subterfugio cualquiera restituiría a Clara al Anacronópete a fin de escapar apenas terminase la ceremonia, pero la ciencia es tan egoísta que todo lo juzga anima vili cuando se trata de un experimento; y la idea de perder el secreto de la inmortalidad, si abandonaban la China del siglo III, podía más en él que las contingencias a que, si se quedaban, exponía a sus compañeros de infortunio. Así es que entrando el primero en el Anacronópete, como hemos visto, colocó capciosamente una jícara de porcelana entre los conductores del fluido y el volante, con cuyo aislador perdida la corriente eléctrica, el aparato dejaba de funcionar. Cada vez que don Sindulfo, sin sospechar la asechanza de su correligionario, verificaba con él un reconocimiento, Benjamín, afectando oficiosidad, se adelantaba y escabullía el pocilio con un hábil escamoteo, volviéndolo a ingerir en cuanto el sabio, convencido de que no había ningún obstáculo, pasaba adelante para poner en actividad el mecanismo.

Agotados todos los recursos técnicos se pensó seriamente en desertar; pero ni era posible realizarlo con éxito, toda vez que la guardia afecta a su servicio tenía la orden de no abandonar un instante a los viajeros sospechosos, ni aun suponiendo posible la evasión mejoraban su precaria suerte; pues advirtiendo su ausencia, poco habían de tardar en dar alcance a los fugitivos. Además existía otra razón poderosa para oponerse; y era que no podían abandonar el Anacronópete sin correr el riesgo de permanecer indefinidamente a más de mil seiscientos años de distancia de su edad; cosa que hubiera sonreído a don Sindulfo si las circunstancias locales le hubieran permitido realizar su desideratum de imponer a la pupila su conyugal yugo.

Tomóse pues la resolución de esperar a que la Providencia les enviara con la luz del nuevo día algún rayo de esperanza, y rendidos por la fatiga se recostaron en sus lechos.

La noche fue larga como de dolor: cada cuarto de hora el grito de los centinelas cortaba la monotonía del silencio interrumpido además a intervalos por unos golpes secos como los que da el martillo sobre el clavo. El ruido parecía subir de la cala y, temiendo alguna invasión de los celestiales, don Sindulfo y Benjamín bajaron a la bodega; pero aunque permanecieron allí más de quince minutos, no volvieron a oír los martillazos que no obstante se reprodujeron apenas restituidos a sus habitaciones.

—Es por este otro lado sin duda —exclamó Benjamín.

—Sí —interpuso el sabio—. Algún arco de triunfo que nos preparan.

Y absortos en sus pensamientos quedáronse ambos aguardando la aurora que no tardó en venirlos a saludar con una sonrisa que parecía feliz augurio de esperanza. Pero el día, sin detenerse en su carrera, seguía su curso no sólo desprovisto de todo medio de salvación, sino devorando en cada minuto una ilusión de los viajeros.

Al anochecer espiraba el plazo de las cuarenta y ocho horas prescrito por la ley para el luto nacional, y acto continuo la nueva emperatriz debía dirigirse al yamen a compartir el trono con el soberano.

Desde muy temprano fue visitado el Anacronópete por la servidumbre de Hien-ti, que, con opíparos manjares, ricos presentes y trajes de boda, a la usanza china, para todos los expedicionarios, estaba presidida por King-seng, maestro de ceremonias de la corte y joven simpático, de gallarda apostura, a quien todos otorgaron una preferencia espontánea, no sé si por el sello de tristeza que llevaba en el semblante o por las atenciones que guardaba a los cautivos.

Por fin al declinar la tarde llegaron las esclavas y los eunucos encargados de vestir y aderezar el tocado, así de la contrayente como de su séquito, lo que quería decir que la hora había sonado de abandonar toda esperanza. La desesperación, último baluarte del impotente, se apoderó de los expedicionarios. Clara y Juanita abrazadas en un rincón se resistían heroicamente a entregar sus cuerpos a aquel para ellas fúnebre atavío. Don Sindulfo con los ojos extraviados incitaba a su amigo a que protestase de aquella violencia en el idioma de Confucio, como él lo hacía en el más enérgico aragonés. Benjamín, sin arrepentirse de lo hecho, empezaba a experimentar cierta compasión por sus correligionarios; y todo era lamentos, confusión y desorden cuando el maestro de ceremonias, mandando salir del laboratorio a la servidumbre y tomando aparte a los viajeros:

—Desgraciados —les dijo— no temáis; yo os salvaré.

Júzguese de la sorpresa y de la alegría de los cuatro ante las palabras de King-seng, cuya traducción les iba haciendo Benjamín. Clara le estrechaba las manos, don Sindulfo le daba gracias en latín por si las humanidades hablan llegado hasta el celeste Imperio, y Juanita le largó un abrazo a la usanza de Pinto que casi lo derriba.

—Silencio, imprudentes —prosiguió el ángel tutelar de los desahuciados—. Evitad que nos oigan. El emperador os ha tomado por Tao-ssé venidos a Ho-nan para renovar las luchas de los gorros amarillos y se propone exterminaros apenas verificada la ceremonia nupcial. Esta boda no la lleva a cabo más que para saciar un grosero apetito, toda vez que una ley reciente le prohíbe aumentar el número de sus concubinas.

—¡Qué horror! —balbucearon los reos.

—Sí; pero aquí estoy yo que lo sé todo.

—¿Cómo? —inquirieron los circunstantes estrechando el grupo.

—Hace como diez lunas que llegó de occidente un hombre fugitivo. Oculto en Honam encontró medio de ponerse en contacto con la emperatriz Sun-ché, la esposa mártir del opresor. Lo que la dijo lo ignoro; pero la augusta señora, que me honraba con sus confidencias, me dio a comprender que aquel hombre era el que en sus apotegmas dice Confucio que traería de Occidente la revelación de su doctrina y que, en efecto, le había ofrecido la inmortalidad.

—¡La inmortalidad! —repitieron todos escuchando con interés creciente un relato que justificaba la monomanía de Benjamín.

—Si —prosiguió King-seng—; para ella y para los suyos. La emperatriz me encargó de crear prosélitos y ordenó al misterioso personaje que hiciese venir de sus apartadas regiones algunas familias que alimentaran y propagasen sus luces. Vosotros sois sin duda los primeros en acudir al llamamiento y yo os brindo con mi protección.

La oferta tenía demasiada importancia para que nadie se atreviera a destruir la suposición del maestro de ceremonias; así es que viendo en ello su salvación, se convinieron en seguirle la corriente, y sobre todo el poliglota que tocaba la meta de sus aspiraciones.

—¿Y ese occidental dónde encontrarle? —preguntó Benjamín.

—La desgracia os persigue —adujo King-seng—. Ha muerto.

—¡Muerto! —exclamaron todos fingiendo una profunda aflicción.

—Pero vosotros proseguiréis su obra. Hace dos días el emperador, que ya miraba a su esposa con malos ojos por creerla sectaria de los Tao-ssé, sorprendió al extranjero en conferencia con la emperatriz; y al oír que la brindaba con la inmortalidad, acabó por convencerse de que ambos pertenecían a la secta de los embaucadores. Tsao-pi, su primer ministro y jefe del partido de los letrados, pidió venganza; y, mientras el occidental era aserrado en la plaza de las ejecuciones, anunciábase al pueblo, para el que es un arcano cuanto en palacio ocurre, que Sun-ché había sucumbido repentinamente; pero la infeliz había sido enterrada viva en las mazmorras del yamen por orden de su despiadado esposo.

—¡Qué inhumanidad! —arguyeron los oyentes a excepción de Benjamín que parecía absorto en profundas reflexiones.

—La indignación ha dado un grito en el pecho de todos los parciales de la emperatriz, que aún es posible que exista, porque ese género de muerte es lento. Pero animada o cadáver la sacaremos de su tumba, para lo cual, mis secuaces reunidos, harán que estalle la rebelión mientras se celebre el banquete nupcial. Vosotros desechad todo temor; yo me encargo de protegeros con mis tropas; pero disponeos al ceremonial secundando así mis planes, pues la menor sospecha puede perdernos. Confiad en la gente que he traído para vuestro servicio. Me obedecen con absoluta abnegación. Andad, que la hora avanza.

La idea de una lucha con resultados desconocidos no era en verdad halagüeña para gentes pacíficas, ajenas a los intereses del imperio; pero su situación particular se presentaba tan erizada de peligros insuperables, que no titubearon en decidirse por el término del dilema que les ofrecía alguna probabilidad de éxito.

Llamada la servidumbre dejáronse ataviar con todo el esplendor debido a su rango, y aun sazonada estuvo la tarea con algunos chistes, pues no hay que olvidar que eran españoles los que corrían tamañas contingencias.

Concluido el tocado, un ruido infernal de tamboriles, címbalos y el obligado gong o campana china, además de multitud de linternas de caprichosa estructura que por los abiertos discos divisaron, les anunció que la comitiva imperial llegaba a las puertas del Anacronópete, donde se detuvo, pues el ritual prescribe que no se invada el domicilio de la virgen.

—Adelante —exclamó King-seng tomando de la mano a Clara para conducirla a la litera en nombre del emperador.

—¡Adelante! —gritaron todos poseídos del entusiasmo que infunde la esperanza.

Y atravesando estaban la bodega para ganar el portón, cuando unos golpes secos y repetidos obligaron al séquito a pararse en medio de la estancia.

—¿Qué es ello? —preguntó el maestro.

—¿No habéis oído? —repuso Benjamín.

—Sí. Parece que alguien llama.

Y como todos prestasen atención, los golpes se reprodujeron con mayor insistencia.

—¿No advertís? —hizo notar Clara—. Resuenan por este lado.

—En la caja —añadió Juanita consultando con los ojos al anticuario.

—¡Cómo! ¿En la de la momia? —balbuceó don Sindulfo tan asombrado como sus compañeros.

En esto, Benjamín que había permanecido en la actitud de la meditación:

—Sí; eso es —articuló dándose un golpe en la frente.

—¿El qué? —prorrumpieron todos en coro.

—Que retrogradando hemos llegado al período en que la emperatriz aún vivía, si bien enterrada, y mi momia no es sino la desgraciada consorte del emperador Hien-ti.

Y dirigiéndose estaba ya al sarcófago, cuando un nuevo golpe más formidable que los otros hizo saltar los goznes de la caja, y una hermosa mujer en toda la lozanía de la juventud salió de aquel lecho de muerte.

—¡Sun-ché! —gritaron todos los chinos reconociéndola y prosternándose ante la maravillosa aparición.

—¡La emperatriz! —repitieron los atónitos expedicionarios.

Juanita no decía nada; pero en conciencia empezaba a sospechar que los sabios no eran tan estúpidos como ella se figuraba.