L espectáculo de tantas maravillas acumuladas no pudo menos de sacar de su estupor a Clara y a Juanita; especialmente a la última que, si bien no logró reconquistar su buen humor, empezó a hacer uso de la palabra.

—Oiga usted —preguntó dirigiéndose a su amo—. ¿Pues no dicen que los chinos llevan coleta? ¿Cómo es que estos son rabones?

—Porque los celestiales —le contestó don Sindulfo— conservaron su integridad capilar hasta el siglo XVII en que, vencidos por los tártaros mandchures, éstos les obligaron a dejarse crecer en la cabeza un como rabo de perro en señal de esclavitud.

—Me lo estudiaré —dijo gravemente la de Pinto, sentándose a una indicación del calado.

Terminado el ritual de las salutaciones, el emperador interrogó a los viajeros acerca de su origen y del objeto que los conducía a su presencia; a lo que Benjamín respondió que eran habitantes de la región occidental; que vivían en una época mil seiscientos años posterior a la suya, y que, poseedores del secreto de retrogradar en los siglos, acudían a Ho-nan para inquirir el principio de la inmortalidad predicado por los Tao-ssé y poder, perfeccionándolo, abrir al hombre las puertas del porvenir como ya le tenían abiertas las del pasado.

Hien-ti cruzó con su valido una mirada de inteligencia. Para ellos era indudable que los excursionistas pertenecían a la secta derrotada de los embaucadores que con tan inverosímiles relatos trataban sin duda de alucinar a la corte y al pueblo, para renovar las luchas de los gorros amarillos. Su sentencia de muerte estaba tácitamente dictada desde aquel instante, si bien el arrobamiento con que contemplaba las facciones de ambas doncellas parecía presagiar en su favor una conmutación de la pena capital.

—¿Y qué pruebas podéis aducir que nos den testimonio de vuestra veracidad? —adujo el monarca a fin de conocer los subterfugios de que los impostores pensaban servirse para cohonestar sus afirmaciones.

—Señor —repuso Benjamín—. Tarea fácil ha de sernos la de convencer a V. M. con sólo presentarle alguna pequeña muestra de los progresos operados por la civilización en los diez y seis siglos que nos separan, y de que tan buen uso puede hacer el imperio, ya apropiándose los realizados en otras naciones, o ya anteponiéndose en su descubrimiento a los que, en centurias muy posteriores a la que atravesamos, llevó a cabo la China.

—En efecto —dijo Hien-ti con una sonrisa de incredulidad—. Si la cosa es como aseguras, bien merece tomarse en cuenta. Haznos admirar esas maravillas de la civilización.

Benjamín no se hizo repetir la orden; y, echando mano a un saquito de noche que a prevención llevaba provisto de multitud de zarandajas, empezó a vaciarlo con el orgullo de un hijo del siglo XIX que, engreído con las conquistas de su época, cree poder burlarse impunemente de sus antecesores, a quienes, después de todo, debe la base de unos conocimientos que él no ha hecho las más veces sino perfeccionar.

—Aquí tenéis —dijo exhibiéndolo con paternal solicitud— un vaso de bronce, imitación del ánfora griega. Sustancia fusible desconocida en vuestro imperio, cuyas aplicaciones os será grato saber.

—Poco a poco —replicó el emperador cortándole el discurso y llevando a Benjamín a una puerta, ante cuyas antas se erguían dos colosales jarrones del mismo metal.

—¡Cómo! —preguntó el políglota aturdido—. ¿No sólo tenéis idea de Ja fusión sino que sabéis aplicarla a trabajos artísticos monumentales?

Hien-ti no pudo reprimir una carcajada; y poniendo el dedo sobre unos caracteres chinos que por los adornos corrían:

—Lee aquí —añadió.

El atribulado viajero dio un paso atrás, producido por el asombro, al ver sobre el cuello del vaso esta máxima: A fin de mejorar tu condición purifícate cada día; lema perteneciente a todos los enseres del uso del emperador Chang fundador de la segunda dinastía, y de cuya autenticidad no dejaba duda el sello de su reinado que campeaba en el centro.

—Señores —gritó Benjamín dirigiéndose a los suyos—. Estos jarrones han sido fundidos en el año 1766 antes de la era cristiana.

—De modo —interpuso el tutor— que según nuestra cuenta, tienen de existencia casi treinta y seis siglos y medio.

Mordiéndose los labios por despecho arqueológico estaba aún Benjamín, cuando descubriendo, a través de la pedrería que lo ocultaba, el fondo del cortinaje:

—¿Qué es esto? ¿También os es familiar el arte de tejer la seda?

—Tu ignorancia me asusta —le contestó el calado—. ¿No sabes que ese descubrimiento tuvo lugar en el año sesenta y uno del reinado de Hoang-ti, época en que dan principio para los letrados los tiempos históricos de la China y el ciclo de sesenta años divididos éstos en 365 días y 6 horas, base de nuestro cómputo?

—Y apuesto —dijo Juanita al oír la traducción— que ese don Juan Tic era ya viejo en tiempo de Jesucristo.

—Como que floreció 2698 años antes —replicó don Sindulfo.

—Lo que yo decía; contemporáneo de usted.

—Pase por el bronce y vaya en gracia la seda —insistió Benjamín, que no se acomodaba a ser vencido en el certamen—. Pero a fe que esto no sabrá V. M. para lo que sirve.

Y desdoblando un papel presentó al emperador una brújula.

Hien-ti se sonrió con el ministro; y, conduciendo al políglota a una ventana que sobre el río caía.

—¿Ves esos barcos? —le preguntó.

—¡Con casco de hierro! —exclamó el interpelado atónito, pudiendo distinguir las planchas del forro a través de la luz crepuscular.

—Sí; hace ya seiscientos años que no nos servimos de los buques de madera; y más de doce siglos que hacemos uso en ellos de ese aparato que tú nos presentas como una maravilla y cuya invención sabe el cielo a quién pertenece.

Absortos estaban los dos sabios sin acertar a darse la explicación de lo que veían, cuando un confuso tropel de gente que, gritando para abrirse camino, precedía a unos carromatos de extraña forma, les sacó de su atolondramiento.

—¿Qué ocurre? —inquirió don Sindulfo.

—Nada importante —repuso Tsao-pi—. Algún incendio. Eso son las bombas que van a sofocarlo.

—¡Las bombas! —prorrumpieron todos.

—Que le echen a usted un roción —dijo la de Pinto a su amo—; a ver si le calman a usted esos ardores de la juventud.

—Pero esa invención —añadió Benjamín oponiéndose aún a la evidencia— como la de los pozos artesianos, la porcelana, los puentes colgantes, los naipes y el papel moneda, no datan en China, según nuestros historiógrafos, sino de los siglos octavo al trece, y estamos a principios del tercero. Pues si bien es cierto que el sabio sinólogo Estanislao Julien comunicó en 1847 a la academia de ciencias de París la fecha de ciertos descubrimientos de los chinos, las épocas que cita parecen tan fabulosas que el orgullo europeo se resiste a aceptarlas.

—¿Y qué dice de nosotros ese buen señor?

—Supone que en el siglo X de nuestra era ya poseíais el grabado y la litografía.

El emperador por toda respuesta le enseñó su retrato y el de su difunta, que, hechos por ambos procedimientos, pendían de los muros con siete siglos de antelación a la hipótesis de Julien.

—¿Y qué más refiere? —añadió Hien-ti.

El políglota, bajando la voz, repuso:

—Que en el siglo XI erais dueños de la maravillosa invención de Gutenberg.

Y así diciendo le alargó un periódico al monarca, explicándole al propio tiempo la misión que venía a llenar la prensa periódica.

—¡Ah! Sí. Mi predecesor trató de permitir la publicación de una gaceta con el fin de que todos sus vasallos pudieran convertirse en censores de los abusos del poder; pero en vez de utilizarla ellos como instrumento de censura, la convirtieron en palenque de diatribas e insultos, y fue preciso derogar la autorización y limitar el permiso de imprimir a la publicación de nuestros libros sagrados.

E hizo ver a los viajeros un ejemplar de los apotegmas de Confucio que, ricamente encuadernado, yacía sobre un velador.

Los dos sabios se abalanzaron a él con hidrofobia bibliómana; pero las sombras de la noche eran ya tan espesas que no lo hubieran podido examinar si Tsao-pi, dando la orden de encender las luces, no hubiera mandado entrar a unos esclavos que con unas esponjas, empapadas en cierta substancia inflamable, llenaron de claridad el recinto con sólo aplicar la llama a unos mecheros salientes en el muro.

—¡Gas! —fue el grito unánime.

—Sí, gas —dijo tranquilamente el emperador.

—¿Pero de dónde lo extraen?

—Del seno de la tierra; de las materias fecales, cuyas emanaciones conducimos a donde queremos merced a unos tubos subterráneos.

—Eso también lo dice Julien; pero se lo atribuye al siglo VIII. No os admire, señor, nuestra extrañeza; pues aunque teníamos vagos indicios de vuestros adelantos, son estos tales y tan en abierta contradicción con la decadencia y el atraso de la China del siglo XIX, que no nos atrevíamos a dar crédito a la civilización del pasado por el estacionamiento y hasta retroceso del presente.

—Todas las naciones que alcanzan un gran desenvolvimiento, suelen ver desaparecer su grandeza, que utilizan otros estados nacientes —arguyó Hien-ti, no creyendo prudente, en razón de los planes que abrigaba, decir a los viajeros que eran unos impostores vulgares que querían hacer pasar por prodigios de supuestas edades futuras las nociones más rudimentarias de la ciencia practicada a la sazón.

—¿De modo que habrá que tomar por artículo de fe el aserto de Julien que, con la tinta y el papel de trapo, coloca la pólvora entre los descubrimientos del siglo segundo, anterior a Jesucristo?

—¿La pólvora?

—Sí. Esa composición de setenta y cinco partes de sal de nitro con quince y media de carbón y nueve y media de azufre, atribuida en la Edad media al monje alemán Schwartz, y que el sinólogo en cuestión cree que fue introducida en Europa, de la China, donde el nitrato de potasa lo da ya preparado la naturaleza.

—Como no te refieras a los cañones, no sé qué quieres decir. A ver si es esto.

Y tomando el emperador de una panoplia una flecha embadurnada dé un polvo negro (que no era otra cosa sino pólvora), a cuyo extremo inferior había un cohete amarrado, prendió fuego a la corta mecha que de este pendía, apoyó el rehilete en la cuerda del arco y disparándolo por la ventana se incendió en el espacio como una lengua de fuego, acrecentando su marcha con la nueva fuerza impulsiva que le prestaba la explosión del petardo en la atmósfera.

El monje alemán quedó relegado desde aquel momento a la categoría de los seres fabulosos.

—No dudo —prosiguió Hien-ti— que todos estos procedimientos se perfeccionarán con la marcha de los siglos; pero ya veis que esencialmente no podéis enseñarnos nada nuevo; y la prueba es que venís a nuestros dominios en busca del secreto de la inmortalidad que se tiene por dogma entre los sectarios de los espíritus del celeste imperio. Pues bien; no quiero que vuestro viaje sea infructuoso. Yo os descubriré ese arcano con una condición.

—¿Cuál?

—Ayer he perdido a la emperatriz mi compañera; las leyes me autorizan a tomar nueva esposa transcurridas que sean las cuarenta y ocho horas del luto nacional. Mañana vence el plazo. Concededme que comparta el trono con esta linda joven.

Y acompañando la acción a la frase puso entre las suyas la mano de Clara que, asustada, la retiró, pidiendo que la explicaran tan brusca acometida. La traducción que Benjamín les hizo de la exigencia del monarca sublevó a la pupila y exasperó a don Sindulfo, que en vano había puesto en las autoritarias leyes del imperio la esperanza de ser el esposo de su sobrina.

—Dígale usted que no se ha hecho la miel para la boca del asno —argumentaba la maritornes. Y todos, menos el políglota, se disponían a protestar tumultuosamente, cuando la idea de poder perder la vida si se obstinaban en rehusar, sugirió a don Sindulfo un plan conciliador.

—Finjamos ceder —dijo por lo bajo a los suyos—; y una vez restituidos al Anacronópete, a donde pediremos que se nos conduzca para disponer los trajes de ceremonia, nos ponemos en movimiento y que nos echen galgos.

Las muchachas asintieron a la proposición; pero Benjamín se resistía porque la fuga le privaba del secreto de la inmortalidad tan codiciado. Sin embargo, no tardó en avenirse aparentemente, pues abrigaba el proyecto que más tarde se verá.

Entre tanto el emperador organizaba con su ministro la manera de desembarazarse de los embaucadores, en cuanto la autoridad del jefe de la familia (tan ineludible en China para el matrimonio) le concediese el honor a que aspiraba.

El ritual chino prescribe que la novia quede en su casa hasta que la comitiva nupcial vaya en su busca para transportarla a la del marido. Determinóse, pues, que los viajeros volviesen a su morada de donde al día siguiente por la noche iría a sacarla el cortejo imperial.

Despidiéronse todos de Hien-ti y de su ministro; y,

acompañados de una guardia de honor, para custodiar exteriormente el Anacronópete, y de multitud de esclavos cargados de provisiones y presentes, se encaminaron los anacronóbatas al vehículo cuya puerta abrió Benjamín entrando en él el primero.

En cuanto los servidores se hubieron retirado y los centinelas esparcido por los alrededores del coloso, a distancia respetuosa, don Sindulfo tocando el regulador y soltando una carcajada:

—No dirán que no los engañamos como a chinos —exclamó.

Pero de pronto quedóse pálido; el engañado era él. El aparato eléctrico no funcionaba. Estaban reducidos a prisión.