IENTE como un bellaco el refrán, cuando asegura que no hay mal que dure cien años; pues sus diez y seis centurias bien contadas se pasó don Sindulfo en el lecho del dolor, desde que arrojó a los hijos de Mahoma en el espacio y a los de Marte en la nada, hasta que el Anacronópete se posó en los alrededores de Ho-nan, capital a la sazón del imperio chino.

En los tres días y medio que duró el viaje, Benjamín, aprovechándose del sopor del sabio y del sueño de las muchachas, hizo sus correspondientes altos y salió sigilosamente del vehículo para proveerse de las indispensables municiones de boca; pues ya hemos visto que las que a bordo llevaban eran inútiles. El primer festín se lo debió a la piadosa munificencia de la reina Isabel la Católica; y por cierto que estuvo a punto de costarle la vida porque llegado al campamento de San-ta-Fe, donde el ejército castellano se desesperaba ante la tenaz resistencia de los moros de Granada, fue tomado por espía de Boabdil, a lo que contribuía no poco el extraño disfraz que para aquella época constituían su americana y sus pantalones con boca de trabuco. Afortunadamente el políglota no perdió la serenidad; y acordándose de lo beneficiosos que podían serle los conocimientos adquiridos en la cátedra de historia, pidió ser conducido a presencia de la reina a fin de hacerle revelaciones importantes. Acompañada estaba doña Isabel de su esposo don Fernando, del cardenal Ximénez y de sus primeros capitanes; y todos, menos la augusta señora, sostenían el parecer de levantar un sitio en que se enterraban la paciencia de los sitiadores y los fondos del erario, cuando Benjamín haciendo irrupción en la tienda:

—¿Qué es levantar el sitio? —exclamó con alientos de profeta.

E inclinándose al oído de la reina añadió en voz baja:

—Hoy 2 de Enero de 1492, día de viernes, como aquel en que el Redentor de los hombres derramó en el Calvario su preciosa sangre, y a las tres, hora precisa en que el Verbo encarnado exhaló su postrer suspiro, el pendón de Santiago y el estandarte real ondearán en la torre de la Alhambra.

Doña Isabel palideció; los cortesanos que la rodeaban, recelando algún desafuero, echaron mano a sus espadas; y no lo hubiera pasado muy bien el maestro de lenguas si los añafiles moros mezclándose con la trompetería cristiana no hubieran traído con sus ecos una pausa salvadora.

—¿Qué ocurre? —preguntó el rey al ver aparecer en la tienda al conde de Cifuentes llevando en el semblante impresa la alegría.

—Ocurre, señor —dijo el noble caballero— que Boabdil acaba de rendirse; y que para que los vencedores puedan entrar en Granada con entera seguridad, el vencido envía en rehenes al campo de Castilla a sus hijos con seiscientos hombres de armas al mando de dos de sus más esclarecidos jefes.

Un grito de asombro se escapó de todos los pechos.

—¿Quién eres tú? —preguntó la reina casi prosternándose atónita ante el que en su fe bendita tomaba por aparición celeste.

—Un pobre mortal —respondió Benjamín— que os pide por toda recompensa que le dejéis seguir libremente su camino suministrándole un bocado de pan con que aplacar su hambre.

Tan limitada exigencia acabó de ratificar el juicio que doña Isabel formara del profeta; y sin atreverse a insistir en premiarle con dádivas humanas, ella por sus propias manos le aderezó unas alforjas henchidas de rico jamón de las Alpujarras y rebosando de pan del mejor candeal de Castilla, amen de una cantimplora de vino de Aragón del que, para el servicio de la mesa de don Fernando, custodiaban en el repuesto los despenseros de campaña.

Ya se disponía Benjamín a abandonar la tienda, cuando la soberana llamándole aparte y con las manos cruzadas en ademán de súplica:

—¿Qué puedo hacer —le dijo— para felicidad de mis vasallos y esclarecimiento de mi trono?

—Dad oídos, señora —le contestó el políglota— a un genovés que vendrá a ofreceros un mundo.

—¿A Colón? —preguntó la reina admirada—. Ya le he visto; pero si aseguran que es un loco! Además, mi tesoro está exhausto.

—Vended vuestras joyas si es preciso. Él centuplicará su valor creando vicios para la humanidad.

Y así diciendo entregó a la reina una breva de Cabañas a la que la pobre señora daba vueltas entre sus dedos sin explicarse su virtud.

—¿Y qué es esto? —se resolvió a inquirir al cabo.

—¡Humo! —exclamó Benjamín, y desapareció.

Y en efecto, dos años después, corriendo en busca de otro rumbo para las Indias orientales, volvía Colón de América con un nuevo mundo para España y una infinidad de estancos para las viudas de militares pobres.

El segundo descenso que en busca de vitualla hizo Benjamín a la tierra, veinte horas más tarde o sea en las postrimerías del siglo XI no ofreció nada de notable. No así el que después de un período equivalente verificó en el año 696 a la ciudad de Rávena al declinar la tarde de un domingo.

Esta villa, como saben todos, era a la sazón la residencia de los exarcas que dirigían los destinos de la parte de Italia sometida al poder de Bizancio. Gobernada por las instituciones municipales del Bajo-Imperio, estaba distribuida en escuelas para las milicias urbanas; pero una bárbara costumbre tenía allí lugar. Los días de fiesta, jóvenes y viejos, niños y mujeres, cualquiera que fuese su condición, salían de la ciudad y, divididos en bandos, se libraban a unas pedreas de que resultaban siempre heridos y muertos. Gozoso volvía Benjamín de un convento en que, gracias a los harapos de mendigo que se había colgado, recibiera abundantes provisiones; y dirigiéndose iba hacia su vehículo, cuando una desaforada gritería y una multitud de gente que avanzaba en precipitada fuga le dieron a comprender, compulsando fechas y según lo que en Agnelli había leído, que atravesaba aquel histórico momento en que los de la puerta Tiguriana, vencedores de los de la poterna de Sommovico, los persiguieron hasta dar cuenta de la mitad del opuesto campo.

—Esto no reza conmigo —dijo para su capote el viajero, y se echó a correr a campo traviesa; pero los guijarros llovían con tal profusión que a fin de acelerar su marcha no titubeó en apoderarse de un burro lombardo que pacía en una pradera y cuyos lomos oprimiendo sacó al escape. Desgraciadamente una piedra salida de una honda tiguriana hirió con tan mala suerte a su cabalgadura que, dándole de lleno en un corvejón, le rebanó la pata por entero sin que al reponerse de la caída pudiera el jinete dar con el miembro mutilado que deseaba conservar como recuerdo de aquel drama cuyo fin, según diremos de paso, fue el siguiente: Vencidos los de la poterna simularon una reconciliación; e invitando a un festín a los de la escuela Tiguriana, los degollaron a todos arrojando sus cadáveres en las cloacas. Los traidores fueron ahorcados, sus muebles consumidos por el fuego; y, allanadas sus viviendas, el área en que se alzaban fue conocida en adelante con el nombre del barrio de los asesinos.

Restituido milagrosamente Benjamín al Anacronópete, compartió su pitanza con Clara y con Juanita que desde la desaparición del ejército no salían de su cuarto en el que la aflicción las tenía relegadas; propinó algunas yerbas saludables que había cogido para don Sindulfo y emprendió su marcha hacia el celeste imperio. Pero al abrir su armario para hacer unas apuntaciones en el diario de bordo ¿qué creerán mis lectores que encontró dentro? Pues nada menos que la pata del burro hirsuta y sanguinolenta ocupando en el casilicio el lugar del famoso hueso que el desgraciado comprara en Madrid a peso de oro tomándolo por una canilla de hombre fósil descubierta en las inmediaciones de Chartres.

Por fin sonó el año 220 en el cuadrante del tiempo relativo y, haciendo alto el coloso en los arrabales de Ho-nan, la esperanza de hacerse dueño del secreto de la inmortalidad borró el desengaño antropológico de que jamás hizo mención Benjamín a sus compañeros de viaje.

Repuesto ya don Sindulfo de su acceso, aunque con la razón no muy conforme, como se verá por el curso de los acontecimientos, y entregadas las muchachas a esa obediencia pasiva que es la indiferencia del dolor, dispusiéronse todos a penetrar en la corte de Hien-ti, no sin que previamente cohonestara el políglota la desaparición de las francesas con una insurrección a bordo que le había puesto en el caso de desembarcarlas según sus deseos.

Nadie le hizo observación alguna sobre el particular.

Clara y Juanita sentían el corazón muy lacerado para ocuparse de otra cosa que de su desgracia, y el sabio por su parte, silencioso como un marmolillo, sólo tenía puesta su imaginación en su proyecto, que era desembarcar en una época de oscurantismo y de autocracia donde la arbitrariedad de las leyes le permitiera obligar a su pupila a llamarse su esposa.

La ciudad estaba desierta. La primera emperatriz habla fallecido la noche antes, y el luto nacional, según el edicto del emperador, prohibía a todo hijo del celeste Imperio salir de sus viviendas ni abrir puertas ni ventanas en el transcurso de cuarenta y ocho horas.

Llegados los viajeros a los muros de Ho-nan e interrogados por el jefe de la guardia acerca de sus designios, Benjamín, que era el intérprete de la expedición, le expuso sus deseos de ser recibidos en audiencia por el emperador Hien-ti. El traje de los excursionistas, los rasgos fisonómicos de la raza europea, la vigilancia que se le tenía prescrita y la sospecha de que los anacronóbatas pudieran ser sectarios de los Tao-ssé, tan perseguidos a la sazón por el partido de los letrados dueños del poder, hicieron parar mientes al oficial, y creyendo servir con ello la causa de su monarca, dispuso que, escoltados por su gente y con los ojos vendados, fueran conducidos a la presencia del emperador.

Obtenida la venia del monarca, los viajeros, no sin gran susto aunque tranquilizados por la erudición de Benjamín que se esforzaba en persuadirles de que en la conducta del jefe de guardia no había malevolencia sino cumplimiento del ritual observado en la corte china, se encontraron delante de Hien-ti.

Era este soberano un hombre corrompido, de condición viciosa, en quien la sed de placeres no bastaba a saciar el insultante lujo de que se rodeaba a costa de sus abyectos vasallos. El palacio o yamen que habitaba y del que tomó copia el príncipe Tchao para construir el suyo en un siglo más tarde, era de una suntuosidad indescriptible. En sus muros no se veía sino mármol y en sus techos resbalaban los rayos del sol sobre la tersa superficie de los barnices y las lacas. Las campanillas que colgaban de los cornisamentos eran de oro; de plata las columnas que sostenían el entablamento, y toda suerte de piedras preciosas esmaltaban los cortinajes que cubrían las puertas.

Las más hermosas mujeres, así de la clase mandarina como de la plebe, lo habitaban con más de diez mil personas que entre astrólogos y artistas formaban el séquito del emperador. Mil doncellas montadas en corceles ricamente enjaezados le servían de guardia y le acompañaban en sus excursiones, cuando no se hacía llevar en un ligero carruaje tirado por corderos adiestrados que se paraban allí donde una de las cinco mil actrices destinadas a la voluptuosidad de Hien-ti, ofrecía a los rumiantes pastos frescos para detener su carrera y lograr la insigne honra de que el monarca se reposase en sus brazos.

Apenas los viajeros se presentaron en la estancia en que los aguardaba Hien-ti, éste no pudo reprimir un movimiento de sorpresa, arrancado por la hermosura de Clara. Dominándose no obstante por el decoro que le imponía su condición de viudo, contentóse con cruzar una mirada de inteligencia con su primer ministro Tsao-pi; quien a su vez, y tal vez por adulación hacia su amo, hizo un gesto significativo contemplando a Juanita como quien dice: «Pues esta otra tampoco me parece a mi costal de paja».

Nos llevaría tan lejos la descripción del ceremonial empleado en la entrevista y el extraño estilo usado por los interlocutores que, para dar una idea de ambos, haremos un resumen de lo que el historiador Cantú y otros sinólogos cuentan sobre el particular; advirtiendo de paso que estos usos siguen practicándose hoy en China casi en absoluto, pues sabido es que el estacionamiento constituye la base de su carácter.

«La cortesía artificial de los chinos —dicen los que de relatar estas ceremonias se han ocupado— se manifiesta en todos sus actos, en sus visitas sujetas a reglamentación, en el modo de colocarse en ellas según la categoría, en su manera de andar y en sus interminables cumplimientos. Jamás emplean el yo personal en la conversación; dicen, sí, vuestro criado; o si el rango lo exige, vuestro indigno y humilde esclavo. No dirigen la palabra a nadie sin tratarle de muy noble señor. Su país es vil, miserable y abyecto, lo mismo que sus presentes por suntuosos que los hagan; al paso que cuanto pertenece al señor a quien hablan es digno de la consideración más elevada. En sus visitas todo esta prescrito por el código de la etiqueta, que tiene fuerza de ley, y el que descuidase la menor de sus prescripciones inferiría al otro un insulto, quedaría deshonrado y hasta se haría acreedor a un castigo. Los embajadores europeos quedaban antes sometidos a cuarenta días de aprendizaje y eran examinados por el tribunal de los ritos; transcurridos los cuales, si cometían algún yerro ante el emperador, eran responsables de él sus institutores».

«Cuéntase que un duque de Moscovia rogó al emperador en sus credenciales que dispensara a su enviado si, falto de práctica, caía en alguna falta venial; y que el Hijo del cielo dando sus pasaportes al plenipotenciario, contestó en estos términos al soberano moscovita: Legatus tuus multa fecit rústice».

«Pero no es solamente en la corte donde se procede así; todo chino que desea hacer una visita a otro, sea letrado o mercader, hace presentar por el criado que le precede una tarjeta (tie tsée) con su nombre y sus cumplidos, en la que se lee por ejemplo: El amigo tierno y sincero de su señoría, o el discípulo perpetuo de su doctrina se presenta para hacerle su reverencia hasta el suelo.

»Si el visitado le recibe, la silla o litera entra a través de los patios hasta la sala de recepción. Llegado a ella el ceremonial marca uno por uno los saludos que deben hacerse, las conversiones a derecha y a izquierda, las cabezadas, la súplica de pasar el primero y el no aceptarlo, la reverencia que el amo de la casa tributa al sitial destinado al huésped que éste no ocupa sin que aquel le limpie antes el polvo con sus vestidos. Siéntanse por fin con la cabeza cubierta, pues lo contrario sería irreverente, y empieza la conversación cuidando mucho de llamarse viejos, refinamiento exquisito de amabilidad y buena educación. En seguida se sirve el té para el cual hay también su manera de ofrecerlo, de aceptarlo, de llevárselo a la boca y de devolvérselo al criado. Al despedirse, media hora bien contada se pierde en palabrería vana de la que tienen a provisión un buen repuesto. Si uno dice una galantería, fei sin responde el otro, es decir: Prodiga usted su corazón. El menor servicio le vale a uno un Siepu-tsin. (Mi gratitud no puede tener fin.) Favor pedido va siempre acompañado del indispensable te-tsuiQué gran pecado tomarme tamaña libertad!) La alabanza no se recibe sin protestar Ki can. (¿Cómo poder creerlo?)

Y el postre de toda comida es esta frase del anfitrión: «Yeu-mau, tai-man. (Mal te hemos recibido, mal te hemos tratado.)»

«El amo de la casa sale a la puerta para ver subir en la silla a su amigo. Este asegura que no lo hará nunca en su noble presencia: y después de un canje de instancias y de negativas, aquel se retira y el otro se mete en la litera; pero aún no se ha sentado cuando el primero llega a la carrera para desearle feliz viaje. El huésped le devuelve sus saludos, insiste en no marcharse sin que el amigo se retire, y aunque el amigo dice que allí permanecerá clavado hasta perderle de vista, el buen tono aconseja que al cabo sea él quien después de muchas dificultades ceda y se aleje. Parte el huésped, y apenas ha dado unos pasos, cuando el que lo recibió sale a la puerta para darle el adiós último al que el otro responde por gestos sacando la cabeza por la ventanilla; hasta que al fin logra llegar a su casa, y a los dos minutos un criado del anfitrión viene a enterarse de su salud de parte de su amo, a darle las gracias por su visita y a hacer votos para que se repita en breve».

Enterados de estas minuciosidades, demos cuenta en nuestro estilo usual de la interesante entrevista que los cuatro viajeros tuvieron con el emperador Hien-ti y con su primer calado, en el palacio de la corte de Ho-nan.