L día 14 del noveno mes del año 604 (antes de J. C.) en la aldea de Li, estado feudal de Tsou, hoy provincia de Hou-nan, nacía con los cabellos blancos después de ochenta y un años de gestación (al decir de sus sectarios) el gran metafísico de la China, apellidado por esta circunstancia Lao-tseu o sea el viejo niño.

Hasta su aparición, la filosofía más remota del Celeste Imperio estaba reducida al Y-King, enciclopedia puesta en orden por Fo-hi, en quien los historiadores creen reconocer a Noé después que salió del Arca e hizo su viaje a la provincia de Xen-si cerca del monte Ararat en la parte opuesta de la Bactriana. Su fundamento es enseñar el origen de las cosas y las transformaciones sufridas en el curso de las edades. Dios es considerado en ella como la piedra angular sobre que todo descansa. Es a un tiempo mismo Ly y Tao (razón y ley) y como tal se revela a la inteligencia humana.

Lao-tseu, guiado por una sabiduría apacible, enseñó a despreciar las pasiones, a elevarse sobre todos los intereses, grandezas y glorias terrenales, recomendando hacer abnegación de sí propio en beneficio de los demás y humillarse para ser enaltecido: lenguaje que recuerda la humildad y la caridad de la doctrina del Salvador.

Todo el tesoro de su inteligencia lo encerró en su obra titulada Tao-té-King. King significa que el libro es clásico: Tao y son las palabras porque empiezan las dos partes de que consta su tratado y que, como sucede con el Pentatéuco, le han servido para darle el nombre. Ambos títulos reunidos quieren decir Libro de la razón suprema y de la virtud.

He aquí un fragmento que confirma que, ante el espectáculo de las desgracias de su patria, en vez de aspirar a una reforma, como Confucio lo hizo más tarde, Lao-tseu se aisló, exhortando al hombre a buscar el bien supremo en la soledad ascética y haciéndolo consistir en la calma absoluta:

«El hombre, dice, debe esforzarse en obtener el último grado de incorporeidad a fin de conservarse tan inalterable cuanto le sea posible. Los seres aparecen en la vida y cumplen sus destinos: nosotros contemplamos su renovación sucesiva por la cual cada uno de ellos vuelve a su origen. Volver a su origen significa ponerse en reposo; ponerse en reposo es restituir su mandato; restituir su mandato es hacerse eterno. El que sabe hacerse eterno es iluminado; el que no, se convierte en víctima del error y de todas las calamidades».

Esta moral, que podemos llamar pasiva, fue exagerada por sus prosélitos que se apellidaron Tao-ssé o sean doctores celestes. Y en efecto, mientras Lao-tseu no asentaba el bien público y el privado sino en el ejercicio de la virtud y en la identificación con la razón suprema para dominar los sentidos y alcanzar la impasibilidad, sus sectarios abusaron de esta inacción para abandonarse a un rígido ascetismo; y, proclamando que la sabiduría engendra los desórdenes, recomendaron al pueblo la ignorancia más absoluta, reservándose no obstante las artes cabalísticas y adivinatorias a fin de embaucar con ellas a las masas cuando, a la aparición del Budhismo en China, los Tao-ssé se confundieron con los Bonzos.

Las dos sectas de los Yang y los no son sino ramas del mismo tronco: sus diferencias son tan insignificantes que no merecen ser reseñadas sino comprendidas en el principio fundamental de la religión de los Tao-ssé, cuya consecuencia fue elevar a dogma la ociosidad entre las clases ignorantes.

El año 551 antes de la era vulgar, hacia el solsticio de invierno del año vigésimo segundo del reinado de Ling-uan, nació en la aldea de Tseu, reino feudal de Lu (hoy provincia de Chantung), el gran Kun-fu tseu o Confucio como le llamamos en Europa.

Tan distante este filósofo de la ciega credulidad como de las mágicas ficciones de los Tao-ssé, jamás se ocupó ni de la naturaleza humana, ni del principio divino, ni de la metafísica en fin. Su carácter no es el de un innovador; limítase tan sólo a restablecer las bases de la moral práctica de las sociedades primitivas.

«Lo que yo os enseño, decía él, lo podéis aprender por vosotros mismos haciendo un legítimo uso de las facultades de vuestro espíritu. Nada tan natural ni tan sencillo como la moral cuyas prácticas saludables trato de inculcaros. Todo lo que yo os predico, los sabios de la antigüedad lo han ejecutado ya. Su práctica se reduce a tres leyes fundamentales: de relación entre vasallos y señores, entre padre e hijo y entre marido y mujer, y el ejercicio de estas cinco virtudes capitales: la humanidad, es decir, el amor de todos sin distinción ninguna; la justicia, que da a cada uno lo que le pertenece; la observancia de las ceremonias y usos establecidos, a fin de que todos los que viven juntos sigan una misma regla y participen de las mismas ventajas y de los mismos inconvenientes; la rectitud de juicio y de sentimiento para buscar y desear lo verdadero en todo, sin alucinaciones egoístas para sí, ni apasionadas para los otros; la sinceridad, o sea un corazón abierto que excluya la ficción y el disimulo, así en las palabras como en las obras. Estas son las virtudes que han valido el dictado de venerables a los primeros institutores del género humano, en vida, y los han conducido después a la inmortalidad: Tomémoslos por modelo y esforcémonos en imitarlos».

Tal es en resumen la moral de Confucio, cuyo carácter distintivo es hacer derivar todos los deberes de los de la familia, y reducir las virtudes a una sola: la piedad filial. Su dogma es la obediencia del inferior al superior.

En cuanto a metafísica, he aquí lo que al padre Pedranzini decía un mandarín sectario de Confucio:

«Nosotros nos guardamos mucho de decidir sobre cosas que no son evidentes y que los sabios antiguos tenían por inciertas. El axioma de los hombres santos consiste en la partícula si, puesto que dicen: Si hay un paraíso, los virtuosos gozarán en él mil delicias; si hay un infierno, los malvados serán precipitados en él; pero ¿quién puede afirmar que existan o no? Abstenerse del mal y hacer bien, he aquí el punto importante. El Tai-hio recomienda que lo principal es la virtud y lo accesorio las riquezas y el bienestar. El Liun-in encarga que no hagas a otro lo que no quieras para ti. Todo estriba en esto. Procédase así y basta; las felicidades del paraíso, si hay uno, vendrán como consecuencia».

Esta moral fue la que dominó en las clases ilustradas cuyos sectarios, hostiles a los preceptos oscurantistas de los Tao-ssé, tomaron el nombre de letrados y su comunión el de academia.

Entre los discípulos de Confucio el más notable es Meng-tseu o Mencio, muerto en 314 (a. de J. C.). Afligido de ver triunfantes las dos sectas de Tao-ssé, o sean la de Yang que predicaba el egoísmo como el principal regulador de las acciones humanas, y la de que sostenía que el afecto debía extenderse a todos por igual sin distinción de parentesco, propagó una filantropía generosa basada en la moral de Confucio cuyo resumen es éste: «Sirve bien al cielo quien sigue la recta razón». Su libro reunido a los tres de apotegmas de Confucio, es aún hoy de texto entre los que aspiran a los cargos públicos.

Vemos, pues, dos grandes grupos disputándose el dominio de las conciencias: la metafísica de Lao-tsé, relajada por los mágicos procedimientos de los Tao-ssé sus sectarios, dueña de las masas ignorantes y perezosas: la moral de Confucio, observada por los letrados, alumbrando las inteligencias privilegiadas y siendo, por decirlo así, la religión del estado, patrocinada y seguida por los emperadores, indiferentes más que tolerantes de todas las demás prácticas y creencias. Hubo sin embargo una época en que los cabalísticos amenazaron invadirlo todo. Fue en el siglo 11 (antes de J. C.) cuando los Tao-ssé, separándose de la pura doctrina de Lao-tsé, empezaron a librarse a extrañas especulaciones y pretendieron haber descubierto el secreto de la inmortalidad contenido en un misterioso brebaje. En vano fue que los sectarios de Confucio quisieran desenmascararlos; protegidos por el emperador Wu-ti hubieran sin duda alguna triunfado de los letrados, si uno de estos, tomando la copa que sus rivales destinaban al monarca, no la hubiese apurado de un sorbo desafiando el enojo del augusto personaje que, en su ceguedad, le condenó a morir en su presencia.

—Si la eficacia de este licor es verdadera —le dijo el confucista— la orden que acabáis de dar es inútil: si por el contrario es falsa, con mi muerte destruiréis vuestro error.

El engaño descubierto, Wu-ti volvió su crédito a los letrados, y los Tao-ssé continuaron ejerciendo su influencia tan sólo entre los ignorantes y amigos de la ociosidad. Estos siguiendo la religión de los espíritus, como ya se ha visto; aquellos predicando el escepticismo y la indiferencia y consignando que la muerte no tiene más objeto que hacer pasar el alma a otro cuerpo o descomponerla en aire, sin que quede nada del hombre a no ser la sangre en sus hijos y el nombre en su patria.

Ello no obstante, como en sus libros consignase Confucio que él no trataba sino de restablecer la doctrina primitiva y que no era más que el precursor de un ilustre personaje que vendría de Occidente, el rey Ming-ti envió en el siglo primero de nuestra era una flota hacia aquella parte, en busca del gran reformador. Las naves fueron bastante lejos; pero no atreviéndose a ir más allá, abordaron una isla en que encontraron una estatua de Budha que, trasladada a China en el año 65 de Jesucristo, fue desde entonces adorada bajo el nombre de y sigue compartiendo el culto con los prosélitos de Lao-tsé y los letrados.

Algunos cristianos, huyendo por esta época de las persecuciones de Nerón, llegaron hasta el Celeste Imperio; pero cohibidos por la escasez del número y por las condiciones del país, quedaron oscurecidos hasta que en 635 de nuestra era, bajo el reinado de Tai-tsung, fue recibido en Chang-ngan el sacerdote nestoriano O-lo pen del Ta-tsin, es decir del imperio romano. El emperador envió a su encuentro los principales dignatarios que le condujeron al palacio; hizo traducir sus santos libros y, persuadido de que Encerraban una doctrina verdadera y saludable, decretó que fuese erigido un templo a la nueva religión y que veintiún sacerdotes se consagrasen a su servicio. El hecho esta consignado en un monumento levantado en Si ngan fu, en el cual la doctrina cristiana se encuentra expuesta sucintamente, y se dice que los misioneros llamados por O-lo pen llegaron en 636 a la corte de Tai-tsung; que éste publicó un edicto en favor del cristianismo; que Kao-tsung hizo construir iglesias en todas las ciudades; que Vu-heu persiguió a sus sectarios y que Kuo-tsé iba siempre seguido de un sacerdote cristiano en las batallas.

Las revueltas políticas, que a principios del siglo tercero de nuestra era (en que va a tener lugar este relato) agitaban la China, no podían por menos de transmitir su influencia a las antagonismos religiosos que entre sí despertábanlos tres principios de Lao-tsé, Confucio y Fó o Budha.

El emperador Ho-ti fue el primero que en el año 120, era cristiana como todo lo que a seguir va, concedió honores y dignidades a los eunucos de palacio, en detrimento del ascendiente que los letrados habían tenido hasta entonces en la corte. Unos y otros continuaron disputándose el poder hasta el año 187 en que los eunucos hicieron sospechosa a los ojos del monarca la academia, presentándole la unión de los hombres instruidos como un peligro contra su tiranía. El emperador Chungti desterró a los doctores y libró a los tribunales a los más ilustres proclamándose él a su vez amigo de la ciencia por haber hecho grabar sobre cuarenta y seis lápidas de mármol y en tres clases de caracteres los cinco libros clásicos del I-King.

Aunque los Tao-ssé hacían aparentemente causa común con los eunucos, no tardaron, aprovechando las circunstancias, en utilizarlas en su provecho. La peste, habiendo desolado el imperio durante once años, un Tao-ssé llamado Changkio halló contra ella un remedio seguro en cierta agua preparada con unas palabras misteriosas. Este charlatán obtuvo fácilmente crédito entre las masas. Seguido por una turba de empíricos, los disciplinó, y en breve encontróse a la cabeza de un partido numeroso. Su doctrina era que el cielo azul, o sea la dinastía de los Han dominante a la sazón en la persona del emperador Hien-ti, tocaba a su término para dejar paso al cielo amarillo. Descubiertos sus propósitos y viendo su pérdida segura, se echó al campo en abierta rebelión. Cincuenta mil hombres secundaron su grito, y tomando un gorro amarillo por insignia, se aprestaron a devastar el país. Sus expediciones fueron favorecidas por el levantamiento de muchos ambiciosos que aspiraban a repartirse la China en diversos estados; pero la prudencia y el valor del general Tsao-tsao, jefe del partido de los letrados a quienes el monarca llamó en su auxilio, sofocaron la insurrección y los vencidos se acogieron a su bandera. Hien-ti le nombró su primer ministro; pero enorgullecido por su triunfo, pronto se vio a Tsao-tsao ceñirse el sombrerete de doce colgantes, adornado con cincuenta y tres piedras preciosas —atributo distintivo de la majestad— y hacerse llevar en el coche de eje de oro con tiro de seis caballos. No hubiera tardado mucho en apoderarse del sello imperial si la muerte no le hubiera atajado el camino. Su obra no obstante fue consumada por su hijo Tsao-pi, primer calado o ministro de Hien-ti a quien arrebató la corona en el año 220 dando fin a la dinastía de los Han para dar comienzo a la de los Ouei.

Pero, no adelantemos los sucesos toda vez que vamos a hacer asistir a los lectores a este acontecimiento memorable; y dejemos consignado para su mayor inteligencia que el Anacronópete llegó a Ho-nan, corte entonces del imperio chino, en el año 220, bajo el reinado de Huen-ti y en sazón en que la revuelta dominada, muerto Tsao-tsao y elevado a la dignidad de Calado su hijo Tsao-pi, el poder había sido reconquistado por los letrados, quienes perseguían sin piedad así a los sectarios de Fó, por lo que tenía de nuevo la religión búdhica importada del Indostán, como a los Tao-ssé por la grosería de sus empíricos recursos.