A pérdida de un ser querido es una de las más terribles pruebas a que puede exponerse la sensibilidad humana: y aun así la aflicción pasa por distintas gradaciones según las circunstancias que han acompañado al hecho.
—Al menos ha muerto en su cama y rodeado de los suyos —le dicen al atribulado pariente los encargados de consolarle.
—Y ha tenido usted la satisfacción de que Dios se lo conserve hasta una edad avanzada —añaden otros.
Y efectivamente, todas estas reflexiones son un lenitivo al dolor que, resultado de una máquina pensante y contante, paga la situación en su justo precio reservándose para las grandes catástrofes el máximum de intensidad.
Ahora bien: imagínense los lectores cuál sería la disposición de ánimo de los viajeros ante aquel quinto acto de una tragedia para cuyo desenlace no había Deus ex machina posible. Porque un novio es algo más que un pariente a los ojos del objeto de su cariño; y además de la amargura de separarse para siempre del suyo, las enamoradas doncellas sufrían el vejamen de ver que, siendo el amor un numen que engrandece cuanto toca, a ellas al revés, se les achicaba todo entre las manos.
Clara perdió el sentido ante la inmensidad de su infortunio y tuvo que ser conducida al gabinete en brazos de las expedicionarias. Juana, más entera aunque no menos herida, se desahogaba dando gritos contra el opresor y llamando a la guardia en su socorro.
Pero la situación más grave era sin duda la de don Sindulfo. Por malo que tuviese el genio, por mezquina que fuera su condición, por miras estrechas que lo alentasen, distaba mucho de ser un malvado: y la muerte de los veinticuatro moros, aunque llevada a cabo en legitima defensa propia, eran dos docenas de puñales que tenía hundidos en el corazón. Agréguese a esto la aparición de los hijos de Marte, en la que veía no sólo una desobediencia a sus mandatos sino la inutilidad de haber agotado su ciencia y sus recursos para desembarazarse de un rival, y se comprenderá fácilmente que su razón trastornada le indujese a permitir que el tiempo devorase a aquellos infelices, sin prestarles el menor auxilio. Primer paso suyo en la senda del crimen por la que hemos de verle avanzar presa de los celos, la desesperación y la locura. No adelantemos empero el discurso.
Los mahometanos, aunque hombres, eran enemigos de Dios y habían atentado contra su vida; por consiguiente, bien muertos estaban. Pero aquellos diez y siete infantes, a quienes había servido de implacable Herodes, qué daño le habían hecho? ¿Merecía tan horroroso castigo una travesura de la juventud? ¿No era su sobrino una de las victimas? ¿No hubiera sido más humano, pues no estaban sometidos a la acción del fluido, hacer rumbo hacia el presente y, una vez reconquistadas sus naturales proporciones, desembarcarlos en los alrededores de su edad?
Todas estas y otras muchas observaciones se hacía don Sindulfo, pero la imagen de su pasión desatendida, y su amor propio sublevado concluían por vencer, y resultado de tan acerba lucha fue que delirante cayese en los brazos de su amigo bajo los efectos de una continua convulsión.
¿Pues no estaba garantizado por la inalterabilidad?, me objetará alguien. Ciertamente, pero la acción del fluido, penetrando por la membrana epidérmica, atravesando el dermis e infiltrándose por los tejidos musculares, sólo alcanza a la superficie de los huesos, que petrifica como las demás vías por donde circula. Así pues el ejemplar influido por sus corrientes, ni pierde la tersura del cutis, o sea la juventud, ni sufre de erupciones cutáneas, ni está expuesto a las inflamaciones producidas por la acción atmosférica: pero experimenta hambre, sed y sueño y no se exime de padecimientos viscerales, productos las más veces del sistema moral al que la ciencia no ha llegado a dar todavía la osificación que a un tegumento.
Cargó pues Benjamín con aquel cuerpo inanimado y lo condujo a su dormitorio para ver de provocar la reacción metiéndolo en la cama; pero, al pasar por el laboratorio, recordó la velocidad vertiginosa que habían impreso al aparato en el momento de la invasión marroquí, y temeroso de alguna catástrofe por imprudencia, dio un golpe a la aguja del graduador, reduciendo el Anacronópete, a su entender, a la locomoción media.
¡Qué pequeños incidentes son origen de los más grandes acontecimientos!
Don Sindulfo, acurrucado en el lecho, daba diente con diente de continuo y alguna que otra sacudida por intervalos a Benjamín.
—Juanita —dijo éste saliendo al encuentro de la de aparejo redondo—. Calienta un poco de agua para hacer una infusión a tu amo que se siente mal.
—¿Quién? ¿Yo? Pues como no sea para escaldarle vivo, que se aguarde a que encienda fuego.
—¡Vamos! Deja a un lado el enojo y recapacita que si él se muere nadie podrá llevarnos a puerto de salvación.
—¿Pues usted no entiende la maquinaria?
—Muy poco. Además, la caridad te aconseja ser compasiva. Prepara la lumbre mientras yo saco el té y el azúcar de la despensa.
Sea el miedo a permanecer indefinidamente en el espacio o la compasión inherente a su sexo, Juanita no replicó e hizo rumbo a la cocina.
—Ya sabes. Con un par de chispazos eléctricos alumbras una hoguera en un decir Jesús.
—A mí déjeme usted de telégrafos, que yo me las compondré a la moda antigua.
Y, así diciendo, llegó al hornillo, colocó en él unos carbones y tomando unos fósforos frotó uno tras otro sobre la lija, sin conseguir encender ninguno; pero lo más notable del caso era que ni dejaba huella la cerilla en el raspador ni la cabeza del de Cascante se gastaba.
—Es claro. Las babas de don Sindulfo que lo reblandecen todo —murmuró, y echóse en busca de otra caja y de algunas virutas y trapos con qué facilitar la combustión. No encontrando nada a propósito, dio al pasar por el cuarto de las agregadas con unos fragmentos de telas y pieles que, aunque acusaban una rica procedencia, eran retales al fin y muy del caso en circunstancias tan apremiantes. Dispuso los residuos en el fogón y, haciendo una nueva e inútil tentativa con los fósforos:
—A ver si usted tiene más gracia —dijo a Benjamín que acudía cargado con un pilón de azúcar, y un bote de té Hulón.
—Esto es más breve —arguyó el políglota comunicando la chispa eléctrica al hornillo a merced de la cual los trapos se encendieron pero no los carbones; siendo de notar, por más que ninguno de ambos observase el fenómeno, que las suplentes virutas iban tomando extrañas formas parecidas a lazos, mangas de vestido, tacones de bota y objetos de mercería.
—Parte un poco de azúcar —ordenó Benjamín a Juanita en tanto que él, puestas las hojas en la tetera, derramaba encima el agua hirviendo.
—¡El demonio que pueda con esta pirámide de Egipto!, si es más dura que la cabeza de un sabio —repetía Juanita dando golpes en el pilón con un martillo sin conseguir levantar una arista.
—Déjate; aquí hay azúcar molido —exclamó el interpelado poniendo una cucharada en la taza de otro paquete que para el uso ordinario había en el vasar y sirviendo en ella el licor benéfico.
—Pero aguarde usted… ¡si eso no está aún! Todavía no ha tomado color.
Un sudor frío circuló por la frente de Benjamín, en quien la resistencia del pilón, la incombustibilidad de los carbones y la inalterabilidad del agua vinieron a darle la llave del enigma. Presa de una agitación nerviosa se puso a disolver el azúcar en la infusión; y la llevarse una cucharada a los labios:
—¡Horror! —dijo palideciendo.
—¿Qué ocurre? —preguntó la doncella mirándole de hito en hito temerosa de que también empezara él a reducirse como los otros.
—¿Qué ha de ser? Que hemos vuelto inalterables para su conservación los artículos de consumo, y ahora nos encontramos con que son resistentes a toda influencia física.
—¿Es decir?…
—Que ni el azúcar endulza, ni el carbón se enciende, ni el pilón se parte, ni habrá quién le pueda hincar el diente a una patata.
—¿De modo que nos vamos a morir de hambre? —balbuceó Juanita con los ojos desencajados.
—No; pero tendremos que apearnos a cada comida y tomar los alimentos propios de la época y de la localidad; pues de fijarlos ya ves lo que sucede; y de abandonarlos a la acción retrógrada del tiempo, en tres minutos el pan se nos convertiría en espigas y el vino en cepas.
—¿Y dónde tomaremos hoy la pitanza? —repuso la lugareña a quien la idea de un alto sonreía por lo que encerraba de salvador para las reclusas.
—En los infiernos —salió murmurando Benjamín con la taza del agua caliente en la mano; la que propinada a su amigo le produjo las consecuencias de un hemético sumiéndole después en una dulce y agradable somnolencia.
Entretanto Juanita volaba a dar parte de lo ocurrido a sus compañeras de infortunio, quienes rodeando el lecho de la pupila, presenciaban una escena no menos digna de admiración que la precedente.
Es pues el caso que mientras prodigaban sus consuelos a la pobre huérfana, Niní, que no sin profunda aflicción había visto desaparecer de sus lóbulos, antes de ser fijada, las dos hermosas perlas que llevaba por pendientes, dio un grito de alegría al llevarse las manos hacia los desheredados cartílagos y encontrarse con la restitución de sus preciadas joyas.
—Mirad, esto es milagroso…
—En efecto —exclamaron todas. Y al tender en torno suyo una mirada de asombro, éste creció de punto al observar que todos los objetos arrebatados por la acción retrógrada del tiempo les eran devueltos sin saber cómo. Ya un girón del vestido de Naná, cubriéndose de larvas, tomaba la forma de capullos para metamorfosearse en tupido raso de Lión; ya una tira de becerro, curtiéndose repentinamente y modelándose al pie de Sabina se llenaba de pespuntes y lazos hasta elevarse a la categoría de un borceguí Carlos IX.
—¡Mi chal! —gritaba una…
—¡Mis encajes! —decían otras.
Y todas se libraban al más expansivo arranque de entusiasmo, cuando la más razonadora de ellas:
—Poco a poco —les arguyó—. Moderad vuestro júbilo. Cierto es que reconquistamos nuestro ajuar; pero ¿quién os asegura que la devolución no será completa?
—¡Cómo!
—¿No teméis que por este fenómeno, cuya explicación ignoramos, cada perla que creemos ganada nos devuelva la arruga que juzgamos perdida?
La observación era tan atinada y el temor de perder los encantos tan profundo, que un grito unánime salió de todos los labios en demanda de socorro; y las viajeras, dejando a Clara en el gabinete al cuidado de Juanita, echáronse en busca de los sabios encontrando felizmente en el laboratorio a Benjamín que consiguió a duras penas imponer silencio a aquella rebelde turba.
—¿Qué significa esto? —preguntó la más osada—. ¿Tratáis de volvernos a envejecer?
—Que se nos admita a libre plática —argumentaba otra—. Ya hemos pasado la cuarentena.
—¡No más lazareto! —vociferaban a coro.
Benjamín, que no acertaba a darse razón de lo que veía, estudiaba el caso con los ojos fijos en el suelo; y maquinalmente al notar un objeto que relucía, lo recogió y dio con un ochavo moruno.
—Alguna moneda que se le ha caído a un kabila —dijo Niní llamándole la atención hacia lo más urgente—. No haga usted caso de eso.
—Pero si esta moneda —repuso el políglota— procede de un marroquí, ¿cómo, no estando sometida a la inalterabilidad, subsiste todavía? Debería haberse descompuesto toda vez que viajamos hacia atrás.
—Acaso sea más antigua que el año en que nos hallamos.
—No. Su fecha es del 1237; y como el cómputo árabe principia en 622, época de la Hégira, este ochavo corresponde al 1859 de nuestra era o sea al año anterior en que fuimos atacados por los riffeños y que debimos trasponer tres minutos después de la invasión.
—¿Entonces? —interrogaron las atónitas viajeras con la mirada.
Y como Benjamín dirigiese la suya hacia el cuarto de los relojes:
—¡Maldición! —dijo al consultar el cronómetro del tiempo relativo.
E inmediatamente hizo parar en seco el Anacronópete.
—¿Qué es ello?
—Que al querer moderar hace poco la locomoción, he rebasado sin duda la línea de la aguja y caminábamos hacia adelante. Hemos deshecho lo andado. Estamos sobre Versalles a 9 de julio o sea en la víspera del día que salimos de París.
La alegría que se pintó en el rostro de las viajeras al convencerse de que, sin detrimento de su juventud, eran restituidas al teatro de sus operaciones, no hay quien la describa. Todas suplicaron a Benjamín que las desembarcase; y aunque éste temía las iras de don Sindulfo, pudo más en él la idea del ridículo de que iba a cubrirse cuando su colega advirtiese su ineptitud. Así es que confiado en el seguro del secreto, toda vez que ni Clara ni Juanita eran testigos de su derrota; y en la persuasión de cohonestar con una medida de buen gobierno el abandono de las agregadas, determinóse a darles gusto, lo que le valió una abundante y envidiable cosecha de abrazos y besos.
El vehículo descendió majestuoso en el parque contiguo al Trianon; las viajeras lo abandonaron sigilosamente, y Benjamín, dando la velocidad máxima se echó por el espacio a desquitarse de lo perdido diciendo:
—Ahora a China en busca del secreto de la inmortalidad.
Al día siguiente los periódicos de París traían dos noticias: una que fue comentada por todos los desocupados de los bulevares; otra que sólo conmovió al mundo sabio.
Decía la primera, que habían sido reducidas a prisión doce jóvenes que, valiéndose de las circunstancias, querían explotar la credulidad pública haciéndose pasar por las expedicionarias del Anacronópete; siendo así que en ninguna de ellas se encontraban trazos que acusasen ser las agraciadas por la Prefectura, donde constaba su filiación y se les había entregado pasaportes de que las impostoras no venían provistas a su regreso.
La segunda era más lacónica aunque más trascendental para la ciencia, en cuyos anales sigue constando como artículo de fe: se reducía a dar cuenta de que a las nueve y cuarenta y cinco minutos de la mañana el observatorio astronómico había presenciado la caída de un enorme aereolito en las inmediaciones de Versalles.
¡Así se escribe la historia!