EPARADAS las averías causadas por la retrogradación en el indumento, las viajeras corrieron al laboratorio en busca de don Sindulfo y empezaron a darle múltiples pruebas de su gratitud.
Los dos sabios no habían vuelto aún del estupor que les produjera la metamorfosis del disco; y en verdad que no les faltaba motivo para renegar de la ciencia que en tal ocasión los había tratado como madrastra. Ello no obstante hicieron de tripas corazón, disimularon su enojo y, cerrando los armarios, consagraron su atención preferente a la contemplación de aquellos tan variados ejemplares de la más hermosa mitad del género humano. La colección era completa: creeríase uno transportado al paraíso de Mahoma o al foyer de la danse en la grande ópera de París.
Aunque la conducta de las agregadas a bordo era irreprochable, don Sindulfo, temeroso de alguna imprudencia, quiso evitar a Clara su contacto y la exhortó a que con Juanita se retirara al gabinete.
—Como que nos vamos a quedar encerradas allí dentro —dijo la de Pinto— ahora que hemos encontrado que la casa está habitada por presonas.
—No importa —repuso el tutor tragando bilis—. No os conocéis, no habláis el mismo idioma.
—Mi señorita entiende el francés, y estas señoras conocen todas las lenguas. Ya nos han dicho que viajan por gusto y eso que andan a repelo.
Y efectivamente: en los pocos minutos que habían tenido disponibles para conferenciar, no sólo Juanita las había impuesto en la situación, sino que se había conquistado el concurso de las expedicionarias para obligar con ardides a don Sindulfo a hacer un alto que les permitiera sacar de su escondite a la fuerza armada y emprender juntos la fuga; pues hay que advertir que, al verse rejuvenecidas las doce hijas de Eva, ya no tenían más que una aspiración: ser libres.
Comprendiendo el tutor que la lucha era desigual y tranquilizado con la falsa idea de que, restituidas a la edad del candor relativo, las parisienses sólo abrigarían sentimientos puros e inocentes, puso en olvido aquello de «lo que entra con el capillo sale con la mortaja» y las dejó a todas juntas, si bien bajo la custodia de su inspección inquisitorial.
—En este momento entramos en el año 1860 —exclamó Benjamín consultando el derrotero.
—¡Ay! El día en que perdí a mi novio en Constantina —interpuso Niní poniendo en juego la sensibilidad para mover el corazón de don Sindulfo y auxiliar los planes de Clara.
—Y el mismo en que yo abandoné el hogar materno en Bona, por los excesivos rigores de mi padrastro —adujo Sabina mojándose los ojos con saliva para fingir que lloraba.
El sabio tomó oportunamente la palabra, pues de tardar unos segundos más, todas aquellas jóvenes hubiesen resultado oriundas de la Argelia.
—Poco a poco —objetó don Sindulfo—. Se están ustedes enterneciendo prematuramente. Recapaciten ustedes que andamos hacia atrás; y que por lo tanto el año principia para nosotros en 31 de diciembre, o lo que es lo mismo, que entramos en él cuando en la vida real se sale. De modo que aún les quedan a ustedes tres minutos para consagrarse a su doloroso aniversario.
—Tanto mejor —prorrumpió Niní en un arranque de alegría—. Así podré verle vivo. Pídame usted lo que quiera; pero restitúyame usted a sus brazos y empezará una era de ventura para mí que sólo he tocado humillaciones.
—Por piedad —vociferaba Sabina—. Ya que se ha encargado usted de nuestra rehabilitación, que se la debamos completa.
—Lo que solicitan es imposible. Yo las restituiré a ustedes a Francia al regreso de nuestro viaje; pero el tiempo es oro y no puedo permitirme un alto. De hacer uno en África lo verificaría sobre Tetuán para asistir a la memorable jornada que tan alto puso el honor de las armas españolas.
—¡Cómo! —arguyó Juanita tomando parte en la trama— ¿Vamos a pasar por el Riff, donde murió de un balazo, antes de nacer yo, mi tío el trompeta de cazadores, y será usted tan cruel que no le deje dar un abrazo a su sobrina predilecta?
—¿Pues no acabas de decir que no le conociste?
—Eso no importa. Tenemos en casa su retrato al garrotipo.
—Creo —balbuceó Clara, empleando todos sus medios de seducción— que mi tío considera lo bastante el nombre castellano para no dejar de rendir este justo tributo de admiración al heroísmo de nuestros compatriotas; y es harto amable para no acceder al ruego de su pupila.
—Sea, pues tú lo quieres —respondió el tutor vencido—. Asistiremos a aquella epopeya; pero sin bajar.
—¿A vista de pájaro? —preguntó Juanita tratando de insistir; pero un gesto de su ama la hizo comprender que puesto en el camino de las concesiones, don Sindulfo no tardaría en rendirse.
El sabio torció el rumbo hacia el 35o de latitud N.; y, al marcar el cronómetro el crepúsculo vespertino del 4 de febrero de 1860, redujo la marcha a paso de carreta y dejó que el Anacronópete se deslizara sobre Tetuán, fuera del alcance de los proyectiles; pero bastante cerca del teatro de la lucha para poder apreciar los menores detalles de aquella memorable batalla.
Todos los corazones nacidos de la vertiente meridional de los Pirineos a la punta de Tarifa, palpitaban con violencia. Abierto el disco, cada cual asestó su instrumento óptico al campo de operaciones y un grito de entusiasmo resonó en la estancia.
—Allí se divisan los combatientes —exclamó Naná, arreglándose el tocado por si levantaba los ojos alguno de los oficiales de Estado Mayor, mientras Juanita atónita balbuceaba:
—¡Jesús! Si parece un titirimundi.
—¡Pero, es extraño! —adujo Clara, fijándose en el fenómeno que se desarrollaba a sus ojos—. Yo no me explico sus movimientos.
—Es verdad —prorrumpieron todos parando mientes en caso tan original.
—¿Qué es ello? —preguntó el sabio.
—Mire usted. Lo hacen todo a la inversa.
—¡Ah! Sí —repuso el sabio dándose cuenta de lo que para él carecía de importancia, pues ya lo tenía previsto—. Eso consiste en que, como nosotros vamos viajando hacia atrás en el tiempo, empezamos a ver la batalla por el fin.
—¡Ya! —interpuso Juanita—. ¡Cosas de usted, que lo principia todo por la cola!…
Y efectivamente, los viajeros observaban la batalla de Tetuán con el orden cronológico invertido; como el héroe de Lumen de Flammarión veía la de Waterloo, al remontarse en espíritu a la estrella Capella, teniendo que pasar antes por los rayos luminosos de la Tierra que alumbraban en el espacio hechos posteriores.
—Observen ustedes —proseguía don Sindulfo— como lo primero que se advierte es que los cadáveres se incorporan.
—Es verdad —asentía Benjamín—. Y luego disparan sus fusiles.
—Y después cargan.
—¿Cargan? Porque serán sabios —argüía la Maritornes, no desperdiciando ocasión de zaherir a su victima.
—¿Qué es eso? ¿Huyen?
—No. Es que retroceden, porque caminamos hacia el momento en que están ocupando las posiciones que tenían antes de avanzar. Es decir, que ahora llegamos propiamente al principio de la batalla. De modo que parándonos podríamos asistir a ella por su orden.
—Pues, sóoo —dijo la lugareña excitando la hilaridad en todos, a cuyas reiteradas súplicas el sabio no tuvo valor de resistir, aguijoneado a su vez por el orgullo patrio. El Anacronópete quedó suspendido en la atmósfera merced a un ligero movimiento en el graduador.
Escritos estos renglones veintiún años después de aquel memorable acontecimiento, paréceme que su relato, aunque hecho a vuela pluma, no ha de carecer de atractivo para la generación que nos está acabando de reemplazar. Copio aquí, pues, la narración del diario de don Sindulfo, en la que sin duda se ha inspirado el pintor Castellani para reproducir con el pincel aquella jornada, y que también ha servido a la prensa de la corte para describir el panorama que se exhibe en Madrid frente a la casa de la Moneda. Dice así:
«Estamos en el centro del campamento marroquí de Muley-Ahmed. Las tropas españolas llegan hacia él persiguiendo de cerca al enemigo, cuyas posiciones corona simultáneamente. Tenemos en frente el mar, Tetuán a la espalda, el río Martín a la derecha, y a la izquierda la torre de Geleli y la Casa Blanca.
»El general O’Donnell dispone que sus fuerzas ejecuten un movimiento envolvente sobre el campamento de Muley-Ahmed, con objeto de atacarlo por dos puntos distintos con las tropas de los generales Prim y Ros de Olano, entre las que se sitúa la artillería protegida por los ingenieros. Rómpese el fuego de cañón por cuarenta piezas que avanzan gradualmente hasta colocarse a cuatrocientos metros de las trincheras marroquíes.
»En primer término se destaca el general en jefe a caballo con su estado mayor, dando órdenes al comandante Ruiz Dana y teniendo a su lado al coronel Jovellar y al jefe del Estado mayor, general García. Detrás las baterías españolas cañonean los reductos. En el fondo a lo lejos el mar y la escuadra.
»A la derecha el general Ros de Olano, dando instrucciones a su hijo y dirigiendo el movimiento de la primera división del tercer cuerpo, mandada por el general Turón, consigue que sus soldados penetren por distintos puntos en las trincheras. El regimiento de Albuera con su coronel Alaminos; Ciudad-Rodrigo con el teniente coronel Cos-Gayón, y el brigadier Cervino al frente de los batallones de Zamora y Asturias, invaden a la vez el campamento a pesar de la tenaz resistencia de los enemigos; uno de los cuales en las ansias de la muerte, encuentra fuerzas suficientes en su fanatismo para arrastrarse hasta un cañón abandonado, y dispararlo causando horroroso estrago en las primeras filas de nuestras tropas.
»Por la izquierda el general Prim ataca las trincheras seguido del coronel Gaminde; penetra por una tronera rodeado de catalanes, soldados de Alba de Tormes, Princesa, Córdoba y León; forma confuso tropel con los enemigos y sostiene cuerpo a cuerpo una lucha encarnizada. A su lado veo caer moribundos al comandante Sugrañes y al teniente Moxó, tremolando el primero en sus manos la bandera de los intrépidos tercios catalanes. Don Enrique O’Donnell apoya enérgicamente el ataque de su jefe el general Prim, y se dirige luego al campamento de Muley-Abbas en la torre de Geleli, que los moros abandonan precipitadamente.
»Muley-Ahmed intenta en vano con enérgico valor detener la fuga de sus soldados, que huyen despavoridos ante las aguerridas huestes de Prim y abandonan la Casa Blanca. Llenos de terror, desoyen el mandato de su jefe, le arrastran en su huida y dejan en poder de nuestras tropas, como trofeo de tan señalado triunfo, el campamento con ochocientas tiendas, ocho cañones, armas, municiones, camellos, caballos y bagajes.
»En el fondo, hacia Tetuán, el sultán de Marruecos contempla consternado la derrota de su ejército numeroso.
»Durante la marcha de nuestros soldados, los enemigos amenazan atacar la retaguardia; pero el general O’Donnell, sin detenerse, destaca hacia Tetuán dos batallones del tercer cuerpo a las órdenes del general Makenna, quien adelantando rápidamente a lo largo del río Martín protegido por la brigada de coraceros del general Alcalá Galiano, rechaza al enemigo sobre la plaza después de breve lucha y paraliza sus esfuerzos.
»Formidables fuerzas enemigas, bajando a la vez de la torre de Geleli, amagan atacar nuestra derecha con sus infantes y tres mil jinetes; pero el general en jefe, atento a todas las peripecias del combate, hace adelantar la brigada de lanceros del conde de Balmaseda. Las tropas cargan vigorosamente sobre el enemigo y le ponen en precipitada fuga protegidas en su movimiento por el cuerpo de reserva del general Ríos, situado en el reducto de la Estrella.
»La jornada ha sido completa. Tetuán no tardará en abrir sus puertas al vencedor, y el emperador de Marruecos debe ya empezar a arrepentirse de haber excitado el justo enojo de la nación española».
El entusiasmo a bordo no reconocía límites. Todos suplicaban a don Sindulfo que les permitiese bajar para dar un abrazo a aquellos héroes, inclusa Juanita que pretextaba haber reconocido los pulmones de su familia en un paso de ataque tocado por su tío con la trompeta. El sabio que, además de estar poseído de la admiración general, tenía un carácter vengativo impropio de sus luces intelectuales, vio en aquella circunstancia una ocasión de desembarazarse del torcedor de su fregatriz, y accedió a la demanda decidido a volver a emprender la marcha en cuanto Juanita traspusiese los umbrales del Anacronópete en busca del supuesto pariente. Eligióse pues para el descenso un bosquecillo que les garantizase de una bala perdida, y con gran contentamiento de todos y una sencillísima manipulación, el vehículo tocó tierra.
Pero ¡ay! que no comete el hombre acción mala sin recibir tarde o temprano por ella el condigno castigo. Saboreando estaba cada cual la realización de sus propósitos, cuando Benjamín, que, asomado al disco contemplaba el horizonte, dio un grito y retrocedió involuntariamente.
—¿Qué es eso? —le preguntó su inseparable, corriendo a su lado.
—¡Friolera! —contestó el políglota perdiendo él color—. Que sin duda hemos caído en una emboscada tendida por los marroquíes a nuestras tropas.
Un sudor frío circuló por la frente de todos los viajeros.
—¡Huyamos! —fue la opinión general.
—Mire usted los kabilas que se dirigen hacia aquí.
—No hay más remedio que apelar a la fuga —adujo el sabio corriendo al regulador y poniendo en movimiento la máquina, mientras Benjamín cerraba los discos y restablecía el alumbrado eléctrico, exclamando:
—Pronto, que nos alcanzan.
Aún no había acabado de pronunciar la frase cuando:
—¡Un moro! —articuló con voz ahogada una de las viajeras.
—¡Dos! —prorrumpió Juanita parapetándose detrás de su amo.
—¡Veinte! —profirieron todos poseídos de un terror pánico cobijándose en un rincón del laboratorio en compacto grupo.
Eran en efecto dos docenas de fugitivos del campamento de Muley-Ahmed que, buscando su salvación en el bosque, presenciaron el descenso del vehículo y tomándolo por arma de guerra habían resuelto atacarlo; pero, no encontrándole entrada franca, se valieron de sus cuerpos salientes y, escalándolos con la entereza que da el fanatismo, lograron introducirse por los tubos de desalojamiento antes de que el coloso emprendiese la marcha.
Pasado el primer momento de estupor, en que nadie osaba levantar los ojos ante aquellos morazos de seis pies de altura provistos de gumías y espingardas y llevando escrito en el rostro el vengativo ceño del enemigo derrotado, Naná se resolvió a preguntar a don Sindulfo:
—Diga usted. ¿Nos harán algo?
—A nosotros rebanarnos el pescuezo; y a ustedes llevárselas al harem en calidad de odaliscas.
—¿Con los eunucos? ¡Qué horror! —articularon las aludidas por lo bajo.
—Pues lo que es al harem —interpuso Juana encarándose con su señor— creo que también podría usted venir.
—¡Insolente!
—Para hacernos compañía y enseñarnos ciencias en los ratos de ocio.
El tutor no se habla equivocado acerca del propósito de los invasores, según la traducción que Benjamín le hizo de las órdenes dictadas por el jefe de la fuerza. Los expedicionarios estaban irremisiblemente perdidos. Una idea luminosa brotó sin embargo en el cerebro del atribulado don Sindulfo.
—Si logramos ganar tiempo —dijo al políglota— nos hemos salvado.
—¿De qué modo?
—Dando al vehículo la velocidad máxima y consiguiendo que estos kabilas, que no están sometidos a la inalterabilidad, se vayan empequeñeciendo hasta que concluyan por desaparecer una vez traspuesto el instante de su natalicio.
—¡Sublime idea!
Y forzando el graduador, la máquina se puso a funcionar con una rapidez vertiginosa.
—¡A ellos! —gritó el capitán; y los moros se aprestaron a consumar su obra; pero los ayes y las lamentaciones del sexo débil eran tan repetidos y penetrantes, que, no logrando restablecer el silencio, les pusieron a todos a guisa de mordaza un lienzo atado en la boca y, oprimiendo sus brazos con fuertes ligaduras, los arrastraron tras sí para conducir los esclavos al asilo del disperso campamento.
Cerca de un cuarto de hora anduvieron buscando los riffeños inútilmente la salida, con gran satisfacción de los cautivos que, si bien no podían pedir socorro ni fugarse maniatados como estaban, veían en cambio que sus opresores se rejuvenecían rápidamente y acariciaban la esperanza de hallarse en breve libres de su yugo.
Pero los caracteres meridionales son impetuosos y no tienen la paciencia por virtud. Agotada la de los hijos del desierto al sospechar que estaban siendo los prisioneros de sus rehenes, se conformaron con salir por donde entraran; mas, convencidos de la imposibilidad de hacerlo con su presa, adoptaron la extrema resolución de exterminar a los viajeros.
Encontrábanse a la sazón en la cala y las mujeres se desesperaban al pensar que cuando una sola voz les bastaría para llamar en su auxilio a sus salvadores, tenían que sucumbir al mutismo. Colocados los reos en un ángulo de la bodega, los moros ocuparon el centro y apercibieron sus espingardas. Ya no les quedaba duda a aquellos infelices acerca de la triste suerte que les deparaba el destino. Apiñados y confundidos revolvíanse los desgraciados en la desesperación de la impotencia y ya los cañones estaban apuntados hacia su pecho, cuando el tiempo, ejerciendo su poderoso influjo, convirtió de repente la cuerda que sujetaba al tutor en finísimos filamentos de cáñamo que le dejaron libre el ejercicio de sus músculos. Apercibirse de tan providencial beneficio y emplearlo en poner en contacto los conductores que junto a él descendían por las paredes de la cala, fue operación tan rápida como el pensamiento. Acto continuo las compuertas se abrieron y los hijos de Agar desaparecieron para siempre en el espacio insondable.
La alegría que sucedió a aquellos minutos de angustia no hay quien la describa. Restituidos a la libertad abrazábanse todos sin distinción de sexos ni condiciones; y hasta la misma Juanita no pudo prescindir de decir a su amo, en un arranque de gratitud:
—Si no fuera usted tan feo, me casaba con usted.
Saboreando estaba el sabio su triunfo muy convencido de haber conquistado con él un lugar preferente en el corazón de su pupila, cuando ésta temiendo ver surgir nuevos contratiempos.
—Ya es ocasión de revelárselo todo —exclamó, pidiendo consejo a Juanita.
—¿Qué duda cabe? —respondió la resuelta asesora.
Y añadiendo:
—¡A mí, valientes! —incitó a salir de su guarida a los soldados españoles, riéndose con descaro del asombro del buen tío que intuitivamente comprendió la asechanza de que le habían hecho objeto.
—¡Cómo! ¿Están aquí? —prorrumpió lívido de coraje.
—¡Perdón! —repetía Clara.
—Ni para ti ni para ellos —proseguía el celoso tutor dando golpes en cuantos objetos tenía a tiro.
—Pues, ea —arguyó Juanita—. Guerra a muerte; y el sabio que sea hombre, que salga. Don Luís, Pendencia, melitares: ¡Mueran las matemáticas!
Un ay de espanto reemplazó a tan enérgico apóstrofe. Los diez y siete hijos de Marte aparecieron en la cala trepando por los sacos de harina y los barriles de provisiones; pero, como no habían sido sometidos a la inalterabilidad y el mayor de ellos no contaba veinticinco primaveras, los cuatro lustros desandados en el tiempo desde la salida de París los habían reducido a la condición de tiernos parvulillos.
—¡Esto es espantoso! —murmuraban las francesas que se las habían prometido muy felices de la galantería española.
—¡Yo desfallezco! —articulaba la pupila no dando crédito a la realidad, mientras Juanita hecha un basilisco exclamaba enseñándole los puños a su amo:
—Si es usté el sabio más animal que conozco.
El tutor se bañaba en agua de rosas al contemplar la venganza que le servia el azar. Entre tanto el vehículo caminaba y los infantes se achicaban hasta el extremo de no poderse tener ya en pié.
—Pero, hombre de Dios, ¿no ve usted que se nos deshacen como la sal en el agua? —argüía la maritornes echando espuma por la boca.
—Mejor —contestaba aquel segundo Otelo—. Así acabaremos de una vez.
Y los angelitos yacían tendidos en el suelo agitando brazos y piernas en la inacción de los primeros meses y llorando a pulmón lleno. Compadecidas de su situación, cada hija de Eva tomó en brazos al suyo y se puso a pasearlo por la cala viéndolos mermarse progresivamente, en tanto que el implacable tío se frotaba las manos con satisfacción y sonreía con satánico gesto.
—¡Luis mío! —repetía Clara anegada en llanto y tributando sus caricias a aquel residuo de su capitán de húsares.
—¿Ya no tienes una gracia para tu Juanita? —preguntaba a su microscópico Pendencia la de Pinto.
Y el bribón del asistente, como si aún quisiera darle una prueba de su travesura, le mordió el vestido por la parte en que a los niños de su edad se les sirven los alimentos.
De pronto aquellas mujeres se quedaron pálidas con los brazos cruzados sobre el pecho; ya no abarcaban objeto alguno: el ejército se les había disuelto entre las manos.