LAS suertes estaban echadas y no había medio de retroceder, o mejor dicho, de avanzar, si queremos ser lógicos con la situación. Clara y Juanita se retiraron al gabinete, confiadas en la vecindad de sus defensores y dispuestas a exhibirlos en el primer alto que hicieran; pues en marcha les parecía aventurado sacarlos de su escondite, temerosas de que don Sindulfo, por vengarse, los condenara a todos a movimiento continuo.
El sabio por su parte no se saciaba de saborear su triunfo con Benjamín; y verdaderamente no le faltaba razón para ello, pues jamás experimento alguno había tenido éxito tan satisfactorio.
—¡Eureka! —exclamó en un arranque de entusiasmo aquel segundo Arquímedes que, sin el auxilio de una palanca, removía el mundo hasta en sus cimientos.
—¿A qué altura estamos? —preguntó el poliglota.
—Hace veintiún minutos que salimos de París —le contestó su amigo consultando el cronómetro—; por consiguiente hemos desandado siete años y nos hallamos en diez de Julio de mil ochocientos setenta y uno.
—¿Estudiemos la situación?
—Sea.
—Rumbo a oriente —dijo Benjamín clavando los ojos en su compás.
—Fijo —asintió el Sabio mirando el suyo.
—Latitud 50o N.
—Exacto.
—No hay más que inclinar los catalejos un grado al Sur y dirigir nuestras observaciones sobre el punto de partida.
Y asestando los anteojos al disco meridional, cuyas puertas se abrieron de una descarga, ambos profesores se pusieron a sondear el espacio. Por supuesto que previamente apagaron las luces eléctricas que constituían el alumbrado constante de aquella hermética clausura donde siempre era de noche; pues como el vacío sólo se hacía al rededor del Anacronópete, las capas atmosféricas inmediatas a él conducían los rayos del sol; y de no haber tenido cerrado el vehículo, nadie hubiera podido resistir las vertiginosas intermitencias de luz y sombra ocasionadas por la violenta transición del día a la noche en una velocidad de cuarenta y ocho horas por segundo.
Pocos llevaban de observación los anacronóbatas sin apercibir en su carrera más que el vapor iluminado con que como aliento fosforescente, les anunciaban su presencia las ciudades en el periodo nocturno, o las grandes siluetas de las mismas bañadas por el sol y recortadas sobre el fondo oscuro del terreno durante el día, cuando de repente los dos observadores lanzaron un grito tan rápido como fugaz había sido la sensación que experimentaran. En medio de las tinieblas y sobre el meridiano de París, el reflejo de una inmensa hoguera acababa de herir su retina.
—¡La comune! —exclamaron ambos.
Y en efecto, aquel resplandor era el petróleo de los pozos norteamericanos oponiendo en vano su devastadora influencia al sentimiento de civilización de la vieja pero noble Europa.
Los sabios no se movieron de su observatorio hasta dar con otro hecho ostensible que ratificara sus deducciones cronológicas; pocos segundos les bastaron para transponer la primavera y cruzar aquel riguroso invierno teatro de la más espantosa de las luchas internacionales, y digno campo de la locura humana. La tierra era una inmensa sábana de nieve, como si el frío del terror sembrado en las campiñas hubiera germinado en cosechas de hielo. El astro rey no se reflejaba sino en mortíferas superficies de acero y bronce, y las parábolas de los proyectiles parecían arcos de fuego levantados en las sombras para impedir que se desplomase la bóveda sideral. Globos aerostáticos confiando a una corriente atmosférica la salvación de la patria, palomas mensajeras volviendo al arca sin el ramo de olivo, París capitulando, Metz cediendo, Sedán dejando huérfana una corona… ¿A qué más efemérides? El cómputo era exacto. Estaban en el año de los castigos.
Cerradas las compuertas y vuelta a iluminar la estancia:
—Maestro; una duda —exclamó Benjamín.
—¿Cuál?
—Puesto que nosotros nos dirigimos al ayer y vamos a llegar al pasado con la experiencia de la historia, ¿no nos sería dable cambiar la condición humana evitando los cataclismos que tamañas dislocaciones han producido en la sociedad?
—Aclare usted su pensamiento.
—Supongamos que caemos sobre el Guadalete en las postrimerías del imperio godo.
—¿Y bien?
—¿No cree usted que dando un curso de moral a la Cava y a don Rodrigo, o haciendo ver al conde don Julián por medio de la lectura de Cantú, Mariana y Lafuente, las consecuencias de su traición, lograríamos torcer el rumbo de los acontecimientos e impedir que hubiera tenido lugar la dominación árabe en España?
—De ningún modo. Nosotros podemos asistir como testigos presenciales a los hechos consumados en los siglos precedentes; pero nunca destruir su existencia. Más claro; nosotros desenvolvemos el tiempo, pero no lo sabemos anular. Si el hoy es una consecuencia del ayer y nosotros somos ejemplares vivos del presente, no podemos, sin suprimirnos, aniquilar una causa de que somos efectos reales. Un símil le patentizará a usted mi teoría. Figúrese usted que usted y yo somos una tortilla hecha con huevos puestos en el siglo VIII.
No existiendo los árabes, que son las gallinas, ¿existiríamos nosotros?
Benjamín recapacitó un momento, después de lo cual repuso:
—¿Y por qué no? Aun admitiendo la hipótesis de que ambos seamos descendientes del moro Muza, el evitar que éste y los suyos penetren en España no impide nuestra existencia. Yo no destruyo las gallinas; lo que hago es obligarlas a que sigan poniendo en África. Luego la tortilla puede subsistir sin otra diferencia que tener el Atlas por hornillo en lugar del Guadalete.
Don Sindulfo se mordió los labios no encontrando refutación al argumento de su amigo que él calificó de paradójico, y cortóla conversación abriendo el pupitre y disponiendo a anotar en su diario las observaciones de la derrota. Benjamín a su vez dirigióse al armario en que encerraba los más preciados ejemplares de su museo arqueológico y se entretuvo en comprobar las clasificaciones.
Dejémosles entregados a tan sabia tarea y veamos lo que en él ínterin ocurría en el cuarto de las colecciones, donde esperaban impacientes su transformación las doce hijas de Eva en que el gobierno francés fundaba la regeneración moral de su país.
A aquellos de mis lectores que hayan visitado la Francia, y lo serán todos probablemente, no hay para qué hacerles la descripción de los trajes de las viajeras. Teniendo el lujo por cebo y el arte de agradar por oficio, fácilmente se colige que las tales señoras habían puesto a contribución para adornarse todo el ingenio de la industria sedera de Lyon, agotado los maravillosos recursos que posee la fabricación de encajes en Cluny y Valenciennes y engarzado en el oro de California los diamantes del Brasil, las esmeraldas de Colombia y las perlas del golfo de Bengala.
—Y bien, Niní; ¿qué tal va eso? —preguntó a una esbelta rubia otra que acusaba haber sido incitante morena en sus mocedades y que respondía al nombre de Naná, pues todas tenían el suyo artístico.
—Por ahora no puede decirse nada; pero si la prefectura me vuelve a mis quince años, le juro no casarme sino con un hombre que vote siempre por el gobierno. Hay que ser agradecida.
—Cualquier día me uncen a mi —repuso desde su rincón una nerviosilla que con una carta se estaba entreteniendo en doblar pajaritas de papel.
—¿Pues cuáles son tus propósitos, Emma?
—Hacer que me desembarquen en la corte de Luís XV y pedir que me presenten a S. M.
—Lo que es yo —dijo otra que se llamaba Sabina— primero me dejo robar por los romanos que volver a París a vestirme de percal y dormir sobre un felpudo.
—Pero hemos dado nuestra palabra —insistió Niní.
—Pensad que la regeneración de la Francia depende de nosotras.
—Para la que se fíe de promesas oficiales —arguyó Emma—. En cuanto nos viesen jóvenes y bonitas, los mismos que hoy nos toman por instrumentos de rehabilitación serian los primeros en querer venir a turbar nuestra paz doméstica. ¡Ahí! ¡Los hombres! ¡Los hombres!…
Y como siguiese jugueteando con la pajarita, observó que se le pulverizaba sin que sus dedos la triturasen.
—Aquí tenéis la prueba —añadió explicando a su modo el fenómeno y dando cima a su pensamiento—. Escriben sus protestas de amor sobre papel podrido para que duren poco.
—Eso es el fuego de la pasión que calcina el papel —objetó la optimista Niní.
—O la humedad del recinto que lo deshace —adujo una nueva interlocutora—. No brilla el Anacronópete por su limpieza: desde que hemos entrado en él, no hago otra cosa más que quitarme velloncitos de lana y borrillas de toda especie que sin duda caen del techo.
—Es verdad. Lo mismo he notado yo —dijo Sabina—. No te muevas, aguarda.
—¿Qué es?
—Una mariposa que tienes en el lazo del sombrero. ¡Una polilla!
—¡Ay! ¡Y yo un gusano! —gritó otra corriendo en busca de una mano benéfica que la libertara de él.
Emma quiso volar en su auxilio; pero se detuvo al ver sus dedos impregnados de una sustancia viscosa que había sustituido a la pajarilla. Instintivamente produjo con el brazo un sacudimiento nervioso; pero al quererse mirar de nuevo la mano, la pasta había desaparecido y en su lugar pendían de sus falanges pedacitos de trapo y filamentos de todos tamaños y matices.
Un grito de asombro resonó en el cuarto y la algarada se hizo general cuando Sabina, que consultaba con la mirada a Niní, vio que de la boca de esta, abierta por la sorpresa, salía un diente postizo disparado por el empuje de otro verdadero que tomaba su lugar. Simultáneamente el rubio añadido de Naná, perdido el color y falto del cordón que le sujetara, caía en el suelo mientras su cabeza se cubría de sedosas hebras capaces de causar envidia a la Margarita del Fausto.
—Mirad a Emma —vociferaba una—. Ya no tiene pata de gallo.
—Y Coralia ha perdido su verruga —exclamaba otra.
—¡Qué tersura la de mi cutis!
—¡Qué morbidez la de mis hombros!
—¡No más canas!
—¡Ya somos jóvenes!
—¡Viva!
Y todas consultaban los espejos de sus estuches o se miraban en cualquiera superficie bruñida, distribuyéndose besos y abrazos en el vértigo de su admiración.
La causa de tan maravillosos efectos se explica muy fácilmente. El tiempo empujado hacia atrás verificaba su obra de destrucción; las viajeras no habían sido sometidas a la inalterabilidad; pero sus trajes tampoco. Así es que cada minuto que transcurría dejaba lo mismo en su organización física que en su tocado la huella del retroceso; pues todo en ellas caminaba hacia su origen; y del mismo modo el papel pasaba de la consistencia del billete a la trituración del batán y a la primera forma de guiñapo, que el raso se metamorfoseaba en mariposa para degenerar en larva y reducirse a semilla. Nada más encantador que aquellas turgentes formas mal cubiertas por racimos de capullos de seda entretejidos con vellones de finísima lana y contrastando el dorado color de sus tenues filamentos con el nácar de las ostras a medio abrir que servían de lecho a las perlas embrionarias. ¡Qué artística agrupación la de aquellos minerales incrustados en fragmentos de rocas, rodeados de copos de algodón en rama, ceñidos por verdes aristas de cáñamo y cruzados por residuos de cintas que, de confección anterior a aquel momento histórico, conservaban su integridad como un anacronismo de la moda en la armonía de descomposición de la naturaleza!
La estupefacción era unánime; el entusiasmo indescriptible; pero el tiempo no se detenía en su carrera y el fenómeno empezó a tomar proporciones alarmantes. Los productos transformados en primeras materias dejaron en breve de adornar los contornos de aquellas humanas esculturas. Traspuesto el período en que cada porción de materia había sido arrancada de su asiento, las fracciones comenzaron a desertar en busca de sus matrices. El vellón desaparecía para adherirse a la oveja; la ostra atraída por el banco corría a sepultarse en las costas de Malabar; el algodón huía a hundir sus raíces en las llanuras norteamericanas y la cabritilla de los borceguíes despojada del curtido, volaba a revestir el esqueleto de la inocente res de los Alpes, mientras por los huecos que dejaba la deserción asomaban trazos dignos de inspirar el desnudo a los clásicos escoplos de Miguel Ángel, Praxíteles y Fidias.
Las viajeras al contemplar su desnudez se taparon el rostro con las manos, que el pudor es algo inherente a la hermosa mitad de la especie humana, y prorrumpieron en tan desaforados gritos, que don Sindulfo y Benjamín, dejando aquel sus apuntes y éste sus clasificaciones, corrieron en averiguación del alboroto.
—No se puede entrar —decían unas al apercibirse de que los sabios trataban de abrir la puerta.
—Ya tenemos bastante —exclamaban otras.
—¡Ay! Mi corsé —gritaba una tercera.
Clara y Juanita, a quienes los sabios al verlas llegar despavoridas pusieron al corriente de la situación, penetraron en la estancia; y asustadas ante tan insólito espectáculo volvieron a salir pidiendo auxilio a la ciencia.
—¡Hombre de Dios! Que se van a constipar esas señoras —vociferaba la maritornes.
En esto Benjamín que ya había comprendido la situación, llegó con unos transmisores del fluido de la inalterabilidad; y pasándolos por la puerta entornada, aconsejó a las excursionistas que se agarrasen a ellos. Hiciéronlo así ellas, y con cuatro vueltas al aparato y otras tantas docenas de quejidos de las victimas, quedaron estas fijadas y remediado el mal.
—Prestadles unos vestidos vuestros —dijo don Sindulfo a su pupila y a Juana, en tanto que él y Benjamín desternillándose de risa tornaban a reanudar su tarea en el laboratorio, comentando el incidente. Pero apenas el políglota se había dejado caer en su asiento, cuando con los cabellos de punta y lanzando un grito desgarrador volvió a levantarse como si un sacudimiento galvánico le hubiese arrancado de la silla.
—¿Qué ocurre? —le preguntó el sabio acudiendo en su socorro.
—¡Mire usted… mire usted! —balbuceaba el infeliz, señalándole la célebre medalla conmemorativa comprada en la almoneda del arqueólogo madrileño y atribuida según el catálogo a Servio Cayo prefecto de Pompeya en honor de Júpiter.
Don Sindulfo tomó el disco que reluciente como una chapa de aguador brillaba sobre la mesa. El objeto en cuestión no había sido fijado aún, esperando para hacerlo el instante cronológico que pudiese acusarles su autenticidad; pero éste había ya llegado y, destruida la acción del tiempo, los caracteres campeaban sobre el bruñido fondo con una elocuencia aterradora.
SERV… C. POMP… PR…
JO… HONOR
era el anuncio sobre latón de una empresa de coches de muerto fundada en París por la época que ellos atravesaban y que restituida a su integridad decía así:
SERVICE DE POMPES FUNÈBRES
RUE D’ANJOU SAINT HONORÉ.