hacer en circunstancias tan adversas? Los pusilánimes proponían permanecer en el espacio hueco del podio y esperar a que el Anacronópete al elevarse les permitiera salir; pero sobre correr el riesgo de ser descubiertos si se notaba la falta de las cautivas, exponíanse —aun salvando esta eventualidad— a ser pulverizados por una desviación del vehículo en el momento del arranque. Los más resueltos optaban por romper la puerta y conquistar la salida con las armas. Este plan se desechó por violento e infecundo, prevaleciendo al fin la idea sugerida por los prudentes, de ocultarse yaguar-dar la ocasión propicia de emprender la fuga.

La cala estaba por fortuna harto provista de materiales de construcción, destinados a las reparaciones, y de vituallas de toda especie para que no abundasen los escondrijos. Fuéronse pues metiendo los unos tras la pipería de los caldos, los otros en los intersticios de los balotes de gramíneas; y así se formaban parapetos con los sacos de harina y los cajones de conservas, como se atrincheraban en los montones de legumbres o hacían reducto del sarcófago de la momia.

Clara recomendó a todos la mayor prudencia exhortándoles a no moverse hasta que ella o Juanita viniesen en su busca, lo que, en nombre de sus compañeros, le fue prometido solemnemente por Pendencia, excitando una carcajada unánime al asomar la cara embadurnada de blanco por efecto de sus frotaciones contra unos costales de candeal.

Mientras esta escena tenía lugar en el Anacronópete, fuera ocurrían incidentes dignos de ser narrados.

Concluida la conferencia, don Sindulfo, como hemos visto, empezó su marcha triunfal desde el Trocadero al Campo de Marte entre los vítores de la multitud frenética y dos filas de guardia nacional que la villa de París había puesto a su disposición para conservarle el paso expedito. Una vez dentro del área de la exposición, el maire invitó al sabio a reposarse breves momentos en una elegante tienda de campaña levantada ad hoc cerca del Anacronópete, en el centro de la cual veíase una mesa capaz de satisfacer la intemperancia de Lúculo y de emular la esplendidez de los festines de Cleopatra. Era el lunch de despedida ofrecido por la municipalidad de París al insigne inventor, pues parece imposición de la naturaleza, respetada por la costumbre, que en todo regocijo público el estómago haya de meter la primera cucharada.

Sentáronse anfitriones, convidados y parásitos (planta que brota espontáneamente en todos los comedores) y, con el reposo del cuerpo, dio principio el trabajo de las mandíbulas. Durante los encurtidos, los torsos formaban con la mesa un ángulo recto, a medida que el lastre iba estivando el aparato digestivo, el ángulo se convertía en agudo. Al sonar la hora del champagne los lados móviles trataron de reconquistar el equilibrio; pero la perpendicular al mantel no pudo restablecerse y, dando por tope a los omoplatos el respaldo de los sillones, el ángulo obtuso dominó en toda la linea.

Entonces empezaron los brindis, peores unos que otros, si bien todos malos, pues no hay nada que limite tanto la inteligencia como el elogio. Así es que, haciendo gracia de ellos al asendereado lector, me limito a extractar lo único que en aquel cúmulo de peroraciones hubo de bueno, que fue precisamente lo que no tuvieron de alabanza.

El bibliotecario de la Sorbona, levantándose del asiento y sacando a luz un primoroso ejemplar de la Ilíada, publicado recientemente a expensas de la sociedad bibliófila, rogó a don Sindulfo que al pasar por la olimpiada en que floreció el padre de la epopeya, obtuviese de Homero que le firmase su obra magna corrigiendo los yerros tipográficos que encontrase y consignando bajo el testimonio de su facsímile si fue en Chio o en Smirna donde vio la luz primera.

—Propongo que se substituya esa última frase por esta otra: «En dónde nació» —interpuso un académico de la historia—. Porque —prosiguió— suponiendo que la lógica fuese en aquellos tiempos fabulosos una ciencia tan exigente como lo es en nuestros días, nos exponemos a seguir ignorando cuál fue la patria del cantor de Troya, si al preguntarle dónde vio la luz primera, él lo toma pedem literae y nos contesta que en ninguna parte por ser ciego de nacimiento.

Aprobada la enmienda, tocóle el turno al presidente de la junta de agricultura, quien en correcta frase —pues era un poeta el encargado de velar por los intereses agrícolas del país— encareció a don Sindulfo casi en verso, la necesidad de combatir los efectos del oidum y de la fhiloxera en las vides: para lo cual creía el medio más seguro hacerse con unos sarmientos de la viña de Noé a fin de reproducirlos en Francia.

Esta proposición levantó una tempestad de aplausos, pues nadie ignora que el vino es una de las principales riquezas del suelo transpirenaico, cuya producción aunque fabulosa, por poco que la cosecha flojee ya no alcanza a cubrir las necesidades del consumo.

Muchas más fueron las ideas que, dirigidas todas al mejoramiento de la condición humana, se desarrollaron en la sobremesa, e infinitos los encargos particulares y de índole risible que se hicieron al doctor. Ya era un empresario de teatros quien le abría un crédito incondicional con el fin de que ajustase a Molière para dar doce representaciones antes de que se cerrara la exposición. Ya un tipógrafo quien se comprometía a trasladarse a la Grecia del siglo de Pericles, con el objeto de imprimir las conferencias de Sócrates y publicar un periódico político.

Don Sindulfo dio las gracias a todos y a cada cual; objetó que aquel su primer viaje no tenía otro carácter que el de exploración, y, ofreciendo desempeñar cuantas pudiera de las diferentes comisiones que se le confiaban, dio por concluido el acto.

No había llegado aún a la puerta cuando el prefecto de policía, apeándose de su carruaje, penetró en el pabellón y se dirigió al sabio.

—¿Puede el señor García acordarme una conferencia de breves minutos? —le dijo.

—Hiciéralo con placer si no fuese ya la hora reglamentaria y temiese abusar de la impaciencia pública.

—Me trae aquí una misión oficial. Vengo en nombre del gabinete.

Ante esta observación no había medio de insistir. Los comensales se retiraron prudentemente a un extremo de la tienda, mientras en el opuesto los dos interlocutores sostenían el siguiente diálogo:

—El gobierno me delega para pedirle a usted un señalado servicio.

—Me honra tal confianza. Escucho a usted.

—A nadie se le oculta que la Francia, desgraciadamente, atraviesa un período de relajación moral que amenaza destruir los ya minados cimientos de la familia, fundamento de todas las sociedades.

—Aunque con dolor, me es fuerza asentir a tan acertado parecer.

—El gobierno, más interesado que nadie en la redención de su patria, ha penetrado con ánimo resuelto en el fondo de esta cuestión pavorosa; y cree poder afirmar que el quebrantamiento de los vínculos sociales proviene de ese escandaloso mercado sensual con que no ya emulamos, sino trasponemos el histórico y poco plausible renombre de Síbaris y Capua.

—Evidentemente; mas no alcanzo cuál pueda ser la parte que me incumba en esa misión redentora.

—A eso voy. Regenerar a la mujer es crear buenas madres de que carecemos.

—No en absoluto.

—Es usted muy amable. Gracias por la mía. Tener madres es garantizar la educación de los hijos. De los buenos hijos germinan los esposos modelos y los íntegros ciudadanos. Luego hay que purificar la familia para salvar la patria.

—Estamos de acuerdo.

—Ahora bien; de esas desgraciadas mujeres, que, para vergüenza de propios y extraños, arrastran sus vicios por nuestras populosas ciudades pregonando con histéricas carcajadas su mercancía, pocas, contadas, son las que consiguen un resultado beneficioso que consolide su existencia en la vejez. Los hospitales, los teatros, las porterías suelen constituir su última trinchera; y muchas hay que al perder la menguada lozanía de los primeros años volverían con arrepentimiento a la senda de la virtud, a no impedírselo el estado en que los excesos y la depravación las han sumido y que las hacen ineptas para los puros goces de la familia. El gabinete, pues, en consejo extraordinario, me encarga ser intérprete de sus sentimientos cerca de usted y me comisiona para dirigirle a usted una proposición.

El prefecto acercó más aún su silla a la de don Sindulfo y prosiguió de esta manera:

—¿Hemos entendido mal o es cierto que con el maravilloso vehículo de su invención puede el navegante rejuvenecerse a medida que retrograde en el tiempo?

—Así es, con tal de que previamente no se haya sometido a la inalterabilidad de las corrientes del fluido que lleva mi nombre; pues de otro modo vería pasar los siglos sin experimentar alteración alguna.

—¿En qué tiempo puede usted recorrer un espacio de veinte años?

—En una hora.

—¿Y llegado a ese término, le es a usted dable perpetuar la edad de la persona en el punto porque entonces atraviese?

—Sin ningún obstáculo.

—Pues bien. El plan del gobierno es rogar a usted que acepte en la expedición una docena de señoras que frisen en los cuarenta (edad en que la vejez no las ha hecho aún desistir de las ilusiones; pero harto avanzada en mujeres de su condición para abrigar esperanzas de medro), y ofrecerles que en sesenta minutos van a reconquistar sus veinte abriles. De este modo, es indudable que, aleccionadas por la experiencia, y arrepentidas por el fracaso, al encontrarse dueñas de sus hechizos por segunda vez, sigan la senda de la morigeración y abandonen la del vicio.

—Plausible es la intención. ¿Pero no teme usted, señor prefecto, que si lo que entra con el capillo no sale sino con la mortaja, las buenas señoras al verse en el pleno ejercicio de sus facultades quieran volver a tentar fortuna?

—No lo espero. De todos modos este no es más que un ensayo de que desistiremos si no salimos airosos, o que en caso contrario repetiremos en grande escala. ¿Qué responde usted al ministerio?

—La misión me honra sobremanera para rechazarla; pero debo advertir a usted que yo viajo con mi sobrina y…

—No tema usted el menor desafuero. Se portarán dignamente. Ya las hemos exhortado y el miedo al castigo las contendrá.

—Lo celebraría aunque lo dudo.

—Se lo aseguro a usted; la amenaza es temible.

—¿Cuál se les ha impuesto?

—No quitarles ni un año de encima si se exceden en algo.

—Tiene usted razón; me tranquilizo.

—¿Estamos de acuerdo?

—Completamente.

—El gobierno sabrá recompensar a usted favor tan señalado.

—Me basta conseguir por premio que Francia sea digna en el orden moral de la supremacía que por tantos otros conceptos se ha conquistado en el mundo.

Terminada la entrevista, el cortejo con don Sindulfo a la cabeza salió del pabellón, a cuya puerta esperaban en sus carruajes las alegres expedicionarias que, apeándose, se agregaron al grupo oficial, tomando todos juntos la dirección del Anacronópete.

Llegados al pie del coloso cruzóse un último adiós. El sabio, Benjamín y las viajeras penetraron en el vehículo y éste, herméticamente cerrado, atrajo desde aquel momento las miradas de todos los circunstantes.

No habría transcurrido un cuarto de hora, cuando un murmullo de dos millones de almas onduló en el espacio. El Anacronópete se elevaba con la majestad de un montgolfier. Nadie aplaudía porque no habla mano que no estuviese provista de algún aparato óptico; pero el entusiasmo se traducía en ese silencio más penetrante que el ruido mismo.

Llegado a la zona en que debía tener lugar el viaje, el monstruo, reducido al tamaño de un astro, se paró como si se orientara. De repente estalló un grito en la multitud. Aquel punto, bañado por un sol canicular, había desaparecido en el firmamento con la brusca rapidez con que la estrella errática pasa a nuestros ojos de la luz a las tinieblas.