IENTRAS se montaba el armatoste en el área que le habían destinado en el palacio de la exposición, don Sindulfo se estableció con su familia en el hotel de la Concordia sito en el boulevard Malesherbes. Inútil es decir que las horas que el sabio se pasaba en el Campo de Marte dirigiendo los trabajos, Clara y Juanita quedaban encerradas bajo llave en sus habitaciones; pues, celoso como un turco, nuestro compatriota temía a cada momento una evasión o un rapto. Cuando sacaba a las muchachas a paseo, siempre lo hacía en coche, y no asistían al teatro sino en palco con celosías.
Todas estas precauciones, la distancia que los separaba de Madrid, la idea de dejar pronto la edad presente y los ineludibles deberes militares de su sobrino que le impedían abandonar su puesto, infundieron cierta tranquilidad relativa en el ánimo de don Sindulfo. Así pasó cerca de un mes viendo disminuir sus temores, cuando una tarde al regresar solo de una sesión del Congreso científico y remontar el lado izquierdo de la Magdalena, sintió como si le tirasen de la levita por detrás. Volvió la cabeza y casi la perdió al encontrarse de manos a boca con Pendencia, el asistente de su sobrino.
—¿Me da vu de la candel? —le dijo éste disponiéndose a encender su chicote en el medianito del aturdido zaragozano y traduciendo en lengua de Racine su patrio estilo cordobés.
—¡Un cuerno le daré a usted yo! ¿Qué hace usted en París?
—Puez he venío penzionao por el Gobierno con quince camaradaz máz a las orillaz del Ciena para que aprendan los franceses a jacer zordaoz a nueztra jechura y cemejanza.
Y en efecto, el ministerio de la Guerra enviaba al certamen un individuo de cada arma de que se compone el ejército español, para dar una muestra así de los uniformes como de su envidiable apostura y bizarría.
—¿Y mi sobrino es también de la tanda? —preguntó el sabio presintiendo su desventura.
—¡Ci ez él quien noz manda! Le ezcogieron a pulzo.
—¡Cómo!
—El meniztro le dijo: «Hombre, vaya usté a la dizpocición para que vean allí que todoz no zomoz tan feoz como zu tío de usté».
—¡Insolente! Comprendo la trama; pero sus inicuos proyectos quedarán frustrados. ¡Ay de él si se atreve a declararme la guerra! Puede usted ir a decírselo de mi parte.
Y como en aquel momento llegasen a la fonda, don Sindulfo se separó bruscamente de Pendencia, que con un:
—A la orden, don Pichichi; corrió en busca de su amo, en quien mis lectores habrán ya reconocido al capitán de húsares que al principio de esta historia se apeó del ómnibus en la cabecera del puente.
—¿Quién ha venido? ¿Habéis visto a alguien por el balcón? —fue la primera pregunta formulada por el atribulado tío al entrar en las habitaciones de su sobrina.
—¿Y a quién quiere usted que veamos si nos pone usted candados hasta en las vidrieras? —replicó Juanita con su respingo habitual.
Don Sindulfo no juzgó conveniente dar más explicaciones y se dirigió a su cuarto contiguo al de las reclusas; pero al volverse de espaldas dejó ver unos papeles que, pendientes de un hilo y enganchados a la levita por un alfiler, le había prendido Pendencia durante su trayecto por el boulevard; y de los que Juana se apoderó graciosamente mientras su amo abría la puerta, pues tanto la fregatriz como su señorita estaban seguras de que Cupido había de aprovechar la primera ocasión que se le presentase de comunicar con ellas.
Apenas se quedaron solas empezó la lectura de las cartas. La de Luís encerraba mil protestas de amor para su prima, dándole la seguridad de que en breve se vería libre del yugo de su implacable tío.
La de Pendencia era tan lacónica como digna de conocerse. Decía así:
«Mi coracon es pera, Y a esto y acui coma tullo asta la merte ilo es Roce Gomec».
Juanita, acostumbrada al estilo epistolar de su soldado comprendió que aquello quería decir: «Mi corazón espera. Ya estoy aquí. Coma (o sea la puntuación escrita.) Tuyo hasta la muerte. Y lo es Roque Gómez».
Al día siguiente Luís ocupaba ya un cuarto en el hotel de la Concordia. Por fortuna don Sindulfo, que marchaba el primero, pudo verle al entrar en el comedor, y retrocediendo antes de que los demás le apercibiesen, volvió a subir las escaleras con todos y dio orden de que en adelante les dieran de comer a él y a los suyos en gabinete aparte. Redobláronse las precauciones: cada vez que el tutor se ausentaba, Benjamín quedábase de centinela; pero, vano empeño; Luís sobornaba al criado de turno y las cartas iban y venían liadas en las servilletas, que era un llover. ¿Descubríase el ajo? ¿Suprimíanse los camareros sirviéndose a sí propios? ¿Prohibíase a Juanita que se acercase a la mesa para cambiar un plato y que saliese de su prisión para nada? Las misivas no por eso dejaban de llegar, ya pegadas con cola en el asiento de los jarros de agua para el tocador, ya en el hueco de un pastelillo que, con una señal convenida de antemano, elegía Clara entre los demás de la fuente, ya por último dentro de una nuez de que era portador un perro de la fonda al que Pendencia había enseñado a escabullirse entre las piernas de don Sindulfo, cada vez que éste abría la puerta para recibir por si mismo los manjares.
Realmente aquello no era vivir; los cien ojos de Argos no bastaban para atender a tantas y tan frecuentes asechanzas. Así es que en cuanto el Anacronópete estuvo en disposición de habitarse, don Sindulfo estableció en él su domicilio obteniendo, bajo pretexto de su custodia, una guardia permanente de dos gendarmes que impedían la aproximación al aparato de todo el que no fuese acompañado por el inventor. Pero si la incorruptibilidad de los guardianes no cedió ni ante las súplicas ni ante las dádivas de Luís, la travesura de su asistente se multiplicó con los obstáculos. Tan pronto mientras los viajeros visitaban los Inválidos, donde ya había hecho él conocimientos, se presentaba con una pierna de palo y unas barbas de chivo sirviendo de cicerone, como envuelto en los andrajos de mendigo, les pedia una limosna en medio de los bulevares, lo que —la mendicidad estando prohibida— le costaba pasar unas cuantas horas en la prevención. Casi siempre concluía por ser descubierto; así es que don Sindulfo decidió que en lo sucesivo no saldrían más que a misa y en carruaje. Pendencia se disfrazó de cochero; pero se vendió, porque al darle en francés las señas de la Magdalena, él, que no era fuerte en idiomas, los llevó al cementerio del Pére Lachaise.
Agotados por fin todos los recursos, un día se confabuló con el suizo de la iglesia a que asistían sus compatriotas y, ocupando su puesto a la vanguardia del postulante que durante la ceremonia recoge las limosnas de los fieles, se aprestó a entregar una carta a Clarita; pero la falta de costumbre de circular por entre las filas de los reclinatorios, cargado con la alabarda y el palo de tambor mayor, le hizo enredarse en el espadín en momento tan inoportuno que, cayendo sobre el sabio mientras la peluca se posaba en el devocionario de un caballero y el tricornio en la cabeza de una devota, descubrióse el pastel y don Sindulfo abandonó con su gente el templo regresando al Anacronópete que en adelante quedó convertido para todos sus moradores en prisión celular.
Los días que siguieron a esta catástrofe fueron de desesperación para el enamorado Luis que veía desaparecer sus esperanzas, y para el asistente y sus quince compañeros que sentían aproximarse la hora de la expedición al pasado sin recoger el fruto de sus maquinaciones. El único consuelo del capitán era colocarse con los muchachos en la galería del arco central del palacio de la exposición y contemplar desde allí el Anacronópete que a un centenar de metros se erguía con la sombría majestad de un inmenso sepulcro.
Una tarde, que como de costumbre se hallaban ocupados en esta contemplativa tarea proponiendo quién enviar una misiva encerrada en un proyectil hueco, quién valerse de la balística para lanzar un hilo telefónico, empezaron las nubes a arrojar agua que no parecía sino que se desprendían sobre la tierra las cataratas del cielo.
—Buena va a ponerce la dizpocición ci hay alguna gotera —dijo el asistente prestando oído al diluvio que con fragor se despeñaba por los canalones.
—No hay miedo —le arguyo su amo—. Tal vez los desagües son los trabajos más portentosos de esta fábrica. ¿No has visto los planos expuestos en la sección de París? Las alcantarillas son más altas que esta bóveda.
—¡Cómo! —exclamó Pendencia abriendo desmesuradamente los ojos—. ¿Aquí hay zumieroz?
—¡Qué duda cabe! Mira, el principal circula casi tangente al aparato.
—¡Digo! Turgente y todo, ¿y ce eztá uzté con la lengua pegada al paladar?
—No te entiendo.
—Ci uzté no ha nacido para la guerra. Como genioz militarez Napoleón y yo.
—¿Te explicarás?
—Puez ez muy cencillo. Ci don Cindulfo tiene para zu defenza ezcarpaz y contraezcarpas, nozotros para el ataque le abrimos minaz y contraminaz. Cabayeroz… al albañal.
Un entusiasta viva acogió la idea del cordobés. Indudablemente la alcantarilla era la última trinchera del amor. Reconocidos los planos vióse con placer que bastaba abrir una galería transversal de pocos metros para encontrarse debajo del centro matemático del Anacronópete. Sobornar al encargado de la limpieza en aquella sección, fue obra tanto más fácil y hacedera, cuanto que el individuo en cuestión era rayano de España por el lado de Canfranc y gustaba de las peluconas de Carlos IV, que Luís no le escaseó para lograr su objeto.
El tiempo apremiaba, pero contra diez y siete españoles, de los cuales la mitad se componía de aragoneses y catalanes, no hay obstáculos, sobre todo tratándose de militares siempre a las órdenes del general No importa.
Los picos y azadones fueron abriendo paso; los puntales formando túnel y por último, el día fijado para el inverosímil viaje, mientras don Sindulfo daba su conferencia en el Trocadero acompañado de su inseparable Benjamín, los diez y seis hijos de Marte saludaban la llegada de su capitán con el último golpe de piqueta que los colocaba bajo la plaza enemiga. Al salir del foso se encontraron en una estancia rectangular de la altura de un hombre buen mozo. Era el podio u obra muerta del aparato para precaverle de las humedades en las paradas.
El plan de los invasores era romper a hachazos el suelo del Anacronópete; pero con gran sorpresa suya, se lo encontraron abierto, pues el vehículo tenía en el fondo para la limpieza de la cala una compuerta que funcionaba eléctricamente con el mecanismo de una guillotina horizontal y que, sin duda con el objeto de dar mayor ventilación al piso bajo no se habían cuidado de cerrar, muy ajenos de que por allí pudiera tener efecto un ataque subterráneo.
—¡Arriba! —fue el grito unánime—; y transponiendo escaleras, cruzando corredores, invadiendo salas, llegaron a donde estaban las cautivas, que no pudieron reprimir un grito de terror al ver delante de sí a tantos hombres con armas que a prevención para cualquier evento llevaban consigo.
El acto del reconocimiento no hay para qué pintarlo. Siéntanlo los que sepan amar.
—Huyamos, mi bien —fue la primera frase que Luís acosado por el tiempo y las circunstancias acertó a decir a su prima.
—¡Oh! Nunca —le respondió ella—. Cualquiera que sea mi suerte, la soportaré resignada antes que faltar al juramento que hice a mi madre moribunda. Te amaré siempre; pero huir contigo no lo esperes de mí.
Los ruegos, las exhortaciones, las lágrimas eran inútiles ante la irrevocable resolución de aquella hija sumisa y obediente. Perdida parecía ya toda esperanza cuando las aclamaciones de la multitud penetrando en el recinto indujeron a Clara a inquirir el origen de tamaña confusión. Cuando Luis le explicó que obedecía al entusiasmo popular por el invento de su tío, las pobres prisioneras que ignoraban en absoluto los propósitos del tutor, prorrumpieron indignadas en invectivas contra aquel monstruo que con su silencio las obligaba a una peregrinación tan llena de peligros.
—¡Eso es imposible! —balbuceaba la huérfana.
—¡El demonio del sabio! —decía la Maritornes—. ¡Pues ni que fuéramos cangrejos para andar hacia atrás!
—¡Digo! Y tú que erez tan echada para adelante.
—¡Huyamos! —repetía Luís apercibiéndose de que la gritería era cada vez más cercana—. Huyamos, no para esconder nuestro amor, sino para pedir a la justicia el amparo que la ley te debe.
Esta juiciosa observación produjo su efecto. Los minutos eran preciosos; el tirano se aproximaba; un espantoso porvenir podía ser el resultado de aquella perplejidad.
—Sea pues —exclamó la pupila resueltamente.
Y todos se encaminaron a la mina.
Pero al querer penetrar por la abertura la encontraron obstruida.
Un desprendimiento del terreno les había cortado la retirada.