OS grandes efectos no son siempre el resultado de grandes causas. Ahí tenemos sino las guerras del Peloponeso a las que la historia atribuye una razón eminentemente política y que sin embargo debieron su origen al rapto que de tres doncellas educandas de Aspasia, hicieron unos habitantes de Megara, jóvenes de buen humor, sin contar que la cosa no había de ser del agrado de Pericles —de quien dicen malas lenguas si tenía o no tenía que ver con la profesora—. Y paréceme a mi que sí que le gustaba al hombre porque, cuando acusada de impiedad él se encargó de su defensa, no supo hacer más que cubrirse el rostro con el manto y llorar como un chiquillo en el Pnix; lo que por cierto le valió la absolución a la buena discípula de Anaxágoras.

Pues bien, erudición a un lado, tampoco el invento de don Sindulfo era debido, como lo parecía, a su amor por la ciencia; sino a un interés doméstico, mejor diré, a una mira puramente personal.

Cuatro palabras sobre su vida.

Muy joven aún nuestro héroe se encontró solo en el mundo, doctor en ciencias y dueño de una inmensa fortuna cuyos rendimientos invertía, anualmente y casi íntegros, en aparatos de las mejores fábricas extranjeras con que enriquecer su gabinete de física y mineralogía. Tan pródigo para sus estudios como avaro para todo lo demás, llegó a los cuarenta años sin conocer ni los rudimentos del amor. Todas sus afecciones se concretaban en su amistad por Benjamín, otro sabiote dos lustros menor que él, pero casi tan ajeno como don Sindulfo a todas las cosas de la tierra; verdad es que el tiempo le faltaba para cuanto no fuese aprender sánscrito, hebreo, chino y un par de docenas más de lenguas difíciles, para las que tenía una aptitud sin igual. Aunque no habitaban la misma casa, puede decirse que vivían juntos, pues Benjamín no abandonaba la de García en la que diariamente podía contar con su plato de cocido a las dos y su guisado a las ocho, en virtud de lo cual Benjamín, que era pobre, resolvía el problema de ahorrar sin tener, y don Sindulfo encontraba un estómago agradecido que soportase sus impertinencias.

Los periódicos de Zaragoza, como todos los de la Península, amanecieron una mañana anunciando la venta del museo de un célebre arqueólogo de Madrid fallecido pocas semanas antes; y como Benjamín, a quien no se le cocía el pan en el cuerpo cuando de cosas antiguas se trataba, manifestase deseos de adquirir algunas baratijas, su amigo le procuró la ocasión decidiendo trasladarse ambos a la corte de las Españas, y poniendo a disposición del anticuario su bolsillo y sus conocimientos.

Dicho y hecho: llegaron a Madrid, tomaron un cuarto común en las Peninsulares y el día de la venta se trasladaron al gabinete del coleccionador. Benjamín lo hubiera comprado todo a haber tenido dinero; pero se contuvo ante su pobreza y aún fue preciso que don Sindulfo le aguijoneara para hacerse con algunos ejemplares. La verdad es que se necesitaba ser un santo para no quitárselo de la boca, por ser dueño de aquel cúmulo de maravillas. Allí en un estuche de cuero y en estado fósil se encontraba el ojo que Aníbal perdió en el sitio de Sagunto: a su lado se erguía la punta del cuerno del buey Apis: un poco más allá reposaba una carabina llena de moho que, por haberse encontrado cargada con cañamones, se suponía que fuese la de Ambrosio que hasta entonces se había tenido por legendaria. Pero como los precios no estaban al alcance de todas las fortunas, Benjamín tuvo que reducir sus aspiraciones y concretarse a la adquisición de una medalla relativamente importante. El tiempo había corroído parte de la inscripción; pero lo que de ella podía aún leerse que era esto:

SERV C POMP PR

JO HONOR

no dejaba duda acerca del origen que el catálogo le atribuía suponiéndola tributo conmemorativo de Servio Cayo prefecto de Pompeya en honor de Júpiter.

Ya iban a abandonar el museo cuando llamó la atención del absorto aficionado el ínfimo precio en que estaba tasada una momia de carácter particular.

Y en efecto, ni el sarcófago tenía la forma egipcia, ni el procedimiento por que aquel cadáver había sido embalsamado era el que, según Herodoto, se practicaba en Tebas y Memfis abriendo el pecho con una aguzada piedra de Etiopia para sacar el ventrículo y rellenar el vientre con mirra, casia y vino de palmera. Tampoco se había obtenido la momificación con la resina llamada Katran por los árabes, extraída a fuego vivo de un arbusto muy abundante en las orillas del mar Rojo, la Siria y la Arabia feliz, como lo consigna el coronel Bagnole. Su acartonamiento parecía obra natural; pues, sobre no tener huella de incisión alguna, ni estaba envuelta en las tradicionales bandas, ni, falta de depresiones, podía decirse que hubiera sido fajada nunca. El catálogo decía modestamente: «Momia de origen desconocido;» y esta ausencia de abolengo o de historia es lo que la hacía despreciable para los que de ordinario sólo se pagan de genealogías apócrifas las más veces.

Benjamín, con su espíritu observador, puso sus cinco sentidos en el estudio de los menores detalles; y fijándose en una ajorca o argolla de metal adaptada en el tobillo derecho y sobre la que campeaba una inscripción china —que el vulgo había tomado por un adorno—, no pudo reprimir un grito de sorpresa.

—¿Qué es eso? —le preguntó don Sindulfo.

—Acabo de hacer un descubrimiento prodigioso.

—¿Cuál?

—Oiga usted lo que dice esta inscripción. «Yo soy la esposa del emperador Hien-ti, enterrada viva por haber pretendido poseer el secreto de ser inmortal».

—¡Hien-ti! —exclamó don Sindulfo partícipe ya del entusiasmo de su amigo—. ¿El último vástago de la dinastía de los Han?

Destronado en el siglo tercero de la era cristiana por Tsao-pi, fundador de la dinastía de los Ouei.

—Es decir…

—Es decir que ese pueblo, cuna de la civilización del resto del mundo, poseía, sino el secreto de la inmortalidad, por lo menos el de la longevidad fabulosa dé los tiempos patriarcales.

Don Sindulfo, sin esperar nuevas explicaciones, sacó su cartera y extendió una orden de pago contra su banquero, encargando el transporte a las Peninsulares de los objetos adquiridos, entre los que figuraba otro hallazgo hecho a última hora y consistente en un hueso petrificado, que tuvieron que pagar a peso de oro, pues se trataba nada menos, según el inventario, de una canilla de hombre fósil descubierta en las inmediaciones de Chartres, en unos terrenos de la época terciaria.

Los dos inseparables no pensaban más que en los preparativos de regreso a Zaragoza para entregarse de lleno a sus investigaciones científicas. Pero un garbanzo interpuesto en su camino cambió de fase la majestuosa monotonía de su existencia. Al ir por la tarde a liquidar y despedirse del banquero, fornido zamorano viudo y enriquecido durante la primera guerra civil con la empresa de suministros para el ejército leal, hubo aquello de:

—¿Y qué tal los tratan a ustedes en la fonda?

—Mal; comida francesa con la que nunca sabe uno lo que se mete en el estómago. Nos vamos de Madrid sin probar un cocido a la usanza de Castilla.

Y lo de:

—Pues hoy satisfarán ustedes su capricho; porque precisamente acabo de recibir unos garbanzos de Fuente-Saúco que ni de manteca serían más tiernos.

—Que eso sería mucha incomodidad.

—Que no.

—Que sí.

—Que torna.

—Que daca.

El resultado es que se quedaron a comer con el banquero, el cual banquero tenía una hija; la cual hija era muda; pero, aunque no le faltaba más que la palabra para hablar, a ella no se le quedaba nada por decir, que con pies y manos todo lo daba a entender. Yo no sé cuál de estos aparatos locutorios es el que ella puso más en juego durante la comida; lo cierto es que a los postres, don Sindulfo que ocupaba su derecha, estaba a pesar de sus cuarenta años enamorado ya de la chica como un cadete. Por supuesto que todo se lo merecía la hija de su padre, pues no había línea en su cuerpo que no alcanzase el máximo de curva, ni facción que no incitase a cualquiera a ser Espartero no sólo para perseguirlas como en Bilbao sino para abrazarlas como en Vergara.

El viaje se suspendió; las visitas se repitieron; la necesidad de no tener los aparatos físicos encomendados a manos mercenarias para su conservación sirvió a don Sindulfo de tema con Benjamín sobre la conveniencia del matrimonio: el asentimiento de éste alentó al sabio, la demanda fue hecha en debida forma; y el banquero, que siempre tenía garbanzos del Saúco que probar cada vez que se le ponía a tiro un hombre en estado de merecer, dijo que sí con la alegría del enfermo a quien se le resuelve un tumor. La muchacha no hay que consignar si recibió bien la noticia, pues sabido es que tratándose de matrimonio hasta las mudas se alegran.

Estipulóse la dote que fue pingüe, dispusiéronse los regalos de boda, y como entre las condiciones figuraba la de residir en Madrid, los sabios se volvieron a Zaragoza para empaquetar convenientemente el laboratorio. Un mes después, marido, mujer y amigo, se instalaban en la calle de los Tres Peces de la coronada villa.

Mamerta, que así se llamaba la señora de García, salió de un natural excelente; porque el que gustase más de estar con Benjamín que con su marido, nada tenía de particular, si se considera que aquél en su calidad de políglota la enseñaba a hablar por señas en varias lenguas diferentes, mientras que don Sindulfo aun en la suya propia no conseguía hacerse entender; y las mujeres se pirran porque les den conversación. También se le iban los ojos detrás de los uniformes; pero don Sindulfo, comprendiendo que este es achaque de muchachas, se ponía de cuando en cuando el de nacional de caballería que usó en el bienio, y la dejaba tan contenta. El único defecto que tenía era el de no podérsela contrariar. Al instante le daba un ataque de nervios que se traducía en una serie de cachetes descargados sobre el occipucio de su marido, en gracia de cuya conservación el hombre tuvo por prudente dejarle hacer su voluntad en adelante para no excitar, decía, su sistema nervioso. Otra particularidad suya digna de notarse es que en cuanto veía una aguja enhebrada, se desmayaba; lo que, a pesar de sus buenos propósitos, la impedía ocuparse de los quehaceres domésticos. Pasábase pues el día poniéndose moños en el tocador, haciendo señas con Benjamín o tañendo a la guitarra una cosa que nadie le había enseñado ni nadie podía entender; pero que ella reproducía siempre invariablemente con el mismo ritmo, idénticas modulaciones y análogos efectos: romper el tímpano de los que la oían.

Y así se deslizaron seis meses llenos de paz y de ventura para aquella trinidad; tras de los cuales vino el verano y con este los baños de mar, que el banquero tomaba en Biarritz para enflaquecer, sin lograrlo nunca, acompañado de su hija a quien se los propinaban para adquirir carnes, sin conseguirlo tampoco. Visto pues que Mamerta, a pesar del matrimonio, no engordaba, se decidió que aquel año iría con su padre, como de costumbre, a ponerse en remojo en la playa favorita de la emperatriz. Llegaron y se zambulleron; pero, con tan mala suerte, que el banquero mientras hacia una habilidad tuvo un vahido y se ahogó. Su hija pidió auxilio por señas; el bote de salvamento acudió como un rehilete; la muchacha no anduvo bastante lista en evitarlo y, dándole en la nuca con la proa, en vez de uno fueron dos los cadáveres que sacó a la orilla. Con lo que, como el padre había sido la primera víctima y Mamerta tenía hecho testamento en favor de su esposo, don Sindulfo se encontró posesor de una fortuna considerable que unida a sus bienes le permitía emular la fama de Creso.

«Bien vengas mal si vienes solo» dice el refrán; y nunca proverbio tuvo más exacta aplicación, pues desde entonces empezaron las tribulaciones de nuestro sabio, si bien pueden darse todas por bien sufridas en gracia de los beneficios que reportaron a la ciencia.

Murió también por aquel entonces una hermana de don Sindulfo, tan rica como él, viuda de luengos años y madre de un tierno pimpollo de quince primaveras que respondía al nombre de Clara. Al dejar esta tierra, en la de Pinto, donde residía, nombró tutor de la niña a su hermano, después de dejarle su manda correspondiente, sin otra condición que la de no separar en vida a la huérfana de una mozuela, cuatro años mayor que Clara, con quien ésta se había criado y a quien, no obstante la condición humilde de Juanita —pues no pasaba de ser una criada suya— quería entrañablemente.

La viudez que lloraba nuestro sabio, sus aficiones que le incitaban a la soledad, las circunstancias que le atraían al retiro le indujeron a cambiar de residencia, y los dos inseparables con sus retortas y crisoles, sus pluviómetros y brújulas, sus pedruscos y sus fósiles, fueron a sepultarse en Pinto entre la inocente sencillez de Clara y las inocentes ocurrencias de Juanita que, hija de la tierra —sin dejar de serlo de su padre y de su madre, difuntos— largaba una fresca al lucero del alba en ese tono mayor que usa la gente de Madrid abandonada a su natural instinto. Los sabios no le entraron a la Maritornes por el ojo derecho y ya principió por regalarle a cada uno su mote. A don Sindulfo le llamaba el tío Pichichi y al profesor de lenguas el locutorio.

Pero ¡oh fragilidad de las cosas humanas! Aquel hombre que llegara hasta los cuarenta años sin experimentar la atracción de las hijas de Eva, no necesitó más que seis meses de consorcio para no saber ya resistir a la influencia de su imán. Desconociendo que su caso con la muda había sido una chanca matrimonial cedida al primer postor, llegó a figurarse que su cara era moneda de buena ley para adquirirá tan baja precio artículos no averiados, y siempre se la estaba poniendo delante a su sobrina que, inocente y cariñosa, la contemplaba sin ver en ella más que una cara de tío.

Estimulado por lo que nuestro héroe juzgaba el triunfo de sus atractivos y secundado por las sugestiones de Benjamín, siempre dispuesto a lisonjear las debilidades de su protector, un día al cabo de algunos meses don Sindulfo se decidió a declarar a su pupila su atrevido pensamiento, lo que le valió una negativa rotunda, si bien regada con amargo llanto de Clara que no se resolvía a explicar el motivo de su oposición.

—¡Hombre de Dios! Venga usté acá —le dijo Juanita saliendo al encuentro de su amo al enterarse de lo ocurrido—. Hágame usté el favor de mirarse las arrugas delante de ese espejo: ¿Cree usté que a mi señorita le ha de gustar casarse con un fuelle?

—¡Deslenguada! —gritó don Sindulfo ciego de cólera—. No dos lugar a que te ponga en el arroyo.

—¿A mí? Ni usté ni nadie. Estoy aquí por la voluntad de la testaora y me defiende la curia. Yo soy una criada ante escribano.

—Pero ¿en qué se funda para desahuciarme? —preguntó el tutor en tono humilde, probando si por la dulzura sacaba mejor partido.

—Pues miste; finalmente, que a la señorita y a mi no nos da por la cencia sino por la melicia.

—¿Cómo?

—Que ella quiere retemucho a su primo don Luís el capitán de húsares, y yo a su asistente Pendencia; que dentro de tres días llegarán de guarnición a Madrid, y que si nos viene usted con retruécanos verá usted el escabeche de sabio que resulta.

Aquella revelación, confirmada por su sobrina, fue el golpe de gracia para don Sindulfo, cuya pasión alcanzó el período álgido aguijoneada por los celos. El capitán, más enamorado que nunca de su prima, llegó efectivamente a la corte una semana después, y dos horas más tarde se personaba en Pinto; pero la puerta de la casa le fue herméticamente cerrada por don Sindulfo con la intimación de no volver a poner allí los pies so pena de desheredarle. El primer impulso de Luís fue pedir amparo a la justicia contra la arbitrariedad del despiadado tutor; pero ni Clara tenía la edad legal para que el juez supliese el disenso paterno, ni aun teniéndola hubiera ella contrariado la última voluntad de su madre por la que le obligó a no tomar marido que no fuese de la aprobación de don Sindulfo.

Preciso fue por lo tanto sufrir y esperar. Cuando se quiere y se es querido, todo se soporta con resignación. Pero desde aquel punto la casa fue un infierno, pues las cartas iban y venían por conducto del asistente y de la Maritornes, y al sabio todo se le volvía vigilar sin fruto y enflaquecer sin resultado.

—¡Oh! —exclamaba el infeliz en su desesperación—. ¿Por qué se habrán liberalizado tanto las leyes? Dichosos tiempos aquellos en que un tutor tenía derecho de imponerse a su pupila. ¿Quién pudiera transportarse a aquella época, mal llamada de oscurantismo, en que el respeto y la obediencia a los superiores constituían la base de la sociedad? ¡Si yo pudiese retrogradar en los siglos!

—¡Ojalá Dios! —contestaba Benjamín haciéndole el dúo—. De ese modo podríamos caer sobre China en el imperio de Hien-ti y aclarar ese enigma iniciado por la momia, para cuya interpretación he leído inútilmente cuantos historiógrafos han escrito sobre los sectarios de Confucio y Mencio.

Esta idea predominante en ambos llegó a tomar en ellos las proporciones de una monomanía. El políglota soñaba en chino y su colega se pasaba la existencia extrayendo aire de los recipientes con la máquina neumática, para su análisis y descomposición. Pero todo fue inútil hasta que la Providencia —que quiso en este caso como en la mayor parte de los descubrimientos, disfrazarse de casualidad— vino inesperadamente en su ayuda.

Cierta tarde en que el nuevo don Bartolo, impulsado por sus celos penetró de puntillas en la cocina con el fin de sorprender a las palomas, que huyendo del gavilán se refugiaban casi siempre en el fogón, halló a Juanita deletreando una carta de Pendencia, que ella se guardó precipitadamente donde sabía que don Sindulfo no se la había de coger.

—¿Qué estás haciendo? —le preguntó.

—Instruyéndome —le dijo ella sin inmutarse.

—Más valdría que te entretuvieses en limpiar la chimenea que tiene un palmo de hollín y un regimiento de telarañas.

—Y la creación entera encontrará usted ahí. Eso es la obra del tiempo. Si puede que desde que usted ha nacido no le hayan pasado un escobón.

Don Sindulfo, que tenía un cuchillo a mano, lo blandió con ánimo sin duda de cometer un homicidio; pero deteniéndose oportunamente se puso a rascar con él la campana del hogar como para paliar su arrebato.

—Pues entretente —añadió— en quitar las capas de basura y verás cómo consigues sacar a luz los hornillos.

—¡Ay! No me haga usté reír. Pues si eso fuera posible ya se hubiera usted puesto como nuevo rascándose con un cuchillo las capas de años que le sobran.

Don Sindulfo se las iba a echar de matón; pero una idea súbita cruzó por su mente y se quedó en un pie como las grullas y en la actitud de Caín al oír al Señor preguntarle: «¿Qué has hecho de tu hermano?» Aquel ser vulgar sin la menor noción científica acababa de iniciarle en la solución del problema que perseguía con tanto empeño.

Desde aquel instante puso manos a la obra. La física, las matemáticas, la geología, la dinámica, la mecánica, el cálculo sublime, la meteorología, todo el saber humano en fin, espoleado por su amor y azotado por sus celos, le abrió sus más recónditos enigmas, y reduciendo a una fórmula su maravillosa invención, sentó el axioma de que retrogradar en los siglos no era otra cosa que deshollinar el tiempo.

Algunos años, todo su capital y gran parte del de su sobrina, se invirtieron en la construcción del Anacronópete. Entre tanto los novios esperaban pacientemente y aventuraban, aunque en vano, alguna tentativa de transacción. Don Sindulfo ejercía cada vez mayor vigilancia, ocultaba a todos, excepto a Benjamín, el trabajo que le absorbía y daba rienda suelta a su pasión con la ilusoria esperanza de la victoria.

La terminación del aparato, coincidiendo con la apertura de la Exposición Universal de 1878, permitió por fin que un día se cargasen varios wagones con todas sus piezas desmontadas; y, encajonados en un coche de primera el inventor, su amigo, la sobrina y el sinapismo de la criada, emprendieron todos súbitamente el camino de París, donde el enamorado tutor se proponía, libre de las persecuciones del húsar,

realizar su sueño; lo que no consiguió nunca, como verá el lector que con paciencia quiera seguir el curso de este increíble relato.