UALQUIERA que haya visto hervir en un hornillo una cazuela de sopas, habrá tenido que fijarse necesariamente en el fenómeno de transformación que se verifica en el vaho al escaparse por la campana de la chimenea. Lo primero que hace es enfriarse y convertirse en gotas de agua que paralizan la ebullición si caen en el fondo del recipiente; o bien se trueca en hollín si la condensación tiene lugar a tal distancia del fuego que le permite solidificarse. Es decir que si la cazuela continuara hirviendo durante una serie no interrumpida de años, concluiría por formarse en la superficie de las sopas una película o corteza producto de los desprendimientos de los vapores, ni más ni menos que la que se forma en el fogón y que acabaría por petrificarse a fuerza de tiempo. Pues apliquemos este principio a nuestro caso.

El sombrero es la tierra; la gasa el vaho. Éste sube y se condensa; pero aquella gira y lo envuelve del mismo modo que la faja se lía en la cintura del chulo o el turbante en la cabeza del musulmán. Y aquí tienen ustedes cómo por esta rotación la primera capa del crespón oculta ya la seda del sombrero como la primera película sólida del globo ocultó la masa ígnea del planeta. La gasa aparece llena de pliegues y hendiduras. ¿Qué representan? Los montes y las llanuras obra del tiempo. ¿En dónde se ha producido este tiempo? En la atmósfera. ¿Es decir que el Himalaya y la montaña del Príncipe Pío; el valle de Josafat y el de Andorra nos han caído de las nubes? Indudablemente. ¿Cómo? Así: los espantosos huracanes que entonces reinaban, barrían hacia un punto dado las sustancias en fusión de la superficie de la Tierra que, aglomeradas y acumuladas, formaban puntos prominentes, del mismo modo que cuando soplamos en un plato de sémola, la sopa se llena de montoncitos. Por otra parte las continuas descargas eléctricas abrían zanjas en la corteza del esferoide o la deprimían produciendo cauces por los que corría la masa incandescente que son los filones de hoy. Vinieron por último las lluvias torrenciales que, enfriándolo y solidificándolo todo, dieron lugar a la formación del terreno primitivo o sea de la primera capa consistente (contando de abajo arriba) de esta corteza de ochenta kilómetros que nos sirve de pedestal.

«Poco a poco, me objetará alguno: Yo no veo en esas revoluciones atmosféricas sino agentes modificadores de las propiedades del globo; pero nunca la idea del tiempo. Obra de éste es indudablemente el mundo; sin embargo, la razón no admite que los minerales, los vegetales y los animales que en sí encierra, sean producto del rayo, del huracán o de la lluvia».

¿Qué es el tiempo?, preguntaré yo contestando. El tiempo es el movimiento; en la inacción no hay ni antes ni después. ¿Quién ha impreso el suyo en la Tierra? La irradiación, el desprendimiento de calórico, el vaho en fin por las repercusiones de sus descargas. ¿De qué agentes se componía este vaho? De todos los que hoy constituyen nuestro planeta; y la prueba es que si la Tierra no se hubiese movido, los gases, perdiéndose en el espacio, nos hubieran dejado sin globo llevándose con la evaporación todas sus substancias. Luego la atmósfera, recibiendo incesantemente las respiraciones del planeta, y devolviéndoselas transformadas, es el laboratorio donde se operan las metamorfosis cósmicas, donde el movimiento se realiza y donde por consiguiente el tiempo se produce. ¡Cómo! ¿Vosotros no veis en la lluvia más que la gota de agua, la chispa en el rayo, la ráfaga en el huracán? Levantad el espíritu y adorad al Creador que os envía en esos fluidos el mañana incesante, como hace cerca de siete mil años os mandó el hoy en que vivís y sus maravillas que admiráis. Las nubes arrojaron la columna de Santa Sofía en Constantinopla y el obelisco de Sixto V en la ciudad Eterna trayéndonos en sus gotas el pórfido rojo de Egipto con sus cristalizaciones blancas. De su laboratorio bajaron las agujas de Louqsor y la columna de Pompeyo. El bermellón con que el hijo de David y Betsabé mandó pintar el templo de Jehová, ¿quién lo produjo sino el cinabrio llovido sobre Almadén en la Mancha? La cal y el carbono desprendidos de las entrañas del nimbo, os regalaron las casas que habitáis procurándoos las calcáreas y las calizas, de que extraéis el mortero y con que talláis la ménsula. En el mismo chaparrón en que venía envuelta la marga para ladrillos, llegaba el caolín que con el feldespato se vitrificaba para procuraros tazas en que tomar los alimentos y porcelanas con que adornar vuestros salones. ¿Dónde estarían los ferrocarriles que atraviesan el Mont-Cénis y el San Gotardo y los vapores que, como el Vega, se abren ya camino por el estrecho de Behring, sin la acción atmosférica que descomponiendo la vegetación del período carbonífero elaboró la hulla? ¿Negaréis que en cada gota existía el germen de una locomotora o de una goleta y en cada temporal el de un tren o de una escuadra? Pero no llovían sólo medios de locomoción; del llanto de la zona gaseosa se desprendían chimeneas, alumbrados públicos y caricias femeniles: porque extraído el hidrógeno de la hulla, aquel levantaba fábricas de gas, mientras sus residuos metamorfoseados en cok congregaban a la familia al amor de la lumbre o servían para firmar las paces entre marido y mujer cuando, carbono cristalizado, se presentaban en la forma de diamante. La brújula y el telégrafo eléctrico tuvieron por inspirador al rayo. ¿Qué seria de la humanidad sin el mercurio que así le señala las variaciones de la temperatura como le sirve para la extracción del oro y de la plata? Pero aún hay más. En los elementos constitutivos de los fenómenos atmosféricos, Dios permite que vengan a la tierra en embrión las conchas, las tortugas, las aves, los reptiles y los mamíferos de la época secundaria; y que, purificado el aire por la absorción que del ácido carbónico ha hecho la vegetación carbonífera, sople ya tan respirable en el período terciario para la familia orgánica, que el infusorio, caído en la tierra con la gota de lluvia, se desarrolle, se cruce y se agigante convirtiéndose en mastodonte, hipopótamo, rinoceronte, caballo, toro, búfalo, ciervo, dromedario, tigre y león. Por fin, el terreno cuaternario nos presenta el mamut, el auroch, el urus, el gamo, el ciervo y el megaterio; hasta que la Providencia para coronar su obra, toma una porción de aquella arcilla elaborada al efecto durante seis días o épocas, y, modelando con ella una figura, le comunica su Divino soplo, la llama hombre y le proclama por su inteligencia rey de la creación. Señores, las envolturas concéntricas de la gasa simbolizan las épocas geológicas de la naturaleza.

Estas épocas deben considerarse como las matemáticas del mundo. ¿No son producto de evoluciones atmosféricas? Sí. ¿No contamos por ellas la edad del globo? SI. Pues si cada película es una serie de siglos, cada gota, cada chispa, cada ráfaga debe ser una porción de segundo; luego las horas se ciernen en el espacio: afirmemos pues que el tiempo es la atmósfera.

El entusiasmo, reprimido en el auditorio por efecto de la admiración, estalló en la primera pausa propicia, y una tempestad de aplausos y aclamaciones retumbó en el recinto haciéndose extensiva hasta los corredores donde la gente aplaudía por espíritu de imitación. Uno de los concurrentes, levantándose del asiento con gran extrañeza del público que creía que abandonaba el local, se encaró con el sabio y le dijo:

—¿Se me permite exponer una duda?

—Todas cuantas se originen —respondió don Sindulfo.

—Si el orador considera al tiempo como una faja densa, ¿no es de presumir que dada la depresión de todo cuerpo esférico por sus polos, los de la tierra queden sin envoltura como la imperial del sombrero y el aro o círculo de la cabeza han quedado sin gasa en la demostración?

—Es indudable; y eso no hace sino confirmar mi tesis. Probado que la atmósfera es el tiempo y que el tiempo lo forman los acontecimientos, si nadie ha ido todavía a los polos, en los polos no ha sucedido nada; y no haciendo falta el crespón o envoltura allí donde no hay vitalidad, esta economía de atmósfera ha sido la sisa del sastre naturaleza.

Una sonora carcajada acogió la humorística refutación del sabio, quien sin inmutarse prosiguió el curso de su conferencia.

—Nada más simple, señores, que descomponer un cuerpo cuando los elementos que lo componen nos son conocidos. Si yo sé que este signo de luto de mi sombrero lo forman capas concéntricas de gasa liadas al rededor del cilindro, con irlas desenvolviendo en sentido contrario al que ellas emplean en su revolución envolvente, es indudable que llegaré a dejar a descubierto la copa; lo cual aplicado al cosmos significa que a fuerza de desliar zonas geológicas se ha de tropezar con el caos. Ahora bien: ¿Cómo tiene lugar esta descomposición? Para explicarlo satisfactoriamente es preciso que me ocupe un poco de mi aparato. El Anacronópete, que es una especie de arca de Noé, debe su nombre a tres voces griegas: Aná que significa hacia atrás, cronos el tiempo y petes el que vuela, justificando de este modo su misión de volar hacia atrás en el tiempo; porque en efecto, merced a él puede uno desayunarse a las siete en París, en el siglo XIX; almorzar a las doce en Rusia con Pedro el Grande; comer a las cinco en Madrid con Miguel de Cervantes Saavedra —si tiene con qué aquel día— y, haciendo noche en el camino, desembarcar con Colón al amanecer en las playas de la virgen América. Su motor es la electricidad, fluido a que la ciencia no había podido hacer viajar aún sin conductores por más que estuviese cerca de conseguirlo —y que yo he logrado someter dominando su velocidad. Es decir que lo mismo puedo dar en un segundo, como locomoción media, dos vueltas al mundo con mi aparato, que hacerlo andar a paso de carreta, subirlo, bajarlo o pararlo en seco. Dado el agente impulsor, todo lo demás son procedimientos mecánicos cuya relación ningún interés despertaría, especialmente en un público que sabe de memoria las obras de Julio Verne; obras de entretenimiento que si bien no he de comparar con el solemne carácter científico de mis teorías, encierran no obstante hipótesis basadas en estudios físicos y naturales que me eximen de explicaciones enojosas sobre el regulador, los compensadores, termómetros, barómetros, cronómetros, anteojos de gran potencia, recipientes de potasa, aparato Reiset y Regnaut para producir el oxígeno respirable y tantos otros detalles rudimentarios. Elévome, pues, al centro de la atmósfera, que es el cuerpo que se trata de descomponer y al que seguiré llamando tiempo. Como el tiempo para envolverse en la tierra camina en dirección contraria a la rotación del planeta, el Anacronópete para desenvolverlo tiene que andar en sentido inverso al suyo e igual al del esferóide o sea de Occidente a Oriente. El globo emplea veinticuatro horas en cada revolución sobre su eje; mi aparato navega con una velocidad ciento setenta y cinco mil doscientas veces mayor; de lo cual resulta que en el tiempo que la Tierra tarda en producir un día en el porvenir, yo puedo desandar cuatrocientos ochenta años en el pasado.

Ahora bien; lo primero que salta a la vista es que, cualquiera que sea la velocidad de la locomoción y la altura a que ésta se verifique, el Anacronópete no ha de hacer más que describir una órbita al rededor de la tierra como la que al rededor de los planetas describen los satélites; y así sucedería en efecto si la atmósfera permaneciera inalterable; pero como la descompongo, en cada vuelta deshago su obra de un día y allí donde me paro allí está el ayer. Veamos cómo se verifica este fenómeno.

Dícese vulgarmente que para conservar las sardinas de Nantes y los pimientos de Calahorra hay que extraer el aire de las latas. Error. Lo que se extrae es la atmósfera y por consiguiente el tiempo; porque el aire no es más que un compuesto de nitrógeno y oxigeno, mientras que la atmósfera, además de constar de ochenta partes del primero y veinte del segundo, lleva en sí una porción de vapor de agua y una pequeña dosis de ácido carbónico, elementos todos que no se separan nunca al llenar un vacío. Pero apartémonos de la ciencia y vengamos al razonamiento vulgar.

Figurémonos que el mundo es una lata de pimientos morrones de la que no hemos extraído la atmósfera. ¿Qué sucede una vez tapada sin esta precaución? Que el tiempo empieza a ejercer su influencia y a verificar su obra. En primer lugar se adhieren a las paredes del bote unas moléculas que, aglomeradas y solidificadas concluirían a fuerza de años por petrificarse y en cuyas substancias encontraríamos los gérmenes minerales de las rocas primitivas. Después observamos que el jugo se cubre de una especie de verdín que no es otra cosa que la vegetación rudimentaria. Y por último los infusorios del vapor de agua vivificados, reproducidos y desarrollados agusanan la conserva enriqueciéndola con las múltiples variantes del reino animal. ¿Puede aún dudarse que la atmósfera es el tiempo?

Pues volvamos la oración por pasiva. Supongamos que hemos extraído el aire y que abrimos la lata cien años después de haberla tapado. ¿Qué vemos? Los pimientos en perfecto estado de conservación sin que el tiempo haya pasado por ellos; luego si la acción atmosférica debió destruirlos o metamorfosearlos y la falta de esta acción los ha mantenido en su completa integridad, es indudable que lo que nos comemos cien años después, es la vida vegetal de una centuria antes y que por consiguiente retrogradamos un siglo. Más claro. No hemos extraído el aire de la lata y la abrimos en el momento en que la descomposición empieza; si tomamos una cuchara y con ella empezamos a quitar las capas de moho que envuelven los pimientos, su rojizo color, aún no alterado, concluirá por descubrirse a través de las injurias de la atmósfera. Pues esta es la teoría del tiempo. Muy joven el mundo todavía para que el fuego central haya desaparecido, se halla no obstante cubierto de esas películas de moho que el Anacronópete va a desenvolver con el auxilio de cuatro grandes cucharas o aparatos neumáticos fijos en sus extremos angulares; con los que, no sólo descompongo las miserables veinte leguas de gases que circundan el esferóide en capas concéntricas, sino que al desalojarlas logro navegar en el vacío impidiendo que mi vehículo se inflame con la frotación atmosférica. Porque, volviendo a los símiles: la atmósfera no es más que una aglomeración de átomos imperceptibles, del mismo modo que una playa no es otra cosa que la reunión de millones de granos de arena. O si la queremos más perceptible, la atmósfera es una vastísima plaza pública llena de gente en un día de revolución. Si un hombre temerario e inerme se empeñara en llevar corriendo un parte de un extremo a otro contra la oposición de la atmósfera popular, sucedería que empellón de aquí, tirón de allá, resistencia de todas partes, perecería sin remedio entre las ondas de aquel revuelto piélago, como el Anacronópete acabaría por desaparecer abrasado en su carrera en razón de la frotación y el movimiento.

Pero ¿qué hace un gobernador prudente representado en esta circunstancia por la ciencia? Le da un caballo al encargado de llevar el parte (la electricidad aplicada al Anacronópete), le rodea de un piquete de caballería (los cuatro aparatos neumáticos), y les ordena que, lanza en ristre, desemboquen por una de las calles adyacentes. El fenómeno que se opera es de todos conocido. Los átomos se dispersan delante de los lanceros; las moléculas que quedan atrás tratan de llenar el hueco originado por el desalojamiento o sea la dispersión; pero, como la caballería camina con más velocidad que los amotinados de la retaguardia y los de delante huyen fuera del alcance de las picas, los grupos desaparecen, y el parte, libre de toda fuerza de resistencia llega a feliz término sin obstáculo alguno galopando por el vacío que le van abriendo las lanzas del escuadrón.

El auditorio delirante iba a prorrumpir en una entusiasta exclamación; pero se detuvo al ver que el interruptor volvía a ponerse de pié, y encarándose con el disertante exclamaba:

—No sin temor voy a exponer una duda.

—Escucho —dijo el sabio.

—Si por ese procedimiento, que no admite refutación, camina uno hacia atrás en el tiempo: ¿no sucederá que a medida que el anacronóbata pierda años, se vaya volviendo más joven?

—Indudablemente.

Aquí la sensación del bello sexo se tradujo en un grito de alegría.

—¿De modo que el viajero acabará por no existir a fuerza de irse achicando?

—Eso es lo que acontecería si la ciencia no lo hubiera previsto todo.

—¿Y cómo neutraliza su señoría esos efectos?

—Muy sencillamente: haciéndome inalterable merced a unas corrientes de un fluido de mi invención. ¿No camino yo hacia el pasado? Pues así como pueden guardarse sardinas frescas para el porvenir, me garantizo del ayer que constituye mi mañana. Es el procedimiento de las conservas alimenticias aplicado a la vida animal con el efecto invertido. Y esto sentado, permítaseme poner punto final a mi conferencia, pues avanzan las horas y me urge tener esta noche una entrevista con Felipe II para enterarme de si el pastelero de Madrigal fue o no positivamente el rey portugués cuya desaparición dejará de ser en breve uno de los misterios de la historia.

Un diluvio de hurras se desencadenó en la sala. Los hombres lanzaban al aire sus tricornios y sus sombreros; las señoras cubrían de flores la tribuna del orador, y el órgano, ejecutando una marcha compuesta para aquella solemnidad, lograba a duras penas dejarse oír entre las frenéticas vociferaciones del desbordamiento público.

Por fin, nuestro ilustre compatriota, rodeado del congreso científico y seguido de la multitud consiguió llegar a la puerta; y, dando allí un viva al atrás como nuevo grito de la civilización, atravesó la balaustrada, descendió la colina del Trocadero y se encaminó al Anacronópete que majestuoso descansaba su inmensa mole en la explanada del palacio del campo de Marte.