Rimford había salido a tomar un ponche. Pero en cambio condujo el coche por el desierto. Sirio y Proción, la brillante pareja, pendían sobre el horizonte. Cuando años atrás solía contemplarlas, pensaba que escondían secretos. Pero ahora yacían desnudas bajo los ojos de Ed Gambini. Entre ambos tenían catorce planetas conocidos, clasificados y catalogados según su masa y composición. Todos eran estériles. Las mesetas se movían lentamente respecto al cielo desierto.
El alteano había logrado algo importante: examinar un par de cuásares, muy separados con respecto al hemisferio de visión, cada uno estaba aproximadamente a unos dieciocho mil millones de años luz; uno algo más, y el otro un poco menos. Y había determinado que eran el mismo objeto, visto desde perspectivas distintas. Eso sólo podía significar que sus telescopios habían penetrado la bóveda del cosmos a lo largo y a lo ancho. Por otra parte, dado que los cuásares no se hallaban precisamente en lados opuestos del cielo, era evidente que el universo no era esférico.
El desierto le resultaba extraño. Años atrás, cuando él y Agnes estaban recién casados, y él trabajaba en Kitt Peak, habían recorrido esta misma franja desértica en otra víspera de Navidad. Qué lejos le parecía eso ahora… Aquellos días el cielo estaba colmado de misterios. Pero esta noche tenía el universo en la mano. Lo comprendía todo, salvo quizá los secretos de su propia existencia.
Había unos pocos detalles sin aclarar, pero eran triviales: puntos sobre la luz y la teoría ondulatoria, esa clase de cosas.
Sabía la forma, el tamaño y la arquitectura esencial del universo. Y comprendía por qué el cilindro se hallaba en torsión, la única razón por la cual podía ser así: estaba envuelto alrededor de otra cosa. ¿Y qué podía ser esta otra cosa sino un segundo universo o, más correctamente, el aspecto de antimateria del primero?
Bajo las estrellas del desierto trató de convocar sus antiguos poderes, para visualizar ambos sistemas encerrados en un mutuo abrazo, de ver la doble hélice cósmica.
Y comprendió mucho más. Para él, el gran interrogante no había sido nunca la forma del universo, sino los sutiles enigmas de su funcionamiento parcial. ¿Cómo habían operado las leyes para que la velocidad de la luz fuese ésa y no otra, para acumular en el átomo tan gran reserva de energía, o para diseñar el protón? Para que el universo fuera habitable, para que existiera en forma estructurada, hacía falta una serie de coincidencias de increíbles proporciones. Recordó la vieja analogía del mono y la máquina de escribir. ¿Cuánto tardaría el chimpancé, por puro accidente, en escribir una copia exacta de la Biblia?
Las posibilidades del simio eran considerablemente superiores a las que tenía este universo de haber sucedido por puro accidente. Lo cual equivalía a decir que era sumamente imposible que un tal Baines Rimford estuviera conduciendo un coche a través del desierto en una noche de diciembre.
Desde luego, había teorías. Siempre las había. Algunos defendían la existencia de un número infinito de universos burbuja que flotaban en un vacío superespacial. Otros creían que el universo ocurría un infinito número de veces hasta que, por accidente, la naturaleza conseguía disponer las cosas del modo correcto.
Eran teorías bastante insatisfactorias. Pero Rimford tenía una idea: si el universo existía como dos entidades desconectadas, de algún modo unidas pero eternamente separadas, la expansión y la contracción necesariamente tendrían que suceder en ambos sistemas con tiempos similares. Pero no había ninguna circunstancia imaginable que hiciera que ambos tiempos tuvieran que coincidir necesariamente. Es decir, que al comienzo de cada ciclo habría dos terribles erupciones hacia la existencia material, pero nunca precisamente en el mismo instante.
El problema con la vieja idea de la oscilación universal es que no hay modo de transmitir información de una fase a la siguiente. Todo se borra en el colapso cósmico y en la subsiguiente explosión que es el heraldo de cada nueva era. Pero el alteano creía que los datos codificados podían ir y venir entre los universos de materia y antimateria: esto funciona, y aquello otro no. De modo que, al cabo de increíbles períodos, uno obtiene un cosmos evolucionado.
Uno obtiene los cielos estrellados de Pasadena.
Pero lo inquietante era el paso siguiente.
Si el universo evoluciona, ¿hacia dónde se dirige la evolución?
Había evidencias de que la meta última era crear un refugio ideal para la inteligencia. Y ¿cómo podía ser posible, a menos que alguien hubiera escrito en la programación cósmica una directriz para el logro de este fin? Rimford no era propenso a la idea religiosa. La noción de un ser supremo suscitaba en su mente más interrogantes que respuestas. Como aquella cuestión planteada años atrás, de que si, en efecto, el concepto del universo burbuja era correcto, el superespacio en el cual se mecía debía ser morada de una especie de creadores.
¿Y de dónde provendrían?
Había otra posibilidad. Se preguntó si el mismísimo universo no podría ser holístico en cierto sentido; una estructura que persiguiese el orden en forma refleja ya desde sus más tempranas encarnaciones. Y que, después de incontables intentos, hubiera aprendido por fin a crear hidrógeno, y por lo tanto estrellas, y que luego prosiguiera buscando la conciencia y, finalmente, la inteligencia.
¡El universo nos necesitaría!
Las luces blancas y rojas de cuatro jets se levantaron por encima del desierto, a su izquierda, y de pronto comprendió que su paseo lo había llevado a Edwards.
Contempló el ascenso de los aviones hacia la oscura cúpula ensortijada. Inmediatamente por delante de él, la Luna yacía algo oculta en una maraña de cúmulos. Sí, fuera cual fuere su origen, se trataba de un universo imponente.
Siguió conduciendo hasta el cruce con la carretera 58 y desde un restaurante llamó a Agnes.
—Olvidé detenerme… —se disculpó.
—Está bien, Baines —replicó ella. No era la primera vez que se perdía conduciendo, pero así y todo Baines percibió el tono de alivio en la voz—. ¿Dónde estás?
—En las Cuatro Esquinas —repuso.
Era la típica respuesta del caminante.