9

El cardenal George Jesperson había llegado a la archidiócesis como un conservador en tiempos de crisis. Se había forjado una reputación como paladín tenaz e indiscutido del Vaticano y la «vieja» Iglesia. Su postura sobre los inquietantes temas del celibato sacerdotal, la moralidad sexual y el papel de las mujeres había sido brillantemente fundamentada, y no había pasado inadvertida en Roma. Su gran oportunidad fue la confrontación con Peter Leesenbarger, el teólogo reformista alemán, sobre la autoridad del magisterio. Leesenbarger había argumentado la preeminencia de la conciencia individual sobre la sabiduría acumulada de la Iglesia, y su controvertido best-seller Sobre esta roca había amenazado con provocar una segunda revolución entre los fieles americanos.

Mientras los sacerdotes ortodoxos sostenían que había que condenar formalmente el libro, el Papa (sabiamente, en opinión del cardenal Jesperson) se había dado por satisfecho con ordenar que se le retirara su investidura. Y el cardenal, evitando cautelosamente toda mención de Sobre esta roca, había contribuido a la defensa de la decisión papal con una brillante serie de ensayos sumamente fundamentados, que habían hallado eco incluso en los elementos de la prensa católica hostiles al Vaticano.

Leesenbarger había respondido en las columnas del National Catholic Reporter, que se convirtió en el escenario de una prolongada serie de arremetidas por parte de ambos contrincantes. Finalmente, Jesperson emergió como claro vencedor para todos, salvo para los observadores más parciales. Fue considerado el claro sucesor de John Henry Newman, mientras Leesenbarger quedaba relegado al papel del desafortunado Kingsley. A diferencia de la mayoría de los demás cardenales americanos, preocupados por sobrevivir en una época de influencias y rentas decrecientes, Jesperson reconoció enseguida que la forma de defender la fe en Estados Unidos no tenía nada que ver con los préstamos a largo plazo o las reducciones de gastos, ni con arengar a los fieles mediante misas con guitarra o la falsa teología del Vaticano II. Él tomó la ofensiva.

—Hablamos de Cristo —había dicho entonces a su consejo de sacerdotes—. Tenemos el Nuevo Testamento, fuertes vínculos familiares y tenemos a Dios en nuestros altares. Las cuestiones que nos dividen no son triviales, pero se reducen a un problema de medios más que de fines… —Y había impresionado a quienes lo apoyaban en Roma al disponerse a escuchar comprensivamente a los que no estaban de acuerdo.

De ese modo había desactivado notablemente el movimiento liberal que comenzaba a surgir en el seno de la Iglesia Americana. Para muchos de sus líderes, él había sido, y seguía siendo, su aliado más poderoso.

Pero ese viernes por la noche, mientras seguían reverberando por el planeta los informes de Goddard, hizo frente a un nuevo tipo de problema. Reunió a su equipo —Dupre, Cox y Barnegat— y se retiró con ellos a la cancillería.

—Señores —dijo, hundiéndose en un mullido sillón de cuero—, necesitamos pensar en lo que vendrá. Y preparar a nuestro pueblo para que no reciba ningún golpe fatal.

»Ahora bien, en mi opinión lo que vendrá es una difícil prueba de fe, como no la hubo nunca en nuestra época. Debemos considerar, en primer lugar, cuáles son los peligros. En segundo lugar, cómo debemos esperar que reaccione nuestro pueblo; y en tercer lugar, cómo debemos abordar la cuestión para limitar los daños.

Philip Dupre, el mayor de los cuatro por un margen considerable, era el contrapunto del cardenal. Sus provocativos comentarios inevitablemente cambiaban el ángulo de enfoque. Por lo general carecía de creatividad, pero tenía buen oído para detectar la insensatez, se originara en el cardenal o en cualquier otra persona.

—Creo que exageras las cosas, George —dijo—. No hay relación real entre el asunto de Goddard y nosotros.

Jack Cox encendió una larga cerilla de madera y dio una chupada a la pipa. Era el interventor y un inversor prudente, pero en opinión del cardenal tendía a pensar en la salvación como en una especie de quita y pon.

—Phil tiene razón —dijo—. Sin embargo, hay campo para ciertas preguntas incómodas.

Dupre pareció auténticamente sorprendido.

—¿Como por ejemplo?

Lee Barnegat, un hombre de mediana edad cuyos plácidos ojos azules ocultaban una habilidad de primer orden para la administración y las negociaciones, se quitó el cuello y lo dejó sobre el brazo de la silla.

—¿Tienen alma los extraterrestres?

Los rasgos austeros de Dupre se abrieron en una lenta sonrisa.

—¿Acaso nos importa?

—Si seguimos aceptando a Aquino —dijo Cox—, la capacidad de abstraer de la materia, de pensar, irrefutablemente define a un alma inmortal.

—¿Hasta qué punto puede aplicarse la enseñanza de Cristo a seres que no han nacido de Adán? —preguntó el cardenal.

—Vamos, George —protestó Dupre—. Ya no estamos atados al Edén. Que se preocupen de ello los que se pasan el día con las narices en la Biblia.

—Ojalá pudiéramos —repuso Jesperson—. Pero creo que tal vez tengamos un par de cabos sueltos. —A pesar de sus cincuenta años, el cardenal seguía teniendo la apostura juvenil de sus años de seminarista—. ¿Habéis visto las imágenes que obtuvieron de la transmisión? Una de ellas es muy distinta de las demás.

—Sé a cuál te refieres —dijo Barnegat—. Parecía de Dalí.

El cardenal asintió.

—Se cree que es un autorretrato. De todas formas, me alegra ver que ninguno de vosotros está alterado por ello. Espero que la buena gente que se presente el domingo en la catedral comparta vuestra ecuanimidad.

—¿Y por qué no? —preguntó Dupre.

—El hombre ha sido hecho a imagen y semejanza de Dios. Sin embargo hay motivos para dudar de esa sencilla verdad cuando uno ve los transeúntes de las calles actuales. Pero es doctrina, eterna e indiscutida. ¿Y qué vamos a decir sobre estas criaturas, quienes, como Jack nos recuerda, poseen… alma… inmortal?

Dupre se revolvió, incómodo. Tenía idéntica expresión a la que había adoptado en la última reunión, en que el cardenal propuso conceder todavía más libertad al consejo de sacerdotes.

—Espero —dijo— que no pensemos tomar esto demasiado en serio. No estoy preparado para creer que esa extraña figurilla sea el retrato de una criatura dotada de alma.

—Bueno, quizá no —concedió Jesperson—. Pero no creo que eso importe, pues si hemos de creer a nuestros expertos, si realmente hemos encontrado extraterrestres, sea cual fuere su aspecto, no será como el nuestro.

—Pero seguramente la semejanza a la que se refiere la doctrina es del alma, y no del cuerpo —dijo Barnegat.

—Indudablemente. Pero así y todo, tal vez haya entre nosotros algunos para quienes sea una dura prueba la idea de tener que compartir la salvación con voluminosos insectos. —El cardenal los recorrió con la mirada, deteniéndose brevemente en cada uno—. ¿Qué diríais vosotros si sus transmisores revelaran que, según nuestros cánones y los del Nuevo Testamento, son criaturas extremadamente amorales y carentes de fe en Dios? O peor aún, ¿qué pensaríais si nos enfrentáramos a seres misericordiosos y de aparente sabiduría que, después de examinar el problema durante un millón de años, han llegado a la conclusión de que Dios no existe? Seres, tal vez, que ni siquiera hayan pensado nunca en su existencia.

Dupre se encerró en sus pensamientos.

—George, creo que lo que aquí está fallando es tal vez nuestra propia fe. No puede haber revelación alguna que nos haga cuestionar aquello que sabemos es verdad.

—Ésa parece una posición muy cómoda —dijo Barnegat—. Retrocedamos un poco. Si estos seres son distintos de nosotros como tú sugieres, George, dudo que a nadie le preocupe mucho su opinión. Phil probablemente tenga razón al decir que no tenemos que dar demasiadas vueltas al asunto.

—Dejadme hacer de abogado del diablo un instante —pidió Cox— y formular ciertas preguntas que podrían ocurrírsele a la gente, si tuviera ocasión de pensar un poco en la cuestión. ¿Habrían estado todas las especies inteligentes del universo sujetas a una prueba, como estuvo Adán?

—Yo pensaría que sí —dijo Dupre.

—Algunas habrían caído, y otras no…

—Sí —insistió Dupre, con algo más de cautela.

—En tal caso, sin duda hay numerosas especies en el universo que no mueren. Dupre tosió.

—No veo la lógica. No hay seres de existencia física que puedan ser inmortales.

—La muerte fue el precio del pecado. O bien hay seres inmortales entre las estrellas, o bien todos cayeron durante la prueba. Y si estuviéramos ante esto último, diría que se trata de una prueba falsa. O, como muchos concluirán, de una prueba que nunca ocurrió.

Tras un breve silencio, Barnegat tomó la palabra:

—Si echamos por tierra la validez de la prueba…

—… habremos echado por tierra la validez del Redentor —prosiguió el cardenal—. Creo que estamos ante una difícil situación.

Dupre parecía incómodo.

—Es difícil asir con firmeza estas cuestiones, George. Creo que el mejor camino por ahora es no decir nada. Sencillamente, dejarlo pasar. ¿Alguien recuerda al padre Balkonsky? Creo que corremos el riesgo de emular su ejemplo.

—¿Quién es el padre Balkonsky? —preguntó Barnegat.

Los ojos de Jesperson se fruncieron, divertidos.

—Enseñaba apología en Saint Michael. Su método consistía en presentar una de las objeciones clásicas a la fe: el problema del mal, el libre albedrío, la omnisciencia de Dios, lo que fuere. Entonces procedía a refutar los argumentos, apoyándose más o menos en Santo Tomás. El problema era que resultaba mucho más persuasivo a la hora de las objeciones que cuando debía refutarlas. Algunos seminaristas se quejaron. Otros sufrieron dudas prematuras con respecto a su fe, y algunos se marcharon de Saint Michael. Y, que yo sepa, de la Iglesia.

—Otra cosa de la que debemos cuidarnos —continuó Dupre— es la de adoptar una posición teológica que luego resulte ser falsa.

—O peor —intervino Cox—, ridícula.

—Estoy de acuerdo con Paul —dijo Barnegat—. Ciñámonos a una declaración general y tranquilizadora en el sentido de que no podrá provenir nada de Goddard que no esté contemplado en la enseñanza de la Iglesia. Y dejémoslo así. Sólo una breve declaración durante las misas.

El cardenal había cerrado los ojos. La cruz de plata brillaba en su pecho con la tenue luz cremosa que irradiaba una lámpara de mesa.

—¿Jack?

—No sé si éste será el mejor momento para hacer declaraciones.

—No veo una forma mejor de serenar a la gente que decirle que no hay causa de alarma —dijo Dupre.

—Muy bien —convino Barnegat—. Hasta ahí estoy de acuerdo.

—De acuerdo —dijo Jesperson—. Redactaremos una carta para los pastores, de carácter estrictamente confidencial. Phil, escríbela. Manifiesta nuestras preocupaciones.

Si lo preguntan, diles que adopten la posición de que la fe revelada es el mensaje de Dios a los hombres, y que no tiene que ver con entidades externas. Los sacerdotes no deberán sacar el tema entre los feligreses.

Cuando todos se hubieron marchado, Jesperson permaneció un buen rato hundido en su sillón. Hasta hacía poco, sólo había dedicado su atención a otros mundos, pero no a los de naturaleza física. Desde que el gobierno había comenzado a escuchar las estrellas, solía cavilar sobre las consecuencias. Y cuando, dos años atrás, el rastreo de los sistemas solares cercanos había sugerido que el hombre era único en la creación de Dios, se había sentido aliviado.

Pero ahora, esto…

Cuando contemplo tus cielos, la obra de tus dedos, la luna y las estrellas que pusiste en su lugar… ¿Qué es el hombre para que debas recordarlo? ¿Qué es el hijo del hombre para que debas velar por él?

El doctor Arleigh Packard se ajustó las bifocales y acomodó sobre el atril el discurso que había preparado. Era su tercera aparición ante los carolingios. En las ocasiones anteriores había revelado la existencia de un diario llevado por un criado de Justiniano I, donde se consignaba con detalle la reacción del emperador a la revuelta de Hipódromo, y de un documento escrito de puño y letra por Gregorio el Grande donde éste abominaba de los turcos y recomendaba que se usara la ballesta contra ellos. Y había anticipado que ese año tenía otra jugosa sorpresa para la sociedad.

En consecuencia, su auditorio estaba considerablemente ansioso. Le alegró ver que entre los presentes se encontraba Perrault, de Temple; DuBuay y Commenes de Princeton; y Aubuchon de La Salle. Y sería restar importancia a las cosas si no se advirtiese que el mismo Packard estaba nervioso. Detrás de él, el suntuoso cortinaje vienes ocultaba un recipiente de cristal en el que había una carta holográfica de John Wyclif a un simpatizante hasta entonces desconocido, donde éste manifestaba su intención de editar una traducción inglesa de la Biblia. La carta, que había sido descubierta en un baúl de Londres hacía tan sólo unos meses, había sido propiedad de un fabricante de vestidos que falleció sin saberse poseedor de semejante tesoro.

Packard se detuvo brevemente en el estrado para que Townsend Harris descendiera después de sus palabras de presentación, aprovechando el tiempo para estudiar su texto y crear un clima de suspense… Se sorprendió cuando levantó la vista y vio que Alien DuBuay estaba de pie.

—Antes de que empecemos, Arleigh —dijo con tono de disculpa—, me pregunto si podríamos tocar brevemente otro tema de cierta urgencia.

La informalidad siempre había sido el distintivo de los carolingios; pero no solían tolerar la escandalosa grosería. En el frente, Olson protestó en voz alta contra los filisteos, y unos pocos más se volvieron hacia DuBuay, obviamente irritados. Packard, conservando su ecuanimidad pese a la casi imperceptible tensión de sus mandíbulas, inclinó la cabeza apenas y dio un paso a un lado del atril.

El rostro de DuBuay estaba curiosamente oscurecido, tal vez por la luz que se filtraba a través de los vitrales (donde predominaba Beatriz de Falkenburg), o tal vez por cierta influencia de naturaleza mucho más cotidiana. De todas formas, se veía que no era el de siempre. Llevaba el cabello fino despeinado, la corbata colgando fuera de su sitio correcto, y los puños agresivamente ocultos en los bolsillos de su chaqueta de lanilla.

—Lamento interrumpir al doctor Packard, y sabéis que no lo haría sin tener buenos motivos —dijo, yendo desde su asiento del fondo hasta el frente del recinto.

—¡Siéntate, DuBuay! —exclamó una voz a la izquierda que, como todos supieron reconocer, era la de Harvey Blackman, paleontólogo de la Universidad de Virginia cuyo interés en los carolingios era más social que profesional. Había desarrollado pasión por otra integrante, una joven coleccionista de antigüedades de Temple.

Art Hassel, especialista en Federico Barbarroja, también se puso de pie.

—No es momento de hacer política —dijo con irritación. Todos supieron así que Hassel ya había intentado disuadir a DuBuay de sus comentarios.

—Damas y caballeros —dijo DuBuay, levantando ambas manos con las palmas abiertas en un gesto conciliador—. He hablado con muchos de vosotros en privado, y todos compartimos un mismo malestar por los acontecimientos de los últimos días. El Texto de Hércules pertenece a todos nosotros, no a un gobierno, sobre todo si no podemos fiarnos de sus propósitos. Si hay alguien capaz de reconocer la importancia de este momento, seguramente somos nosotros.

—¡Siéntate, DuBuay! —dijo Harris—. No es tu turno de hablar.

—Quisiera proponer que eleváramos un documento…

—¡DuBuay!

—… deplorando la actitud del gobierno…

Alguien lo cogió de la manga para obligarlo a ocupar un asiento.

Everett Tartakower, a la derecha, se puso de pie majestuosamente. Era un corpulento arqueólogo de cabello cano, que provenía de la Universidad Estatal de Ohio.

—Un minuto. —Apuntó a Townsend Harris con un índice encorvado—. Personalmente no apruebo los métodos del doctor DuBuay, Harris. Pero tiene algo que decir.

—Pues que formule su petición ante el comité —gritó Harris.

—¿Para que la consideren cuándo? ¿El año que viene?

Grace McAvoy, conservadora del Museo Universitario, se preguntó en voz alta si no sería más inteligente hallar sentido al contenido del texto antes de proseguir con la conversación.

Su observación fue recibida con abucheos procedentes de su izquierda. Radakai Melis, de Bangkok, saltó al proscenio y pidió un poco de orden. Cuando consiguió algo parecido al silencio, deploró a gritos la política económica de Estados Unidos y su constante explotación de los pueblos oprimidos.

Harris arrastró a Melis fuera del escenario y miró por encima del hombro a Packard, suplicándole en silencio que comenzara con su alocución. Pero una mujer a la que Packard nunca había visto hasta entonces ya estaba hablando desde el fondo del salón, encaramada a una silla:

—Si hemos de confiar en el humanitarismo y la buena voluntad de este gobierno —urgió—, podemos tener la absoluta certeza de que jamás sabremos toda la verdad.

¡Probablemente ya sea demasiado tarde! Siempre tendremos que preguntarnos si no habrán eliminado partes vitales de la información sólo porque a algún burócrata de alto cargo haya creído que podrían ser peligrosas. Yo os diré lo que es peligroso en este momento: ¡lo peligroso es ocultar la verdad!

A estas alturas ya no quedaba nadie en su silla. El griterío era general. Unas ocho hileras atrás estalló una pelea y DuBuay desapareció entre puñetazos.

El único periodista presente, un reportero del Epistemological Review, consiguió la información de su vida.

Packard, quien sabía reconocer una causa perdida cuando la tenía delante, observó el espectáculo unos minutos con aspecto triste, atravesó las cortinas, abrió la caja de cristal, cogió la carta de Wyclif y se marchó del edificio por una puerta trasera.

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Bueno, pensó Rimford, el viejo hijo de puta sigue en carrera.

Eran casi las seis de la mañana. Se había apropiado de una oficina para él en el extremo oeste del sector destinado al Proyecto Hércules. Desde que se había recibido la segunda señal, sus días no eran muy agradables. A pesar de su reputación, su aportación a la traducción había resultado eclipsada por la mente brillante de Majeski y por su notable facilidad con los ordenadores. Habían hecho un comienzo razonable con respecto a la definición de las construcciones sintácticas y al establecimiento de un vocabulario.

Pero Rimford no había sido más que un mero auxiliar.

Sabía, como todos, que la matemática era un pasatiempo juvenil, pero verlo demostrado en forma irrefutable, y por un individuo arrogante que parecía no tener conciencia siquiera de la reputación de Rimford, le resultaba doloroso. Los números ya no se agrupaban ante su mente: no sentía ninguna disminución de su capacidad, pero había desaparecido la intuición de los días pasados, en que las ecuaciones surgían en un nivel de percepción distinto del que entonces podía captar.

Pero tal vez no fuese del todo así. ¿Quién sino él podía haber reconocido la importancia de la ecuación que encerraba la Serie de Datos Número 41 y, en consecuencia, la importancia de todo el segmento?

El Proyecto Hércules constituiría la culminación sublime de su carrera. Cuando terminara, cuando se hubiera resuelto la esencia de la transmisión y extraído sus secretos, cuando pudiera entregar sin novedad los detalles a los técnicos, podría retirarse glorioso a una existencia contemplativa. Y pasaría a formar parte de la historia.

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Donde «y» equivale a la distancia que atraviesa la luz mientras Beta completa una órbita alrededor de Alpha, y «t» equivale a 68 horas, 43 minutos, 34 segundos (el período orbital de Beta). La cifra resultante se parecía demasiado sospechosamente a la constante de Hubble: el índice de expansión del universo.

¡Magnífico! Fue una de las horas más satisfactorias de una existencia resplandeciente de grandes y pequeñas victorias. Rimford se dispuso a buscar otras relaciones matemáticas: el efecto Compton, posiblemente, o el principio de Mach. Hurley lo había dicho por todos: ¿quién sabía qué podían ocultar esos latidos electrónicos?

Pero a pesar de su júbilo, se sentía cansado. Estaba violando su credo de toda la vida: trabajar a su propio ritmo, darse tiempo para recuperar energías y negarse a aceptar ningún tipo de presión. Sin embargo, en los números y símbolos que tenía ante sí había cosas que no le dejarían dormir: sugerencias y relaciones desesperantemente familiares, cuyo significado se le escapaba. Comenzó desplegando en la pantalla los símbolos de la Serie de Datos Número 41: ¿qué no sabría una cultura capaz de manipular las estrellas? ¿Acaso no habían medido el universo a lo largo y a lo ancho, contado todas sus piezas, analizado todos sus engranajes? ¿Acaso no sabrían incluso la forma de su creación, y tal vez la razón de su existencia?

Se le cerraron los párpados.

Necesitaba descansar. Además, el centro de operaciones y sus oficinas no favorecían el pensamiento. Ni el sueño. De modo que violó una de las normas de seguridad: sacó una copia de la SD 41, la deslizó en su chaqueta y devolvió el original al montón.

Su credencial verde le permitió franquear el puesto de vigilancia en lo alto de la escalera sin mayores problemas. Había tres guardias jóvenes y fornidos que conocían sus obligaciones. Estaban armados, y tenían acceso a un ordenador. Pero al parecer sólo les preocupaban los desconocidos que pudiesen querer entrar. Sus cerebros todavía no habían considerado la posibilidad de que las personas de dentro también quisiesen llevarse material.

La vivienda facilitada por el Centro era reducida, pero práctica. Tenía una galería acristalada, con calefacción, donde Rimford prefería trabajar. Los muebles de la sala de estar eran cómodos, y Harry había llenado los anaqueles con libros de su segundo amor: el teatro.

Se duchó y trató de serenarse preparando unos huevos con tocino, aunque no tenía hambre. Pero engulló el desayuno deprisa, y dejó la tostada a medio comer.

Después de las nuevas disposiciones de seguridad, había llevado un ordenador y el asiento al interior de la casa, para poder trabajar sin ser visto: estaba prohibido todo trabajo fuera del laboratorio. Nadie debía llevarse notas a su casa y las conversaciones sobre Hércules debían reducirse al mínimo indispensable. Insertó el disco óptico en el ordenador, pero no fue más allá. Le costaba mucho concentrarse. Se puso de pie, avanzó dos metros hasta el sofá y se hundió en él.

—Aquí hay un montón de gente, Harry… —dijo Parkinson. El encargado de información pública lo llamaba desde el Centro de Visitantes, al otro lado de la puerta este.

—No me sorprende. Probablemente venga una muchedumbre hasta que la noticia se enfríe un poco. ¿Podemos controlar bien la situación?

—Bueno, estoy seguro de que no vienen a ver los programas habituales.

—¿Hay alguien hostil?

—Algunos. No muchos. En general son como los de siempre, sólo que en mayor cantidad. Algunos llevan pancartas.

—¿De qué tipo?

—«Fuera de Honduras» y cosas por el estilo. Otra nos acusa de habernos cargado el programa de comedores escolares. Y hay un par de pancartas que dicen «Jesús». Tal vez quieran convertir a los altéanos. Pero no estoy muy seguro. Ellos tampoco.

—Muy bien —dijo Harry—. Abre a la hora de siempre. Trata de disponer las cosas para que entren y salgan del Centro lo más rápidamente posible. Se lo notificaré a Seguridad y conseguiré elementos extra. Me acercaré por ahí dentro de unos minutos.

Harry se comunicó con Schenken. Instantes después llegó Sam Fleischner, su ayudante administrativo.

—Harry, tendremos una mañana de lo más interesante.

—Creo que se nos presenta un año interesante. ¿Qué problema tienes, Sam?

—Los teléfonos no dan abasto. He traído a Donna y a Betty para que nos ayuden.

Eso hace un total de tres telefonistas, más dos que he conseguido tomar prestadas de otra oficina. A propósito, la mayoría de las llamadas son de felicitación. La gente cree que estamos haciendo una excelente labor.

—Me alegro.

—También llamaron algunos chiflados. Una mujer de Greenbelt asegura tener un platillo volante en el garaje. Otro nos ha comunicado que un comando de árabes viene hacia aquí en una furgoneta para tomar el Centro. —Su sonrisa se desvaneció—. Pero nos toca escuchar otras cosas… desagradables. Circulan rumores de que estamos actuando en nombre de Satán y conociendo cosas que Dios no quiere que se sepan, y bueno, ya sabes. Para una chica es algo inquietante estar allí sentada oyendo esas cosas.

—Tendríamos que pedir a Pete que hablara por televisión. Eso los calmaría —propuso Harry.

—Escucha, hay algo más, y sospecho que se relaciona con el síndrome diabólico.

Esa curiosa figura llena de brazos y piernas… ha asustado a mucha gente. Todos quieren saber qué es, y nos cuesta explicarles que los altéanos están muy lejos.

—¿Qué se les está respondiendo?

—Ted Parkinson ha dicho a alguien que en su opinión era un cable de batería o algo así. Estamos siguiendo esta línea.

—Bueno, ésa debe ser nuestra posición mientras los acontecimientos lo permitan.

—Hum… ¿Harry? —La voz de Fleischner cambió de pronto.

—¿Sí?

—¿Crees que ése será realmente el aspecto de los bichos?

—Probablemente. ¿Hay algo más?

—Sí. Nos siguen llegando protestas por no haber dado a conocer la transmisión completa. Imagino que en la Casa Blanca debe suceder lo mismo. Según parece es una maniobra orquestada por los congresistas demócratas para vapulear al presidente.

Era probable, pensó Harry mientras minutos más tarde retiraba su automóvil del aparcamiento. Los políticos siempre parecen dispuestos a sacrificar el bienestar general con tal de ganar votos. Y cualquier decisión que se tomara con respecto al Texto de Hércules se vería magnificada por la cercanía de las próximas elecciones presidenciales, en noviembre del año siguiente. Era curioso pensar que acontecimientos transcurridos más de un millón de años atrás pudiesen tener impacto en una campaña presidencial del siglo XX.

Una de las primeras medidas de Dave Schenken había sido construir una cerca alrededor del Centro de Visitantes para aislarla del resto del lugar. Harry aparcó delante del Edificio 17 y entró por una puerta auxiliar. Parkinson no había exagerado: el área exterior y los aparcamientos desbordaban de gente. Los curiosos llevaban globos y pancartas, bolsas con comida y refrescos. En la calle Conservation se veía ya a la policía de Greenbelt, que trataba de mantener el tránsito fluido en los dos carriles, normalmente poco concurridos.

Los visitantes se habían dispersado por los terrenos colindantes, y al norte se apretujaban contra la cerca de Schenken. La mayoría no mostraba interés por entrar en el Centro; en cambio merodeaban conversando sobre cualquier cosa, comiendo bocadillos y bebiendo Coca-Cola. Parecía una muchedumbre inofensiva. Las pocas pancartas subían y bajaban en sitios estratégicos sobre las laderas cercanas, pero nadie parecía prestarles mucha atención.

Así debía ser, pensó: una celebración pacífica y amistosa de un acontecimiento que, en cierto modo, pertenecía a todos. Había pensado entrar en el Centro de Visitantes por la puerta trasera, eludiendo la multitud, pero en cambio fue hasta el frente y caminó entre la gente.

Había personas de todas las edades y de ambos sexos. Muchos parecían funcionarios gubernamentales que se habían tomado el día libre. Un día especial, quizá, que no merecía pasarse entre las cuatro paredes de una oficina, como tantos otros.

Cantaban, subían a los chiquillos sobre los hombros y hacían fotografías. Pero la mayoría de la gente permanecía sentada sobre el césped, bajo la tibia luz del sol, contemplando las antenas.

El reverendo Bobby Freeman, D. D., terminó de redactar su carta para la colecta de fondos que daría a conocer el fin de semana, junto con su petición de un hospital. La leyó, seguro de que sabría ganar las simpatías (y el dinero) de sus dos millones de seguidores, y la depositó en la bandeja para que la mecanografiaran.

Freeman no difería de tantos otros de sus colegas en su acalorada reprobación de los demás predicadores televisivos. Pero su irritación no se debía a diferencias doctrinales, ni a que hubiera otros que chuparan del mismo bote. Lo cierto era que a Freeman no le gustaban los farsantes. Se oponía con términos contundentes al espectáculo teatral que se exhibía tan descaradamente en la televisión de los domingos.

—¡Eso hace que se sospeche de todos! —había rugido al reverendo Bill Pritchard durante la célebre confrontación realizada entre los dos principales predicadores de los medios de comunicación, en el revival anual de Pritchard, que hasta entonces se había efectuado en Arkansas, estado natal de Freeman.

Bobby Backwoods era una excepción en el círculo de los fundamentalistas. Nunca intentaba decir nada que no creyera realmente, política que le resultaba difícil de aplicar porque veía algunos problemas en las interpretaciones fundamentalistas. Sin embargo, si había un error o dos oculto en alguna parte de las Escrituras, sabía que era un mero error del traductor, o un desliz de quien las transcribió. Había que hacer una «fe de erratas» divina, como había dicho una vez. No permitir que se invalidara el Evangelio sólo porque no estábamos seguros de dónde pudiera residir el problema. Las escrituras debían verse como un río. Las corrientes y las costas cambian con los siglos, pero el flujo corre invariablemente hacia la Tierra Prometida.

Oprimió el botón de su interfono:

—Barbara, di a Bill que venga, por favor.

Además de ser cuñado de Freeman, Bill Lum era su especialista en relaciones públicas. Muchos de sus subordinados creían que su capacidad para cumplir el cargo se debía sólo a esto último. Pero Lum era un hombre dedicado a Dios y a su familia. Era apuesto, jovial, y las desgracias familiares no habían sido capaces de abatirlo. (Su esposa, la hermana del predicador, había contraído el mal de Hodgkin y tenía una hija retrasada). Lum transmitía exactamente la clase de imagen que Freeman quería que se creyese típica de sus seguidores.

—Bill —dijo Freeman cuando Lum se puso cómodo con un puro y una Coca-Cola—, tengo una idea.

Lum siempre vestía camisas deportivas de punto, con el cuello abierto. Seguía exhibiendo buenos músculos a una edad en que la mayoría de los hombres comenzaban a lucir michelines.

—¿De qué se trata, Bobby? —preguntó. Siempre parecía tener el entusiasmo a flor de piel.

—En estos días la atención está puesta en Goddard —comenzó el predicador—. Pero la trascendencia real de lo que allí sucede se perderá entre tanta jerga científica.

Alguien debe señalar que hemos hallado otra rama de la familia de Dios.

Lum bebió un gran trago de Coca-Cola.

—¿Vas a dar otro sermón sobre el tema este domingo, Bob?

—Sí —dijo Freeman—, pero no este domingo. Me gustaría hacer una excursión con nuestra gente de Washington. Tendríamos que ir a Goddard. Hacer una «cruzada».

Lum parecía dudar.

—No sé si me sentiría cómodo en un sitio así. ¿Por qué molestarnos? Ya tocamos el tema la semana pasada en la televisión. Hiciste un trabajo impresionante, Bobby.

El predicador parpadeó.

—Bill, en Goddard está transcurriendo el acontecimiento del siglo. Alguien debe dar una perspectiva correcta para toda la nación.

—Hazlo desde el estudio.

—No tendría el mismo impacto. Necesitamos llegar a aquellos que no ven La antigua capilla de los Evangelios. Nos hace falta un púlpito más amplio. Y creo que el único lugar que podemos encontrar está en el pórtico del Centro Espacial.

—Como quieras —dijo Lum—. Pero para mí es un error. No podrás controlar a la muchedumbre, Bob. ¿Recuerdas la multitud de Indianápolis del año pasado? No hubo forma de calmarla con palabras.

—Las navidades serán una buena ocasión —dijo el predicador mirando el calendario—. Hagámoslo unos días antes de Nochebuena. De cuatro a seis autobuses. —Cerró los ojos, imaginando el Centro de Visitantes—. Mejor que sean cuatro para evitar accidentes. Tendremos que llegar a media tarde, ¿verdad? Yo mismo iré al frente.

—Bob, ¿quieres que despejen la zona? Si avisamos a la Casa Blanca cortarán el tránsito.

—No —dijo Freeman tras pensarlo un momento—. Si Hurley se entera de antemano, me dirá que lo olvide.

Cuando Lum se hubo marchado, el predicador conjuró su propia imagen librando la vieja batalla entre la ciencia y la religión en el campo del enemigo. Era su oportunidad para labrarse un lugar entre los profetas.

El ministro de Asuntos Exteriores soviético, Alexander Taimanov, se encontraba en las Naciones Unidas cuando Ted Parkinson anunció la recepción de una segunda señal.

Inmediatamente solicitó una entrevista con el presidente, a lo que accedió la Casa Blanca. La fecha se fijó para el martes, a las 10 de la mañana.

En público, Taimanov era un hombre duro, de los que no hacían concesiones. Un inveterado enemigo del mundo occidental. Procedía de una familia de terratenientes, y se había encumbrado en el poder durante el régimen de Krushchev. Y había sobrevivido. A pesar de su permanente hostilidad para con los diplomáticos americanos, Taimanov era un funcionario predecible y una fuerza de estabilidad dentro de la Unión Soviética.

—Taimanov comprende los misiles —decían, repitiendo una observación que el ministro de Asuntos Exteriores había hecho sobre Hurley. Podía contarse con él para resistir los embates de los políticos más jóvenes (que, a diferencia de él, no recordaban los horrores de la Gran Guerra Patriótica) y del ejército.

Pese a ser un ardiente nacionalista, Hurley había encontrado la fórmula para tratar con Taimanov, y hasta sentía cierto afecto —aunque a regañadientes— por ese hombre que la prensa había apodado «el Oso». El y el ministro de Asuntos Exteriores habían colaborado al menos en dos ocasiones para desactivar situaciones potencialmente explosivas. Hurley, al resumir a un periodista la personalidad de Taimanov, había observado que mientras Taimanov permaneciera en su posición de poder, las relaciones con la Unión Soviética seguirían siendo tensas, pero que nunca se recurriría a la guerra.

Esa declaración había sido formulada más para consumo de los soviéticos que porque el presidente realmente lo creyera.

El ministro ruso había envejecido ostensiblemente durante el pasado año. La CÍA no había podido confirmar los rumores de que padecía cáncer, pero cualquiera que hubiese visto sus recientes apariciones en público tendría la seguridad de que algo no marchaba bien. Sus fríos e inteligentes ojos escudriñaban desde un foso de desesperación. Las carnes se veían más flojas, y ya no solía exhibir el sentido del humor con que había sorteado las zancadillas de la prensa norteamericana.

—Señor presidente —dijo después de unos minutos de conversación diplomática—, tenemos un problema.

Hurley había aprendido enseguida a no dialogar con un ruso desde atrás de su escritorio. Por razones que no alcanzaba a comprender por completo, los rusos interpretaban que se trataba de un hecho defensivo, y se mostraban más ofensivos aún.

Había dejado sólo un cómodo sillón en la sala, a la izquierda del escritorio, en un sitio cercano a la ventana. Cuando Taimanov se sentó en él, Hurley le ofreció su marca favorita de escocés y entonces se apoyó informalmente sobre el escritorio, para poder mirar al ministro desde arriba.

Tras la observación de Taimanov, se inclinó ligeramente hacia delante, sin decir nada. Estaban solos, desde luego. La reunión sin asesores ni secretarios tenía el objeto de demostrar la consideración del presidente hacia su huésped soviético. Taimanov sabía que comúnmente sólo cabía conceder semejante honor a un jefe de estado.

—Su decisión de no hacer pública la transmisión de Hércules es correcta.

—Gracias, Alex —dijo Hurley—. Quienes escriben los editoriales de Tass no parecen pensar lo mismo.

—Ah, sí. —Se encogió de hombros—. Se hablará con ellos. A veces, señor presidente, actúan por reflejo. Y no siempre con la debida responsabilidad. Es el precio que pagamos por su autonomía bajo la actual conducción. De todas formas, estoy seguro de que ya habrá reconocido que esta situación nos crea graves dificultades a ambos.

—¿En qué sentido?

—Usted está poniendo al presidente Roskosky en una posición insostenible. Su estado actual ya es precario. Ni los militares ni el Partido se muestran muy entusiasmados con su empeño en mejorar las relaciones con Occidente. Muchos estiman que está demasiado dispuesto a aceptar las garantías americanas. Con toda honestidad, debo informarle que coincido con esta última apreciación. —Su expresión adquirió una nota resignada, que dijo a Hurley: «Tú y yo conocemos su ingenuidad, y en esto la ventaja es tuya»—. Su posición no ha mejorado con las constantes dificultades económicas.

—Sus dificultades económicas —observó Hurley— son lo que cabe esperar de cualquier sistema marxista.

—No es buen momento para hablar de este tema, señor presidente. Lo que debe tener presente es lo delicado de la situación y el potencial de error que tenemos en este asunto de las señales de radio. —Incómodo en el sillón, Taimanov buscó por dónde escapar, pero no había salida—. Personalmente no creo que encuentren nada que valga la pena ocultar. Me refiero a nada de valor militar. Opino que nos enteraremos de que las demás especies inteligentes se parecen bastante a nosotros: no nos dejarán saber nada de provecho.

—¿Cuál es su preocupación? —preguntó Hurley.

Taimanov estiró el cuello y luego lo aflojó.

—¿Juega usted al ajedrez, señor presidente?

—Un poco.

—No figura en la biografía de su campaña electoral…

—No me habría hecho ganar más votos.

—Jamás comprenderé a Estados Unidos —dijo Taimanov—. Una tierra que ensalza la mediocridad y produce ingenieros de calidad excepcional…

—¿Cuál es su preocupación? —repitió el presidente.

—Ah, sí, vayamos al grano. La cuestión, señor presidente, como sabe cualquier buen jugador de ajedrez, o cualquier buen estadista, es que la amenaza es considerablemente más útil que la ejecución. No importa si con el tiempo ustedes descubren algo de valor diplomático o militar en el Texto de Hércules; lo que importa es que nosotros tememos que ello ocurra. Y lo que usted debe ponderar, señor, es que ese temor pueda ser lo bastante insidioso para provocar acciones que ninguno de los dos queremos. —Inclinó el vaso de whisky, lo examinó a la luz, y lo terminó con evidente satisfacción. El presidente hizo ademán de llenarle otra vez el vaso, pero Taimanov lo rechazó cortésmente—. Es todo lo que me permiten —dijo. De pronto, la formalidad dejó paso a otro tono, y Hurley percibió una auténtica preocupación en sus ojos—. John, le recomiendo encarecidamente que disipe los temores de mi gobierno.

—¿De qué forma?

—Bríndenos una transcripción. Podríamos buscar un foro adecuado, quizá la Academia Soviética, y trabajar juntos en este proyecto. Habría ventajas políticas para todos; y usted mismo tendría ocasión de negar muchas de las críticas a las que le han sometido. O, si prefiere, denos la copia en secreto y seremos discretos.

—¿Usted quiere que les dé el material que he ocultado a la comunidad científica americana? Alex, no creerá que yo pueda ganar nada con eso…

—Ganará seguridad, John. El mundo se encuentra en una situación peligrosamente inestable. Estas transmisiones, con sus terribles incógnitas, podrían dar origen a hechos lamentables. —Durante la conversación había sufrido ocasionales espasmos de tos, que cada vez se hacían más frecuentes. Hurley le alcanzó una vaso con agua, que al principio ignoró—. Creo que debemos dejar de jugar a la diplomacia —dijo con dificultad—. Éste es un asunto de suma gravedad. Si hacemos un esfuerzo común, podríamos descifrar el texto mucho más rápidamente. Y desactivar el movimiento que pretende derrocar al presidente Roskosky. Estoy seguro de que sabrá quién sería el sucesor probable, en ese caso…

—Alex —dijo Hurley—, según mi información, el nuevo presidente sería usted.

Taimanov no se echó a reír, pero sus ojos expresaron agradecimiento por la observación.

—Considere este asunto con cuidado —prosiguió—. Comprendo que le estoy pidiendo mucho. Pero si usted rechaza un gesto conciliatorio, sus acciones podrían interpretarse como una conducta recalcitrante. Eso pondría de relieve el fracaso de la política del presidente Roskosky. Y le aseguro honestamente que si él fuera depuesto en estos momentos yo temería las consecuencias para ambas naciones.

Hurley bajó del escritorio. Permaneció de pie, sin moverse. Con la mano izquierda acarició el respaldo del sillón que ocupaba Taimanov y hundió los dedos en el cuerpo suave y mullido.

—Usted sabe que siento el mayor de los respetos por el presidente —dijo—, pero ambos sabemos que no ha sido muy conciliatorio, salvo cuando se lo han dictado sus intereses. Sin embargo, entiendo su posición, y me gustaría hacer cuanto esté en mis manos para aflojar la tensión que pende sobre él. Pero debo preguntarme qué ofrecerían ustedes como quid pro quo.

Taimanov sonrió. No tenía una buena dentadura.

—No he venido preparado para cerrar un trato, señor presidente. Había esperado que usted viera en la línea de acción aconsejada un beneficio para todos. Sin embargo, estoy seguro de que podríamos ofrecer algo que sería de su satisfacción. —A Taimanov le costaba respirar. Se detuvo a beber un sorbo de agua.

—Ojalá pudiera decirle que lo pensaré, Alex —repuso Hurley—. Pero por desgracia no veo forma de poder acceder a su petición. Para ser honesto con usted, lamento que hayamos recibido esa maldita transmisión. Y si pudiera volver atrás las cosas, desmantelaría el SKYNET, para que pudiéramos hablar de nuevo de submarinos y asuntos bélicos.

»Sin embargo, estaría dispuesto a tener un gesto para con el presidente.

Podríamos retirar algunos misiles de Europa Occidental…

—Eso no vendría mal, señor presidente. Pero creo que esta vez hemos ido mucho más allá de eso.

—Sí. Hemos ido mucho más allá. Taimanov asintió lentamente, se puso de pie, y cogió su chaqueta.

—No regresaré a Moscú hasta el miércoles… en caso de que quiera proseguir esta conversación.

Cuando se marchó, Hurley abordó de inmediato su compromiso siguiente: una sesión de fotografías con algunos sindicalistas. Sus huéspedes lo encontraron distraído.

Esta vez le había fallado su habitual capacidad de dejar de lado los problemas y concentrarse en el asunto que llevaba entre manos.

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