8

Harry convocó la conferencia de prensa para las diez de la mañana del día siguiente. Llamó a un dibujante para que realizara gráficos del sistema estelar alteano y pasó buena parte de la tarde del jueves convenciendo al reacio Ted Parkinson de que diera a conocer un texto preparado de antemano, respondiera preguntas y exhibiera la primera serie de datos. Parkinson, jefe de relaciones públicas de Goddard, pensaba que la forma en que se había manejado la transmisión de Hércules ya lo había perjudicado desde el principio, y no estaba satisfecho con los métodos. Pero en Goddard necesitaban su excelente capacidad oratoria y su buena relación con la prensa. Parkinson comentó secamente que esperaba que su relación sobreviviera al término de la jornada. Rosenbloom estaba visiblemente contrariado.

—El presidente lo ha ordenado —dijo Harry con cierta torpeza, sin entrar en detalles.

—Es un desatino, Harry. Pero el muy imbécil hará lo que le venga en gana, y nadie podrá impedírselo. Muy bien, que así sea. Pero di a Ted que hable lo menos posible.

La sala de prensa no era adecuada para esa conferencia. Harry dispuso del mayor espacio que tenían, en el Edificio 4, y reunió todas las sillas que pudo encontrar.

Cambiaron las cortinas y colgaron láminas de galaxias y nebulosas, de estaciones repetidoras y plataformas de lanzamiento de cohetes. La pared trasera se cubrió casi por completo con el Cuarto Mapa Catálogo de Uhuru, que representaba las características de los rayos X más prominentes de la galaxia. Parkinson mandó que pusieran varios modelos de amplificadores y satélites que había en el Centro de Visitantes.

Cuando concluyeron, Harry se sintió satisfecho.

—Trataremos de dejar la sala como está —dijo a Parkinson mientras comenzaban a llegar las unidades móviles de televisión—. Volveremos a necesitarla. Se retiró a su despacho y se enfrascó en sus informes de mantenimiento. Unos minutos antes de las diez, conectó el televisor. Dos periodistas de la NBC especulaban sobre el posible contenido de la conferencia de Goddard, y Harry no se sorprendió demasiado cuando aventuraron que se había recibido una segunda señal.

Pasaron vistas aéreas del Centro y bosquejaron la historia de la entidad, para finalizar con algunos fragmentos de la conferencia de prensa presidencial de la semana anterior. Entonces, precisamente a las diez, las cámaras enfocaron el interior del recinto y Parkinson entró en la sala de conferencias.

El joven director de relaciones públicas transmitió exactamente la imagen que Harry quería: un enfoque juvenil y enérgico, acompañado de buen humor y sentido de responsabilidad. No deseaba que Parkinson fuese la clase de funcionario de prensa tan frecuente en los estratos superiores del gobierno, que leía una declaración insatisfactoria y huía en busca de refugio.

Al lado del atril había un ordenador.

Se hizo silencio.

—Buenos días, damas y caballeros —comenzó—. Me es grato anunciar que el sábado pasado, a la una cero nueve de la madrugada, el SKYNET detectó una segunda señal procedente del grupo de Hércules.

Describió las características de la transmisión, y entonces dejó caer la bomba:

—Puedo anunciar también que hemos podido leer algunos fragmentos de la transmisión.

Las cámaras enfocaron el auditorio que se inclinó hacia delante con aire expectante, como si fuera una sola persona.

—Lo que tenemos hasta el momento —prosiguió tras una pausa— es sólo el comienzo: unas pocas imágenes matemáticas y ciertos teoremas bien conocidos. Todo ese material está situado en el primer segmento, o serie de datos, de la transmisión. Al parecer, el texto de la transmisión se ha completado. Los altéanos lo han dividido en ciento ocho series. Ésta —levantó el disco plateado— parece haber sido diseñada como manual de instrucciones y mensaje de salutación. Permítanme decir aquí que, a pesar de nuestro progreso, estamos muy lejos de poder comprender realmente la transmisión.

Describió el método que se había empleado para acceder al código binario.

—Contamos con la ayuda de Kirk y Spock —dijo, lo cual despertó risas y rompió la tensión. Harry había mostrado cierta reserva respecto a contar esa parte de la historia, pero Parkinson insistió en que era exactamente la clase de colorido ingenuo que daba buena imagen y ganaba simpatías. Sin embargo, según la tradición del Centro Espacial, no se atribuyó la idea en forma individual, y Harry perdió su oportunidad de saltar a la fama.

—Ahora —prosiguió— quisiera mostrarles las primeras imágenes de otro mundo recibidas en la Tierra.

Habían montado un vídeo de dos minutos de duración; un montaje de los cubos y cilindros contenidos en el manual de instrucciones. Mientras pasaban las imágenes, Cass Woodbury comentaba el contraste «entre las figuras mundanas y su importancia trascendental».

El auditorio aplaudió la representación de Saturno. Y entonces el ordenador exhibió la figura vagamente parecida a una araña que podía ser un alteano.

—¿Qué es eso? —preguntó una mujer del Philadelphia Inquirer. Su voz denotaba simple curiosidad. Nada más.

—No lo sabemos —dijo Parkinson—. Podría ser cualquier cosa. Un árbol, un diagrama. Imagino que antes de que terminemos nos encontraremos con gran cantidad de cosas que no podremos explicar.

Fue una buena respuesta, pero Harry sintió que una sensación de inquietud se apoderaba de él. Habían debatido sobre la oportunidad de mostrar esa imagen, y ahora se arrepentía de haberlo hecho.

A media tarde, Rosenbloom llamó a Harry a su oficina. Llegó esperando recibir algunas palabras amables por la fluidez con que había discurrido la conferencia de prensa, pero el director no hizo ningún comentario.

—Harry —dijo—. Conoces a Pat Maloney.

Maloney era un hombre delgado y nervioso, con bigote y traje con chaleco, y el rostro permanentemente encogido. Había comenzado su vida profesional como agente de la propiedad inmobiliaria, ocupación en la que al parecer había obtenido considerable éxito. Luego fue elegido para formar parte de la Compañía de Agua y Redes Cloacales de la ciudad de Jersey, y desde allí había escalado posiciones hasta donde hoy se encontraba: asesor especial de la Casa Blanca sobre cuestiones de seguridad.

Harry le estrechó la mano. Estaba húmeda.

—Y éste es Dave Schenken —prosiguió Rosenbloom—. Es especialista en seguridad.

Schenken asintió. Era un hombre alto, corpulento, de rostro anguloso y ojos fríos.

La forma divertida con que observó a Harry no logró suavizar su mirada.

—Dave pasará contigo el resto de la tarde —dijo el director—. Necesita tener una visión clara del sistema de seguridad de Goddard. Y te hará algunas sugerencias.

—En realidad —se adelantó a decir Schenken—, ya hemos echado un vistazo a los dispositivos de seguridad. —Su voz era seca, como un papel expuesto largo tiempo al sol—. No quisiera resultar ofensivo, Carmichael, pero me sorprende que nadie se haya llevado alguno de sus telescopios…

—No tenemos telescopios —respondió Harry con brusquedad, y se volvió a Maloney—. Mire, tal vez debamos comenzar aclarando que esto no es una organización de defensa. Aquí no guardamos secretos.

—Doctor Carmichael, tendrán que comenzar a guardar secretos, o trasladaremos el Proyecto Hércules a otro sitio donde lo hagan.

—No soy doctor —corrigió Harry.

—Por supuesto, ahora todo el material relacionado con Hércules figura como confidencial y reservado. Dave le dará los detalles. Ya que mencionamos el tema, el nivel inferior del Laboratorio de Proyectos de Investigación está siendo adaptado para que puedan seguir operando en él.

—¿Adaptado?

—Hemos restringido el acceso —dijo Schenken—. Y haremos algunos cambios estructurales en el edificio.

Maloney recorrió el borde del escritorio del director con la yema de los dedos. Fue casi un gesto sexual.

—Además —dijo—, estamos efectuando controles de seguridad en el personal. Por instrucciones del presidente, hemos extendido autorizaciones transitorias, pero puede ocurrir que, como resultado de nuestras investigaciones, algunos de sus empleados no puedan continuar en el programa. Se lo advierto con anticipación pues la cosa es tan complicada que no dudo de que habrá algunos problemas.

Le entregó a Harry un volumen encuadernado.

—Quisiéramos que leyera esto —dijo—. Todos los que tengan relación con el proyecto Hércules recibirán un ejemplar. Aquí se describen los procedimientos para manejar información clasificada y las responsabilidades individuales de cada empleado. Rosenbloom no dio señales de querer intervenir.

—Nosotros tenemos fuerzas de seguridad —dijo Harry.

—No son adecuadas —repuso Maloney—. Dave se hará cargo de las operaciones de seguridad en este lugar a partir de este momento. —Observó la cara de disgusto de Harry—. Trate de comprender: la naturaleza de la operación ya no es la misma. No hablamos de extender un permiso de aparcamiento, o de expulsar a un individuo borracho del Centro de Visitantes, sino de mantener segura cierta información vital contra cualquier esfuerzo de sustraerla por parte de fuerzas extranjeras de inteligencia.

Piense usted lo que quiera, doctor Carmichael, pero la realidad es seria.

Irritado con Harry, Maloney dirigió su atención al director.

—La situación es inestable y, tal como están las cosas, Goddard padece graves deficiencias de seguridad. No seria muy honesto con usted, doctor Rosenbloom, si no le dijera directamente que pienso recomendar el traslado de la operación, probablemente a Fort Meade. Mientras tanto, nos centraremos en los tres lugares donde somos vulnerables. Ya hemos hablado del Laboratorio. También tendremos que resguardar el NASCOM, donde se reciben las señales, y la biblioteca, donde se guarda un duplicado de la transmisión.

—¡Dios mío! —tronó Rosenbloom—. ¿Van a clausurar la biblioteca?

—No. —Schenken estiró los labios hacia atrás, como solía hacer cuando creía que estaba haciendo una concesión—. Vamos a trasladar el duplicado a un sector de almacenamiento en el sótano, que puede ser separado del resto del edificio. Sólo se aplicarán medidas de seguridad en el pasillo que conduce al área de almacenamiento.

—¿Pueden hacer esto? —reclamó Harry a Rosenbloom.

—Deben hacerlo —dijo el director—. No te metas y déjalos hacer su trabajo.

Maloney parecía cansado.

—Mire, Carmichael: no crea que esto me gusta más a mí que a usted. Comprendo los problemas especiales que tiene, y trataremos de no crearle más inconvenientes que los mínimamente indispensables. Pero debemos mantener el control de la transmisión, y no dude de que lo haremos.

Harry y Pete Wheeler cenaron por la noche con Rimford en la residencia de este último, situada detrás del Laboratorio de Geoquímica, en el sector VIP. Mientras asaban unas chuletas con patatas, bebían cerveza helada y aguardaban el programa de noticias.

—En realidad no lo estamos haciendo mal —dijo Rimford, cuando Harry le preguntó sobre los progresos de la traducción—. Ya estamos en condiciones de leer los números, y hemos asignado símbolos operativos a muchos bytes que parecen seguir ciertos patrones.

»Algunos de los símbolos son de naturaleza directriz, es decir, cumplen las funciones que en un sistema gramatical tendrían las conjunciones, o las proposiciones correlativas. Otros tienen referencia sustantiva, y ya hemos empezado a elucidar algunos. Por ejemplo, hemos aislado términos que significan magnetismo, sistema, gravedad, terminación, y algunos más. Hay términos que debieran traducirse, puesto que están insertos en ecuaciones matemáticas o fórmulas, pero no se traducen.

—Conceptos para los cuales no tenemos equivalentes… —sugirió Harry.

—Tal vez —dijo Wheeler con una sonrisa. Estaban sentados en la cocina. Fuera comenzaba a oscurecer y al oeste un pálido fulgor señalaba el paso del Sol—. ¿Cuánto más adelantados que nosotros tendrían que estar para saber hacer las cosas que sabemos que pudieron hacer? —se preguntó—. ¿Podremos tener al menos algo en común?

—Ya sabemos que tenemos una base común en matemáticas y geometría… —comentó Harry.

—Por supuesto —concedió Wheeler con impaciencia—. ¿De qué otro modo podría ser si no? Yo me refería a su filosofía, a sus parámetros éticos. Me interesó tu comentario sobre los temores de Hurley con respecto al contenido de la transmisión. Es una posición válida. —Se llenó la jarra y bebió con ganas—. Pero se preocupa por razones equivocadas. No temo tanto el conocimiento técnico que podamos encontrar como las posibilidades nocivas de otra clase.

—¿Sabes? —dijo Rimford—. Antes de la señal de Hércules, había llegado al convencimiento de que estábamos solos. La idea de que una galaxia viviente hubiese llenado los cielos de transmisiones me parecía muy poco convincente. Si hubiese otras civilizaciones, tendría que haber evidencia de su existencia, pensaba.

Wheeler comenzó a dar vueltas a la carne.

—Y una noche, mientras conducía hacia Roanoke, se me ocurrió por qué tal vez no hubiese evidencia. —Rimford se puso de pie para ver si ya estaban listas las patatas—. ¿Habrá una correlación entre la inteligencia y la misericordia?

—Sí —dijo Harry.

—No —adujo Wheeler—. O, si la hay, es negativa.

—Bueno —prosiguió Rimford, abriendo los brazos al cielo—. Eso refuerza mi posición…

—¿Cuál es?

—Toda sociedad lo bastante inteligente como para sobrevivir a su primer período tecnológico, puede descubrir que incluso el conocimiento de su existencia podría ejercer efectos perjudiciales en una cultura incipiente. ¿Quién podría decir qué efectos causaría semejante información, por ejemplo, en los cimientos religiosos de una sociedad?

—Es una vieja idea —intervino Wheeler—, pero tú sugieres que tal vez estemos escuchando a la única cultura superviviente a su era atómica que no haya adquirido sentido común…

—O misericordia —dijo Harry—. Baines, no creerás eso realmente…

—En este momento me encuentro abierto a la evidencia. Pero hay algo más. Sabemos que el transmisor de Hércules es producto de una extraordinaria complejidad. ¿Qué nos ocurriría si de la noche a la mañana adquiriéramos la tecnología que nos llevaría millones de años acumular? —Rimford vio que Harry había terminado su cerveza. Abrió dos latas, y le tendió una—. Hacia fines del siglo XIX —continuó—, algunos físicos anunciaron que ya no les quedaba nada por aprender en su disciplina. Es una opinión interesante. ¿Qué nos pasaría a todos si realmente ocurriese? ¿Cuál sería entonces la finalidad de nuestra existencia?

Rimford miró el reloj digital que tenía sobre el refrigerador. Eran las 6.13.

—Tal vez estemos a punto de descubrir la verdadera naturaleza del tiempo, aunque no seremos nosotros quienes lo hagamos, pues nos lo dirán los altéanos. Debo admitir que no me siento tan fascinado por el Texto de Hércules como antes.

—Tal vez sea una buena noche para encontrar alguna otra cosa en qué pensar —dijo Wheeler—. ¿Qué os parece una partida de bridge?

—Gracias —dijo Rimford—, pero me comprometí a conceder una entrevista a la NBC esta noche. Quieren hacer un programa especial sobre la transmisión. Han montado un estudio aquí cerca.

—Ten cuidado con lo que dices —le dijo Wheeler sardónicamente—. ¿Y tú, Harry?

Harry ya no gozaba de sus viernes nocturnos. La idea de pasar la velada sin dolor no carecía de atractivo.

—¿Podríamos conseguir dos más?

—Sé dónde montar una mesa de cuatro —repuso—. En el priorato siempre hay un par de tipos dispuestos a jugar una partida.

—Son las seis y veinte —dijo Rimford—. Sugiero que nos sirvamos la comida y vayamos a la sala a ver cómo nos han tratado los periodistas.

—Ha habido una segunda señal. —El rostro concentrado y magistral de Holden Bennett era a la vez sombrío y tranquilizador. Si había algo que explicaba su dominio en los noticiarios de la televisión era su capacidad de relacionar la idea de una crisis con la impresión de que podía percibir las verdes colinas, más allá de su efecto adormecedor sobre la vida cotidiana.

El reciente logotipo de la NASA, una estilizada representación del Telescopio Espacial original, con sus paneles de energía abiertos como las alas de una mariposa, sustituyó su rostro en la pantalla.

—En una emocionante conferencia de prensa celebrada esta mañana en el Centro Espacial Goddard, en Greenbelt, Maryland, los funcionarios anunciaron que se había recibido otra transmisión del sistema estelar Altheis, en la constelación de Hércules. Esta vez, sin embargo, la diferencia es fundamental.

El logotipo se desvaneció y en su lugar apareció una vista aérea del complejo.

—La primera transmisión no fue más que una secuencia de números, que sirvieron sólo para avisarnos de la presencia de una civilización en las estrellas. Pero ahora nos han enviado un mensaje. Los analistas de la NASA ya han comenzado a leer la transmisión. —El Centro Espacial dio paso a un sistema estelar que rotaba brillante y majestuoso—. Cass Woodbury, desde Goddard, nos cuenta la historia…

Y así siguió el programa.

En general, la cobertura fue moderada. Casi demasiado. Sin embargo, el canal utilizó ilustraciones para sustituir las imágenes geométricas.

—Los originales no habrían causado gran impacto en la pantalla pequeña —dijo Harry.

Reprodujeron los cubos y triángulos, y a continuación transmitieron una esfera anillada cuya identidad con un planeta ya no se ponía en duda. Pero alguien se había dado cuenta de que la historia pasaba realmente por la imagen del final, y en este caso el canal dejó que la mostraran exactamente como la habían visto en el monitor de Goddard.

El efecto fue tan estremecedor que a Harry le habría resultado imposible preverlo.

Miró rápidamente a Rimford y a Wheeler; no se trataba sólo de su imaginación.

—¡Dios mío! —exclamó Baines—. ¿Qué han hecho con ella?

Harry no alcanzaba a ver ninguna diferencia esencial. La figura era más grande y más clara. Parecía tener vida.

La novedad de Goddard concentró la atención de los noticiarios. Fuera de ello, unos árabes habían bombardeado un hotel de París y en el rugby profesional estallaba otro escándalo por consumo de drogas.

Addison McCutcheon cerró la transmisión desde Baltimore con un severísimo comentario:

—Al finalizar la conferencia de prensa de hoy, el gobierno distribuyó dos docenas de ejemplares de la parte de la transmisión que denominan «Serie de Datos Número Uno». Hay otras ciento siete series como éstas, de las cuales no se ha hecho otra mención que señalar su existencia. Cuando se le preguntó a Parkinson sobre las demás series, dijo que se darían a conocer tan pronto fuesen traducidas. Lo que ese comentario permite leer entre líneas es que el gobierno piensa ocultar este acontecimiento histórico hasta que decida que ya podemos conocerlo. Una vez más, estamos ante un gobierno cuya función parece que consiste en decidir lo que es bueno para nosotros.

El canal anunció que a las diez se transmitiría más información sobre el tema.

Cuando terminó, Wheeler dejó en el suelo la lata de cerveza.

—Esa cosa… —dijo—. Es uno de ellos.

Jugando contra un tres sin triunfo, el reverendo Rene Sunderland, O. Praem., sorprendió a Harry apenas iniciada la velada descartando un buen as de tréboles en la mano de apertura. Momentos después, cuando obtuvo la mano con un rey de diamantes, Sunderland atrapó la reina y el diez de tréboles de Harry con el palo largo de su compañero. Tres abajo.

Fue sólo el comienzo.

—Han hecho trampa —se quejó después Harry a Pete Wheeler—. No hay forma de que lo hubiese podido saber. Se estuvieron haciendo señas. Ha hecho media docena de jugadas en las que no era posible imaginar la configuración de las cartas.

Para entonces, Wheeler y Harry iban perdiendo por más de siete mil puntos.

—Si esto fuese un monasterio dominicano —repuso Wheeler—, podrías haber armado un gran escándalo. Ove, Harry. Rene es muy bueno. Y no importa a quién tenga de compañero. Me he sentado frente a él, y hace lo mismo. Siempre juega como si supiera las cartas de todos.

—¿Y cómo lo explicas? ¿Qué dice él?

—Dice que es el resultado de su devoción a la Virgen —bromeó Wheeler.

La segunda mitad de la tarde no fue mejor. Harry observó al compañero de Sunderland, intentando descubrir señas. Era un hermano decrépito y de mirada perdida.

Pero no halló nada, salvo un tic nervioso que parecía producirse al azar.

La sala del monasterio estaba vacía, a excepción de los jugadores de bridge, un sacerdote de mediana edad que leía el periódico delante del televisor conectado que nadie miraba y de alguien inclinado sobre un juego de palabras cruzadas.

—¿Todos se marchan los fines de semana? —preguntó innecesariamente Harry.

Sunderland acababa de completar un pequeño slam.

—Ésta es toda la comunidad —repuso.

Wheeler levantó la vista de la hoja con los puntos.

—Harry, ¿no te interesaría comprar un hermoso lugar sobre la bahía?

—¿De verdad está en venta?

Sunderland asintió.

—¿Qué sucederá con vosotros?

—Supongo que regresaremos a los molinos. Por desgracia no todos poseemos la formación de Pete.

—Ni su talento —dijo el hermano.

—Ni eso. De todas formas, el año que viene pienso dar clases en Filadelfia —comentó Sunderland.

—Tendrían que enviarlo a Las Vegas —comentó Harry.

—Pete —dijo Sunderland con inesperada gravedad—. ¿Qué está sucediendo en Greenbelt? ¿Tienes algo que ver con esas señales de radio?

—Sí —dijo Wheeler—. Los dos trabajamos en el Proyecto Hércules. Pero realmente no hay mucho que decir que no se haya dado a conocer.

—Entonces, ¿de verdad hay alguien allí…?

—Sí. —Harry cogió el mazo de cartas a su izquierda y comenzó a distribuirlas.

—¿Qué aspecto tienen?

—No lo sabemos.

—¿Se parecen a nosotros?

—No lo sabemos —dijo Wheeler—. Pero no creo.

Hacia el fin de la velada, Harry y Wheeler habían mejorado un poco, pero sin llegar a una posición respetable.

Más tarde, el sacerdote y el funcionario recorrieron los acantilados sin hablar mucho, escuchando el rugido del mar y el viento. Hacía frío y se enfundaron en los abrigos.

—Será una lástima perder todo esto —dijo Harry—. ¿No hay forma de que la orden pueda conservarlo?

La luna se inclinaba hacia las aguas, y cuando Harry la descubrió, en el ángulo correcto, desapareció detrás de la figura alta y corpulenta de Wheeler, rodeándolo de un aura brumosa.

—No es más que una propiedad —comentó.

Harry se alejó de la bahía, dejando que el viento lo empujara por la espalda. Las dos casonas, elevándose por encima de ellos, parecían lúgubres, iluminadas sólo por alguna que otra lámpara mortecina. Más allá se agitaba el bosque umbrío, murmurando desde tiempos sin memoria sobre otros hombres y otras noches. Los troncos parecían extenderse hasta el confín del planeta.

—Éste es el sitio exacto donde esperaría encontrar lo sobrenatural —dijo.

Wheeler se echó a reír.

—Es la impresión que Rene causa en la gente. —Se levantó el cuello de la chaqueta—. Bueno, pero pese a las características espirituales del lugar, no podemos afrontar los gastos que origina. —Se estremeció—. ¿Volvemos?

Anduvieron en silencio unos minutos por el sendero cubierto de losas. En el extremo distante, Harry vio los peldaños de madera que conducían al nivel interior.

—Quería aprovechar la ocasión para agradecerte la invitación a que vinieras con Julie la semana pasada.

—Olvídalo —repuso—. Hacemos lo que podemos con tal de ayudar.

Llegaron al camino de grava a través de un grupo de olmos, y cogieron un atajo hasta una entrada trasera, donde recibieron con agrado el aire tibio.

—Tuvimos nuestros problemas —dijo—. Seguimos caminando por el borde del risco y nos sorprendió una tormenta. —Sonrió—. Nos empapamos.

—Lamento saberlo.

—Terminamos pasando la mitad de la noche en una casucha donde hay una bomba.

—Sí —dijo Wheeler—. Conozco el sitio.

Harry perdió algo de su pesar.

—Es un buen sitio. Parece como si nadie hubiese estado allí en los últimos veinte años.

Wheeler no respondió.

—Solíamos conversar de cómo seria vivir en una isla, lejos de todo. Y se pareció mucho a ello. Creo que si de algún modo pudiéramos olvidar el resto del mundo… —Harry miró por encima del hombro, pero el bosque estaba en la penumbra—. De todas formas, durante unas pocas horas, yo tuve mi isla.

MONITOR

¿Sabéis, amigos? Ayer por la tarde volvía a mi casa después de pasar unas horas con algunas buenas personas que hay en nuestro hospital. Y llegué al vestíbulo, donde vi a un joven que conocía. Su nombre no importa. Es un buen chico; hace años que lo conozco, y años que conozco a su familia. Lo cierto del caso es que el joven sabía que yo andaría por allí y deseaba preguntarme algo. Algo que lo acuciaba.

Había varios amigos con él, pero se quedaron merodeando por los alrededores, como suelen hacer los chicos, fingiendo que estaban allí por otras razones. Vi que el joven estaba preocupado, que todos estaban preocupados.

—Jimmy —le dije—, ¿qué te ocurre?

Miró a sus amigos, y todos se alejaron.

—Reverendo Freeman —comenzó—, hemos estado viendo las noticias de Washington, ya sabe, ese telescopio que tienen allí y las voces que han recibido de los cielos. Mucha gente dice que no tendrían que estar haciendo eso.

—¿Por qué no? —le pregunté. Y no supo qué decirme. Pero sabía lo que intentaba explicar. Algunos tienen miedo de lo que pueda encontrarse allí. Jimmy no es el primero en hacerme esa clase de pregunta desde que esos científicos de Washington afirmaron, hace un par de años, que habían visto la Creación. Ya no se oye hablar mucho de eso.

Pero os diré algo, hermanos y hermanas: aliento sus esfuerzos. Aplaudo sus intentos de escuchar este gran universo en que vivimos. Creo que cualquier máquina que nos pueda acercar más a Su obra no hará sino fortalecer la fe que hemos protegido durante dos mil años. (Aplausos).

Las estrellas de la mañana cantan juntas, y todos los hijos de Dios proclaman su regocijo. (Más aplausos).

Se me ha preguntado: «Reverendo Freeman, ¿por qué el universo es tan vasto?».

Es grande, sabéis, mucho más grande de lo que podrían haber supuesto hace cincuenta o sesenta años esos científicos que afirman saber tanto. ¿Y por qué suponéis que es así?

Si, como aclara sin duda el Evangelio, el hombre es el centro del universo, ¿por qué el Señor construyó un mundo tan grande que los científicos ni siquiera logran ver su límite, por muy complejos que sean sus telescopios?

Cuando era niño, solía sentarme al lado del granero, en las noches de verano, a contemplar las estrellas. Y las comprendía por lo que son: un signo que Él nos da de Su poder y de Su gloría. Pero ahora creo saber por qué Él las situó tan lejos. Supo la arrogancia de quienes pretenden aprehender Sus secretos y reducirlos a números y teorías. Y os aseguro que el tamaño del universo y de los inmensos espacios que hay entre las estrellas, y entre las galaxias, que son grandes islas de estrellas, es un símbolo viviente de Su realidad y un amable recordatorio de la distancia que existe entre El y nosotros.

Ahora oigo a algunos que dicen que las voces que susurran desde los cielos a los telescopios del gobierno son diablos. No sé nada de ello. No tengo ninguna evidencia que me permita sustentar tal cosa. Después de todo, los cielos pertenecen a Dios; por lo tanto, tendería a pensar más bien que son voces de ángeles. (Risas).

Probablemente, las criaturas que escuchamos se parezcan mucho a nosotros. En el Evangelio no hay nada que limite a Dios a una sola Creación. Por eso os digo, hermanos y hermanas, que no temáis a lo que pueda descubrirse en Washington, y que no os preocupéis por sus teorías. Están contemplando la obra del Todopoderoso, pero su visión está limitada por sus telescopios. Tal vez nosotros tengamos un instrumento mejor.

Extraído de un discurso televisivo pronunciado por el reverendo Bobby Freeman. (Se transcribe con autorización de la Coalición Cristiana Americana).