En la puerta del despacho de Harry había un hombre corpulento y pulcramente afeitado que observaba el interior con desdén.
—¿Señor Carmichael?
Harry se puso de pie y avanzó hacia él. No esperaba a nadie.
—Sí —dijo, ofreciéndole la mano.
El visitante ignoró el gesto.
—Mi nombre es Pappadopoulis —le anticipó—. Soy presidente del Departamento de Filosofía de la Universidad de Cambridge. —Se mostraba deliberadamente modesto; era una figura de reputación internacional.
Harry detectó un ligero toque de alarma.
—Siéntese por favor, profesor Pappadopoulis. ¿En qué puedo servirlo?
Permaneció de pie.
—Podría asegurarme si hay alguien aquí que tenga conciencia de la importancia de la transmisión de Hércules…
—No tiene por qué preocuparse —le dijo Harry amistosamente.
—Me alegra saberlo. Por desgracia, las acciones del gobierno no inspiran la misma confianza. La NASA recibió la señal de Hércules el diecisiete de septiembre por la mañana y decidió ocultar su existencia, por las razones que fueran, hasta el viernes diez de noviembre. ¿No le parece una decisión algo irresponsable, señor Carmichael?
—Creo que lo irresponsable habría sido formular una declaración prematura antes de estar seguros de los hechos. Empleamos nuestro mejor juicio.
—Estoy seguro de que así fue. Y precisamente es ese juicio lo que estamos cuestionando. —Pappadopoulis era un hombre de magnífica presencia, quizá un buen continente para el sombrío enfoque materialista neo-kantiano que le había dado tanto prestigio en el mundo académico. Una actitud de implacable hostilidad le oscurecía el rostro, y hablaba con lenguaje rígido y formal, como extraído de un viejo libro de metafísica. Su autoestima era casi sofocante—. Tengo la lamentable seguridad de que si se recibieran más transmisiones tendríamos una respuesta similar. —Se detuvo, pero algo en la expresión de Harry le hizo reaccionar—. ¿Ha ocurrido algo más? ¿Me está usted ocultando algo en este mismo momento?
—Hemos dado a conocer todo lo que sabíamos.
—Por favor, señor Carmichael. No intente escabullirse con declaraciones imprecisas. —Se inclinó sobre el escritorio de Harry, con una hastiada irritación y, como Harry creyó ver, un ligero desagrado en el rostro—. ¿Está sucediendo algo en este momento que el mundo deba conocer?
—No. —Maldito Rosenbloom. Y el presidente.
—Ya veo. ¿Por qué no lo creo, señor Carmichael? —Se dejó caer en una silla—. Pues porque miente muy mal. —Respiraba fatigosamente por el esfuerzo, e hizo una pausa para recobrar la compostura—. El secreteo es un reflejo compulsivo en este país.
Asfixia el pensamiento, demora el progreso científico y destruye la honradez. —Dejó resonar la última palabra antes de proseguir—. Había supuesto que la única razón de que se hubiera dado a conocer la transmisión era que no se había recibido ningún mensaje posterior. ¿Se ha detectado una segunda señal?
—Profesor, esto no nos llevará a ninguna parte. Tomaré nota de su protesta e intentaré que el presidente tenga conocimiento de ella.
—Estoy seguro de que lo hará. —Pappadopoulis miró un retrato de Robert H. Goddard que pendía de la pared, detrás del escritorio de Harry—. Él se sentiría muy disgustado si conociera todo esto, ¿sabe?
Harry se puso de pie.
—Ha sido muy gentil por venir hasta aquí, señor.
Los ojos de Pappadopoulis se clavaron en él. Como buen burócrata, la diplomacia y las concesiones eran su ámbito habitual. Tenía poca capacidad para soportar confrontaciones estériles.
—Lo que pasó, pasó —observó Pappadopoulis—. Lo que me preocupa ahora es el futuro. Muy probablemente haya otro mensaje, si es que no lo ha habido. Tenía pensado preguntarle cuál sería su posición cuando ello ocurriese. Su posición, señor Carmichael, no la del gobierno. Me entristece pensar que probablemente ya me haya respondido. Harry se revolvió incómodo bajo la mirada quirúrgica de su visitante. Pappadopoulis sonrió.
—Me alegra ver que hasta un funcionario civil tiene conciencia. La gente para la cual usted trabaja, señor Carmichael, sólo se interesa en el provecho militar que pueda obtenerse de todo esto. ¿Puedo sugerirle que su deber máximo es para con la humanidad, y no para con un patrón insensible? Enfréntese a esos hijos de puta. —Levantó la voz—. Se lo debe a todos los que hemos tratado de comprender la naturaleza del mundo en que vivimos. Y se lo debe a sí mismo.
»Dentro de muchos años, cuando usted y yo hayamos desaparecido de escena, usted será recordado por su valentía y contribución. Quédese en silencio, satisfaga a sus patéticos amos, y le aseguro que no podrá esperar nada mejor que el olvido absoluto. —Introdujo la mano en su bolsillo—. Mi tarjeta, señor Carmichael. No dude en llamarme sí puedo ser útil. Y por favor, tenga la total seguridad de que me sentiré muy feliz de estar de su lado, si ello resultara necesario.
—Es necesario que alguien hable con el presidente. —Gambini dio vueltas al café y recorrió la cafetería con mirada pétrea—. Sólo está teniendo en cuenta el punto de vista militar. Se pasa la vida oyendo a los jefes del Estado Mayor Conjunto, y lo único que esos tipos saben ver son peligros. No ven más allá de sus narices. Harry, no quiero ser parte de un ejercicio militar. He esperado esto toda mi vida, y los hijos de puta lo están echando a perder. Escucha, Hurley tiene la oportunidad de intervenir positivamente. No construiremos la paz mundial con esto, pero tiene una ocasión para derribar algunos muros.
»Nunca hemos actuado como especie. Cuando terminó la Segunda Guerra Mundial tuvimos una oportunidad, como cuando se llevó a cabo el viaje a la Luna. Pero esto, Harry, esto… ¿qué forma más natural de unir a todo el mundo que saber con toda certeza, como dice Pete, que allí hay alguien más?
»Lo que realmente me frustra es que Rosenbloom está totalmente satisfecho con el curso de los acontecimientos. Y tiene razón. Podría estallar, y la gente resultar quemada. Pero ¡qué diablos, Harry! Si de todos modos vamos cuesta abajo desde hace cincuenta años… Tal vez necesitemos una buena maniobra para cambiar la dirección.
Estamos ante un misterio, y lo resolveremos mucho mejor empleando los recursos del planeta que intentando resolverlo sin decir a nadie lo que ocurre. —Miró cuidadosamente a Harry—. Creo que debemos quemar las naves.
—No —repuso Harry—. Quema tú las naves si quieres, pero déjame fuera de esto. No quiero terminar en Colorado leyendo Pesca y vida silvestre.
Gambini se ajustó la corbata y apretó los labios.
—Muy bien, no puedo culparte. Pero comprende que hemos pasado a ser personajes históricos, Harry. Todo lo que está sucediendo aquí durante las últimas semanas, y lo que sucederá a medida que prosigan los hechos, será analizado y registrado para la posteridad. Quiero estar seguro de que no figuraré del lado de los malos cuando llegue la hora de recapitular.
—Qué curioso. Eso mismo me dijo Pappadopoulis. —Es lo que sucederá, Harry. Es algo demasiado grande para mantenerlo encerrado en una botella.
—¿Por qué me necesitas? —preguntó Harry.
—Porque no puedo meterme por mi cuenta en la Casa Blanca, pero tú puedes hacerme entrar.
—¿Cómo?
—El jueves celebrarán allí el banquete anual de la Fundación Científica Nacional. El presidente entregará premios a los mejores estudiantes de secundaria. Es un acontecimiento importante, estarán presentes todos los medios, y sería una buena oportunidad para acercarnos a él. Pero primero debo entrar. Si pedimos invitaciones, creo que a la NASA le corresponderán algunas. —Gambini se inclinó hacia delante—. ¿Qué piensas, Harry?
—A ti no te importa que me cuelguen, ¿verdad? —Harry posó los codos sobre la mesa, entrelazó los dedos y apoyó el mentón sobre ellos. Su matrimonio había fracasado y nunca había disfrutado tanto de su trabajo en Goddard. En realidad, su época en el Tesoro, donde había estado rodeado de otros como él, tampoco había estado nada mal. Pero en Goddard, donde la gente escudriñaba la cúpula celeste mientras él contrataba los seguros colectivos, había estado expuesto a muchas cosas. Tal vez hubiese comenzado a asimilar el desdén que los demás sentían por su profesión—. Ya es un poco tarde para meternos, a menos que hagamos una especie de trato. ¿Qué hará Baines el jueves?
—No puedo sino preguntarme —dijo el presidente con su sonora voz de barítono, mientras recorría con la mirada a los veinte jóvenes que se sentaban a ambos lados de su mesa— si hoy no estará entre nosotros otro Francis Crick, otro Jonas Salk. O quizás otro Baines Rimford. —Se produjo una breve conmoción, y un tronar de aplausos fue creciendo hasta recorrer el recinto. Los aplausos no cesaban, y Rimford oyó que el auditorio repetía su nombre. Se puso de pie en su sitio, al lado del presidente, e inclinó la cabeza. Hurley sonrió y cortésmente dio un paso atrás para que su célebre invitado pudiese ser visto por todos.
Cuando la reacción del público fue menguando, se dirigió a los estudiantes:
—Tal vez, en cierto sentido, nos baste con reflexionar sobre lo que hoy os ha traído aquí y lo que hoy sois. Estoy seguro de que el doctor Rimford coincidirá conmigo en que el futuro se encargará del resto. Enorgulleceos de lo que habéis hecho: es suficiente… —miró por encima de ellos, como oteando un lejano horizonte—, por ahora.
En una de las mesas inferiores, Harry escuchaba con interés. Hurley nunca usaba notas, siempre parecía hablar espontáneamente, y se decía que era capaz de mantener en vilo a un auditorio hasta leyendo la guía telefónica. Los que pasaban mucho tiempo en Washington opinaban que era el mejor orador que se había visto desde Kennedy. Y tal vez el mejor de todos. Pero Harry nunca pensaba en el presidente como en un orador, y allí quizá residiera el auténtico genio del mandatario. Cuando uno oía a Hurley, nunca le parecía escuchar una declamación. Era como si uno estuviera sentado con él en un par de cómodos sillones, en el rincón tenuemente iluminado de un bar, oyendo al mismo sentido común. Con estilo. Ésa era la ilusión. Hurley hablaba a todos en el lenguaje particular de cada uno: a economistas y estibadores, y frecuentemente a ambos al mismo tiempo. Como solía decir Tom Brokaw, eso era tener don de lenguas.
Harry se habría sentido culpable de haberse valido de Rimford para meter a Gambini en la ceremonia, de no ser porque el cosmólogo estaba disfrutando a más no poder. Habían llegado temprano, por insistencia de Rimford; el científico había querido merodear entre los jóvenes galardonados, haciéndoles preguntas, escuchando sus respuestas y estrechándoles las manos.
Gambini se sentó al otro lado del recinto, ensartado entre un par de locuaces representantes de la Escuela del Distrito de Indianápolis, dos de cuyos alumnos recibirían premios ese día, y una joven del JPL, quien, al descubrir su identidad, procedió a objetar a troche y moche su manejo de la operación Hércules y se empeñó en mirarlo con cara de perro durante todo el banquete.
—Doctor Rimford —continuó el presidente—. Me pregunto si podríamos imponerle la labor de conceder los galardones…
—Sería todo un honor —repuso Baines, mientras se ponía de pie y se colocaba al lado del presidente. El auditorio volvió a irrumpir en aplausos. Fue una de esas escenas que la prensa adoraba: el presidente hizo las veces de maestro de ceremonias, anunciando en voz alta los nombres de los alumnos premiados, extendiendo a Rimford los certificados y apartándose modestamente a un lado mientras el científico entrega las condecoraciones. Harry pensó que estaba ante una actuación brillante. Con razón tantos lo amaban, pese a los muchos problemas de su administración.
Cuando todo terminó, el presidente dio las gracias a Rimford, agregó unas observaciones finales y comenzó a dirigirse a la puerta. Gambini, sorprendido por una retirada tan imprevista, se puso de pie de un salto y se apresuró a seguirlo. Pero Gambini no llevaba ninguna escolta del Servicio Secreto, y la prensa se cerró ante él en cuanto dio un par de pasos. Harry lo observó con desesperación creciente. Hurley se alejaba de su mesa mientras Gambini pugnaba por liberarse.
El presidente se detuvo para hablar con Cass Woodbury, de la CBS. Un par de periodistas se acercaron a ellos. El interés de Woodbury se centraba en la planta nuclear de Lakehurst, que había sido tomada por un comando terrorista. La gente reía y borboteaban los fogonazos de los flashes. Los espectadores, en su afán de ver más de cerca al presidente, se apretujaron contra la silla de Harry, y alguien volcó una taza de café en su mesa. Ya no podía ver a Gambini.
Hurley trataba de poner fin al interrogatorio de Woodbury, mirando de soslayo el reloj; en cualquier momento se marcharía. Chilton, el jefe de prensa de la Casa Blanca, sostenía abierta la puerta por la que pasaría el presidente.
Harry se puso de pie lentamente, con cierta esperanza de que Hurley se alejara antes de que pudiese llegar hasta él. Pero Woodbury seguía haciendo preguntas.
—Eso es todo lo que sabemos, Cass —dijo, levantando la voz para que ella lo pudiese oír por encima del ruido que lo rodeaba—. Nueva Jersey no nos ha pedido ayuda federal. Pero estaremos allí si nos necesitan. —Asintió a una cámara de televisión, saludó con la mano a alguien detrás de Harry e hizo señas a sus hombres de que lo sacaran de allí.
Harry estaba casi a su lado. Uno de los agentes había comenzado a mirarlo con sospecha.
Otra periodista intentaba formularle una pregunta sobre el Oriente Medio; el agente se desplazó para apartarla mientras Hurley se dirigía a la puerta. En ese momento, Harry pasó por delante de su visión.
—Señor presidente —le dijo, sabiendo que cometía un terrible error.
A Hurley le llevó sólo un momento identificarlo.
—Harry —le dijo—. No sabía que hoy estaría usted aquí…
—También se encuentra el doctor Gambini, señor. Quisiéramos hablar dos minutos con usted. Es importante.
La exaltación que había mostrado el presidente durante la presentación no se desvaneció, pero Harry vio que alrededor de las comisuras asomaron súbitas arrugas, y que los ojos oscuros se pusieron alerta, tras las gafas con montura metálica.
—Dentro de diez minutos —dijo—. En mi despacho.
Las paredes de la sala de espera estaban cubiertas de volúmenes de Dostoyevski, Tolstoi, Dickens y Melville. Estaban encuadernados en piel, y uno de ellos, Anna Karenina, yacía abierto sobre una mesita baja.
—Están usados —comentó Harry, al inspeccionar los libros—. Sería el colmo que precisamente Hurley leyera novelas rusas…
—Si lo hace, sería hábil por su parte no andar diciéndolo. —Gambini estaba sentado con los ojos cerrados y las manos en los bolsillos.
La luz del sol inundaba la sala. A través de las ventanas arqueadas se veía el grupo de la FCN integrado por funcionarios, padres, maestros y jóvenes que se paseaban por los jardines de la Casa Blanca, mientras hacían fotos, comparaban premios y saboreaban la tarde.
Oyeron voces en el pasillo, al otro lado de la puerta. Luego se abrió y entró Hurley.
—Hola, Ed —dijo, ofreciéndole la mano—. Me alegro de verle. —Se volvió a Harry—. Deseo darle las gracias por haber sugerido la presencia de Rimford. Ha estado magnífico.
El presidente ocupó una silla frente a Gambini, y le pidió su opinión sobre los proyectos ganadores de las condecoraciones. Gambini dijo que estaba muy impresionado, aunque Harry vio que se encontraba demasiado absorto en sus propias preocupaciones para haber prestado mucha atención a la ceremonia.
—Me alegro de que haya venido, Ed. Hércules tiene posibilidades muy interesantes. Me intriga lo que usted y su equipo puedan estar haciendo allí. ¿Pero sabe cómo obtengo la información? Usted habla con Rosenbloom, Rosenbloom habla con un par de personas más hasta que llega a la cúpula de la NASA. Y entonces los datos llegan aquí, a Schneider. —Se refería a Fred Schneider, el perro faldero de Hurley, y su complaciente asesor científico—. Cuando llega a mí, no sé cuánto se puede haber tergiversado, qué se ha ocultado y qué ha desaparecido por completo. —Cogió un bloc de notas de la mesita baja, escribió un número en él, arrancó la hoja y se la tendió a Gambini—. Ahí podrá encontrarme cuando me necesite. Si no estoy disponible en ese momento, me comunicaré enseguida con usted. En cualquier caso, llame por la mañana… a las ocho y cuarto. Quiero estar informado sobre lo que ocurre allí. Y especialmente sobre la lectura del texto. Deseo saber qué clase de material hemos recibido. Y me interesará escuchar su opinión sobre el alcance de lo que vayamos traduciendo.
Harry logró memorizar el número.
En la sala hacía un poco de calor.
—¿Siguen progresando? —continuó—. Bueno, en tal caso, ¿por qué no me dicen por qué estaban tan ansiosos por asistir al acto de hoy?
—Señor presidente —comenzó Gambini con vacilación—, no estamos trabajando con toda la eficiencia con que debiéramos…
—¿Ah, no? ¿Y por qué?
—Para empezar, nuestro personal es muy reducido. No hemos podido traer a los científicos que necesitamos.
—¿Problemas de seguridad? —preguntó Hurley—. Me ocuparé de ello y veré si puedo acelerar un poco los trámites. Mientras tanto, Ed, debe comprender la cautela que impera en esta operación. En realidad, esta mañana he firmado una orden asignando carácter reservado y confidencial al Texto de Hércules. Esta tarde le enviaré a alguien para que le ayude con las medidas de seguridad.
Gambini pareció desfallecer.
—Precisamente ahí está la dificultad. No podemos hacer bien las cosas si no nos comunicamos con los expertos de las diversas disciplinas. Los trámites de seguridad llevan tiempo, y no siempre sabemos con antelación a quién vamos a necesitar. Si debemos esperar seis meses para que alguien pueda entrar, más vale que ni lo intentemos.
—Veré qué puedo hacer. ¿Eso es todo?
—Señor presidente —dijo Harry—. Entre los investigadores y en las comunidades científicas y académicas existe la firme convicción de que no tenemos derecho a ocultar un descubrimiento de semejante magnitud.
—¿Y qué piensa usted, Harry?
Harry miró de frente los incisivos ojos grises del presidente.
—Creo que tienen razón —dijo—. Sé que hay riesgos implícitos, pero en algún momento tendremos que afrontarlos. Tal vez ésta sea la ocasión.
—Las comunidades científicas y académicas —dijo Hurley con estudiada irritación— no tienen que hacer frente al Kremlin. Ni a los árabes. Ni a ciento cuarenta países diminutos que nada desean tanto como poder construir una superbomba económica para arrojar por la cerca trasera al primero que los mire con mala cara. Ni a los lunáticos que tengo en esa planta nuclear de Nueva Jersey. ¡Quién sabe qué podría haber en esos discos!
—Creo que estamos siendo un poco paranoicos —dijo Gambini, jugándolo todo a una carta.
—¿Ah, sí? Para usted es fácil sacar esa conclusión, Ed. Si se equivoca… —se encogió de hombros—, ¡qué diablos!
Cerró las persianas para que la luz no cayera directamente sobre el salón.
—¿Tiene alguna idea de lo que significa estar sentado sobre una hoguera nuclear?
Dígame, Gambini, ¿alguna vez apuntó con un arma cargada a alguien? Yo estoy apuntando a cada habitante del planeta. No, en este momento estoy pensando en cada uno de los hombres que alguna vez posarán sus pies sobre esta Tierra. ¿Usted tiene alguna idea de cómo puedo sentirme?
»¿Cree que no sé qué piensan de nosotros? La prensa opina que soy un fascista. Y la Sociedad Filosófica Americana se retuerce las manos con desesperación. Pero ¿adónde diablos irá a parar la Sociedad Filosófica Americana si ponemos en marcha una cadena de acontecimientos que nos conduzca a una catástrofe? —Se echó a reír despectivamente. Jamás se hubiera permitido semejante gesto en público—. No podrán disponer de personal adicional hasta que sepamos con certeza que se trata de personas fiables. Haremos las cosas así aunque nos lleve unos días más, o unos años más. Las transmisiones serán patrimonio reservado. Puedo conceder hasta aquí: anuncien que hemos recibido una segunda señal, y den a conocer los dibujos, los triángulos y las figuritas sin importancia. Pero lo otro, lo que aún no hemos podido leer, queda reservado hasta que podamos decir de qué se trata.
Una hora más tarde, Majeski los recibió con la última noticia:
—Hemos encontrado el teorema de Pitágoras.
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