Aproximadamente a las siete de la mañana, Harry dejó a su esposa en la vivienda de su prima, a un kilómetro de su casa, y aceptó de ella un mínimo beso. Tal vez ése fuera el momento más amargo de su vida.
Cuando llegó a su oficina, tarde, los teléfonos zumbaban con las reacciones a la conferencia de prensa. Habían tenido que llamar a cuatro estudiantes para que ayudaran.
Tenía una montaña de telegramas sobre su mesa. Recibía llamadas de personas que hacía años que no veía. Viejos amigos, colegas con los cuales había trabajado en el Tesoro antes de entrar en la NASA, y hasta un cuñado que al parecer no se había enterado de sus tribulaciones conyugales. Todos al teléfono, para felicitarlo. Por primera vez en muchos meses, su estado de ánimo pareció mejorar, y cuando llegó el mensaje de Ed Gambini, sonrió de oreja a oreja.
«Por favor, llama. Ha ocurrido algo», decía.
Harry no se molestó en llamar.
El centro de operaciones era un manicomio. Alrededor de los monitores se apiñaban técnicos e investigadores, riendo y dándose codazos. Majeski agitó un listado de ordenador en su dirección y le gritó algo que Harry no pudo entender debido al bullicio. Harry pensó que era la primera vez que el ayudante de Gambini se mostraba contento de verlo.
Leslie estaba en el ADP, inclinada sobre una pantalla. Cuando se incorporó, Harry sorprendió en su rostro una expresión tan desinhibida de gozo que parecía a punto de alcanzar el orgasmo. (Julie nunca se habría permitido semejante manifestación fuera del lecho).
—¿Qué sucede aquí? —preguntó a una técnica. La mujer señaló el monitor del SSRRD. Una rápida sucesión de caracteres atravesaba la pantalla.
—Comenzó a la una de la mañana —explicó, con la voz chillona de excitación—, y no ha cesado desde entonces.
—A la una cero nueve, para ser exactos. —Gambini le palmeó el hombro—. Los hijos de puta han comenzado a transmitir, Harry. —Su rostro resplandecía de dicha—. Perdimos la señal de identificación el 20 de septiembre a las cuatro y media de la mañana. Y la segunda señal comienza el 11 de noviembre, a la una cero nueve. Si uno calcula el cambio en tiempo estándar, siguen operando en múltiplos del período orbital de Gamma. Esta vez, dieciocho y un octavo.
—¿Ha vuelto a transmitir el pulsar?
—No, no es el pulsar sino otra cosa: estamos captando una onda de radio. Se dispersa bastante en las bandas inferiores, pero parece centrarse en los mil seiscientos sesenta y dos megahertzios. La primera línea del hidroxilo. Es la frecuencia ideal para una comunicación a larga escala. Pero su transmisor… Dios mío, nuestros cálculos más prudentes indican que están emitiendo una señal de un millón y medio de megawatios.
Es difícil concebir un pulso controlado de radio de semejante potencia.
—¿Pero por qué habrían de abandonar el pulsar?
—Para lograr una mejor definición. Ya han captado nuestra atención, ahora han pasado a un sistema más complejo.
Cerraron los ojos.
—Eres un hijo de puta… —le dijo Harry—. Por fin lo has conseguido.
—Así es —dijo Gambini—. Por fin.
Angela se arrojó en brazos de Harry, le bajó la cabeza y lo besó.
—Bienvenido a la fiesta —dijo.
Eran labios cálidos y entusiastas, de los cuales Harry lamentó tener que desembarazarse. Le palmeó el hombro con aire paternal.
—Ed, ¿podemos leer algo ya?
—Es demasiado pronto. Pero ellos saben lo que necesitamos para comenzar a traducir.
—Están valiéndose de un sistema binario —explicó Angela.
—Tendremos que traer a un par de matemáticos, y tampoco vendría nada mal hacer venir a Hakluyt.
—Habrá que comunicárselo a Rosenbloom.
—Ya lo hemos hecho. —Gambini sonrió con petulancia—. Tengo sumo interés en saber qué piensa decirnos ahora.
—Ni una palabra —rugió Rosenbloom, mirando su escritorio con el ceño fruncido—. Ni una sola palabra hasta que yo lo diga.
—No podemos ocultar esto —dijo Gambini con voz temblorosa—. Hay muchas personas que tienen derecho a saberlo.
Harry asintió.
—Yo también me siento incómodo con esto. Y el gobierno va a quedar muy mal ante el resto del mundo.
—¡No! —Rosenbloom no cabía en la silla que tenía detrás del escritorio de roble. Gruñó y se puso de pie. No era mucho más alto de pie que sentado—. Probablemente no sea por mucho tiempo. Pero hasta que no tenga instrucciones no quiero que nada de esto salga de estas cuatro paredes. ¿Entendido?
—Quint… —Gambini sofocó su ira lo mejor que pudo—. Si ocultamos esto, mi carrera, la carrera de Wheeler, las carreras de todos habrán terminado. Escucha, no somos funcionarios del gobierno; estamos contratados. Pero si participamos en esto, lo más probable es que pasemos a ser persona non grata en todas partes.
—¿Carreras? ¿Me hablas de carreras? Aquí hay en juego cosas mucho más importantes que lo que puedas estar haciendo dentro de diez años. Mira, Ed, no podemos anunciar una segunda transmisión a menos que estemos preparados para darla a conocer. Y eso es imposible.
—¿Por qué? —preguntó Gambini con tono exigente.
—Porque la Casa Blanca dice que es así. Ed, no sabemos qué puede haber allí. Tal vez la fórmula para crear alguna plaga, o para controlar el clima, o Dios sabe qué.
—Es ridículo.
—¿De verdad? Cuando lo sepamos, entonces daremos a conocer la maldita transmisión. Pero no antes. A propósito, te interesará saber que los rusos han lanzado un programa a toda marcha para instalar un SKYNET propio.
—Les llevará años —dijo Gambini.
—Sí —Rosenbloom se frotó las manos—. Pero mientras tanto, nosotros tenemos el Hércules para nosotros. Y lo que tenemos que decidir es qué vamos a recomendar a la Casa Blanca. Al parecer, tenemos dos elecciones desagradables: podemos sugerir que se hagan cargo de las consecuencias y no digan nada, o que admitan lo que tienen y no den a conocer la transmisión. ¿Qué prefieres?
Gambini parecía desolado.
—Escucha —dijo Rosenbloom—, sé que estamos pidiendo un sacrificio. Pero piénsalo: supón que damos a conocer todo lo que tenemos, y que allí hay información que permitiría asestar un primer golpe fatal; supón que esa información asegurara la destrucción completa de un enemigo sin posibilidad de represalia. Tal vez una técnica para anular los radares, o lo que fuere. Se me ocurren cientos de posibilidades. ¿Querrías que esos datos anduvieran sueltos por el mundo? ¿Lo querrías?
—¿Qué te parece si bloqueamos el SKYNET? —sugirió Harry fríamente—. Si dejamos de escuchar, ¿no simplificaría eso las cosas?
Se dio cuenta de que Gambini lo traspasaba con la mirada, pero Rosenbloom pareció entenderlo.
—Lo he pensado desde el principio.
—¿Por qué no me sorprendo? —Gambini mostraba una expresión de desprecio absoluto—. No niego que exista un riesgo —dijo—. Pero tus preocupaciones no tienen fundamento. ¿No se te ha ocurrido que también es un riesgo dejar que los rusos sospechen que tenemos acceso exclusivo a esta clase de información? Dios sabe qué reuniones se habrán celebrado en el Kremlin desde la conferencia de prensa de ayer. —Creo que ya se ha pensado en ello. Habréis observado que estamos reforzando las medidas de seguridad. La Casa Blanca enviará algunos funcionarios. A propósito, tengo entendido que Maloney está presionando para que toda la operación Hércules se traslade a Fort Meade.
Maloney era el asesor especial de la Casa Blanca sobre temas de seguridad nacional. Era un individuo delgado y astuto a quien Harry había visto un par de veces y que le había dejado una desagradable impresión.
—¡Eso no tiene sentido! —objetó Gambini—. La Agencia de Seguridad Nacional no tiene nada que ver con esta clase de operación.
—¿Por qué no? Habrá motivos para velar por la seguridad. Probablemente aún habrá más cuando el presidente se siente a pensarlo seriamente.
—Pero todos los equipos están aquí…
—Dudo que aquí haya algo que no tenga la NSA en un modelo más avanzado. En todo caso, los equipos podrían trasladarse.
—Probablemente habría problemas con las autorizaciones —dijo Harry—. No dejan que nadie entre allí sin hacer investigaciones exhaustivas. Llevaría tiempo.
—Tal vez no dejen pasar ni siquiera a uno o dos —gruñó Gambini.
—No creo que debas preocuparte por eso, Ed —dijo Rosenbloom—. Si esta operación va a la NSA, dudo que inviten a alguien excepto a ti, a Rimford y posiblemente a Wheeler. ¿Por qué habrían de hacerlo? Tienen sus propios matemáticos y descodificadores. En realidad no tienen la menor duda de que pueden hacer el trabajo mejor que nosotros.
—Quint —intervino Gambini—, ¿alguien ha discutido esto con el presidente? ¿Le han hablado de las ventajas de darlo a conocer al público? No creo que tú estés dispuesto a adoptar una posición al respecto…
—¿Qué ventajas? —preguntó Rosenbloom—. Y además, la Agencia no tiene interés en apoyar esto. Si el presidente suelta lo que tiene y después hay problemas, lo cual es muy probable, algunos perderemos la cabeza.
—Algunos ya la hemos perdido —adujo Gambini—. ¿Tienes alguna idea de lo que piensan de mí en este momento en mi lugar de trabajo?
Se refería al CIT, institución de la que Gambini era profesor titular. Hacía tres años que se había trasladado temporalmente desde allí a Goddard.
—Vamos, Ed. —Rosenbloom se apoyó en el escritorio, respirando hondo—. Estamos haciendo lo correcto, para nosotros y para el presidente. Trata de no magnificar las cosas. Sé cómo te sientes, pero lo cierto es que Hurley tiene razón. Tal vez cuando todo esto termine podamos conseguirte algún premio…
La mirada de Gambini se endureció.
—¿Has hablado con Hurley esta mañana?
—Sí.
—Supón que renuncio.
—No sé muy bien cuál sería tu situación —repuso pacientemente Rosenbloom—. Si te presentas en los periódicos con algo de esto, sin duda serás procesado, aunque los dos sabemos que la Agencia se sentiría reacia a procesarte. ¿Cómo quedaríamos si te juzgáramos por eso?
»Pero quedarías fuera. Sólo sabrías lo que en nuestra opinión pudiese darse a conocer sin correr riesgos. Y nunca sabrías a ciencia cierta qué está sucediendo aquí. ¿Es eso lo que quieres?
Gambini se puso de pie lentamente, con las mejillas encendidas y la boca apretada en una línea recta.
—Rosenbloom —dijo Harry—, eres un hijo de perra.
El director hizo girar la silla en dirección a Harry. En sus rasgos porcinos había un gesto de auténtico resentimiento. Luego se volvió hacia el director del proyecto.
—Pongámonos de acuerdo. ¿Qué vamos a hacer?
Gambini había cogido su americana del perchero y se la colgó del brazo.
—De acuerdo, lo haré. Pero por ahora.
Rosenbloom sonrió, satisfecho.
—¿Y tú, Harry? En realidad no esperaba que tú causaras problemas.
—No estoy en contra de que se espere un tiempo para dar a conocer la transmisión con más autoridad —dijo Harry—. Pero tengo una opinión bastante pobre sobre la forma en que tratas a tus subordinados.
Rosenbloom miró a Harry con extrañeza. La reacción de su subalterno lo había perturbado.
—Harry —dijo, por fin—, te agradezco tu sinceridad. —Se hizo otra pausa—. Ed, ¿ha salido alguien de aquí desde esta mañana?
—No —repuso—. Nadie ha salido de aquí.
—Entonces debemos hablar con ellos.
A las ocho de la noche seguía llegando la transmisión.
Por la tarde, Harry coló una botella de champán francés en el recinto de investigaciones sobre Hércules. Era una violación de las normas, desde luego, pero la ocasión exigía algo apropiado. Brindaron con vasos de papel y tazas de café. Rimford, que había venido desde la Costa Oeste, llegó con más botellas. Cuando lo acabaron todo, misteriosamente llegó otra provisión. Gambini intervino:
—Es suficiente —dijo—. El resto estará esta noche en el Límite Rojo, por si alguien desea reclamarlo.
Harry encontró un borrador de las doce primeras páginas de la transmisión sujetas a un tablero. Eran caracteres binarios.
—¿Cómo hacéis para encontrar el sentido? —preguntó a Majeski, quien lo contemplaba con curiosidad.
—En primer lugar —dijo reclinado contra la pared y con los brazos cruzados como un joven cesar—, nos preguntamos cómo lo habríamos codificado nosotros.
—Ah. ¿Y cómo lo habríamos hecho?
—Nosotros empezaríamos dando una serie de instrucciones. Por ejemplo, necesitarían saber el número de bits por cada byte. Nosotros usamos ocho. —Miró a Harry con aire indeciso—. Un byte —explicó— es un carácter. Por lo general una letra o un número, aunque no necesariamente. Y es el resultado de la ordenación de los bits individuales que lo componen. Nosotros usamos ocho. Los altéanos, dieciséis.
—¿Cómo lo sabéis?
Majeski hizo aparecer una secuencia en un monitor.
—Éste es el comienzo de su transmisión. —Comenzaba con dieciséis ceros, y luego dieciséis unos. Y así seguía durante varios miles de caracteres.
—Parece sumamente simple —comentó Harry.
—Esta parte sí.
—¿Y luego qué haríamos?
—Lo que querríamos hacer, pero todavía no podemos, sería crear un programa autoiniciador. Tendríamos que suponer ciertas características sobre la arquitectura de su ordenador, pero hay razones para creer que la vía digital que empleamos en las nuestras es la más eficiente. Si no, seguiría siendo el tipo más elemental, aquel que cualquier civilización tecnológica pudiese poseer, o al menos conocer. Y querríamos emplear un programa que funcionara en un modelo relativamente poco complejo, y de memoria limitada. Lo ideal sería que la única acción que los del otro lado tuvieran que hacer fuera conectarlo al ordenador y aplicar un programa de búsqueda. En otras palabras, que el más mínimo intento de analizar la transmisión o buscar esquemas desencadenara el funcionamiento del programa.
—Qué buena idea —comentó Harry—. Supongo que los altéanos no han hecho eso…
Majeski meneó la cabeza con pesar.
—No, hasta donde sabemos. Lo hemos pasado por los sistemas más avanzados que tenemos. Y no lo comprendo. De veras que no lo comprendo. Sería el procedimiento más lógico. —Se mordió el labio inferior—. Dudo de si realmente será posible crear un programa autoiniciador.
Harry regresó a su oficina por la tarde. Siguió sintiéndose inmensamente halagado: acababa de encontrar otro montón de mensajes. Leyó algunos de los telegramas y comenzó a devolver llamadas. Una había sido de Hausner Diehl, presidente del Departamento de Inglés de la Universidad de Yale, a quien había conocido en una ocasión durante una ceremonia para graduados.
Diehl respondió en persona.
—Harry —le dijo—, quisiera saber si puede explicarme algunas cosas. ¿Por qué fue necesario retener la información sobre el descubrimiento de Hércules durante ocho semanas?
Harry suspiró.
Diehl desahogó su protesta y le advirtió que era probable que Yale presentase una queja formal. Entonces, le hizo una pregunta incómoda.
—Aquí hay muchos que sospechan que la verdad todavía no se ha dado a conocer.
¿Hay algo que todavía no sepamos?
—No —dijo Harry—. No hubo nada más.
—¿Ha habido una segunda señal?
Harry vaciló. El rostro se le arrebató de rubor.
—Hemos explicado todo lo que recibimos.
El trabajo de Harry no le exigía mentir a menudo; no era una actividad en la que descollara, y se sintió algo sorprendido al escuchar su propia respuesta. Pero sintió el peso del desencanto.
No era una noche para cenar solo. Llamó a Leslie.
—Sí —dijo ella—. Acepto con gusto.
Harry hubiera preferido alejarse por completo de Goddard durante unas horas. La conversación con Diehl posiblemente le había perturbado más de lo debido. Después de todo había sido la única nota negativa en un día extraordinario. Aunque en ello había algo amenazador que lo deprimía: la sensación de estar en una pendiente resbaladiza.
Pero Leslie quiso estar cerca.
—La transmisión sigue llegando, y en cualquier momento podría suceder algo —adujo. De modo que fueron al Límite Rojo.
—¿No comenzarán a leerla esta noche? —preguntó Harry.
—No, por supuesto que no. Pero Ed está preocupado.
—¿Por qué?
—Creo que esperaban una solución inmediata después del inicio de la transmisión.
Cuando me iba, estaba diciendo que lo resolverían enseguida, o después de muchos años.
—¿Es posible que nunca podamos traducirla? —preguntó Harry.
—Ése sí que es un pensamiento tenebroso… —dijo levantando la vista del menú.
Pidieron pescado y vino blanco helado. Bajo la luz de las velas, Leslie era más atractiva de lo que había supuesto. Cuando sirvieron los platos, le preguntó en voz baja:
—¿Las cosas no marchan bien en tu casa?
No había esperado oír esa pregunta.
—Has estado hablando con Pete —dijo con tono acusador.
—No. Es muy fácil darse cuenta. Llevas anillo de boda pero nunca cenas en tu casa.
—Comprendo —dijo. Siguió comiendo, bebió un poco más de vino y se secó los labios con la servilleta—. Se ha acabado todo.
—Lo siento.
Harry se encogió de hombros.
—No fue mi intención meterme en lo que no me importa…
La luz se reflejó en sus labios. Llevaba una blusa de seda blanca con los dos primeros botones desabrochados. Siguió el arco cremoso de su pecho izquierdo.
—No me has molestado.
Ella sonrió y posó su mano sobre el brazo de él, a través de la mesa.
—La perdí la noche que recibimos la señal. —Meneó la cabeza—. No, supongo que sucedió mucho antes de eso.
—¿Tenéis hijos?
—Uno, un niño.
—Eso empeora las cosas.
Harry la miró otra vez.
—¡Al diablo con eso! —dijo. Terminó el pescado, bebió el último sorbo de vino y se reclinó con aire desafiante y los brazos cruzados.
Ella permaneció en silencio.
—¿Me desapruebas?
—Sólo desapruebo cuando me pagan, Harry. Entonces lo desapruebo todo. —En sus ojos había arrepentimiento—. No sé por qué debe ser así. Tal vez porque un final siempre es feo.
Harry sonrió.
—Como psicóloga eres un desastre. ¿Eso dices a tus pacientes?
—No. A ellos les digo aquello que pagan para escuchar, lo que es bueno para ellos a corto plazo, pues en realidad todo se reduce a ello. Contigo puedo hablar sinceramente.
—Hazlo.
—Eres un hombre interesante, Harry. En ciertas áreas difíciles eres notablemente adaptable. Por ejemplo, te las has arreglado para manejarte sumamente bien con algunos de los científicos más prominentes de la época. Las personas como Gambini o Quint Rosenbloom tienen muy pocas opiniones sobre la raza humana que valga la pena conocer. Pero ambos te respetan. Cord Majeski sólo habla con matemáticos, cosmólogos y vírgenes. Rimford sólo habla con Dios. Y todos te aceptan.
—No te gusta Majeski —dijo Harry.
—¿He dicho eso?
—Creo que sí —sonrió Harry.
—Supongo que la gente como Majeski tiende a hacer emerger las emociones a la superficie, sean buenas o malas. Pero eso no tiene nada que ver con lo que estábamos diciendo. —Se inclinó hacia delante—. Lo que intento decirte, Harry, es que me caes bien. Y no me gusta verte así.
—¿Cómo, así?
—Harry, cualquier desconocido de la calle podría darse cuenta de que no te estás comportando como realmente eres.
—¿Y tú cómo lo sabes?
—Para empezar, sonríes fácilmente. Pero todavía no te he visto hacerlo sin bajar la mirada… Lo estás haciendo en este mismo momento. —En su voz había asomado una ligera irritación.
—Lo siento —dijo Harry—. He pasado momentos muy difíciles. ¿Qué me prescribes?
Ella se inclinó hacia él. La blusa se le abrió un poco más.
—No lo sé. Probablemente debas comenzar por aceptar que ya no está.
—No nos conoces —protestó él—. ¿Cómo puedes decirlo?
—Quizás haya hablado demasiado —convino—. Ha debido ser el vino…
—¿Por qué supones que no hay esperanzas de reconciliación?
—No he dicho que no hubiera esperanzas. Tal vez os reconciliéis. Pero la mujer que recuerdas ya no está. Sea como haya sido tu matrimonio, y por lo que veo fue algo muy importante para ti, cuando uno de los dos se aleja se produce una fractura irrevocable. Nunca vuelve a ser igual. En el mejor de los casos, la reconciliación se presenta como una acción para mantener la relación.
—Pareces Pete Wheeler…
—Lo siento, Harry. Pero si él dijo eso, tenía razón. ¿Cómo se llama tu mujer?
—Julie.
—Bueno, Julie es una tonta de remate. No logrará encontrar tan fácilmente a otro como tú. Tal vez no sea lo suficiente lista para comprenderlo pronto. Cuando lo haga, es muy probable que vuelva. Si eso es lo que quieres, y juegas bien tus cartas, tienes buenas probabilidades. Pero te verás atrapado en una situación incómoda. —Apartó el plato—. Yo no quiero más.
Harry permaneció en silencio.
—¿Es eso lo que quieres? —le preguntó ella.
—No lo sé —repuso Harry—. Sé que me gustaría que volviese.
—A mí también me gustaría volver a tener veintidós años. —Lo miró atentamente—. Lo siento, Harry. No ha sido mi intención ser cruel. Pero estamos hablando de lo mismo.
Majeski estaba disgustado.
Ocupaba una de las sillas del despacho de Gambini. Tenía los ojos cerrados, la cabeza vuelta hacia atrás, las mejillas inflamadas de aire contenido y los brazos colgando a ambos lados de la silla. El director del proyecto, encaramado sobre el borde de su escritorio, le explicaba algo. El matemático asentía y volvía a asentir, pero sin abrir los ojos. Gambini levantó la vista, vio a Harry y le hizo señas de que entrara.
—Tengo que hacerte una pregunta —dijo, mientras Harry cerraba la puerta.
—Adelante.
—¿Qué sucedería si enviamos una copia de la transmisión a la Agencia de Seguridad Nacional y ellos logran desentrañar el sentido?
—Tienen un ordenador Cray de la quinta generación —intervino Majeski—. Para nosotros sería suficiente acceder a las instrucciones. Eso sería todo lo que nos haría falta.
Con eso podríamos empezar…
Harry se quedó pensándolo. No conocía bien a los de la NSA; eran una comunidad en sí misma, compuesta por personas elitistas, competentes, reservadas, muertas de miedo de hablar con cualquiera que pudiese deducir algo de su tono de voz.
—No creo que la NSA tenga mucho interés en este proyecto, y sospecho que tendrán demasiado que hacer como para involucrarse en algo nuevo. Pero alrededor del presidente hay personas, sobre todo personal de seguridad, que les gustaría que Hércules saliera de Goddard y fuese a parar a Fort Meade. Si vais a pedir ayuda a la NSA, será como ponerles la escopeta en las manos. Si lo hacéis, probablemente no interese que lo logren o no.
—¿Cuál es el problema? Seguiríamos trabajando en el proyecto en Fort Meade —irrumpió Majeski.
—La diferencia —repuso Harry— es que no serás tú quien trabaje allí, Cord. Cuando un proyecto entra allí, pasa a ser propiedad de ellos. Tú trabajas para la NASA, no para la NSA. Sólo te contratarían si consideraran que eres insustituible. ¿Lo eres?
—Lo que dices es que podemos disponer de los ordenadores para resolver la transmisión, pero que no podemos usarlos sin perder el control del proyecto. Es ridículo. Harry se encogió de hombros.
—Nuestra opinión no tiene importancia. Es la forma en que funciona el gobierno…
—De esto hablábamos —intervino Gambini, deseoso de cambiar el giro de la conversación. Tomó un disco óptico—. He aquí un juego completo de datos. Dura seis minutos; a poco más de ochenta mil baudios. —Se lo tendió a Harry—. Los altéanos han dividido la transmisión en distintas secciones. Hasta ahora tenemos sesenta y tres. Éste es el número uno, y casi con seguridad será una serie de instrucciones.
—Pero tenemos que conseguir un ordenador lo bastante potente —se lamentó Majeski.
—¿El 1906 no es lo bastante bueno? —preguntó Harry—. Pensaba que, en teoría, el programa debía funcionar en cualquier equipo básico.
—¿Quién sabe qué es básico para los altéanos? —gimió Gambini, como si realmente le doliera algo—. No sé bien cómo manejar esto, Harry. Odio perder tiempo con enfoques periféricos cuando lo más probable es que la cuestión se resuelva hallando el ordenador adecuado. Si nuestras suposiciones están equivocadas, y tenemos que resolverlo mediante algún tipo de análisis estadístico, ninguno de nosotros vivirá lo suficiente para ver los resultados.
Harry dio vueltas en la mano al disco compacto. Brillaba en su funda plástica.
—Tal vez estéis tomando un rumbo equivocado —aventuró—. ¿Habéis usado el 1906?
—Desde luego.
—Es el más grande que tenemos. Y ahora queréis ir a otro aún más poderoso.
Pero la lógica de Majeski sugiere ir a algo más pequeño. —Los ojos de Harry se posaron sobre el ordenador personal de Gambini, una unidad portátil de 256 K—. No entiendo mucho de ordenadores —continuó—, salvo que cuanto más grandes son, más complejos resultan. Tienen más lugares donde almacenar información. Hacen falta más instrucciones para que funcionen.
Los ojos de Gambini se abrieron, desmesurados.
—¿Quieres decir que un ordenador más pequeño podría hacer cosas que uno más grande sería incapaz de hacer?
—Si el programa no fue concebido para aplicarse a toda la memoria de un 1906, quizá no funcione en esa máquina…
Gambini se puso de pie de un salto y salió disparado de la oficina. Regresó momentos más tarde con un Apple. Despejaron una parte del escritorio y lo colocaron allí. Harry lo conectó.
—Esperad un momento —dijo Gambini—. Nuestros programas de búsqueda no funcionarán en esta máquina. No tiene suficiente memoria.
—Vuelve a escribirlos —dijo Harry.
—Dios mío —gruño Ed—. No quiero ni pensar en el tiempo que nos llevaría.
—Esperad aquí. —Majeski salió de la oficina, abrió un archivador en el laboratorio y regresó con un disco.
—Es Star Trek —anunció—. Hace años que anda por aquí. No necesita mucha memoria y tiene una secuencia que permite al Enterprise analizar las posiciones tácticas de Klingon. —Sonrió, y se encogió de hombros—. ¡Qué diablos…!
Cargó el juego, digitó la misión escogida y activó las instrucciones de búsqueda.
Entonces se volvió a Harry.
—Adelante —le dijo—. Es tu idea.
El monitor mostraba un simulacro de la vista que se tendría desde el Enterprise.
Se veía un puñado de estrellas, varios planetas y una curiosa perturbación a lo ancho que debía de ser algo con un dispositivo de encubrimiento. El sector inferior de la pantalla estaba ocupado por dos tableros indicadores: a la izquierda, los sistemas de la nave; a la derecha, el rastreo y análisis de los combates.
Harry introdujo el disco compacto de Hércules y oprimió las teclas que le daban curso. El campo estelar comenzó a rotar lentamente y el Enterprise inició su movimiento.
Se encendieron las luces rojas que había sobre las ranuras de ambos discos.
—Está leyendo —anunció Gambini.
La nave espacial aceleraba a toda velocidad. La perturbación, que supuestamente habría sido una nave escondida, de pronto desapareció de la pantalla. Las estrellas se apartaron gradualmente del Enterprise, como en la vieja serie televisiva, hasta que sólo fueron diminutos puntos y por fin acabaron desvaneciéndose.
—Esto no sucedía en el juego —comento Majeski.
El tablero de análisis y rastreo, que llevaba la leyenda «No hay contactos», también quedó en blanco.
Y apareció un cubo.
—¡Esto no forma parte del juego! —Majeski se abalanzó contra la pantalla, como si quisiese meterse dentro.
El cubo rotó en ángulo de cuarenta y cinco grados, se detuvo, e invirtió su posición.
Gambini observaba con expresión esperanzada. Cuando habló, su voz dejó traslucir la tensión:
—Tal vez sí… —dijo—. Tal vez sí…
Era un cubo de lo más ordinario. Y en los informes oficiales quedaría como un descubrimiento vergonzosamente trivial. Los altéanos serían buenos ingenieros, pero sin duda necesitaban un poco de preparación en relaciones públicas.
—¿Por qué? —preguntó Harry—. ¿Por qué diablos nos han enviado un bloque?
—No es sólo un bloque —dijo Rimford—. Es una parte esencial de una comunicación sumamente trascendente… yo diría… en la historia de la especie.
Harry contempló al científico.
—Sigo sin ver por qué.
—Porque nos han dicho «hola» del modo más sencillo posible. Cuando analizamos los problemas relativos a la comunicación entre culturas que hayan estado absolutamente aisladas, pensamos simplemente en una transmisión de instrucciones.
Pero ellos han hecho algo más: han pensado que querríamos algún estímulo tangible, y nos han enviado una imagen.
»Y también han transmitido ciertos parámetros de la arquitectura del ordenador para que los empleemos en equilibrar la transmisión.
Majeski y tus técnicos acababan de hacer ajustes al 1906. El matemático reemplazó un panel e hizo señales a Gambini, quien cargó uno de los programas de rastreo tradicionales y luego insertó el disco con la transmisión.
Habían conectado diversas pantallas monitores para que todos pudieran verlo. Las mesas de trabajo estaban atestadas. Acababa de llegar personal de los turnos que estaban fuera de servicio y había un ambiente festivo.
Gambini hizo un gesto para que todos guardaran silencio.
—Creo que estamos listos —anunció. Dispuso la modalidad de barrido en el ordenador y las risas se apagaron. Todos los ojos se posaron sobre las pantallas.
Se encendieron las luces rojas.
—Está funcionando —dijo Angela Dellasandro.
Alguien cerró una puerta en algún lugar del edificio. Harry escuchó el rumor de una caldera.
Los monitores quedaron en blanco.
Se apagaron las luces de la sala.
Y apareció un punto negro. Apenas visible. Mientras Harry se preguntaba si realmente estaba allí, se expandió y de él brotó un bulto. Una línea partió de allí y cruzó el ancho de la pantalla. Luego dobló en ángulo recto y describió un bucle. Y de la base del bucle surgió una segunda línea, paralela a la primera, que en el punto opuesto describió un segundo círculo que unía las rayas.
Era un cilindro.
Alguien lanzó un viva. Harry oyó el disparo de un tapón de corcho y el flujo incontenible de un líquido burbujeante.
Rimford estaba ante un monitor, al lado de Leslie. Su rostro era la expresión de la dicha más pura.
—Al diablo con la tesis de Brockmann —dijo.
—Todavía no —lo detuvo Gambini—. Es muy pronto para afirmarlo.
Debajo del cilindro apareció un byte de doce caracteres. Se podía escuchar la respiración de Rimford.
—Eso debe ser su nombre —dijo—. El símbolo con que denominan al cilindro. Nos están dando su vocabulario…
—¿La tesis de Brockmann? —quiso saber Harry.
Leslie miró interrogativamente a Rimford, y el hombre asintió.
—Harvey Brockmann —repuso ella en su lugar— es un psicólogo de Hamburgo que sostiene que las culturas extraterrestres probablemente serán capaces de comunicarse entre sí sólo a nivel superficial. Eso tendría que ser así, según él, porque la fisiología, el ambiente, las condiciones sociales y la historia son fundamentales en lo que respecta a nuestra forma de interpretar la experiencia y, en consecuencia, de comunicar y comprender ideas. —Adoptó una expresión pensativa—. Ed pensará que tal vez tenga razón, pues todavía estamos en un nivel muy elemental de comunicación. Pero creo que ya hemos visto rasgos del enfoque con que los alteanos resuelven sus problemas, y se parecen mucho a los nuestros. Tal vez antes de que termine la jornada tengamos otra demostración apabullante de lo que digo.
Eso captó el interés de Rimford.
—¿En qué sentido, Leslie?
—Piensa en nosotros —dijo—. Si estuviésemos codificando imágenes para otra especie, ¿cuál es la que decididamente no dejaríamos de transmitir?
—La nuestra —atinó Harry.
—¡Bingo! Harry, serías un magnífico psicólogo. Ahora te diré lo que creo que vamos a aprender: la capacidad de crear una civilización tecnológica impone esencialmente disciplinas similares de lógica y percepción que exceden, y posiblemente en mucho, los factores propuestos por Brockmann.
—Ya veremos —dijo Gambini—. Espero que estés en lo cierto.
—El cilindro ha desaparecido —anunció Harry.
El punto apareció de nuevo. Esta vez se formó una esfera.
Luego una pirámide.
Y después un trocoide.
—¿Sabe Rosenbloom algo de esto? —preguntó Harry.
—No creo que sea el momento oportuno para una visita de Rosenbloom —intervino Gambini—. Lo llamaré luego, cuando estemos seguros de lo que tenemos.
Mientras tanto, habrá que sacar de aquí a toda esta horda de borrachos. Mira el precedente que sentaste, Harry. Ahora creen que cualquier cosa es motivo de brindis.
Al cabo de un rato volvió a aparecer el cilindro, pero en ángulo recto con la figura original. Y se formó un nuevo byte.
—Será similar al primero —dijo Majeski— y la porción probablemente se refiera al objeto en sí. Las variaciones entre ambas podrían ser la diferencia de ángulo, o algo por el estilo.
Apareció un tercer cilindro.
Las figuras geométricas se sucedieron toda la noche. Harry no tardó en aburrirse, y se disculpó para telefonear a Rosenbloom. Ya era más de medianoche.
El director no se mostró contento ni por la hora de la llamada ni por la naturaleza de la novedad.
—Mantenedme informado —fue su respuesta gruñona.
Harry encontró una oficina a oscuras y se echó a descansar una hora. Cuando regresó al centro de operaciones, seguía sintiéndose exhausto. Halló a Gambini, le comentó la respuesta del director y cuando se disponía a dar las buenas noches observó que ninguno de los científicos había reparado en sus palabras. Y en realidad, el clima del lugar había cambiado, y no precisamente de un modo sutil.
—¿Qué ha sucedido? —preguntó.
En distintas pantallas se exhibían diferentes figuras geométricas. Harry comprendió que el programa había terminado, y que los investigadores estaban efectuando un examen más detallado. Gambini dirigía una unidad.
—Hay algo que debes ver. —Digitó una secuencia y dio un paso atrás para que Harry pudiera ver sin obstrucción.
Leslie se acercó.
—Hola —le dijo—. Parece que hoy están sucediendo cosas muy importantes.
Según me han dicho, tú eres el responsable, Harry. —Su rostro se iluminó con una sonrisa—. Enhorabuena.
Apareció una esfera que volvió a rotar. Lejos de su superficie, aparecieron cuatro puntos, que se convirtieron en rayas y rodearon la esfera en círculos paralelos. La imagen se sombreó y adquirió ángulo y profundidad.
—Dios mío —exclamó Harry—. Es Saturno…
—Parece —repuso Gambini—. Pero me pregunto si su planeta natal tendrá anillos…
La figura desapareció.
Una vez más vieron el familiar punto negro. Esta vez pasó a convertirse en una figura tetraédrica. Parecía el cuerpo de una especie de araña, y sus miembros se movían de un modo que a Harry le pareció desconcertante.
—Pensamos que es un alteano —sentenció Gambini.
El lunes por la tarde, Gambini se retiró a su vivienda en el sector VIP de Goddard, al noroeste del edificio. No creía que pudiera dormir, pero como los ordenadores se encargarían del trabajo restante decidió intentarlo, pues más tarde necesitaría estar con la mente despejada.
Se metió en la cama con considerable satisfacción y se hundió en la inconsciencia con el feliz pensamiento de que había logrado la ambición de su vida. ¿Cuántos hombres gozarían de tan inestimable bendición?
Cuando cuatro horas más tarde sonó el teléfono, tardó en orientarse. Se hundió más entre las almohadas, oyó el tintineo insistente, tanteó el instrumento con la mano y lo descolgó.
Era la voz de Charlie Hoffer.
—Ha terminado —anunció.
—¿La señal?
—Sí. El pulsar ha vuelto a transmitir.
Gambini miró el reloj.
—Son las nueve y cincuenta y tres.
—Una órbita completa —dijo Hoffer.
—Son coherentes. ¿Cuál ha sido la longitud de la transmisión?
—No hemos hecho los cálculos.
La transmisión había sido relativamente lenta: 41.279 baudios.
—Muy bien —dijo Gambini—. Gracias, Charlie. Si hay alguna novedad, avisadme inmediatamente.
Oprimió las teclas de su calculadora que arrojó un resultado de aproximadamente 23,3 millones de caracteres.
MONITOR
Transcripción parcial de la entrevista con Baines Rimford, que apareció originariamente en la edición de octubre del Deep Space:
P: Doctor Rimford, en una de sus declaraciones decía usted que le gustaría formular a Dios algunas preguntas en particular. Me pregunto si podríamos saber cuáles serían esas preguntas.
R: Para empezar, sería interesante disponer de una GTU operativa.
P: Usted se refiere a una Gran Teoría Unificada que vinculara en un todo coherente a todas las leyes físicas.
R: (Risas, como indicando que Deep Space estaba hablando en términos muy generales). Nos gustaría saber cómo interactúan las fuerzas nucleares fuertes y débiles, la gravedad y las fuerzas electromagnéticas. Hay quienes sostienen que en determinado momento, brevemente, constituyeron una fuerza única.
P: ¿Y eso cuándo habría sido?
R: Durante los primeros nanosegundos del Big Bang. Si es que hubo un Big Bang…
P: ¿Existe alguna duda?
R: Bueno, sin duda algo pasó, pero el término «Big Bang» ha generado ciertas connotaciones; ha terminado por representar una teoría específica que explica cómo comenzó todo. Hay posibilidades alternativas: burbujas, un ciclo repetido de expansión y contracción, e incluso algunas variantes de la condición estable que han comenzado a ponerse en boga nuevamente.
P: Más tarde me gustaría volver a referirme a esta cuestión. ¿Qué otra cosa le gustaría que Dios explicara?
R: Quisiera saber por qué existe el orden. Me sorprende que el universo consista en algo más que sedimentos helados moviéndose a la deriva a través de la oscuridad.
P: Me temo que no comprendo.
R: Comencemos por el Big Bang.
P: Si lo hubo…
R: Entonces llámelo mecanismo de iniciación, si lo prefiere. En todo caso, algo hizo que el universo entrara en fase de expansión. E inmediatamente hallamos una extraña coincidencia: el índice de expansión se equilibra casi exactamente con la gravedad, que intenta volver a unir todo de nuevo. El equilibrio es tan exacto que después de dieciséis mil millones de años, no sabemos todavía si el universo es abierto o cerrado. Supongamos que el mecanismo de iniciación haya sido una explosión. De haber sido infinitesimalmente más débil, las cosas habrían vuelto a ser un conglomerado al poco tiempo. Y me refiero a que haya sido más débil en el orden de una fracción extremadamente pequeña de un uno por ciento. Por otra parte, si hubiera sido un poco más fuerte, las galaxias no se hubieran podido formar. O examinemos la fuerte energía que mantiene unido al núcleo.
Aquí tampoco hay razón que nos explique por qué tuvo que ser precisamente como es. Y sin embargo, si ésta fuese más fuerte, no tendríamos hidrógeno ni agua. Si fuera más débil, no tendríamos un sol amarillo. En fin, existen infinidad de estas coincidencias. Tienen que ver con los pesos atómicos y los puntos de congelación, con los cuanta y, virtualmente, con cualquier ley física en la que uno quiera pensar. Si uno cambia cualquiera de las infinitas constantes físicas, si uno arroja un protón extra, digamos, en el átomo de helio, tiene una excelente posibilidad de desestabilizar el universo. Al parecer vivimos en un lugar que ha sido cuidadosamente diseñado contra las vicisitudes cósmicas, como morada de vida inteligente. Y me gustaría saber por qué.
Reimpreso en Epistemología Sistémica XIV.