5

Harry no había conocido un octubre más frío en Washington. El cielo se había puesto de color blanco y el viento cortante como un cuchillo le atravesaba hasta los huesos. A primeros de mes la temperatura descendió por debajo de los cero grados, y allí quedó. Por supuesto, estaba de lo más contento: no sufriría el polen que a menudo perduraba hasta Navidad. Podría disfrutar de siete meses antes de que la alergia iniciara otra embestida.

Ése fue también el mes en que Harry concedió a su hijo. No veía forma de dar un hogar al niño sin Julie. Y ello lo humillaba, pues sabía que Tommy esperaba de él un poco más de lucha.

Tommy jugaba al baloncesto en un equipo formado por niños de tercer y cuarto grado. Harry aparecía siempre que podía, y se sentaba sobre el suelo del gimnasio, al lado de una incómoda Julie.

El niño jugaba bien y Harry se sentía orgulloso. Pero al final siempre había lágrimas, y por eso Julie no tardó en proponer que se organizaran de tal modo que ambos padres no estuvieran presentes al mismo tiempo; las cosas parecían desenvolverse mejor así.

Harry aceptó a regañadientes.

En casa, el calefactor a gas no parecía gozar de buena salud: hacía estallidos, traqueteaba y soltaba piezas. Llamó al servicio de reparaciones. El técnico lo limpió, le cobró sesenta y cinco dólares y se marchó. Y después de eso, el artefacto dejó de funcionar por completo.

Hércules X-3 siguió mudo, y las esperanzas de que la transmisión fuese seguida rápidamente de una segunda señal se fueron desvaneciendo. Hacia finales de mes trascendió la sospecha de Wheeler de que los extraterrestres no tenían más que decir. Pero el silencio no es el estado natural de un pulsar, argumentaba Gambini.

Así que continuaron escuchando.

El segundo jueves de noviembre fue un día ventoso y lúgubre que arrancó a los olmos de la Sección de Operaciones Administrativas sus últimas hojas. Rosenbloom apareció sin anunciarse y llamó a Harry y a Gambini al despacho del director, que sólo usaba en contadas ocasiones cuando estaba en Goddard.

—Creo que las carreras de los dos están a punto de sufrir un percance. El presidente hará declaraciones mañana por la tarde desde la Casa Blanca. Quiere que ambos estéis allí. A las tres.

Como Rosenbloom pasaba tan poco tiempo en Goddard, el despacho del director olía más a lustre para muebles que a puros. Encendió uno y se arrellanó en su sillón, debajo de un dibujo a carboncillo de Stonehenge.

—Ed —dijo—. Probablemente te pedirán que digas unas palabras. Los periodistas querrán hablarte de todos modos, maldita sea. Más vale que pienses en lo que vas a decirles. Te sugiero que intentes aparecer con algún logro inmediato que hayamos obtenido del contacto con Hércules, o de la tecnología que hemos usado. Probablemente alguna relación con la cirugía láser o con las fibras ópticas, o lo que se te ocurra. Ya sabes, igual como hemos manejado el asunto del programa espacial. Piensa algo. —Su euforia estaba ligeramente teñida de cautela—. Por ninguna circunstancia queremos que se especule respecto a otra señal. Quisiera adoptar la tónica de que hemos interceptado señales de ingeniería en gran escala, pero muy, muy lejos. Destaca la distancia todo lo que puedas. Debemos transmitir la impresión de que el asunto ha concluido, y que ahora sabemos que no estamos solos. Y déjalo ahí. Diles que cualquier otra cosa es mera especulación.

—¿Qué va a decir el presidente? —preguntó Gambini. Su boca era una raya de rabia.

—«¿Qué hizo Dios entonces?», y cosas por el estilo. Seguro que en este mismo momento sus asesores están buscándole las citas bíblicas más apropiadas.

Gambini enlazó los dedos sobre el estómago.

—Será un espectáculo muy edificante. Pero si a ti no te importa, Quint, yo preferiría pasar. En primer lugar, no es que me sienta muy orgulloso de que durante estos dos meses hayamos permanecido callados. Algunos tendrán motivos para sentirse irritados con nosotros, y sería mejor que no estuviera presente.

Rosenbloom sofocó su primer impulso y en cambio exhibió su mejor expresión de indulgencia.

—Comprendo cómo te sientes, Ed. Sin embargo no se trata de una invitación que podamos rechazar. —Se volvió a Harry, como si la cuestión estuviese zanjada—. No creo que esperen de ti más que alguna inclinación de cabeza. Pero tú también tendrás que hacer frente a los periodistas, Harry.

—Soy un administrador. No esperarán que les dé datos técnicos.

—Los tipos de los periódicos no saben leer. Sabrán que estás en la Agencia, y eso es lo único que les importará. A ti te digo lo mismo que a Ed, ¿de acuerdo? Nada de especulación. A propósito, preferiría que no sacarais a colación este asunto del sol artificial. Hablad mucho de la enorme distancia que hay entre ellos y nosotros. Tal vez podáis conseguir una de esas ilustraciones donde la Tierra se ve del tamaño de una naranja, y los extraterrestres están en Europa, o algo por el estilo. O en la Luna.

¿Comprendido?

—Alguien querrá saber por qué esperamos tanto para anunciarlo públicamente.

—¿Qué debemos responder? —preguntó Harry.

—Decidles la verdad. No dábamos crédito a nuestros instrumentos. Quisimos estar seguros antes de decir nada. ¿Quién podrá objetar algo a eso?

—En tal caso —dijo Gambini—, serás tú quien dé la cara.

—Eso pienso hacer.

Cuando se marcharon del despacho del director, Gambini se quejó en voz alta del papel que le habían asignado en la conferencia de prensa.

—Tómalo con filosofía —le aconsejó Harry—. Vas a pasar calor; además, más vale que obtengas algún provecho de ello. Mientras tanto, esperemos que nadie descubra ninguna clase de estrella musical que emita series exponenciales.

Leslie Davies llegó de Filadelfia esa tarde. Parecía más intrigada por los acontecimientos que algunos de los investigadores. Confesó a Harry que aprovechaba la menor excusa para visitar el Proyecto Hércules.

—Aquí sucederán cosas —aseguró con ansiedad—. Ed tiene razón: si no estuviera a punto de ocurrir algo, el pulsar habría regresado a la normalidad.

Lo invitó a cenar, y Harry aceptó gustoso. Los únicos miembros del centro que solían comer solos eran Wheeler y Gambini. Pero el sacerdote estaba en Princeton y Gambini mostraba poca inclinación a la compañía.

Por sugerencia de Harry, no fueron al Límite Rojo. En cambio se dirigieron en coche al Coachman, en el College Park, de atmósfera más exótica.

Después de elegir una mesa, él le dijo:

—Leslie, realmente no comprendo por qué tienes tanto interés en esto. No hubiera imaginado que una psicóloga pudiese interesarse.

—¿Por qué no? —preguntó ella, enarcando las cejas.

—No es tu especialidad.

Sonrió. Era una respuesta reservada, divertida, contenida, que evitaba el compromiso.

—¿Y de quién es esta especialidad? —Harry no respondió—. Para Ed, Pete Wheeler y los otros, el proyecto tiene un mero interés filosófico. Pero no debería haber dicho «mero», pues lo filosófico me interesa tanto como a los demás. Sin embargo, tal vez yo sea la única que tenga profesionalmente algo en juego. Escucha: si hay altéanos, sólo pueden tener un interés teórico para un astrónomo o un matemático. Sus especialidades no tienen conexión directa con lo que representa un ser pensante. Ése es mi terreno, Harry. Si hay una segunda transmisión, si obtenemos algo que podamos leer, seré la primera en examinar una psique no humana. ¿Tienes idea de lo que eso significa?

—No —dijo Harry—. No tengo idea.

—Quizá más importante que aprender sobre los altéanos sea conocer cualidades características de los seres inteligentes en contraposición a las que se adquieren culturalmente. Por ejemplo, ¿serán los altéanos una especie cazadora? ¿Tendrán un código moral? ¿Se organizarán en grandes grupos políticos? —Inclinó la cabeza ligeramente—. Bueno, creo que ya hemos respondido a eso. Sin una organización política no podrían emprender proyectos de ingeniería en gran escala. En fin, más que aprender mucho sobre los altéanos podríamos saber más sobre nosotros mismos.

Harry había incurrido en el pernicioso hábito de comparar con Julie a todas las mujeres con las que trababa relación. Si bien Leslie no carecía de atractivos, no tenía en cambio la sensualidad innata de su mujer. Comprendió que no era sólo cuestión de contrastar un ser humano común con los rasgos clásicos de Julie. También estaba el hecho de que Leslie era más accesible, más amistosa. Y curiosamente, eso redundaba en su contra. ¿Qué clase de comentario era ése sobre la perversidad de la naturaleza humana?

—¿Sabes que la Casa Blanca hará mañana una declaración oficial? —le preguntó Harry.

—Me lo dijo Ed. Voy a instalarme en alguna cafetería de Arlington para tomar notas sobre las reacciones de los clientes.

—Leslie, si van a enviar otra señal, ¿cómo es que tardan tanto?

Se encogió de hombros.

—Tal vez sólo estemos escuchando un ordenador, y la lectora de cinta se haya quemado. Te diré una cosa: si no recibimos otra señal, tendremos problemas con Ed. De verdad. —Terminó su manhattan—. ¿Quieres tomar otro cóctel?

Harry llamó al camarero.

—¿Cuánto hace que conoces a Ed? —preguntó ella.

—Hace mucho tiempo que trabajamos juntos.

—Vive expuesto a un ataque cardíaco. ¿No tiene ninguna otra cosa que hacer salvo mirar telescopios?

Harry meneó la cabeza.

—No creo. Años atrás, cuando lo conocí, solía ir a Canadá de cacería. Pero no tardó en aburrirse. En realidad es difícil imaginarlo en una bolera o jugando al golf.

—Qué lástima —dijo con mirada distante—. Está tan obsesionado en analizar el mecanismo interno del cosmos que jamás ve una puesta de sol. Rimford no es así. Ni Pete. Espero que pueda aprender algo de ellos.

Ni Harry ni Gambini habían estado antes en la Casa Blanca por motivos oficiales. (En realidad, Gambini admitió que a pesar de haber vivido gran parte de su vida en Washington, hasta entonces nunca había estado dentro del edificio). Tal como se les indicó, entraron a través de un túnel que llegaba hasta la Casa Blanca desde el Departamento del Tesoro, y fueron escoltados hasta una oficina donde hallaron a Rosenbloom y a un hombre enérgico y engreído, a quien Harry reconoció como Abraham Chilton, el jefe de prensa del gobierno. Chilton había sido un conocido comentarista de radio y televisión, de opiniones conservadoras, antes de ingresar en las filas de la administración. Su voz recordaba el chasquido de un látigo, y sus dotes para el debate le daban buenos dividendos en sus periódicos choques con la prensa. Cuando Gambini y Harry entraron, miró ostensiblemente el reloj.

—Caballeros, les agradeceré que en el futuro se presenten puntualmente.

—Se nos dijo a las tres —objetó Gambini.

—La conferencia de prensa comienza a las tres. Nosotros comenzamos, o pensábamos comenzar, a las dos. —Rosenbloom parecía incómodo—. ¿Quién es Gambini?

El científico asintió fríamente.

—El presidente le pedirá que dirija unas breves palabras. —Cogió una sola hoja de papel de un maletín—. Nos gustaría que estuviera dentro de este tono. Trate de parecer espontáneo. —Lanzó a Harry una inesperada y lacónica sonrisa que sugirió que nadie debía tomar muy en serio el asunto. Pero el gesto desapareció apenas Harry pudo desentrañar su sentido.

—Cuando el presidente entre, los tres estarán sentados en la fila de delante. Hará una declaración. Entonces les presentará y les invitará a ustedes dos al estrado. —Señaló a Rosenbloom y a Gambini—. Doctor Gambini, usted hablará y luego regresará a su asiento. Después de eso, el presidente responderá a las preguntas durante treinta minutos, hasta que Ed Young formule su pregunta. Young es un tipo menudo, de cabello rubio y escaso. Estará sentado detrás del doctor Rosenbloom. Cuando el presidente se marche, ustedes caballeros, se verán sometidos a una lluvia de preguntas. Habíamos pensado mantenerles fuera de esto para evitarles la situación, pero sería en vano: darían con ustedes dondequiera que estuviesen, así que lo mejor será que lo resolvamos ahora mismo. ¿Alguna duda? ¿Alguna observación? ¿No? Bueno, no nos queda mucho tiempo.

Veamos ahora las preguntas más probables que les harán los periodistas.

El presidente John W. Hurley atravesó los cortinajes con paso vivaz y, sonriendo, ocupó su lugar detrás del estrado que lucía su sello. A su derecha tenía un bastidor con láminas colgantes. Era más bajo que la mayoría de los hombres, el presidente más pequeño del que se tuviera memoria, por lo que solía ser blanco de chanzas y bromas. A los caricaturistas les encantaba representarlo junto a Washington, Lincoln o Wilson, analizando las cosas. Pero él respondía con buen humor, se reía de los chistes y hasta solía bromear. Su escasa estatura, por lo general una grave desventaja para las ambiciones políticas serias, pasó a ser un símbolo del hombre de la calle. Hurley era el presidente con quien todos se identificaban.

En el pequeño auditorio había unas doscientas personas. Las cámaras de televisión subían y bajaban por el pasillo central mientras el presidente agradecía cálidamente los aplausos. Miró de frente a Harry, en la primera fila, y sonrió.

—Damas y caballeros —comenzó—. Sé que todos ustedes han visto las cifras sobre la situación económica que hoy se han dado a conocer, y que esperan que cacaree un poco sobre ello. Pero lo cierto es que no pienso tocar el tema. —La sala estalló en carcajadas. Si bien los puntos de vista del presidente solían no coincidir con la mayoría de los miembros de la prensa, el mandatario gozaba de popularidad entre ellos. Miró a los presentes con repentina seriedad. Una de las cámaras lo enfocó en ángulo.

—Damas y caballeros, debo hacer un anuncio importante. —Se detuvo y miró de frente a las cámaras—. El domingo diecisiete de septiembre, por la mañana, poco antes del amanecer, Estados Unidos interceptó una señal de origen extraterrestre. —Harry, quien desde luego sabía lo que vendría, quedó impresionado por el silencio absoluto que se apoderó del recinto—. La transmisión se originó en un pequeño grupo de estrellas fuera de nuestra galaxia. Estas estrellas se encuentran situadas en la constelación de Hércules, y según se me ha informado, extremadamente lejos de la Tierra, demasiado para pencar en la menor posibilidad de dialogar con ellos. La NASA estima que la señal comenzó su itinerario hacia nosotros un millón y medio de años atrás.

Muchos periodistas se revolvieron en sus sillas. Se oyeron algunas exclamaciones pero en general todos contuvieron el aliento.

—No hubo ningún mensaje: la transmisión fue simplemente una progresión matemática que al parecer no permite otra interpretación.

»Aprovecho la ocasión para señalar que este logro no habría sido posible sin el SKYNET.

»Seguiremos observando el grupo estelar, pero ya lleva varias semanas en silencio y no esperamos que lleguen más transmisiones. —Se detuvo, y cuando volvió a hablar tenía la voz inundada de emoción—. En realidad no sabemos nada sobre estos seres que han anunciado su presencia. Ni siquiera tenemos esperanzas de poder hablar con ellos. Alcanzo a comprender que este grupo estelar se aleja de nosotros a una velocidad aproximada de ciento treinta kilómetros por segundo.

»Es lamentable que estos… seres… no hayan considerado oportuno contarnos algo más sobre sí mismos. Pero nos han dicho algo sobre el universo en que vivimos. Ahora sabemos que no estamos solos.

Nadie se movió. Uno de los ténicos de televisión, sentado sobre una de las cámaras transportables, perdió ligeramente el equilibrio. El presidente continuó:

—Hoy tenemos aquí a dos de los hombres responsables de este descubrimiento. Quisiera que me ayudaran a responder a cualquier pregunta técnica que quieran hacer ustedes: el doctor Quinton Rosenbloom, director del Centro de Vuelos Espaciales de Goddard, y el doctor Ed Gambini, quien ha dirigido el equipo de investigación. —Alguien comenzó a aplaudir y eso rompió el hechizo. La sala irrumpió en estruendosos aplausos.

Harry, que había esperado ser reconocido junto a los demás, se sintió aliviado y a la vez desencantado de ser pasado por alto.

Rosenbloom pasó la primera página del bastidor y dio un breve curso sobre pulsares, valiéndose de una serie de ilustraciones que había preparado siguiendo las indicaciones de Harry. Describió el sistema de Altheis, analizó las distancias que estaban en juego y sin mucha fortuna comparó el incidente con dos navíos que se cruzaran en la noche.

Gambini recordó brevemente su reacción del primer día. Se mantuvo dentro de los parámetros que le había dado la Casa Blanca, pero se le vio innegablemente enojado.

Según dijo, darse cuenta de que allí había alguien, había sido una experiencia casi religiosa.

—La mente que envió la transmisión de Hércules —dijo— reconoció que no podía existir ningún mundo habitable a menos de un millón de años luz. De modo que necesitó un transmisor de potencia increíble. Se valió de una estrella.

Cuando terminó, siguieron las preguntas.

Un articulista político del Washington Post, refiriéndose a Beta, preguntó cómo podía ser que un cuerpo de sólo unos pocos kilómetros de diámetro tuviera un efecto tan destructivo sobre una estrella más grande que el Sol. Gambini trató de describir su densidad, y el presidente, demostrando su capacidad sinóptica, sugirió que los periodistas imaginaran un sol de hierro.

—Sí —observó Gambini agradecido—, aunque el hierro jamás haría justicia a este objeto. Una caja de cerillas llena del material de que se compone pesaría más que América del Norte.

Un periodista del Wall Street Journal preguntó:

—Si la señal tardó un millón y medio de años en llegar a la Tierra, ya deben estar todos muertos. ¿Alguien desea hacer algún comentario al respecto? Rosenbloom manifestó su opinión de que los alteanos, en ese momento, debían haber desaparecido, sin duda alguna.

Alguien preguntó si era posible que alguno de los extraterrestres, en el distante pasado, hubieran podido visitar la Tierra.

—No —dijo Gambini, sin ocultar el interés que le inspiraba la pregunta—. Creo que podemos decir sin temor a equivocarnos que nunca estuvieron tan cerca de nosotros como ahora.

—Entonces, ¿no hay ninguna amenaza militar? —La pregunta fue formulada por el representante del Chicago Tribune.

El presidente se echó a reír y tranquilizó al mundo.

—¿Tenemos alguna idea de su aspecto físico?

—¿Tienen algún nombre?

—¿Hacia dónde se dirigen? —Fue la pregunta del corresponsal del ABC, un joven de tez morena y sonrisa resplandeciente—. Y ¿no es Alpha una candidata segura a explotar?

Gambini estaba impresionado.

—Se encaminan hacia el cúmulo globular NGC6341, que ya no estará allí cuando lleguen. —Para responder a la segunda parte de la pregunta, comenzó a analizar los diagramas H-R y la evolución estelar. El presidente lo interrumpió amablemente, pidiendo a Gambini que prosiguiera en detalle, para los que tuvieran interés, cuando la reunión general terminara.

El presidente respondió a la última pregunta de Ed Young, del PBS:

—Señor, ¿ve algún efecto en las tensiones internacionales como resultado de este incidente?

Hurley esquivó la pregunta con destreza.

—Ed —observó—, hace varios años comenzó a circular la idea de que las civilizaciones tecnológicas se autodestruyen, y que en el cercano futuro podríamos hacer volar nuestro propio planeta, sin que nada pudiera evitarlo. Al menos, ahora estamos tranquilos de que eso no tiene por qué suceder necesariamente. Ahora sabemos que es posible sobrevivir, y tal vez podamos sentarnos a pensar seriamente en el modo de lograrlo. —Saludó al auditorio, estrechó algunas manos, deseó a todos un buen día y se marchó.

Harry abrió la puerta principal, dejó caer el maletín en el suelo, arrojó la chaqueta sobre el respaldo del sofá y encendió una lámpara. Se hundió en un sillón mullido y buscó el mando a distancia del televisor. La casa estaba llena de ruidos: un reloj, en el piso de arriba, la nevera, el silencioso murmullo de la corriente eléctrica por las paredes.

Sobre su escritorio descansaba un pisapapeles de plástico, regalo de Navidad de Tommy, donde se leía: «Superman trabaja aquí».

Su impresión de que Gambini se había desenvuelto bien en la conferencia de prensa fue apuntalada por los noticiarios de la televisión. El científico, exhibiendo dedicación y competencia, tal vez era una figura gris comparada con el despliegue escénico del presidente, pero en diversas ocasiones llegó casi hasta la elocuencia. Y todos los que conocían al director del proyecto pudieron apreciar el aire pensativo con que respondió a las preguntas sobre los cincuenta días de silencio.

En cambio Rosenbloom tuvo uno de sus peores días. A Harry le dio la impresión de que el director tenía fobia a los escenarios. No obstante, faltaba por completo el encanto que normalmente era capaz de demostrar. Pareció irritado, arrogante, pomposo. Es decir, que destacaron sus cualidades más repelentes a lo largo de su intervención.

Los informes de la prensa fueron cautos, considerando la enormidad de la noticia. Holden Bennett, de CBS, comenzó con la sencilla afirmación: «Ya no estamos solos». Los treinta minutos de noticias se destinaron prácticamente a la conferencia de prensa, y se anunció que a las nueve habría un especial de una hora. Pasaron tomas del Centro Espacial y del Laboratorio de Proyectos de Investigación.

Los noticiarios también fueron hasta la calle Greenbelt, donde se habían producido interrupciones del tráfico debido a la presencia de curiosos tras las noticias de la tarde.

En efecto, desde la autopista, a través de las copas desnudas de los árboles, podía verse el laboratorio.

Las encuestas en la calle revelaron sentimientos contrapuestos. Algunos estaban excitados, pero muchos pensaban que el gobierno gastaba demasiado dinero en proyectos que no producían resultados concretos para nadie, en momentos en que a los contribuyentes se les exigía un desembolso mayor que nunca. La gente no parecía que estuviera nerviosa.

Los informes de París, Bruselas y otras capitales indicaban que la reacción europea era serena.

TASS denunció a Estados Unidos por haber ocultado la información tanto tiempo, sosteniendo que el acontecimiento era de suma importancia para todas las naciones. Los rusos se preguntaban qué otra cosa estarían ocultando los norteamericanos.

Durante la información sobre Moscú, sonó el teléfono.

—Señor Carmichael… —La voz era rica y profunda, vagamente familiar.

—¿Sí?

—Eddie Simpson. Nos gustaría invitarlo a nuestro programa de mañana…

Harry escuchó cortésmente, y luego dijo que estaba muy ocupado, y que gracias de todas formas. Quince minutos después llegó otra invitación, tras la cual el teléfono volvió a sonar ininterrumpidamente. A las ocho y media llegó un equipo móvil de la televisión, encabezado por Addison McCutcheon, con su mejor aspecto de marinero de Baltimore. Harry, cansado de discutir, se negó a dejarlos entrar, pero permitió que lo entrevistaran ante la puerta de su casa.

—No hay más que decir —protestó—. Vosotros sabéis ahora tanto como nosotros.

De todas formas, no soy investigador. Lo único que hago es firmar los cheques con los sueldos…

—¿Qué opina sobre la acusación lanzada esta noche por Pappadopoulis —preguntó McCutcheon con énfasis—, según la cual el gobierno mantuvo esto en silencio con la esperanza de obtener provecho militar? Harry no había oído hablar antes de ese sujeto.

—¿Quién es Pappadopoulis?

McCutcheon adoptó un aire condescendiente.

—Ganó el Pulitzer hace unos años por un libro sobre Bertrand Russell. Es el presidente del Departamento de Filosofía de Cambridge, y hace un rato ha pronunciado palabras bastante desagradables contra ustedes.

—¿Contra mí?

—Bueno, no. No contra usted en especial. Pero sí contra la forma en que Goddard especula con los políticos. ¿Desea comentar algo?

Harry tuvo la desagradable conciencia de estar bajo las cámaras y las luces. Oyó que se abría una puerta al otro lado de la calle, y se dio cuenta de que se estaba congregando una muchedumbre en el jardín de su casa.

—No —dijo—. Pappadopoulis tiene derecho a opinar. Pero nunca llegamos a conversar sobre consideraciones militares. —Entonces, musitando unas disculpas, se refugió en su casa y cerró la puerta.

Sonaba el teléfono.

Era Phil Cavanaugh, un astrónomo que había trabajado ocasionalmente en Goddard, contratado. Estaba furioso.

—Comprendo que no hayáis querido arriesgar ninguna interpretación, Harry —dijo con voz temblorosa—. Pero ocultar el hecho de la transmisión es inconcebible. Sé que no ha sido una decisión tuya, pero espero que alguien (tú, Gambini, alguien) haya tenido las agallas de decirle a Hurley cuáles son las responsabilidades de la NASA.

Más tarde llamó Gambini.

—Estoy en un motel —dijo—. Y a juzgar por lo que me ha costado comunicarme contigo, estoy seguro que has tenido el mismo problema que yo. Creo que he sido vapuleado por todos los científicos de renombre que hay en el país. Hasta los filósofos y teólogos quieren mi cabeza. —Su desdén se disolvió en una risita—. Los he remitido a todos a Rosenbloom. Escucha, Harry. Quería que supieras dónde estoy, por si surge algo importante…

Julie llamó a las nueve menos cuarto.

—Harry, he visto la televisión. —Su voz era cautelosa; se dio cuenta de que le estaba resultando muy difícil llamarlo—. Me alegro por ti —dijo—. Enhorabuena.

—Gracias. —Harry trató de no parecer hostil.

—Te nombrarán director…

—Supongo.

Harry veía más luces en el porche de su casa.

—Tommy quiere hablar contigo —dijo ella.

—Que se ponga al teléfono. —Alguien golpeó a la puerta.

—Papi… —La voz del niño temblaba de emoción—. Te he visto en la tele…

Harry se echó a reír, y el pequeño lanzó una risita. Harry percibió su tensión a través del teléfono. Hablaron sobre los altéanos y sobre el equipo de baloncesto de Tommy.

—Mañana tenemos partido.

Julie volvió a coger el auricular, algo más serena.

—Las cosas en tu trabajo deben estar de lo más entretenidas.

—Sí. —Harry no podía evitar la tensión de su voz, aunque lo que más deseaba era parecer natural—. Nunca he visto nada igual.

—Bueno —dijo ella, después de una larga vacilación—. Sólo quería saludarte.

—Muy bien. —Los golpes en la puerta se volvieron más insistentes.

—Parece que tienes visitas…

—Toda la noche igual. Equipos móviles de televisión y reporteros. Casi todo el tiempo tengo una muchedumbre ante la puerta. Gambini también ha tenido problemas.

Se ha escondido en un motel por ahí.

—Tú también tendrías que hacer lo mismo, Harry.

Se detuvo, contuvo el aliento, y sintió que el pulso comenzaba a acelerársele.

—No me gustan los moteles. —Tuvo que esforzarse para que le salieran las palabras—. Escucha, tengo que dejarte: voy a tener que hacer algo con esta gente que hay fuera.

—¿Por qué no cierras la casa y te largas? En serio, Harry…

Creyó percibir una invitación en su voz, pero ya no se fiaba de su juicio cuando se trataba de ella.

—Julie, creo que se impone una celebración. ¿Vendrás a tomar algo conmigo?

—Harry, me encantaría, de verdad, pero… —Parecía dudar; Harry comprendió que quería que se lo volviera a pedir, pero él no pensaba hacerlo, ¡de ninguna manera!

—Nada de compromisos —dijo por fin—. Ha estado sucediendo de todo y necesito conversar con alguien.

Ella se echó a reír, con ese profundo sonido de vino borgoña que tan bien conocía de otras épocas.

—Muy bien —accedió—. ¿Adónde iremos?

—Deja eso de mi cuenta —propuso—. Te pasaré a recoger dentro de una hora.

Le costó comunicarse con Pete Wheeler, quien obviamente debía estar hasta la coronilla de llamadas telefónicas esa noche. Por fin se comunicó con un amigo común en Princeton y le pidió que fuera a buscarlo a su apartamento. Cuando el norbertino lo llamó, Harry le explicó lo que necesitaba.

—Procura no usar el teléfono —dijo Wheeler—. Lo arreglaré todo y te llamaré dentro de unos minutos. Primero haré sonar el timbre una vez, y luego llamaré para que sepas que soy yo.

Harry aprovechó el tiempo para ducharse y cambiarse. El teléfono sonó varias veces. Pero no respondió hasta que escuchó la señal de Wheeler.

—Todo en orden —dijo el sacerdote—. Detrás del albergue hay dos cañerías de desagüe. Dejarán la llave en la que da al sur. Lo único que tendrás que llevar son toallas y tus cosas. Dejarán el desayuno en la nevera.

—Pete, estoy en deuda contigo…

—Olvídalo. Buena suerte.

Harry llegó unos minutos tarde, deliberadamente. Ellen abrió la puerta y le preguntó cómo estaba con un tono de voz muy elocuente. Al parecer, también ella tenía grandes expectativas en la cita.

Julie apareció desde el fondo de la casa, vestida de blanco y verde. Con tacones altos llegaba al metro ochenta y siete. Antes bromeaba a menudo diciendo que se había casado con Harry principalmente porque no había otro con quien pudiera vestirse como correspondía. En ese momento, sofocada de vacilación y arrepentimiento, Harry sintió que era increíblemente hermosa. Sus labios se apretaron fugazmente de confusión, y después su boca se abrió en una amplia sonrisa.

—Hola, Harry —lo saludó.

En la autopista hablaron espontáneamente. Era como si de nuevo fuesen viejos amigos, ante un problema en común. Había desaparecido el aura de tensión e ira que había poblado las semanas transcurridas desde su partida, aunque Harry sabía que volvería cuando concluyera el interludio.

—No estoy mal con Ellen —dijo ella—. Pero preferiría vivir por mi cuenta.

—Yo duermo casi todas las noches en la oficina —reconoció Harry.

—Hay cosas que nunca cambian.

Harry reaccionó a la defensiva.

—Antes no solía dormir allí tan a menudo…

—De acuerdo —dijo ella—. Dejemos ese asunto por esta noche.

Recorrieron la autopista rumbo al este, hacia Annapolis. Harry giró al sur al llegar a la ruta 2 y se detuvo en Anchorage, cerca de Waynesville. Habían estado allí antes, pero de eso hacía ya muchos años.

Los cócteles los entonaron.

—Ahora vas para arriba, Harry —dijo ella—. Estabas allí, con el mismo Hurley.

—No creo que el presidente sepa bien quién soy. Era de suponer que me presentaran junto a Rosenbloom y Ed. Pero algo debió suceder. O bien Hurley olvidó mi nombre, o bien pensó que tres era demasiado. No podría decirlo. Pero en todo caso no me molesta. Lo único que ahora me preocupa es la posibilidad de que alguien aparezca con una explicación alternativa de la señal. Si eso sucede, yo seré uno de los que han hecho quedar como un imbécil al presidente.

El Anchorage resultó una elección afortunada. Además de estar situado sobre el camino que conducía a Basil Point, tenía un pianista de lo más romántico y velas aromáticas en tulipas de cristal ahumado.

Ed Gambini se había alojado en el Hyattsville Ramada con un nombre ficticio.

Odiaba los moteles porque nunca dejaban suficientes almohadas y siempre se molestaban cuando uno pedía más. Se metió en la cama apoltronado sobre dos, una de las cuales había plegado sobre sí misma, para ver el programa especial sobre la conferencia de prensa. La noticia figuraba en todos los canales principales; los recorrió todos. En general, la cobertura informativa había sido inteligente. Destacaron los hechos relevantes e hicieron las preguntas correctas. Y advirtieron el esfuerzo oficial por dar a entender que el incidente había terminado.

Más tarde, vio una discusión (se resistió a llamarla debate) entre «Backwoods» Bobby Freeman, predicador televisivo y fundador de la Coalición Americana Cristiana, y la senadora Dorothy Pemmer, demócrata de Pennsylvania, sobre los esfuerzos de la Coalición por exigir una declaración de creencias religiosas a todos los candidatos para ocupar cargos públicos.

Sonó el teléfono. Gambini bajó el volumen.

Era Majeski.

—Ed —dijo—. Mel está en la línea. ¿Puedo darle tu número?

Era la llamada que tanto temía.

—Sí —dijo sin vacilar, y colgó.

Mel Jablonski era un astrónomo de la UNH. Más que eso, era un amigo de toda la vida. Gambini lo había conocido en la Universidad de California, cuando ambos estaban a punto de graduarse. Aquellos tiempos habían quedado lejos, pero seguían estando en contacto. Cuando Gambini sufrió la crisis nerviosa, Mel estuvo a su lado, ahuyentando a los lobos que querían quedarse con el puesto de Gambini, y le ofreció su tiempo y dinero.

—¿Ed? —La voz familiar sonaba exhausta y lejana.

—¿Cómo estás, Mel?

—Nada mal. Qué difícil es comunicarse contigo.

—Supongo que sí. He tenido un día difícil.

—Sí —dijo Jablonski—. Me imagino.

Gambini buscó algo que decir.

—¿De veras escuchaste esa señal en septiembre? —preguntó Jablonski.

—Sí.

—Ed —dijo con tristeza—. Eres un hijo de puta.

En el mismo momento en que Harry y Julie tomaban la ruta 2, Gambini fue hasta el bar. Estaba lleno y había mucho ruido. Tomó un manhattan y se marchó a una de las terrazas adyacentes.

La noche era acogedora. La primera noche decente que había tenido Washington en el último mes. El cielo despejado se curvaba sobre la capital de la nación. Hércules estaba sobre el horizonte, al este de Vega, con la espada de la guerra amenazadoramente sostenida en alto.

La morada de la vida.

Al oeste, estallaban relámpagos estivales.

Una pareja de mediana edad lo había seguido hasta allí. Recortados contra las luces de la ciudad, ambos analizaban hasta la saciedad las vicisitudes de un adolescente recalcitrante.

Gambini se preguntó si habría una segunda señal. Era una duda que había tenido buen cuidado de no expresar a nadie. Pero aunque no se recibieran más comunicaciones, la cuestión fundamental estaba resuelta: ¡no estábamos solos! Ahora se sabía que había vida en otro lugar. Y los detalles de ese otro acontecimiento y de esos otros seres, de su historia, de su tecnología, sus experiencias en el universo eran de sumo interés. Pero a pesar de todo, no eran más que detalles respecto al hecho central de su existencia. Gambini levantó la copa para brindar con la constelación.

Para Harry, el momento crítico se produjo cuando se alejó del aparcamiento del Anchorage y señaló sus intenciones nocturnas girando al sur por la ruta 2. Julie se enderezó ligeramente, pero no dijo nada. Harry se atrevió a mirarla: Julie tenía la mirada fija en el parabrisas, las manos juntas sobre el regazo y el rostro impertérrito. Si seguía siendo la que conocía, llevaría un cepillo de dientes en el bolso, pero sólo en ese instante se estaba decidiendo.

Hablaron de los altéanos, se preguntaron si habría alguna posibilidad de que algunos de ellos hubiese sobrevivido. Conversaron del reciente trabajo de Julie: debía colaborar en el diseño de un anexo de acero y cristal para la Bolsa de Cereales. Y hablaron de los cambios que estaban sufriendo sus vidas. Este último había sido un tema que habían tratado de evitar, pero en vano: estaba allí y tal vez hiciera falta dialogar sobre ello. Harry se sorprendió al saber que su esposa no se sentía muy feliz, que estaba sola y que no se mostraba muy optimista con respecto a su futuro. Sin embargo, no le dio ninguna razón para sospechar que estuviese arrepentida de haberlo dejado.

—Será para bien de ambos —dijo. Y luego se corrigió—. Para bien de los tres.

AI oeste se apiñaban nubes de tormenta.

Harry casi pasó de largo. El camino que Wheeler le había aconsejado que buscara no estaba bien señalizado. Se abría en un ángulo abrupto por entre los árboles. Dejó atrás una antigua casa de piedra en ruinas y comenzó un largo ascenso sinuoso, por la ladera.

—Harry, ¿a dónde vamos? —preguntó Julie con una voz que parecía el murmullo de un vado poco profundo.

Ahora traigo aquí a todas mis mujeres, pensó. Y se maldijo por no tener el coraje de decírselo.

—La propiedad que hay allí arriba pertenece a la orden de Pete Wheeler. Tiene una magnífica vista de la bahía de Chesapeake —dijo sin mucha convicción.

Llegaron frente a un par de portones en un muro de piedra; sobre ellos pendía un cartel de metal que anunciaba que habían llegado al priorato de Saint Norbert. Al trasponer la muralla, el camino se hizo de grava y los árboles desaparecieron.

Emergieron bajo un par de casonas dispuestas al borde de la elevación que regresaba a la ruta 2.

Los edificios eran de estilo similar y poseían una idílica geometría de piedra y vitrales, cúpula y pórtico. Uno de ellas tenía una plataforma de observación. Detrás y abajo, a lo lejos, se veían las aguas de la bahía de Chesapeake.

—¿No iremos ahí? —preguntó—. Harry, por el amor de Dios, esto es un monasterio. —Apenas pudo contener la risa.

—Ahí no —dijo. El camino formaba un arco hasta un punto panorámico y se internaba en un telón de olmos. Dentro de los árboles se veía una luz—. Vamos allí —dijo, señalando hacia delante.

Abajo, la tierra caía en abrupta pendiente. Las luces del coche barrieron las copas de los árboles. Bajó los faros. Ella no se movió, y él sintió que el silencio colmaba el vehículo.

—Wheeler… —murmuró—. ¿No es norbertino?

—Creo que sí —dijo Harry con tono culpable.

—El te ha ayudado a tramar todo esto, ¿verdad?

Harry asintió.

—Sexo en el seminario: ya no queda nada sagrado. —De pronto se puso seria—. Harry, me conmueve que te hayas tomado tantas molestias, y que me sigas queriendo después de lo que ha sucedido. Me quedaré aquí contigo esta noche, y tal vez podamos sentirnos como antes. Pero sólo una noche. Que eso quede claro: nada ha cambiado.

Por un momento, glorioso y desafiante, Harry pensó en reírse de ella, deshacer el camino y llevarla a donde vivía. Pero asintió pasivamente y la hizo pasar a una sala iluminada por la luz de la chimenea. Alguien había dejado dos copas de vino y un par de botellas de borgoña sobre una mesita baja.

—Muy bonito —dijo ella, deteniéndose sobre una alfombra de cáñamo—, si tenemos en cuenta que lo conseguiste con tan poco tiempo. —Wheeler había dado más de lo prometido: tocino, huevos, patatas y zumo de naranja en la nevera; las camas estaban hechas; en la despensa había más vino y una botella de whisky. Y, pese a la advertencia de Pete, había toallas de sobra.

Se pusieron a recordar viejos tiempos y Harry la besó. Fue un beso sabroso; sintió el aliento tibio de ella en su garganta. Sin embargo encontró una nota mecánica en el acto.

—Cuánto tiempo hacía —dijo Harry.

Julie se soltó con suavidad.

—Hace calor aquí. Salgamos a mirar la bahía.

El albergue estaba situado en lo alto de un risco. La pendiente, en dirección opuesta a la de las mansiones, era rocosa, escarpada y desprovista de árboles. Por el borde corría una senda, hasta lo alto de la elevación, donde se unía a un camino de losas que daba a la bahía. Para alejarse de las casas solariegas había que descender la ladera por una escalinata de madera.

Se detuvieron en la intersección de la senda con el camino enlosado. Las luces de las casonas brillaban sobre las aguas oscuras, abajo.

—Wheeler es un genio —dijo ella, mientras contemplaban la vista—. Pero no eligió la profesión correcta.

Un remolcador profusamente iluminado bogaba lentamente hacia el sur, hacia el Atlántico, y su estela se abría y ensanchaba en largas olas luminosas a través de la estrecha playa de rocas que había directamente abajo. El cielo no estaba estrellado, aunque Harry no lo advirtió hasta que oyó los truenos.

Descendieron por la escalinata. El risco largo y escabroso que señalaba el perímetro occidental de los predios eclesiásticos parecía fruto de un antiguo cataclismo.

Cerca de la cornisa, la ladera más gradual de las colinas había dado lugar a mantos verticales de basalto. El bosque se apretujaba contra el borde del promontorio.

Harry descubrió un pequeño cobertizo entre los árboles. Estaba casi derruido y las ventanas a oscuras. Al acercarse distinguió algo grande y redondo que se agazapaba detrás de la construcción. Escudriñó tratando de adivinar qué era, o tal vez, como un niño, esperando que volviera a moverse.

—Parece ser el cobertizo de una bomba —aventuró Julie—. O tal vez lo fue.

Tendría que haber un viejo camino de regreso por allí. Esto debe haber sido parte de una sola finca, en otro tiempo. —Harry distinguió gradualmente la forma de una cisterna. De dos—. Debieron usarla en los años veinte para aprovisionar de agua los edificios principales, antes de que instalaran el agua corriente.

—¿Y por qué crees que tiene que haber un camino?

—Para transportar el agua.

El aire olía a ozono. Detrás de ellos, por entre los árboles y sobre la bahía, vio que se acercaba una cortina de lluvia.

—Julie —dijo—, deberíamos regresar.

—Espera un momento.

La senda los llevó a un claro, donde había un banco de piedra, una cerca de hierro y una vieja farola.

—¡Qué hermosa! Parece una farola de aceite.

Harry miró la amplia y oscura bahía.

—Debe de haber sido visible desde una considerable distancia.

—Me pregunto —dijo Julie— si alguien recordará allí los tiempos en que en este sitio se encendía la luz. —Posó la mano contra el frío metal—. Harry, ¿dónde está? La fuente de la señal… —Levantó la vista.

—Allí —repuso él, señalando cerca del horizonte. La constelación no se parecía mucho a un hombre armado con un garrote. Pero, de todas formas, Harry nunca había podido desentrañar formas en el cielo nocturno—. ¿Ves esas estrellas que parece que forman una caja? Ésa es la cabeza de Hércules. El pulsar está a la derecha de la caja, a mitad de camino entre las estrellas de arriba y las de abajo.

—Harry —dijo ella—, estoy orgullosa de ti.

Por encima de ellos estalló un relámpago, y de repente susurró la lluvia, abalanzándose sobre los árboles.

—Vamos a quedar empapados —dijo Harry tirando de ella hacia el sitio de donde habían venido.

—Es la única ropa que tengo —dijo ella, echando a correr. No habían dado unos pasos cuando una ráfaga de agua se ensañó con ellos. Julie se detuvo un instante y, embargada por una súbita risa incontenible, se quitó los zapatos.

—¡La casa de la bomba! —gritó Harry, encaminándose hacia el viejo cobertizo.

Echaron a correr. La lluvia golpeaba contra el suelo y su rugido se entremezclaba con el gemido lóbrego de la marea. Las luces del noviciado, antes altas entre las copas, habían desaparecido. Harry tropezó con un tronco mojado y estuvo a punto de caer, pero Julie evitó que se diera de bruces contra el suelo. Momentos después irrumpieron en el interior seco de la casucha.

—No creo que quede mucho por salvar —dijo ella, sin aliento, contemplándose el vestido. Del hombro derecho le colgaba un jirón—. ¿También preparaste esto?

Estaban de pie sobre unos tablones sueltos sobre el suelo de arcilla. Una pala herrumbrosa descansaba contra la pared, y en un rincón, cerca de una pila de arpilleras, había un par de cubos. Harry se quitó el suéter de lana, que estaba empapado de agua.

—Habría pagado este precio…

—No podemos quedarnos aquí mucho más tiempo. O tendremos que pasar el resto del fin de semana en un hospital.

La lluvia golpeteaba salvaje contra el tejado.

—No puede seguir así —aseguró Harry—. Cuando amaine, correremos hacia el albergue. Mientras tanto, más vale que te quites ese vestido. Está chorreando. —Colgó el suéter del mango de la pala y le arrojó dos trozos de arpillera.

Ella se empujó el carrillo con la lengua, con un gesto que reservaba para evaluar a los vendedores incompetentes. Luego sonrió y se desabrochó el cinturón.

El próximo turno llegaría antes de un cuarto de hora. Linda Barrister solía ser puntual, pero había pasado una noche espléndida en el pueblo con un antiguo novio; luego fue a comer y a ver una película, y el tiempo se le había ido volando. El otro miembro de su turno, Elliot Camberson, ya estaba en su puesto cuando ella llegó más de una hora tarde, ojerosa y con aire de disculpas.

Camberson era el más joven de los especialistas en comunicaciones. Parecía casi un niño: alto, pecoso, excesivamente responsable en su trabajo, inclinado a entusiasmarse demasiado. Esa noche la sorprendió.

—Linda —dijo con aire de indiferencia—, ha vuelto.

—¿Quién? —preguntó ella, desorientada por el tono.

—La señal.

Lo miró, y luego volvió la vista al monitor superior. Camberson encendió un contacto y obtuvieron un sonido: un zumbido staccato como el de una abeja furiosa.

—¡Dios mío! —exclamó ella—, tienes razón. ¿Cuándo ha sido?

—Mientras te quitabas el abrigo. —Observó su consola—. Pero esta vez no es el pulsar.

MONITOR

SE PROCESARÁ A LAS EMPRESAS QUE USEN PERROS DE ATAQUE

El Estado los acusa de «ensañarse con los gatitos».

La demanda prosigue.

EL HURACÁN BECKY SE ABATE SOBRE GALVESTON

Pérdidas de muchos millones. Hurley declara el estado de emergencia.

LA CASA BLANCA NIEGA QUE HAYA UNA SEGUNDA SEÑAL

EXPLOTA UNA BOMBA EN UN TERMINAL DE AUTOBUSES EN EL LÍBANO

Cuatro muertos. El atentado se atribuye a la Alianza Cristiana.

DOS PROCESADOS MÁS EN EL CASO DE ESPIONAJE DEL PENTÁGONO

Se espera la primera condena a muerte en tiempos de paz.

SE REACTIVA LA CONSTRUCCIÓN

El índice Dow supera la barrera de los 2.500. Suben las acciones de empresas de distribución y tecnológicas.

LA GM LANZA EL «SPECTER»

El láser sustituye el motor a gasolina.

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HURLEY SE NIEGA A NEGOCIAR CON LOS TERRORISTAS DE LA PLANTA NUCLEAR

Desmiente un plan para mantener la crisis en secreto.

No evacuará South Jersey, aunque de todas formas la gente se marcha.

LOS «COWBOYS» PASAN A PRIMERA B