Rimford debía volar por la National en el vuelo de la tarde.
Ed Gambini insistió en ir a buscarlo con el coche. Le acompañó Harry, quien había coincidido con el célebre cosmólogo en varias ocasiones, aunque nunca había tenido la oportunidad de conversar con él. A pesar de su excitación, Gambini se mostró reacio a hablar de la transmisión de Altheis. Harry se preguntó si no estaría preparándose para hacer el papel de escéptico indiferente ante su huésped. En cambio, se enfrascaron en una charla insustancial sobre el tiempo, sobre el desagrado que ambos sentían por Quint Rosenbloom y sobre la temporada que harían los Redskins. Así y todo, los dos hombres recorrieron la carretera rumbo al sur, inmersos en sus propios pensamientos.
Harry trataba de hacer frente al hecho de que Julie se hubiera marchado; al lado de esa amarga realidad, el comportamiento excéntrico de un trío de estrellas inimaginablemente lejanas parecía tener poca trascendencia. Pero cuando se dispuso a mirar la tarde y a apreciar su textura, vio que era hermosa, apenas otoñal, poblada de estudiantes deportistas con los anchos hombros que dan los uniformes de rugby, de transeúntes que pisoteaban la hojarasca y de adorables mujeres en mangas cortas. Era una de esas tardes que invitan a salir con una mujer a pasear por los parques festoneados de árboles.
—Háblame de Gamma —dijo—. ¿Es realmente posible que alguien lo haya alterado?
El sol brillaba sobre la superficie del Anacostia. Se abrieron paso entre los pulcros edificios gubernamentales, tras bajar las ventanillas del vehículo. Por un instante, Harry pensó que Gambini no lo había escuchado. El físico conducía el automóvil negro del gobierno hacia la autopista del sur. A su derecha refulgía la cúpula del Capítol.
—Harry —dijo sobre el rumor del viento—, hay pocas cosas que resulten imposibles cuando uno dispone de la tecnología adecuada. No creo que puedas viajar más rápido que la luz, y estoy segurísimo de que no podrás regresar en el tiempo. Al menos en un nivel macroscópico. Pero manipular tecnológicamente una estrella, ¿por qué no?
»La pregunta no es si puede hacerse o no. ¿Estamos ante un ejemplo cabal de esa clase de ingeniería? Las estrellas siempre muestran líneas metálicas en sus espectrogramas. Siempre. Muchas o pocas, pero en la naturaleza no existen estrellas carentes de metal.
—Hasta donde vosotros sabéis…
—Hasta donde sabemos. Pero sabemos cómo se forman las estrellas. Ésta es una de Población I, es decir, de segunda generación. Todas las estrellas de clase G lo son. Se forman a partir de los restos de las estrellas de Población II, que produjeron gran cantidad de hierro y otros metales. En realidad produjeron casi todo el metal del universo. Cuando explotan, se forman estrellas como el Sol. —Vaciló—. No puedo imaginar ningún proceso natural que produzca una estrella de Población I sin líneas metálicas.
Una furgoneta verde y desvencijada pasó rugiendo junto a ellos, a más de cien kilómetros por hora.
—De modo que alguien retiró los metales. ¿Por qué?
—Ésa no es la pregunta correcta. Oye, Harry, nadie va a tomarse la molestia de extraer metal de una estrella. No tendría sentido. Me refiero a que eso no produce ningún beneficio a la estrella, no hace que funcione mejor. Y por supuesto no creo que se hayan dedicado a la explotación minera.
Su rostro se contrajo ligeramente, como si el sol le diera en los ojos, aunque el astro brillaba a su espalda. Harry pensó que Gambini estaba tomando una decisión…
¿Podría confiar en él?
—No sé muy bien qué pensarás de esto, pero voy a decirte lo que creo. Lo único que, a mi juicio, tiene sentido. Probablemente Gamma no sea una estrella natural. Opino que la han construido.
—¡Dios mío! —murmuró Harry.
—Como el metal no sirve de nada, no lo incluyeron en la composición.
—Ed, ¿cómo diablos puede alguien construir un sol?
—Evidentemente no hay ninguna ley natural que lo impida, pues de otro modo la naturaleza no podría haberlos formado. Allí donde están hay cantidad de hidrógeno y de helio libre. Lo único que tendrían que hacer es unirlos en algún lugar, y dejar que la gravedad hiciera el resto.
Cruzaron la calle South Capítol. Al este, sobre las vías del Penn Central, traqueteaba un largo tren de carga, atiborrado de cajones y maquinaria, con algunos vagones vacíos.
—Y eso —prosiguió— nos plantea otra interesante posibilidad. Los pulsares de rayos X son de muy corta duración: las mariposas nocturnas del cosmos. Se encienden, duran tal vez unos treinta mil años y luego se apagan. Las probabilidades de que encontremos uno en el único sistema que flota libre en todo el universo son sumamente reducidas. —Guiñó un ojo—. A menos que siempre esté allí.
Harry observó la sombra del automóvil, que galopaba sobre las vías.
—Tú sugieres que también construyeron el pulsar…
—Así es —dijo Gambini, radiante—. Creo que eso es lo que hicieron.
El vuelo llegó con una hora de retraso. Normalmente, el retraso habría irritado a Ed Gambini, pero esa mañana ninguna frustración mundana podía afectarlo. Estaba a punto de recibir a un gigante, y a raíz de la naturaleza del descubrimiento efectuado en Goddard, él mismo se hallaba a punto de traspasar el umbral de la inmortalidad. Se sentía exultante.
Harry se dio cuenta, y percibió también la importancia del encuentro con Rimford. El cosmólogo californiano podría vislumbrar otras posibilidades, sugerir explicaciones alternativas. Pero si no podía hacerlo, la hipótesis de Gambini cobraría más fuerza, y con ella la confianza del científico en sí mismo.
Esperaron en la cafetería de la terminal. Gambini jugueteaba nerviosamente con su cóctel, totalmente enfrascado en sus pensamientos. Harry recordó la obsesión que había vivido un año y medio atrás. Se preguntó si Ed Gambini no sería otro Percival Lowell, que veía canales allí donde nadie más podía verlos.
Finalmente, se encontraron con Rimford en el área de seguridad. Era un hombre de apariencia extraordinaria: su cabello era más blanco de lo que parecía en la televisión, y vestía como un empresario del Oeste medianamente próspero. Harry casi esperó que les mostrara una tarjeta. Pero, al igual que Leslie, sus ojos atraían la atención. Durante los primeros momentos de la conversación no brillaron mucho, pero Harry más tarde los vería encenderse y cobrar vida. En esos momentos nadie podría confundir a Baines Rimford con ningún vendedor de ferretería. Cuando Gambini lo presentó solemnemente, Harry creyó ver una divertida chispa fugaz en esos ojos. Rimford le estrechó calurosamente la mano.
—Me alegro de que me hayas invitado, Ed. Si realmente habéis encontrado algo, no me hubiera gustado perdérmelo.
Mientras se dirigían a recoger el equipaje, Gambini describió la evidencia con pocas palabras.
—Maravilloso —dijo Rimford cuando Ed hubo terminado. Se volvió a Harry, y señaló que era hermoso poder vivir en esa época—. Si tienes razón con respecto a esto, Ed, nada volverá a ser igual. —Pero a pesar de las palabras, parecía perplejo.
—¿Qué sucede? —preguntó Gambini, que para entonces tenía los nervios de punta.
—Estaba pensando que es mala suerte que estén tan lejos. Creo que todos habremos pensado que cuando el mensaje llegara, si es que llega, habría al menos una posibilidad de contestar. —Arrojó el equipaje al maletero y se sentó en el asiento de atrás, al lado de Gambini. Harry condujo de regreso.
El visitante tenía un sinfín de preguntas que hacer. Quiso saber sobre los diversos períodos orbitales de los componentes estelares de Altheis, las características del pulsar y la cualidad y naturaleza de la señal que estaban recibiendo. Harry no pudo seguir mucho la conversación, pero su interés creció cuando tocaron el tema de las peculiaridades físicas de Alpha y Gamma. Gambini se cuidó de no adelantar su hipótesis, pero Rimford se quedó estupefacto al ver el espectrograma. Desde ese momento, aunque siguió haciendo preguntas, no pareció ya prestar atención a las respuestas. Se pasó el resto del viaje mirando pensativamente a través del parabrisas, con la mirada perdida. Cuando llegaron a la avenida Kenilworth, todos se habían sumido en el silencio.
Harry nunca había reparado mucho en los hombres y mujeres que comían solos en el Límite Rojo, en el Carioca’s o en el William Tell. Pero ahora, mientras trataba de leer un periódico bajo la tenue luz del compartimento que ocupaba, tuvo dolorosa conciencia de la expresión oscura y el rostro desolado que acusaban muchos de ellos. La soledad a veces es voluntaria, al menos en los jóvenes. Pero aquí estaban todas las noches los mismos pelagatos de punta en blanco, solos ante las velas románticas y las servilletas de hilo bien planchadas.
Harry se alegró de ver entrar a Pete Wheeler. Había decidido comer en el Límite Rojo con la esperanza de que viniese alguien de la oficina o de Operaciones. (Hasta ese momento había eludido pedir directamente a alguien que lo acompañara a cenar, pues ello habría exigido explicaciones, y no se sentía capaz de admitir ante quienes lo conocían que acababa de perder a su esposa. Harry había estado pensando seriamente en cómo daría la noticia en su trabajo. El mejor enfoque sería decir que, de común acuerdo, habían decidido que la cosa ya no funcionaba. Después de todo, algo de verdad había en ello. Algo). Wheeler lo vio al instante y se acercó.
—Bueno —dijo—, creo que hemos impresionado al Gran Hombre.
—Llegó impresionado —comentó Harry.
—Gambini piensa llevarlo a su casa de campo este fin de semana. No sé si lo que más lo excita de todo este asunto es que Rimford lo llame por su nombre de pila. —Sonrió—. ¿Has estado allí alguna vez, Harry?
—Una vez.
Gambini tenía una casa sobre el Atlántico, cerca de Snow Hill, en Maryland. Casi todos los fines de semana se retiraba allí, y en ocasiones permanecía durante más tiempo, cuando le venía en gana, y cuando sabía que su presencia no era necesaria en Goddard. La casa estaba conectada con el centro de comunicaciones y la red de ordenadores del Centro Espacial, aunque lógicamente su acceso a ciertos sistemas estaba restringido.
—¿Alguna novedad con Hércules?
—No —dijo Wheeler—. La señal sigue repitiéndose.
—¿Qué te divierte tanto?
—No lo sé muy bien. Quizá Leslie. O la idea de Gambini de traer una psicóloga para llevar al diván a los extraterrestres. Él, que siempre desdeñó los intentos de Drake y Sagan, y de los del proyecto SETI, de crear una base estadística para estimar la posibilidad de que hubiera civilizaciones avanzadas en la galaxia, sobre la base de que estábamos trabajando a partir de una sola muestra. No es muy coherente. Pidieron las bebidas y unas chuletas, y Harry se reclinó cómodamente, con los dedos entrelazados en la nuca.
—¿Estarán allí, Pete? Me refiero a los extraterrestres. El otro día parecías convencido.
—¿Por los espectrogramas? En realidad, Harry, si hubiera sido cualquier otro, no Gambini, me habría persuadido desde el comienzo mismo. Es difícil argumentar en contra de la evidencia. Lo que cuesta aceptar es el concepto, sobre todo cuando uno considera las ganas que tenía Gambini de encontrar esto. Eso sólo hace que todo el asunto resulte sospechoso. El hace que sea difícil estar de acuerdo.
—Pero al margen de eso, ¿crees que hemos encontrado alguna clase de civilización en el sistema de Altheis?
—Sí, creo que sí. Y sospecho que Rimford está diciéndoselo a Gambini en este momento. Todos vamos camino de figurar en los libros de historia, Harry.
—¿Todos? —Harry se echó a reír—. ¿Quién fue el primero que siguió a Colón? —Sintió que le invadía una inesperada euforia, y notó que algunos comensales lo observaban con curiosidad. Pero no se sintió incómodo. Volvió a llenarse la copa e hizo lo mismo con la de Wheeler.
Wheeler bebió un sorbo y se acercó a Harry, sin perder la sonrisa.
—No puedo dejar de pensar que de todo esto vamos a llevarnos más de una sorpresa. Gambini cree tener todo bajo control, pero todavía quedan muchos interrogantes.
—¿A qué te refieres?
—Seguimos suponiendo que son como nosotros. Por ejemplo, todos esperamos el mensaje que vendrá. Pero los altéanos han anunciado su presencia. Tal vez no vean razón para ir más allá. Después de todo, ¿qué habrán de ganar con ello?
—Santo cielo —dijo Harry—. Jamás había pensado en eso.
Los ojos de Pete se encendieron de picardía.
—Podría suceder… Sería una escena de lo más divertida: nuestros hombres, pasándose la vida a la espera del resto de una transmisión ya completa. ¿Te imaginas qué pasaría con Ed y con Majeski?
—Eres cruel, Pete —dijo Harry en tono despreocupado, aunque algo incómodo ante la reacción de Wheeler—. Eso mataría a Gambini.
—Sí, supongo que sí. Y eso es de por sí elocuente acerca de lo que Ed ha hecho consigo. —Contempló la copa—. Qué vino más bueno. Hay otras posibilidades. Tendemos a suponer que la transmisión contendrá mucho material tecnológico, que nos dirán cómo capturar el ciento por ciento de la energía del Sol y cosas por el estilo. Esta tarde escuchaba una conversación entre Ed y Rimford. Hablaban en términos de las Grandes Teorías Unificadas. Pero ésta es una especie que posee una tecnología de primer orden desde hace mucho tiempo. Quizá den por sentado que los demás conocen las cuestiones técnicas, o piensen que es algo demasiado elemental para molestarse en transmitirlo. Si realmente recibimos una transmisión textual, un segundo mensaje, no me sorprendería que enviaran algo totalmente distinto de lo que se espera. Algo de lo que puedan enorgullecerse, pero que acaso no divierta mucho a Gambini.
—¿Por ejemplo?
Los ojos oscuros de Wheeler titilaron a la luz de las velas.
Daba la impresión de comprender de verdad lo que significaba un año luz, mucho más que cualquiera de los demás, para quienes la cosmología y la astronomía eran fundamentalmente disciplinas matemáticas.
—¿Qué te parece una novela? —sugirió—. Una confrontación en un nivel cósmico entre criaturas de filosofías avanzadas y emociones desconocidas. Tal vez la consideren su logro máximo y deseen compartirla con todo el universo. ¿Te imaginas la reacción de la NASA? O tal vez una sinfonía…
Harry vació su copa.
—Mientras no suene como esas sinfonías modernas… Pero ¿en realidad crees que puede ocurrir algo de eso?
—Mira, Harry. Todo es posible en esta situación. No conocemos ninguna otra experiencia similar. ¿Qué pueden esperar a cambio quienes transmitan el mensaje sino la satisfacción de haber emitido una señal? Mencionaste las placas de los Pioneers y de los Voyagers. Desde luego no tuvimos espacio para decir mucho, pero si así hubiese sido, no creo que a nadie se le hubiese ocurrido consignar las instrucciones para dividir un átomo, en caso de que lo encontrase alguna civilización erigida sobre la base de los combustibles fósiles. No. Bien puede ser que hayamos recibido el único mensaje significativo que pueda esperarse de ellos: simplemente que están allí.
»Si hay más, confío en que tengamos la sensatez de reconocerlo por lo que sea, y de extraer el provecho que encierre, sin maldecir a quien lo haya enviado.
Las chuletas, acompañadas de frituras y croquetas, estaban muy sabrosas.
—Con lo que hay, ya es demasiado… —dijo Harry disponiéndose a beber el café.
—¿Hoy te has quedado trabajando después de la hora? —preguntó Wheeler, probablemente deseoso de saber por qué Harry no había ido a cenar a su casa.
—No. —La palabra resonó, incómoda. Su relación con Pete Wheeler era más antigua que la que mantenía con Gambini, pero siempre se habían tratado con cierta distancia. Lo miró a través de la mesa, tentado de aprovechar el comentario para contarle lo de Julie. Pero cuántas historias patéticas habría tenido que escuchar Wheeler a lo largo de los años sólo por ser sacerdote—. Le he dado la noche libre a la cocinera —dijo.
Pero Wheeler debió adivinar la verdad en su tono, pues lo escrutó atentamente. Harry apartó el plato. El sacerdote dijo por fin:
—Hazme un favor. Me iré a Carthage por la noche. Regresaré mañana al mediodía. —Escribió un número telefónico y se lo tendió a través de la mesa—. Llámame si surge alguna novedad. ¿De acuerdo?
—Con mucho gusto.
Pidieron la cuenta, la pagaron a medias y se marcharon.
—¿Cómo está Julie? —preguntó Wheeler con aire indiferente. Harry se detuvo, sorprendido.
—No creía que la conocieras…
—Estuvo en una de las comidas del director, hace un par de años. —Wheeler miró hacia el oeste y consultó el reloj. La Luna había iniciado su lento periplo hacia el horizonte—. El cometa ya ha desaparecido.
Harry musitó algo; ninguno de los dos supo bien qué.
—Es una mujer difícil de olvidar —agregó Wheeler.
—Gracias —farfulló Harry. Aplastaron la grava bajo los zapatos mientras se dirigían al coche de Wheeler, un Saxon color beige, último modelo—. Estamos atravesando algunas dificultades en este momento.
—Lamento saberlo.
Harry se encogió de hombros.
—No veo tu coche —dijo Wheeler mirando a su alrededor.
—Está en la entrada principal. He venido andando.
—Vamos —propuso—. Te acercaré.
Se alejaron del aparcamiento, cruzaron la calle Greenbelt y giraron hacia el área que rodeaba la entrada principal. Se detuvieron ante el Chrysler de Harry.
—¿Tienes unos minutos para escucharme? —preguntó Harry.
—Si deseas hablar…
Describió la cena con Julie, su triste resultado y su partida subsiguiente. Ocultó su indignación (o quiso hacerlo), pero no intentó esconder su impotencia para comprender la conducta de su mujer. Cuando hubo terminado, cruzó los brazos a la defensiva.
—Debes tener mucha experiencia con esta clase de cosas, Pete. ¿Qué posibilidades hay de que nos reconciliemos?
—No creo tener tanta experiencia —dijo Wheeler—. Como principio, los norbertinos no hacemos mucha labor de parroquia, que es donde uno se enfrenta a esta clase de problemas domésticos. En mi caso, nunca he trabajado en parroquia. Pero si lo deseas, puedo recomendarte un buen consejero. Tú no eres católico, ¿verdad, Harry?
—No.
—Es igual. Puedo hablarte de lo que sé, transmitirte el consenso sobre esta clase de problemas, cómo sucede y el tipo de acción que suele prescribirse.
—Adelante.
—Si he de juzgar por lo que acabas de decirme, no hay otro hombre, no hay problemas de dinero, no hay alcoholismo de por medio y no hay agresiones. Por lo general, cuando no hay una causa obvia en un matrimonio que ha marchado razonablemente bien durante cierta cantidad de años, lo que suele ocurrir es que ambos han dejado de compartir una vida en común. Cada uno se refugia en una órbita propia, y probablemente ambos no convergen mucho, salvo durante las comidas y la hora de dormir. Aunque en muchos casos los cónyuges no lo advierten, la convivencia se torna aburrida para uno o para los dos. Te encuentras cerca de la cúspide de tu profesión, Harry. ¿Cuántas noches por semana debes trabajar?
—Dos o tres —repuso Harry, incómodo por el giro que adoptaba la conversación.
—¿Y los fines de semana?
—Uno por mes.
—¿Sólo uno?
—Bueno, en realidad trabajo un rato casi todos los fines de semana. —Harry se revolvió—. Pero lo exige mi trabajo. No es la clase de ocupación que uno cumple de nueve a cinco.
El sacerdote continuó, sin inmutarse:
—Es probable que cuando estás en casa no le dediques mucho tiempo a tu mujer, ¿verdad?
—No, no creo que sea cierto —dijo Harry—. Salimos regularmente, vamos al cine, al teatro, y de vez en cuando a bailar.
—Si tú lo dices…
—¿Es habitual que suceda esta clase de cosas, que pase esto después de bastantes años de matrimonio? Yo pensaba que después de los dos primeros años uno estaba bastante a salvo…
—Sucede constantemente.
—¿Qué puedo hacer? —preguntó Harry—. Ahora no creo que ella esté dispuesta a conversar.
—Mira, Harry. Es difícil salvar un matrimonio cuando la situación se ha vuelto tan crítica. Siento decírtelo. Sólo he estado una vez con tu esposa, pero me dio la impresión de ser una mujer que no actúa apresuradamente. Si es así, te será difícil convencerla.
Pero creo que podrías intentarlo. Yo trataría de alejarla de todo lo que la hiciera recordar el pasado. La llevaría un par de días a algún sitio alejado para conversar a fondo sobre lo sucedido. Que no vea ninguna amenaza en ello, pero elige un lugar donde no haya distracciones y donde ninguno de los dos haya estado antes. Y entonces conversa con ella. No sobre el matrimonio, ni sobre tu trabajo. Trata de empezar desde el principio. Tú y ella.
—No dará resultado —aseguró Harry—. No ahora…
—Seguramente será así, si eso has decidido. De todos modos no tienes nada que perder. Incluso puedo ofrecerte el lugar ideal.
—¿Acaso los norbertinos se dedican al negocio de los moteles? —aventuró Harry.
—Bueno, la verdad del caso es que tenemos un noviciado cerca de Basil Point, en la bahía de Chesapeake. Nos fue donado hace unos años, pero en realidad no se le da ningún uso práctico. Es demasiado grande. Se encuentra en un punto espléndido, desde el que se aprecia una magnífica vista de la bahía. Por lo general me reservo un tiempo para ir hasta allí cuando estoy cerca de Washington. En este momento sólo viven en él unas seis personas de nuestra congregación. Por cierto, uno de ellos es Rene Sunderland, que probablemente es el mejor jugador de bridge del estado. Hay un par de casas espaciosas que hemos convertido en seminario y abadía. Pero el seminario tiene sólo dos estudiantes. En los años cincuenta, los dueños agregaron un albergue. Lo mantuvimos para hospedar a los dignatarios que nos visitaran. Pero no solemos recibir muchas personalidades. Los únicos que vienen son el abad y el director de la Confraternidad Nacional de Doctrina Cristiana. A los dos les gusta jugar al bridge con Rene. Eso significa que se hospedan en el edificio principal, y que el albergue no se usa desde hace cuatro años. Estoy seguro de que podría disponer de él para una buena causa.
Harry se quedó pensativo. Tal vez tendría que haber intentado eso el sábado pasado, en lugar de asistir a esa maldita obra de mala muerte que habían visto en Bellwether. Pero ya era un poco tarde.
—Gracias, Pete. Lo tendré en cuenta.
Por lo general Wheeler disfrutaba de las dos horas de viaje que lo separaban de Carthage. Pero esa noche cruzó un yermo paisaje de troncos espectrales, hierba parda y crecida y colinas achaparradas cubiertas de pizarra gris. En el aire inmóvil había una atmósfera de descomposición, como si esa misma ruta 50 hubiese ido hacia atrás en el tiempo y serpenteara sobre una Virginia decadente.
La autopista surcaba cimbreante los desolados pastos, dejando atrás tractores y vehículos abandonados. Las granjas de madera se erigían umbrías y solitarias. Junto a graneros derruidos, hundidos hasta las ventanillas en el polvo y en el barro seco, yacían unos cuantos coches reducidos a chatarra, después de que alguien hubiera dejado los motores y carburadores colgando de un árbol o desperdigados sobre tablones próximos. Cerca de Middleburg sintonizó una emisora de radio. No le prestó atención, pero el sonido de las voces le resultó tranquilizador.
No era el problema de Harry lo que le afligía, sino algo más. Algo profundo, que no se relacionaba con un matrimonio en ruinas sino con el pulsar de Hércules. La constelación era invisible en esos momentos, oculta tras unas pocas nubes errabundas. Por delante, en dirección a Carthage, el cielo acechaba, oscuro y encapotado, iluminado por ocasionales relámpagos.
Aunque amenazador, el paisaje de las nubes le era familiar. En los últimos años, Wheeler había aprendido a amar lo familiar y cercano, a atesorar esas cosas que podían tocarse y conocerse en forma directa: piedras, arena, lluvia y caoba lustrada. Mientras los telescopios que empleaba lo lanzaban a los confines de la noche, las cosas de la Tierra lo atraían con su influjo. Se preguntó si no sería mejor para todos que la inminente tormenta ahogara para siempre la señal de Hércules.
Al pasar la carretera interestatal 81, el parabrisas se cubrió de finas gotas. Cuando llegó a Carthage, bajo una llovizna incesante, eran las once de la noche.
La torre de Saint Catherine, con su gran cruz gris, asomaba en el centro del distrito comercial. Detuvo el coche detrás de la iglesia, en un aparcamiento cerrado por una verja de hierro. Un automóvil de policía que pasaba aminoró la marcha para observarlo descender y luego prosiguió.
La rectoría era un edificio de ladrillos, de dos pisos. En la parte posterior, por encima de una puerta mojada por la lluvia, había una bombilla eléctrica encendida. Cuando se acercaba, la puerta se abrió y Jack Peoples salió apresuradamente, arropado contra el chaparrón.
Peoples siempre tenía el mismo aspecto, aunque se le veía ligeramente excedido de peso. Desde la última vez que Wheeler lo había visto, había acumulado algunos kilos. Pero el cabello no tenía señales de haber encanecido, y seguía exhibiendo su habitual entusiasmo, inspirado en la causa correcta. (En los años recientes había pocos entusiastas, teniendo en cuenta que la Iglesia parecía estar retrocediendo constantemente hacia el siglo XIX).
Wheeler suponía que las cosas habrían sido distintas para Peoples si no hubiese nacido en una familia católica de viejo cuño, de esas que tradicionalmente destinan casi todos sus hijos al sacerdocio (aunque, de su generación, sólo Jack había obedecido el mandato). Podría haber sido un buen contable o un técnico en informática. Tenía talento para ambas cosas.
—Hola, Pete —lo saludó, cogiéndole la maleta que Wheeler llevaba en la mano—. ¡Cuánto me alegro de volver a verte! —Miró de soslayo el cielo por encima del campanario—. Parece que vamos a tener una noche de perros.
Peoples daba la impresión de estar cansado. En realidad, últimamente siempre se le veía cansado. Jack había sido uno de esos jóvenes sacerdotes que treparon al tren del Vaticano II, que se deslomaron ofreciendo apoyo a adolescentes preocupados por el sexo, y misas acompañadas de guitarra a sus padres. Había sido uno de los primeros en deshacerse de los bancos de las iglesias, pero la Comunidad de Dios nunca había llegado. Por fin, los feligreses que debían hallar paz y alegría en la mutua compañía, volvieron a afligirse por sus carreras e hipotecas, volvieron a aislarse en sus existencias herméticas y dejaron a Jack Peoples y a otros como él hundidos bajo los restos del naufragio.
Se habían conocido veinte años atrás, en un seminario sobre oratoria, y desde entonces solían visitarse de tanto en tanto. Peoples, el mayor de los dos, era una fuente de tradiciones eclesiásticas y evangélicas, y estaba dotado de un ingenio que le habría valido buenas reconvenciones del cardenal si ciertas historias hubiesen salido de aquellas cuatro paredes.
La visita de Wheeler tenía un propósito formal: Peoples había pasado a ser pastor de la iglesia de Saint Catherine, y ejercía su cargo oficialmente desde el domingo anterior. Pero el nombramiento había llegado con cierto retraso: Jack había sido el único sacerdote de la parroquia durante los tres últimos años.
Wheeler subió a su habitación —la misma que le tenían preparada cada vez que iba a Saint Catherine—. Se duchó, y regresó al despacho del pastor.
Peoples dejó a un lado el libro que leía y sirvió un poco de licor de manzanas.
—¿Cómo marcha el programa en Georgetown?
—Me he largado —repuso Wheeler—. No sé si te lo he dicho o no, pero el curso es un recorrido por la obra de Rimford. Y Rimford se ha presentado en el lugar. Creo que podré convencerlo para que acuda a la escuela una noche.
Pasaron gran parte de la noche analizando la política de la Iglesia. Peoples, que a comienzos de su carrera se había desvinculado de los norbertinos para pasar a ser sacerdote diocesano, tendía a otorgar considerable importancia al proceso eclesiástico de la toma de decisiones, como si tuviera serias consecuencias sobre los asuntos seculares.
Para Wheeler, cuya perspectiva había sido alterada por sus visitas a las simas cósmicas, la estructura de poder de la Iglesia tenía una dimensión mucho más fantasmal.
De pronto, a las dos de la madrugada, después de haber vaciado dos botellas de licor, Wheeler comprendió que quería hablar de Hércules. Se había producido un respiro en la conversación, que Peoples aprovechó para preparar café. Al igual que la iglesia contigua, la rectoría databa del siglo XIX. Sus balaustradas delicadamente talladas, sus arañas y sus librerías con puertas de cristal se conservaban con minucioso cuidado. Detrás del escritorio del pastor, sobre la pared, los anaqueles estaban atiborrados de volúmenes de obras eclesiásticas tradicionales, junto a libros sobre finanzas y administración de iglesias, varias colecciones de sermones y un puñado de novelas de Dickens que alguien había donado y que Peoples exhibía muy a la vista. «Para cuando me retire», solía decir a los visitantes curiosos.
Wheeler siguió a Peoples a la cocina. Estaba llenando una fuentecilla de pastas danesas.
—Jack —comenzó—. Ha estado sucediendo algo especial en Goddard. En realidad, ésa es la causa de que Rimford esté allí.
Resumió los acontecimientos de la pasada semana. Peoples, quien solía ofrecer un sensato contrapunto a sus nociones especulativas y a menudo fantasiosas, se dispuso a escuchar. Su papel había terminado por agradarle, pues entrañaba un cierto cumplido tácito a ese cura de parroquia que sólo podía hablar con autoridad de Aquino y de poco más. Esta vez, sin embargo, faltaba la habitual maraña de conceptos oscuros. La evidencia de la señal artificial se erigía nítida y gris contra las primeras horas de la mañana.
Wheeler concluyó con su propia opinión: sin duda, habían recibido un mensaje de otra especie.
—Probablemente todos ya hayan muerto y desaparecido. Pero sin embargo estaba allí mucho antes de que nosotros pusiéramos el primer ladrillo en Babilonia.
En el silencio que se produjo después, el reloj eléctrico que latía sobre la nevera pareció subir de volumen. Peoples dio vueltas a su café.
—¿Cuándo pensáis anunciarlo? ¿Ha salido hoy en las noticias de la noche? Wheeler probó las pastas.
—Quieren mantenerlo en secreto el mayor tiempo posible. Nadie quiere arriesgarse a que la organización quede en ridículo. De modo que no habrá ninguna declaración oficial hasta que se sepa con toda certeza lo que la señal significa.
—¿Hay alguna duda?
—En mi opinión, no. —Tomaron el café y regresaron al despacho de Peoples.
—Me pregunto si tendrá mucha repercusión fuera. —El pastor se refería al resto del mundo que no constituía la Iglesia—. Es difícil prever cómo reaccionará la gente ante algo semejante.
—Dios mío, Jack, ¿cómo podría no tener efecto? Destruye los cimientos de toda la posición cristiana.
—No creo. La Iglesia sabe desde hace tiempo que algo como esto acabaría por suceder. Estamos preparados.
—¿De veras? ¿En qué sentido?
—Pete, hemos sostenido durante dos mil años que el universo fue creado por un Dios infinito. ¿Qué importa que Él haya hecho otros muchos además del nuestro? Wheeler miró pensativamente los libros de teología encuadernados en piel.
—¿Por quién murió Jesús? —preguntó vanamente.
Peoples se quitó los zapatos y los arrojó lejos. Era el tipo de conversación que más le gustaba, aunque sólo se habría permitido embarcarse en semejante debate con un puñado de sus colegas: podría debilitar una fe menor que la suya.
—Por los hijos de Adán —repuso cautamente—. Otros grupos tendrán que hacer sus propios arreglos.
—Me pregunto si los altéanos habrán conservado su inocencia.
—¿Te refieres a que nunca hayan cometido el pecado original? Lo dudo.
—¿Por qué?
Peoples meneó la cabeza.
—No me parece probable.
—¿Sugieres que Dios marca las cartas?
—Muy bien —convino Peoples—. Es posible.
—¿Crees que seremos segregados? ¿La especie caída entre las criaturas que conservaron su estado preternatural?
—A mí me parece que ya estamos bastante segregados…
—Jack, para ser honesto contigo, este asunto me resulta algo incómodo. Estaba convencido (siempre lo he estado) de que éramos los únicos. Allí probablemente haya miles de millones de mundos semejantes a la Tierra. Si uno admite una segunda creación, ¿dónde acabaríamos? Sin duda, entre todas esas estrellas, habrá una tercera. Y una millonésima. ¿Dónde poner fin?
—¿Y cuál es el problema? Dios es infinito. Tal vez estemos a punto de saber lo que eso significa realmente.
—Tal vez —dijo Wheeler—. Pero también estamos condicionados a pensar que la Crucifixión es el acontecimiento central de la historia. El sacrificio supremo, ofrecido por el mismo Dios en Su amor por la criatura que había hecho a Su imagen y semejanza.
—¿Y…?
—¿Cómo podemos tomar seriamente la agonía de un Dios que repite Su Pasión, que muere una y otra vez, en interminables variaciones, en mundos incontables, a través de un universo que bien puede ser infinito?
Cuando poco antes del alba Peoples se marchó a dormir, exhausto, Wheeler deambuló por la rectoría, examinó los vitrales de las ventanas, hojeó libros y estuvo un rato al otro lado de la puerta principal. La calle mojada refulgía bajo el reflejo del letrero de neón de una tienda Rexall.
En opinión de Wheeler, la iglesia estaba construida en estilo «gótico de Ohio»: ladrillo, forma rectangular, baja, urbana. Sus ventanas estaban pobladas de corderos, palomas y mujeres arrodilladas. La rectoría formaba ángulo recto con la estructura principal. Entre ambos edificios había un pequeño recuadro de césped, cercado. Y en el centro, la tumba de un antiguo pastor, señalada con una rústica cruz de piedra.
Las nubes habían comenzado a disiparse y por encima de la torre de la iglesia asomaba un puñado de estrellas. Más allá de los almacenes, al este, el cielo comenzaba a palidecer.
¿Por qué es tan vasta la creación? El SKYNET permite observar hasta casi dieciséis mil millones de años luz, hasta el Límite Rojo, hasta el borde del universo visible. Pero es un «límite» sólo en el sentido de que la luz que procede de lugares aún más remotos no ha tenido tiempo de llegar a la Tierra. Todo parece indicar que un observador situado en el Límite Rojo vería la misma clase de cielo que se cierne sobre Virginia. Desde cierto punto de vista, pensó Wheeler, la misma iglesia de Saint Catherine, en este momento, es el límite del universo visible para alguien.
Wheeler regresó a la rectoría, corrió el pestillo y deambuló por el pasillo que la comunicaba con la iglesia. Atravesó la sacristía y fue a dar al púlpito.
El fulgor de la lámpara del sagrario recorría largas hileras de bancos. Detrás, las luces de seguridad iluminaban las fuentes de agua bendita y las estaciones de la cruz. Veía los sitios gastados del mármol donde, en la época de la misa tridentina, se habían erigido las estatuas. Por supuesto, el viejo altar de mármol había sido reemplazado por ese moderno mostrador de carnicero que chocaba con la decoración y la arquitectura en todas las iglesias, salvo las recientemente construidas.
Pasó al otro lado de la barandilla que separaba el altar, realizó la genuflexión y tomó asiento en el primer banco.
El aire estaba cargado con el olor dulzón y algo nauseabundo de la cera derretida. En lo alto, detrás del altar, sobre un vitral circular, Jesús se sentaba serenamente a la vera de un arroyo.
Le resultó remoto, como una figura pintada, como un amigo de la infancia. De muchacho, en esa exuberante presunción que da la juventud, Wheeler había solicitado ocasionalmente una señal, no para confirmar su fe sino como un favor especial. Pero entonces, como ahora, Cristo había escogido el silencio. ¿Quién o qué había caminado a lo largo del Jordán con los Doce? He escrutado los telescopios con demasiada frecuencia, pensó Wheeler. Y sólo he hallado roca y años luz.
Ah, Señor, si dudo de Ti quizá sea porque Te ocultas muy bien.
En ese mismo momento, en el centro de operaciones, Linda Barrister estaba resolviendo un crucigrama. Lo hacía bien. Por otra parte, las palabras cruzadas la ayudaban a mantenerse razonablemente despierta cuando su cuerpo imploraba descanso. Trataba de recordar el nombre de un río ruso de siete letras cuando de pronto advirtió que algo había cambiado. Miró el reloj. Eran exactamente las 4.30 de la mañana.
El monitor auxiliar superior que emitía la transmisión de Hércules X-3 desde el SSRRD estaba mudo. La señal se había detenido.
MONITOR
¿DÓNDE ESTÁN TODOS?
Edward Gambini, de la NASA, ha hablado recientemente en el Simposio Astronómico anual celebrado en la Universidad de Minnesota, al parecer sobre la mecánica interior de las estrellas de clase K. Durante sus observaciones se refirió a la cuestión de las biozonas estables, los períodos probables necesarios para que se desarrollara un planeta con vida y finalmente (o inevitablemente, si aceptamos su lógica) a la aparición de una civilización tecnológica.
Lo que me deja un tanto perplejo es la conexión entre la ciencia ficción y la mecánica de las estrellas de clase K. Al parecer, en estos días, vaya donde vaya el doctor Gambini y sea cual sea el tema que se le proponga, termina hablando de extraterrestres. Dos semanas antes de su ponencia en Minnesota, se le vio en Nueva York, donde habló durante una reunión de la entidad Científicos Preocupados por las Armas Nucleares. Al parecer debía analizar una estrategia para establecer la paz. Pero lo que escuchó la renombrada organización fue un alegato para que nos controláramos con el fin de poder unirnos a la «sociedad galáctica» que descubriremos algún día.
A mí se me ocurren razones más acuciantes para detener la carrera armamentista.
La cuestión es que todo aquel que invite al doctor Gambini para hablar sobre cualquier tema deberá prepararse para escuchar una charla sobre extraterrestres.
Todo esto, que parece trivial, acaba siendo casi grotesco cuando uno piensa que el SKYNET, al que tiene acceso el doctor Gambini, ha examinado de cerca los sistemas planetarios desde aquí a cien años luz, sin hallar nada que fundamente la idea de que allí pueda haber vida.
Muchos han argumentado convincentemente que, a juzgar por estos resultados, estamos efectivamente solos en el universo. Es una posición que a cualquier hombre razonable le resultaría difícil refutar.
Pero hay que destacar un punto todavía más contundente. Si las civilizaciones se desarrollaran con alguna regularidad, después de estos últimos miles de millones de años la Vía Láctea estaría sin duda atestada de extraterrestres. Habría turistas y reporteros por todas partes.
Incluso una sola civilización, valiéndose de naves interestelares relativamente sencillas —la clase de vehículos que nosotros podríamos construir en el próximo siglo— ya tendría que haber poblado hasta el último mundo habitable de la Vía Láctea y sus alrededores. Si están allí, ¿cómo es que no los hemos visto?
¿Dónde están todos?
Michael Pappadopoulis The Philosophical Review, XXXVII, 6