3

Baines Rimford estaba de pie sobre una colina boscosa, cerca del borde de la Vía Láctea, mirando hacia el centro galáctico. Percibía la majestuosa rotación de la inmensa rueda y el equilibrio de la gravedad y del impulso angular que la mantenía unida. Sobre las luces de Pasadena se veían relativamente pocas estrellas, en sus derroteros solitarios.

El Sol completa una órbita cada 225 millones de años. Durante el último giro por la galaxia, habían aparecido y se habían extinguido los pterodáctilos, los hielos habían avanzado y retrocedido y casi al final del largo circuito había surgido el hombre. Frente a esa clase de medida, ¿qué era la vida del hombre? Al acercarse a los cincuenta, Rimford pensó que el principal inconveniente de contemplar las colosales magnitudes de tiempo y espacio con que trabajan los cosmólogos era que uno se queda consternado al considerar el puñado de años que se le concede a un ser humano.

¿En qué grado microscópico había consumido el Sol su reserva de hidrógeno desde que él había leído sobre Aquiles y Prometeo en el jardín de la casa de su abuelo, en Filadelfia del sur? ¿Cuánto más hondo sería el Gran Cañón?

De pronto, tuvo conciencia de los latidos de su corazón: ese diminuto motor de mortalidad que murmuraba en su pecho. Palpitaba al unísono con las galaxias que giraban y la danza cuántica; esto lo equiparaba con cualquier otra criatura que hubiese elevado alguna vez los ojos al cielo.

Su corazón funcionaba todo lo bien que cabía esperar en un mecanismo diseñado para autodestruirse tras unos inviernos más.

Abajo, perdido en las luces de la avenida Lake, ladraba un perro. Era una noche fresca: nadie había conectado los aparatos de aire acondicionado, en cambio, las ventanas estaban abiertas. Escuchaba fragmentos del partido de los Dodgers. Aunque más prosaica, Pasadena era al menos más sensata que el universo. Uno sabía el porqué de las luces del semáforo y de dónde venía todo. Y desde la perspectiva de Altadena y Lake, el Big Bang crecía sumamente improbable.

Era curioso que en la época en que construía el modelo cósmico que llevaba su nombre, muchas de sus ideas originales habían surgido en ocasiones como ésa, de pie sobre una colina, al borde de Phoenix. Pero lo que más claramente recordaba de esas excursiones solitarias no eran los conceptos sino los perros. Mientras él daba vueltas a la materia y al espacio hiperbólico, la noche parecía estar poblada por ladridos.

Ya era tarde. El cometa y la Luna yacían cerca del horizonte, al oeste. A Rimford no le interesaban mucho los cometas, y le costaba comprender a sus adeptos. Pensaba que no podía aprenderse mucho de un cometa, salvo los triviales detalles de su composición.

Comenzó a descender la colina; la soledad y el fresco aire nocturno lo llenaban de dicha. A unos cien metros de un grupo de palmeras se abría un claro a través del cual vislumbraba su casa. Como un niño, nunca dejaba le detenerse para paladear su tibio resplandor y su familiar silueta. Pensándolo bien, no tenía mucho de qué quejarse. La vida era desesperadamente corta, desde luego, pero la suya había sido hermosa. Herodoto contaba en su historia que cierto filósofo griego había visitado un reino asiático. Allí, el monarca le preguntó quién era el más feliz de los hombres. El filósofo, que era sagaz, comprendió que el rey deseaba ocupar ante los demás tan envidiable lugar. Pero el visitante tenía otras ideas. «Tal vez fuera un granjero que vivió cerca de Atenas. Tuvo hermosos hijos, una esposa que lo amó y murió en el campo de batalla defendiendo a su país». Rimford no esperaba ver ninguna lucha armada, y sin embargo había librado un buen combate, no por una bandera en particular sino por la humanidad.

Sus labios dibujaron una sonrisa en la oscuridad. Se sentía satisfecho consigo mismo. Lo más probable sería que el universo de Rimford algún día se uniera a la geometría euclidiana y a la física newtoniana como un sistema altamente recomendable, pero finalmente inadecuado. No importaba. Cuando se contaran los grandes logros del siglo XX, sabrían que Rimford estuvo allí. Y aunque él, Hawking y Penrose se hubieran equivocado en algo —o en mucho—, habrían hecho el esfuerzo.

Estaba satisfecho.

Sus colegas esperaban que se retirase pronto. Probablemente así lo haría. En los últimos meses había comenzado a percibir la declinación de sus facultades conceptuales: las ecuaciones, que en otro tiempo habían sido visiones para él, ahora eran mera matemática. Su labor creativa había concluido, y había llegado el momento de hacerse a un lado.

Cuando llegó a su casa, Agries estaba al teléfono.

—Ah, acaba de llegar —dijo, y le tendió el auricular con un guiño—. Es Ed Gambini. Necesita ayuda.

Leslie Davies partió de Filadelfia el lunes por la mañana en su automóvil, pasó la noche con unos amigos en Glen Burnie, y a la mañana siguiente cogió la autopista Baltimore-Washington en dirección a Goddard.

El Centro de Vuelo Espacial está engarzado entre las colinas recién cosechadas y las pulcras viviendas de clase media de Greenbelt, Maryland. El complejo consiste en siete edificios de oficinas, once laboratorios y varias construcciones auxiliares, disperso todo ello a través de una superficie ondulada de seiscientas hectáreas. Hay unas pocas antenas circulares, montadas sobre pilares de cemento, azoteas, una cisterna y un centro de visitantes. La impresión general es que se trata de una pequeña base militar más que un centro espacial de alta tecnología.

Se identificó en la puerta principal. Le dieron un pase, la registraron y le indicaron cómo llegar al Laboratorio de Proyectos de Investigación.

Leslie no tenía la menor idea de la razón por la que se le había pedido que se presentara en Goddard. Gambini se había mostrado sumamente reservado por teléfono. Sospechaba que tendría algún grave problema con el personal. Había leído algunos estudios, y sabía que las personas que trabajaban en áreas tecnológicas, y particularmente en la actividad espacial, solían presentar elevados índices de tensión y angustia. Pero lo peor, según se desprendía de estos estudios, era que las personalidades que buscaban tales ocupaciones eran muy inestables.

Pero incluso aunque la gente se comportara allí de un modo anormal, no acertaba a comprender por qué razón habían recurrido a ella. En D. C. había psiquiatras experimentados de sobra, y sin duda más de uno que se dedicaría especialmente a problemas laborales.

Sin embargo, sea cual fuere el motivo, la alegraba el cambio de ambiente. Había estado realizando una investigación multidisciplinaria sobre la naturaleza de la conciencia para un grupo de estudio de Penn, y este trabajo no le había reportado muchas satisfacciones. Por otra parte, su práctica profesional particular, que le exigía dos mañanas por semana, tampoco marchaba muy bien. Comenzaba a sospechar que no estaba ayudando mucho a sus pacientes, y era lo bastante buena psicóloga como para no ocultarse el hecho a sí misma.

Una joven bien vestida la recibió en la entrada del laboratorio y le preguntó si había tenido alguna dificultad para dar con el Centro Espacial. Le dieron una insignia de visitante y la hicieron descender un piso.

—La están esperando —le dijo su guía. Leslie contuvo el impulso de preguntar quién la esperaba y por qué. Giraron a la izquierda por un pasillo corto. A través de una puerta abierta que tenía enfrente se filtraron unas voces. Reconoció la dicción cuidada de Ed Gambini.

Gambini y dos hombres a quienes ella no conocía mantenían una intensa conversación, sentados alrededor de una mesa de conferencias. No se detuvieron al verla entrar. La joven que la había acompañado sonrió cortésmente y se retiró. Leslie se quedó al otro lado de la puerta, tratando de entender el curso de la conversación. Hablaban de gigantes rojas, de vectores, de curvas de velocidad radial y de efectos de honda. El más joven de los tres era el que más hablaba. Era enérgico, apuesto, seco y llevaba barba. Hablaba con la fría confianza del hombre que jamás ha conocido el desencanto. En determinado momento, mientras mostraba algo llamado Distribución de Fisher, la descubrió con la mirada pero la olvidó inmediatamente.

Leslie se irritó, pero pronto advirtió que el joven coloso ejercía un efecto similar en los demás. Ed Gambini estaba sentado de espaldas a ella, con los ojos cerrados y la cabeza ligeramente inclinada. Pero era fácil percibir su hostilidad: había oprimido las yemas de los dedos en un gesto inconsciente de irritación; se daba cuenta de que el joven ocupaba una jerarquía inferior y quizá reprimiese su deseo de infringirle un castigo.

El hombre que estaba sentado frente a Gambini era alto, de cabello negro y ojos sagaces y sensibles. También mostraba señales de impaciencia. En el bolsillo de su camisa alguien había colgado sin mucho cuidado una identificación de visitante.

Gambini, de algún modo, había advertido la presencia de Leslie. Giró en la silla, se puso de pie y la saludó con la mano.

—Leslie, me alegro de verte. ¿Ya has desayunado?

Asintió. Años atrás, durante épocas menos conflictivas, ella y Gambini habían formado parte de una comisión para asesorar a la Casa Blanca sobre la asignación de fondos para diversos proyectos científicos. Desde aquellos días lo recordaba como un hombre con una gran diversidad de intereses, cosa nada frecuente en la comunidad científica. Eso hacía de él un miembro ideal para cualquier comisión de asesoramiento.

Pero lo que ella recordaba con mayor intensidad era una noche en que acababan de escuchar cierta exposición donde se solicitaban fondos para ampliar el programa SETI. Había sido una reunión muy concurrida. Un astrónomo, cuyo nombre había olvidado, pronunció un fervoroso alegato, ilustrado con diapositivas, gráficos y una impresionante colección de estadísticas, con el cual pretendía demostrar la existencia de miles, y posiblemente millones, de civilizaciones avanzadas, sólo en esta galaxia. Era un tema por el cual Gambini sentía sumo interés, pese a lo cual votó en contra. Leslie quiso saber por qué, y él le explicó que no podía considerar seriamente las proyecciones míticas.

—Todos los números que ha citado surgen de la experiencia terrestre —se quejó—. Hasta donde yo sé, si apelamos a Jehová somos los únicos. Si pretenden ser serios con respecto al dinero, tendrán que darnos buenos argumentos racionales.

Y luego, mientras cenaban en un pequeño restaurante de la avenida Massachusetts, agregó que la próxima vez aceptaría con gusto presentar la moción por ellos, si se lo pedían.

—Sí —replicó ella—, ya he comido.

—Éste es Pete Wheeler —dijo, indicando al hombre de la camisa escocesa. Wheeler se puso de pie y le tendió la mano—. Y éste Cord Majeski.

El joven con barba le hizo un gesto sin moverse de su sitio.

—Bueno —dijo Gambini—. Supongo que querrás saber de qué se trata…

Julie empaquetó sus cosas el lunes por la noche.

A la mañana siguiente, Harry se quedó en casa a desayunar con su hijo. Tommy estaba contento de verlo y se lo dijo. Pero el niño, que sólo creía que iba a visitar a su primo por un tiempo, se zambulló rápidamente en el programa de deportes mientras Julie deambulaba por la casa con paso nervioso, tratando de mantenerse ocupada. Cuando se hizo la hora de ir a la escuela, le echó el abrigo sobre los hombros y le dio el recipiente de plástico con la comida.

—Tommy —comenzó ella—. Esta tarde pasaré a recogerte. Nos iremos a casa de Ellen un tiempo. ¿De acuerdo?

—¿Y papá? —Se volvió para mirar a Harry, y Julie palideció.

—Se quedará aquí —repuso indecisa.

Habían convenido en abordar el tema de ese modo la noche anterior, pero las cosas ya no parecían tan fáciles.

—Tom —intervino Harry, decidido a enfrentarse a la verdad—. Tu madre y yo ya no vamos a vivir más juntos.

—¡Pero qué imbécil…! —estalló Julie.

Los ojos de Tommy se abrieron, desmesurados, y el niño paseó la mirada de Harry a su madre. Las mejillas se le enrojecieron.

—¡No! —exclamó. Julie se arrodilló a su lado—. Todo irá bien…

—No, no irá bien. Y tú lo sabes. —Harry se sintió orgulloso del niño. Tommy arrojó el recipiente, que cayó sobre el sofá. Al abrirse, salieron desparramados el bordillo, la Coca-Cola y la torta—. ¡No! —gritó con lágrimas en los ojos—. ¡Papi, no nos dejes…!

Harry envolvió al niño entre sus brazos.

—No soy yo quien ha tomado esta decisión…

—Maravilloso —dijo Julie con dolor—. Échame las culpas…

—¿Y a quién diablos quieres que le eche la culpa? —tronó la voz de Harry, cargada de furia.

Los ojos de Julie lanzaron chispas, pero miró al niño y se controló. El pequeño había hundido el rostro en la camisa de Harry y sollozaba incontroladamente.

—¿Cómo irá ahora a la escuela? —dijo ella—. Creo que todo sería más fácil si te marcharas al trabajo.

—Por supuesto —ironizó él—. No creemos dificultades con esto.

Julie trató de liberar a Tommy, asegurándole que vería a su padre con frecuencia. Pero el niño luchó histéricamente por volver con Harry. Ella lo miró, suplicándole en silencio que se marchara.

Harry le lanzó una mirada furibunda, dijo adiós a su hijo, no sin escuchar nuevos llantos, y se marchó.

Poco después de las nueve y media llegó a la sala de conferencias sobre Hércules y conoció a Leslie Davies. Parecía eficiente y esbelta, en su formal traje gris. Tenía una mandíbula de corte clásico y ojos distantes y meditabundos.

—Leslie cree —dijo Gambini, una vez finalizadas las presentaciones— que los extraterrestres operan según parámetros lógicos similares a los nuestros.

—Jamás se me había ocurrido que pudiese haber la menor duda sobre ello —comentó Harry—. ¿Qué otros parámetros lógicos existen?

—Hay otras posibilidades —repuso la psicóloga—. La lógica dependerá mucho de factores como el nivel y calidad de las percepciones, la escala inicial de valores, etcétera. Pero debemos esperar un poco más: todavía no hay mucho con lo que especular…

—Quizás haya que esperar bastante —aventuró Harry—. Majeski comentó que los altéanos podían tener una escala de tiempo distinta de la nuestra.

—No creo que debamos preocuparnos por eso —dijo ella.

Era una mujer delgada, casi menuda. Pero llamaba la atención. Harry supuso que la atracción debía provenir de sus ojos aguamarina, que parecían reflejar notablemente el color y el estado de ánimo. No era una mujer exuberante, pero sus ojos, bastante separados, se realzaban con una boca expresiva y unos dientes blancos y sanos, cuando los mostraba. Llevaba muy corto el pelo marrón rojizo, y hablaba con precisión. Era, a grandes rasgos, una mujer austera, y no parecía inclinada a desperdiciar palabras ni movimientos.

—Su sentido temporal no puede ser muy diferente del nuestro —prosiguió—. Dudo de que tengamos que esperar los diez mil años que tanto os preocupan para presenciar futuros acontecimientos.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Harry.

—Es obvio: la misma señal demuestra su capacidad de modular extraordinarias cantidades de energía en fracciones de segundo. Y además, hay otra evidencia: interrumpieron el contacto y volvieron a establecerlo en una sola mañana. No, creo que podemos concluir sin temor a equivocarnos que la transmisión del texto tendrá lugar dentro de poco, si es que se produce. Dicho sea de paso, estoy segura de que la naturaleza misma de los procesos físicos impediría que un ser con un marco de referencia mucho más lento que el nuestro lograra semejante capacidad tecnológica.

—¿Seríamos muy distintos —preguntó Harry— si nuestros cielos estuvieran vacíos? Si no tuviéramos estrellas, quiero decir. O si tuviéramos un sol deformado. Sus ojos se posaron sobre Harry. Lo contempló con ojos brillantes y buen humor, como si le agradeciera haberla devuelto a su tema.

—Este proyecto va a generar montones de preguntas sin respuesta, y ésta es una de ellas. En este sentido, estamos sutilmente adaptados a nuestro ambiente: los ritmos circadianos, los ciclos menstruales y toda clase de características fisiológicas se relacionan con los ciclos lunares, solares y con los que quieras nombrar. Además, la cúpula visible de los cielos siempre ha influido sobre la forma en que nos consideramos a nosotros mismos. Sin embargo no podemos estar muy seguros de los detalles pues todos ven más o menos el mismo espectáculo astronómico. Nos aliamos con los dioses del sol, y pensamos en la muerte como un retorno al submundo.

»Piensa en la diferencia entre la mitología clásica y la nórdica. En el Mediterráneo, donde el sol es cálido y la gente puede refrescarse cada vez que le viene en gana, los dioses formaron un conjunto mundano, preocupado en jugar a la guerra y en seducir al sexo opuesto. Pero Odin vivió en un sitio como Montana, donde el hombre salía a trabajar de noche y regresaba de noche. El resultado fue un panteón no sólo más conservador que el de Europa meridional, sino de destino mucho más aciago: su fin es enfrentarse a Ragnarok, la disolución última. Alemania, cuyos inviernos son igualmente tétricos, también creó un sistema fatalista.

»Nunca se me había ocurrido pensarlo, pero ahora me pregunto si los alemanes se habrían embarcado en las dos guerras mundiales de haber vivido junto al Mediterráneo…

Wheeler levantó la vista.

—Los árabes —dijo— viven junto al Mediterráneo. Y no han sido reacios a derramar sangre…

—Sus tierras son tórridas, Pete —replicó ella—. Y creo que en Oriente Medio además hay una situación especial. Pero no importa. Para responder con una palabra a la pregunta de Harry: sí. Creo que estos extraterrestres recibirían la influencia de su ambiente peculiar, y posiblemente no sería muy positiva, vista desde nuestro punto de vista. Pero no pienso ir más allá de esto.

—Ya que hablamos del tema, ¿alguien se ha preguntado por qué están transmitiendo? Sea quien fuere el que envió la señal, murió hace millones de años. ¿Por qué lo haría? Cabe suponer que tuvo que emplear medios de ingeniería de magnitud considerable, sin posibilidad de obtener respuesta ni seguridad de éxito. Me pregunto por qué se molestarían en…

—¿No estáis suponiendo la existencia de formas de vida orgánica? —arguyó Majeski—. Podríamos estar escuchando algún tipo de ordenador. Algo para lo que el transcurso de grandes lapsos no signifique nada.

—Los ordenadores no son mi especialidad —repuso ella, con una dulce sonrisa.

—Sin embargo, es una posibilidad que tendremos que considerar. Pero volvamos a la cuestión de los motivos.

—Están arrojando una botella al océano —dijo Harry—. Como hicimos nosotros con las placas que pusimos en los primeros Pioneers y Voyagers.

—Estoy de acuerdo —intervino Leslie—. En realidad, a menos que estemos ante algo no sujeto al tiempo, un ordenador, una especie de seres inmortales o lo que fuere, no imagino otro motivo. Quieren que sepamos que están allí. Tal vez hayan sido una especie aislada, más allá de nuestra imaginación, sin esperanzas de relacionarse de ningún modo fuera de su propio mundo. Así que crearon un impresionante complejo tecnológico y nos enviaron una carta. ¿Qué actividad podría ser más singularmente humana?

Se produjo un largo silencio. Pete Wheeler aprovechó para llenar de nuevo las tazas de café.

—Todavía no hemos recibido la carta —observó—. Cord, tú calculaste la edad de la estrella clase G. ¿A qué resultado llegaste?

—No sé —dijo Majeski. En su rostro había una extraña expresión.

—¿No sabes? ¿Se había extinguido el litio?

—No, ése no fue el problema.

—Creo que yo podría explicarlo —terció Gambini. Abrió un sobre de papel manila que había sobre la mesa, ante él—. Una estrella clase G —dijo a Harry y a Leslie— va consumiendo su provisión de litio a medida que envejece. De modo que podemos tener una idea bastante aproximada de su edad observando la cantidad de litio que le queda. —Extrajo del sobre varias páginas de papel con barras de color y las tendió a Wheeler—. Éste es un espectrograma Gamma. Lo hemos tomado varias veces, y sigue dando el mismo esquema.

Wheeler debió quedarse muy sorprendido por lo que vio pues se inclinó hacia delante, alisó una arruga en el papel y habló con un tono de voz grave.

—¿Cuánto hace que sabéis esto?

—Conseguimos las lecturas la primera noche. El sábado. El domingo por la mañana. Más o menos. Luego verificamos el equipo y las volvimos a tomar. Hemos transmitido los datos a Kitt Peak. —Levantó expresivamente los ojos—. Nos devolvieron el mismo resultado.

—¿Qué pasa? —preguntó Leslie.

—Uno de los problemas con el que nos hemos topado todo el tiempo —repuso Gambini— ha sido hallar la fuente de este sistema. Tuvo que fundirse antes de ser expelido de su galaxia de origen. Altheis no puede haberse formado por sí solo en el vacío. Y en eso estábamos, observando tres estrellas, que al parecer han estado allí desde antes de que las estrellas ardieran. Nos era muy difícil justificar su presencia.

—¿Y ahora? —dijo Leslie—. ¿Habéis encontrado una solución?

Wheeler seguía examinando el espectrograma.

Gambini asintió.

—Tenemos una posibilidad que nos intriga.

Harry se aclaró la garganta.

—¿Alguien podría explicarnos de qué estáis hablando?

—Para ser una estrella de clase G —comenzó Wheeler—, éste es un espectrograma sumamente atípico. No hay líneas metálicas, ni siquiera de H y K. No hay calcio, hierro, titanio. No hay metales de ninguna clase. Gamma parece ser puro helio e hidrógeno. Por eso no pudiste calcular su edad, Cord. No tiene litio.

Majeski inclinó la cabeza, pero no añadió nada.

Harry escuchó el silencio que se hizo a su alrededor.

—Sigo sin comprender —dijo.

Gambini golpeteaba sin cesar la mesa con su bolígrafo.

—Las estrellas de clase G son de Población I. Son ricas en metales. Incluso las estrellas de Población II, que no lo son, poseen algunos metales bullendo entre su composición. Pero ésta… —levantó una segunda serie de espectrogramas— no tiene metal.

Harry observó que el rostro de Wheeler había palidecido.

—¿Qué sucede?

El sacerdote volvió hacia él su mirada llena de intriga.

—No puede existir una estrella totalmente desprovista de metal —aseguró—. Ed, ¿qué pasa con Alpha?

—Lo mismo. El espectrograma original fue archivado, y al parecer nadie lo había examinado. Lo buscamos después de ver el otro. Parece que ninguna de las estrellas contiene metal en su composición.

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