Harry llevó a Leslie a casa. A la casa de la calle Bolingbrook. Allí, bajo la luz que venía de la calle, en el dormitorio de Julie, la desnudó. Fue dejando caer sus ropas sobre la alfombra. Cuando terminó, ella se volvió ligeramente y, por coquetería o quizá por pudor, las sombras ocultaron su ombligo y el único pecho que él había llegado a verle.
Pero sus ojos siguieron posados en él, y su cabello fue como un esplendor pálido bajo el neón que atravesaba las cortinas.
—¡Qué hermosa eres! —le dijo.
Ella abrió los brazos y él sintió la suave presión de sus pequeños pechos contra la camisa. Tenía los labios húmedos y tibios. Harry sintió deseos de hundir los dedos entre su cabello. Se mecieron suavemente, mientras los saúcos acariciaban las paredes exteriores de la casa y el despertador palpitaba sonoramente sobre la mesita de noche.
Debajo del cabello, la nuca de Leslie era firme y bien torneada. La levantó; ella se acurrucó contra él y Harry sintió el latido impetuoso de su corazón. Sobre la cama inmensa, ella le fue desabotonando la camisa; se echó a reír cuando un botón se le resistió, y acabó arrancándoselo.
—Luego te lo coseré —murmuró, mientras le quitaba la prenda. La dejó caer en la oscuridad, sin mirar dónde, y posó la palma de la mano sobre su vientre, justo por debajo de la hebilla del cinturón.
Harry se inclinó sobre ella, unió su boca a la suya y, cuando ya no pudo contenerse, la poseyó.
Hablaron, durmieron, hicieron el amor y volvieron a hablar.
Hablaron de sí mismos y se dijeron cómo disfrutaban el uno con el otro. Y conversaron sobre los altéanos, de los cuales ya no esperaban saber nada más.
—Me pregunto por qué nunca nos hablaron de su pasado —dijo ella, mientras se apretujaba lentamente contra él—. No pude encontrar ninguna mención de su historia. Ni de su psicología, dicho sea de paso. Nada que se refiera a las ciencias sociales. Ahora todo ha terminado, y la ilusión del extraterrestre solitario en su torre es más fuerte que nunca. Realmente, no lo comprendo.
—¿Cómo seremos nosotros dentro de un millón de años? —preguntó Harry. Y, sin aguardar respuesta, prosiguió—: En la orden de Pete hay un sacerdote que juega al bridge como nadie que yo haya conocido. Cuando juegas contra él tienes la sensación de que las cartas están vueltas sobre la mesa. Hace cosas que no son posibles a menos que conozca las cartas de los demás. Y me pregunto si, en cierto sentido, no las conocerá.
—No lo sé —dijo Leslie. Siguió la línea de su hombro con la yema de un dedo—. ¿Qué tiene que ver él con los altéanos?
—Si existiera la telepatía, o como quiera que se llame eso que Sunderland parece hacer, ¿cuál sería el resultado al cabo de, por ejemplo, un millón de años?
Ella cerró los ojos y se reclinó hasta hundir la cabeza en la almohada.
—Si los fenómenos extrasensoriales fueran posibles, y si los desarrolláramos, creo que al cabo de un tiempo terminaríamos por perder la identidad individual. ¡Y el lenguaje! ¿De qué serviría el lenguaje a una raza de telépatas?
Se miraron; ambos pensaron en lo mismo: Nosotros podríamos haberlo hecho mejor.
—Es lógico —continuó ella—. Imagino que para esa clase de comunidad, la historia dejaría de existir, al menos en el sentido que nosotros damos al término. No habría ni siquiera política, y probablemente tampoco conflictos, entre los miembros de su especie. Y pienso otra cosa: en un ser comunitario, no habría verdadera muerte. Morirían las células, las unidades y los miembros individuales, pero no la inteligencia central.
—De hecho —prosiguió Harry—, tal vez sólo murieran los cuerpos. Cuando se pasara a formar parte de la mente central, se conseguiría una especie de inmortalidad.
Ella se apretó contra él, y Harry le acarició suavemente la mejilla y el cabello. Por el momento, los alteanos desaparecieron en la noche. Pero luego, medio dormido, medio despierto, volvió a pensar en ellos. O tal vez lo soñara. Cuando sonó el teléfono, poco antes de que saliera el sol, despertó sabiendo por qué los alteanos habían enviado la señal. Y se sintió triste, y a la vez atemorizado. Permaneció inmóvil, con las piernas entrelazadas en las de Leslie, escuchando el timbre insistente y recordando que así había comenzado todo aquella noche en que Charlie Hoffer lo llamó para decirle que Beta Altheis se estaba comportando de un modo extraño. Pero entonces había sido una mujer distinta, y otro temor muy diferente. Curiosamente, y de un modo que escapó a su comprensión, esa noche le pareció mucho más personal.
—¿No vas a responder? —preguntó Leslie. Su voz lo sorprendió en la oscuridad.
Descolgó el auricular.
—Diga…
—¡Harry! —Era Wheeler—. Acabo de recibir una llamada de uno de nuestros sacerdotes, desde el hospital de St. Luke. Esta noche han ingresado a Ed. Ha tenido un ataque cardíaco.
—¡Dios mío! —exclamó Harry, incorporándose en la cama—. ¿Es muy grave?
—Todavía no lo sabemos. Pero está con vida. Voy para allá; te llamaré cuando sepa algo más.
—¿Qué sucede? —murmuró Leslie.
Harry tapó el auricular con la mano.
—Ed ha tenido un infarto esta noche. Está en el St. Luke.
La voz de Wheeler había adquirido un tinte sombrío.
—Harry, probablemente Gambini sepa que el Texto de Hércules ha desaparecido.
Lo llevaron al hospital los hombres de Maloney.
—¿Cómo puede haber sucedido? —preguntó Harry. Leslie se había levantado de la cama, y se estaba vistiendo.
—Creo que los de la NSA fueron algo más astutos de lo que supusimos, y verificaron los discos en cuanto llegaron. Es lo único que se me ocurre. Debieron suponer que Gambini habría intervenido en la maniobra y por ello lo fueron a buscar de inmediato.
Y lo hicimos nosotros, pensó Harry.
—Gracias por haberme llamado, Pete.
—¿Qué más te ha dicho? —preguntó Leslie mientras se colocaba el reloj pulsera y se calzaba un zapato.
—El Texto ha desaparecido —dijo Harry—. La transmisión se ha borrado. Las dos copias.
Se detuvo para mirarlo.
—¿Las dos copias? —La voz le temblaba.
—Debió de suceder en algún sitio entre Goddard y Fort Meade.
—Oh, Harry, ¡qué malditos imbéciles! —exclamó, arrojando el zapato al suelo—. ¿Están seguros? ¿Cómo demonios se han podido perder las dos copias?
—No lo sé.
—Supongo que Hurley hará una investigación.
—Sin duda.
—¡Maldita sea! —se lamentó. Parecía helada bajo la fría luz gris del amanecer—. Voy a ver cómo está Ed. ¿Vienes?
—Ahora no —repuso, en lucha contra su conciencia y la prudencia—. Leslie… —dijo por fin, con vacilación.
Ella estaba junto a la ventana, observando la calle.
—¿Sí?
—Tengo una copia.
Se volvió lentamente, como si no estuviera segura de lo que acababa de oír.
—¿De qué?
—Del Texto.
Leslie no se apartó de la ventana, pero vio que le volvía la sangre a la cara.
—¿Cómo puede ser? —preguntó suspicazmente.
—Es una larga historia —dijo, preguntándose con qué historia podría salir del paso—. Luego te lo explicaré.
—¿Dónde la tienes?
—En el maletero de mi coche.
—¿En el maletero de tu coche? Harry, ¿qué clase de sitio es ése para ocultar algo?
—Iba a buscar un sitio mejor esta noche, pero, bueno… te interpusiste en mi camino.
—Pues más te vale ir a buscarlo, porque allí fuera hay alguien sentado en un camión.
Harry no vio a nadie.
A media manzana había una furgoneta gris, de «Jiffy Delivery Service». Pero el compartimiento del conductor estaba vacío.
—Están en la puerta de atrás —dijo Leslie.
—¿Cómo lo sabes?
—He visto el resplandor de una cerilla.
Harry se puso a pensar. ¿Lo sabrían? ¿Cómo? La llamada de Pete: podían haber intervenido la línea. ¿Qué había dicho Wheeler exactamente? Harry había sido cauto porque Leslie estaba en la habitación, pero ¿habría dicho Pete algo que pudiera comprometerlos?
—Vete a ver cómo está Ed. Yo esconderé los discos.
—¿Dónde?
—Todavía no lo he decidido —mintió. Sus ojos lo atravesaron, y él se preguntó si en ese momento no la habría perdido.
—Espera hasta que me largue —dijo—. Luego, llama a un taxi.
Harry fue hasta el garaje y abrió el maletero de su Chrysler para cerciorarse de que el Texto seguía allí. Había puesto cada disco en una funda de plástico y luego había metido las fundas en una nevera portátil. Tardó un rato en cerrar la nevera con cinta adhesiva. Satisfecho, añadió una pala y otras herramientas, cerró la tapa y regresó a la casa para ver si las cosas habían cambiado en la parte de delante.
La furgoneta seguía allí, pero no había ningún otro vehículo. Mientras observaba, Hal Esterhazy salió de la casa, fue hasta el final del porche y cogió el Post. Cuando Harry se volvió, Leslie lo miró de frente.
—Les has hecho una jugarreta, ¿verdad, Harry?
—Sí —afirmó.
—¡Dios mío, te encerrarán por el resto de tu vida si te atrapan, Harry! ¿Cómo se te ocurrió hacerlo? —Pero no pareció del todo contrariada. Fueron al garaje, y ella lo volvió a abrazar en un acto impulsivo que, de algún modo, contenía en sí la pasión de la noche anterior. Entonces Harry abrió el portón automático del garaje, puso el coche en marcha y salió rápidamente, dejando a Leslie dentro.
La furgoneta no se movió.
Harry condujo algo más rápido de lo habitual por la calle Bolingbrook y giró hacia el norte al llegar a la carretera. La mañana acababa de empezar y el tránsito era fluido.
Recorrió el paisaje de Maryland, buscando estrechos caminos rurales. El cielo empezó a ponerse gris y, cuando se detuvo en una gasolinera de Glenview para llamar por teléfono, comenzó a llover. Las gotas caían oblicuas contra los árboles y las plantaciones de tomate, y convirtieron en un cenagal el camino de tierra de la gasolinera que conducía a la cabina telefónica. Marcó el número de Rosenbloom.
—Todavía no ha llegado, señor Carmichael —dijo la secretaria del director.
Harry no apartaba la vista del camino por el que había llegado. Envuelto en remolinos de lluvia, se veía satisfactoriamente vacío.
—Dile que se me ha agravado la alergia —se excusó—. Iré mañana. —Lo cierto era que en esa época del año sus alergias solían ser peores que nunca. ¡Pero se sentía perfecto!
Tal vez fuera la tormenta…
Corrió bajo el agua hasta el coche y retrocedió hasta coger nuevamente la carretera de dos carriles.
Ya no sabía muy bien dónde se encontraba. La carretera era larga y recta y corría paralela a las vías del ferrocarril. Apenas había tránsito. De vez en cuando pasaba una furgoneta y una vez un Continental negro se le acercó mucho. Pero redujo la velocidad y el coche pasó a su lado, arrojándole un torrente de agua al parabrisas.
Se preguntó por la furgoneta. Los hombres de Maloney —o el FBI, para el caso— podrían no tener conciencia de su participación en el incidente, puesto que habían ido directamente a interrogar a Gambini.
A juzgar por las circunstancias, el infarto de Gambini podía parecer consecuencia de sus remordimientos. Pero, de todas formas, no tuvieron modo de enterarse de la verdad. Probablemente Ed no estuviera en situación de decirles nada. Mientras él y Wheeler mantuvieran la sensatez, no correrían peligro. Con el tiempo, y con suerte, la NSA aceptaría la posibilidad de que hubiese ocurrido algún tipo de accidente. ¿Estarían controlando la carretera entre Goddard y Fort Meade para buscar una explicación?
¿Estarían vigilando a los principales sospechosos para detectar señales de culpabilidad, como por ejemplo meterse en un coche y atravesar el estado de Maryland? Bueno, no le quedaba otra alternativa. Tenía que ocultar los discos en un lugar seguro.
De todos modos, pensó, Leslie pudo haberse equivocado con respecto a la furgoneta.
La lluvia había cesado y vuelto a comenzar. Harry llenó el depósito en una gasolinera Amoco de dos surtidores, junto a la que había una cafetería. Compró un Post en la expendeduría automática, entró, se sentó en el mostrador y pidió café con leche y donuts. El titular no cambió su estado de ánimo.
LOS RUSOS ORDENAN EL REGRESO DE SU EMBAJADOR
El Kremlin rechaza la demanda de indemnización por el Feldmann.
A través de la sucia ventana, Harry vio que la tarde se cubría de sombras. A lo lejos retumbaron los truenos. La lluvia empezó a caer con más fuerza; golpeó amenazadora sobre el tejado y corrió por las paredes agrietadas. La autopista se perdía entre las nubes, e incluso la gasolinera parecía borrosa. La sensación de seguridad de Harry creció en proporción a la lluvia.
Terminó el bocadillo, esperó unos minutos a que menguara la tormenta y arrancó el coche como un enloquecido. Mientras salía de la gasolinera, un Chevrolet gris se detuvo junto a los surtidores. En él iban dos hombres, y Harry tuvo un mal presentimiento. Uno de ellos bajó y Harry vio (o imaginó ver) que se esforzaba demasiado por no mirar a su Chrysler que partía.
Condujo a poca velocidad, tratando de parecer despreocupado, y miró por el espejo retrovisor hasta que perdió de vista la gasolinera. Cuando estuvo lejos, pisó a fondo el acelerador. Cogió el volante con firmeza. El paisaje empapado de lluvia pasaba a su lado como una exhalación y las ruedas parecían arar el agua que caía sobre el asfalto.
En el primer cruce, giró a la izquierda y luego, después de unos kilómetros, de nuevo a la derecha. La autopista se extendía vacía detrás de él.
Más de una vez, se preguntó si lo más prudente no sería sacar los discos, ponerles un lastre, tal vez, arrojarlos a uno de los arroyos fangosos que serpenteaban por el paisaje y acabar con el asunto de una vez.
Giró al sudeste, hacia la bahía de Chesapeake.
Finalmente amainó la lluvia. Las granjas fueron dejando paso a residencias, lujosas casas de ladrillo y pequeños pueblos con relojes en las torres, cafeterías McDonald’s y calles mayores orladas de tiendas. En Norton, se desvió a la izquierda en un cruce estrecho, se internó en el aparcamiento de un teatro y esperó para ver si alguien lo seguía. En Eddington dejó el automóvil aparcado en una calle, alquiló un Dodge y trasladó al maletero la nevera repleta de discos, la pala y las herramientas.
Cerca de Carrie’s Point creyó ver de nuevo el Chevrolet gris de la gasolinera, pero esta vez se alejaba de él hacia un desvío, de modo que no pudo estar seguro. Siguió avanzando.
En Newmarket volvió a coger la carretera 2, rumbo al sur, por entre rocas y colinas achaparradas.
El priorato de los norbertinos no podía verse desde la autopista ni siquiera en las mejores condiciones. Con niebla y lluvia, incluso el borde del risco era invisible.
Harry giró a la izquierda, pasó la vieja casa de piedra e inició el ascenso por la colina. A finales de la primavera, la vegetación tendía a cerrarse sobre el camino sinuoso y uno tenía la sensación de estar atravesando un túnel. Largas hojas planas y filosas querían tragarse el coche y la lluvia no cesaba de golpetear entre el follaje. El muro de piedra y la cerca estaban cubiertos de musgo y arbustos, casi imperceptibles para un automovilista que se internara en el terreno de los norbertinos. Los árboles se abrieron, pero no le importó mucho: la bruma se cernía espesa sobre la hierba y las dos grandes casas parecían no tener contornos.
Las sorteó cuidadosamente y se desvió al oeste. Los olmos que escoltaban el albergue se acurrucaban contra la embestida de la tormenta. Harry disminuyó la velocidad unos veinte metros después de pasar el edificio y se internó en el césped, hasta donde pudo llegar: terminó el camino y, más allá, el terreno descendía bruscamente.
Sacó la pala y la azada del maletero y dejó los discos hasta que estuviera listo lo otro. Descendió la ladera tambaleando. Entró en el bosque, siguiendo una senda que iba en dirección general hacia la derecha, y continuó la marcha hasta que dio con la casa de la bomba. Todo seguía como aquel día que él y Julia se refugiaron allí. La pala seguía colgando del clavillo, pero, prudentemente, Harry había preferido traer la suya. También el montón de arpilleras que esa noche había tendido sobre el suelo de madera sin terminar continuaba en el mismo sitio. El lugar estaba seco y la tierra que había debajo de los tablones no mostraba signos del diluvio que venía cayendo desde la mañana.
Escogió un rincón alejado de la puerta y de la única ventana. Levantó algunos tablones del suelo, procurando no romperlos y, temblando bajo la ropa empapada, comenzó a cavar.
La tormenta había amainado un poco, pero del Chesapeake se alzaba una ventisca bravía que machacaba contra la casucha ruinosa y dispersaba la niebla. De pronto, las casonas se dejaron ver claramente por entre los árboles.
Harry pensó que con el tiempo, cuando todo se hubiese olvidado, volvería a recuperar el Texto. Para entonces ya sabría cómo guardarlo permanentemente, dónde ocultarlo hasta que el mundo hubiera cambiado lo suficiente para utilizar los datos de Hércules sin correr peligro. O, quizás, hasta que surgiera un grupo al cual pudiera confiar el poder que había en los discos. Harry había pensado incluso en la posibilidad de fundar una organización, y transmitir de generación a generación los secretos de las estrellas.
Como los rosacruces, pensó con una sonrisa triste. La Sociedad Carmichael.
Siguió cavando.
Y se dio cuenta de que seguía sin estornudar.
A pesar de la larga travesía por zonas rurales, no sentía reacciones alérgicas.
Ahora que pensaba en ello, tampoco había tenido problemas el día anterior. Normalmente, esa clase de experiencia le habría valido una semana en cama. Bueno, tal vez por fin las cosas comenzaran a cambiar.
Ya había cavado unos dos metros, pero estaba tan enfrascado en sus cavilaciones que no advirtió que se acercaba un coche. Cuando el motor se detuvo levantó la vista, pero como en realidad no lo había escuchado, al menos conscientemente, se encogió de hombros y siguió cavando.
Lo único que escuchaba era el chocar de la pala, su respiración y la tormenta.
No se permitió un solo descanso: no se sentiría a salvo hasta que los discos estuvieran bajo tierra, las tablas ocuparan su lugar y él regresara a su casa. Pero comenzaban a dolerle los hombros y los brazos, y pensó en detenerse unos minutos —ya casi había llegado a la profundidad necesaria y le habría gustado terminar y marcharse de allí— cuando escuchó el chirrido de un gozne. La puerta de la casucha se abrió de un empujón y Harry se encontró con los ojos cansados de los hombres que había visto en el Chevrolet.
Eran hombres silenciosos y eficientes, iban bien afeitados y vestían ropas de cazador. El más alto parecía un detective; era esbelto, de sonrisa fácil y cabello rubio. Su compañero, mayor, dio un paso adelante y preguntó como de pasada si su nombre era Carmichael.
Harry sopesó sus posibilidades de vencerlos. Pero lo detuvo toda una vida de respeto a los agentes de la ley.
—Sí. ¿Qué quieren?
El hombre que había hablado sacó una credencial.
—FBI —dijo—. Léele sus derechos, Al.
—¿Qué demonios sucede? —exigió Harry con el mejor tono de indignación que le fue posible.
—Queremos hacerle algunas preguntas. —Leyó a Harry la advertencia Miranda, que llevaba escrita en una tarjeta plastificada—. ¿Comprende sus derechos? —preguntó.
—Sí —dijo Harry.
—Muy bien, señor Carmichael. ¿Qué iba a meter en ese hoyo?
La furgoneta seguía allí.
Leslie la observó a través de las cortinas mientras Harry se alejaba. Después consideró el mejor modo de marcharse. La casa tenía una puerta trasera y los patios traseros del vecindario no estaban cercados. Podía hacer que la casa se interpusiera entre ella y la furgoneta, atravesar la propiedad contigua y probablemente asomar a la calle siguiente sin ser vista. Pero el césped estaba mojado, eran las primeras horas de la mañana y estaba en mitad de un barrio residencial sin medios de transporte.
Por otra parte, ¿por qué dejarse involucrar en esto y comportarse como una fugitiva? Después de todo no había hecho nada malo. Pero la furgoneta esperaba, y ahora estaba razonablemente segura de que la persona que había encendido la cerilla seguía dentro.
Leslie cogió el teléfono y pidió un taxi. El vehículo apareció veinte minutos más tarde y se metió en el porche. Cerró la puerta del frente y fue hasta el vehículo que la esperaba, probablemente al alcance de las cámaras que la debían de estar vigilando.
Bueno, pensó, me estoy jugando la reputación. Los ojos del conductor se posaron en ella mientras subía al automóvil.
—A Goddard —ordenó.
Se preguntó si entrarían a requisar la casa ahora que ella se había marchado.
¿Habrían sabido todo el tiempo que ella se encontraba allí? ¿Pero por qué tendrían interés en Harry? De algún modo, sabrían que él tenía el Texto en su poder.
Estaba impresionada. Sabía sin asomo de dudas que Harry había estropeado su vida y puesto en peligro la misma carrera de Leslie. Pero se sentía feliz de que lo hubiera hecho.
Harry acabaría en prisión. Probablemente por mucho tiempo. Se dedicó a contemplar la lúgubre perspectiva durante todo el trayecto hasta el Centro Espacial, y cuando salió del taxi, ante su vivienda de Venture Park, tenía los ojos enrojecidos.
Recuperó su automóvil y, cuarenta minutos más tarde, lo volvió a dejar en el aparcamiento del Hospital St. Luke.
En la mesa de recepción había una solícita empleada de mediana edad, de tez pálida. Miró a Leslie entrecerrando los ojos a través de sus bifocales.
—¿En qué puedo ayudarla?
—Soy la doctora Davies —dijo—. Un conocido, el doctor Edward Gambini, ha ingresado esta noche en el hospital. Problemas cardíacos. Quisiera verlo, o hablar con alguien que conozca bien su estado clínico.
—¿Es paciente suyo, doctora? —preguntó la recepcionista, levantando ostensiblemente la vista hacia el reloj. Eran las siete y veinticinco.
—Sí —dijo, arrojando por la borda su ética profesional con más soltura de la que hubiera creído posible.
La mujer consultó la pantalla.
—Está en la habitación cuatro dieciséis. Pero su médico es el doctor Hartland, que no llegará hasta las diez. El paciente puede recibir visitas —dijo, tranquilizándola—, pero a partir de las nueve. ¿Quiere hablar con alguna de las enfermeras?
—Sí, gracias.
La enfermera le informó que el doctor Gambini se encontraba despierto.
—Pero en este momento lo acompaña el capellán. ¿Es usted su médico personal?
—Sí. ¿Cuál es su estado de gravedad? —La mención del capellán la alarmó.
—El padre pasaba por aquí —dijo la enfermera, con tono vacilante—. Estoy segura de que el doctor Hartland no tendrá inconveniente en que vea al doctor Gambini.
—Gracias —dijo ella—. Iré a examinarlo.
Las persianas estaban cerradas y Gambini yacía pálido bajo las sábanas del lecho.
Tenía los ojos cerrados. En un rincón, por encima de su cabeza, parpadeaba la pantalla de un televisor. Estaba dispuesta de forma tal que el paciente pudiese verla, pero al parecer se había quedado dormido con los audífonos puestos. El capellán resultó ser Pete Wheeler, vestido de negro hábito clerical.
—Las enfermeras siempre hacen esa suposición —se disculpó inocentemente.
—Hoy soy doctora en medicina —aclaró ella, inclinándose sobre la figura inmóvil de Gambini—. ¿Ed?
Abrió los ojos, y ella se alegró de que estuviera lúcido.
—Hola —le dijo—. ¿Cómo estás?
—No muy bien. —Su voz era áspera y cavernosa—. Esos imbéciles cretinos lo han perdido todo, Leslie. No sé si te lo vas a creer. —Miró a Wheeler—. Díselo, Pete.
—Es cierto —confirmó el sacerdote—. Han borrado los dos juegos de discos.
—Todo perdido —dijo Gambini—. Eso no habría sucedido si con esas malditas medidas de seguridad no nos hubiesen prohibido sacar más copias. —Se le quebró la voz y estuvo tosiendo fuertemente durante un par de minutos.
—No hables —le ordenó Leslie.
Pero él sacudió la cabeza de lado a lado, y las lágrimas le anegaron los ojos.
—Creen que fue un ataque cardíaco —explicó—. ¿Sabes cuándo sucedió? Delante de Maloney. Por Dios, me sentí tan incómodo que casi me muero. —Sus profundos ojos hundidos se posaron en Leslie. Pensó en lo que había dicho y soltó una risita.
Leslie se echó a reír y le apartó el cabello de la frente.
—Te pondrás bien.
—Está estupendo —aseguró Wheeler—. Quieren hacerle análisis, pero el doctor dice que no tiene de qué preocuparse.
—Pete —dijo—. En la NSA necesitarán algo de ayuda. Lleva un par de nuestros colaboradores. Tú sabes quiénes. Habla con Harry, él podrá arreglarlo. Tal vez logren salvar algo. Ve tú también. Creo que ahora serán menos inflexibles. ¡No puedo creerlo! —exclamó, frotándose los ojos. Perdió interés en sus visitantes y apretó con rabia los dientes y los puños.
—¿Qué clase de sedante le están administrando? —preguntó Leslie.
Wheeler no tenía idea.
—En todo caso, no basta para tranquilizarlo. Creo que tú y yo debiéramos salir de aquí y dejarlo descansar. Pero antes puedo hacer algo por él. —Le cogió la mano izquierda y comenzó a acariciársela hasta que él la miró—. Oye, Ed. Harry tiene una copia. No se ha perdido.
La expresión de Gambini tardó en cambiar, pero el sacerdote pareció haber sido sacudido por un golpe devastador.
—¿Harry tiene una copia? —preguntó incrédulo.
Leslie comprendió de inmediato que había cometido un error. Pero no le cabía sino decir la verdad.
—En este momento debe estar ocultándola en algún sitio, por un tiempo.
—¡Harry, qué genio! —dijo Gambini—. ¡El hijo de puta se ha anotado un tanto! —El rostro se le iluminó con una sonrisa.
—¿Quién más lo sabe? —preguntó Wheeler.
—Posiblemente Maloney. Esta mañana había alguien vigilando la casa de Harry.
—Y Harry está tratando de ocultarlo… ¿Sabes dónde?
Gambini trató de incorporarse, pero Leslie lo contuvo.
—No —dijo. Y si lo supiera, no os lo diría, pensó—. No tengo ni idea.
Wheeler permaneció en silencio unos instantes.
—Pues yo creo saberlo. —Se puso de pie y se encaminó hacia la puerta.
—Yo iré contigo, Pete —dijo Leslie.
—No es necesario. ¿Por qué no te quedas aquí con Ed?
—Estoy demasiado preocupada para mantenerme al margen de esto. Me gustaría ir.
—Bueno, como quieras —accedió Wheeler, al ver que no le sería fácil disuadirla—. Pero antes debo pasar por mi casa.
Cuando Wheeler estaba en Washington, solía residir en la Universidad de Georgetown. Pero el Centro Espacial también le había proporcionado una casa, y durante los últimos meses, el sacerdote había estado repartiendo su tiempo entre ambas residencias.
Había dejado el maletín con el electroimán en la sala de visitantes de la Universidad, donde consideró que estaría razonablemente seguro hasta que tuviera tiempo de deshacerse de él. Lo fue a buscar y lo llevó al coche en el que lo esperaba Leslie.
—Vamos —dijo.
—Muy bien. —Avanzó por la avenida Wisconsin—. ¿Por dónde cojo?
—Vamos a la bahía de Chesapeake. Ve por Beltway.
En sus buenos momentos, Wheeler era un hombre taciturno, pensativo, meditabundo. Pero durante el largo viaje hasta el priorato de Saint Norbert, pareció sumido en una profunda depresión. Leslie, como todos, lo conocía lo suficiente para comprender que para él habría sido mejor que el Texto se destruyera. Pero su desencanto parecía aún más profundo, y parecía incluir un elemento de amargura.
—¿Adónde vamos? —preguntó ella.
—Sobre la bahía hay un lugar —explicó, mientras pasaban por Billingsgate—. Harry me dijo una vez que sería un sitio perfecto para ocultarse del mundo. No sé en qué estaría pensando entonces, pero es posible que esta vez también haya pensado en él. Ya veremos.
Tuvieron que detenerse en Caronsville por un choque entre un trailer y una motocicleta. El trailer llevaba papel de prensa, y durante más de un kilómetro la carretera quedó tapizada de rollos de papel. Después de una hora, la policía logró despejarla un poco y avanzaron por un solo carril. La lluvia seguía cayendo copiosamente. Wheeler iba con los brazos cruzados, contemplando con aire tétrico la carretera resbaladiza.
Llegaron a Basil Point hacia el mediodía, cuando el cielo comenzaba a abrirse. Al girar por la carretera 2, Leslie cogió la curva con cierta brusquedad, hundió la rueda derecha en el barro y las hojas mojadas y volvió el vehículo al asfalto.
—Tranquila —la serenó el sacerdote—. No tiene sendo que nos matemos.
Subieron por el promontorio y rodearon las dos cascadas. Por delante, bajo un telón de árboles, Leslie vio un albergue.
Debajo, mirando a la escarpada ladera, había dos coches aparcados, uno al lado del otro.
—Párate aquí —dijo Wheeler.
Estaban en medio de un campo.
—¿Por qué?
—¡Aquí! —repitió con inesperada exasperación. Y entonces, al ver que ella protestaba, aclaró:
—El coche de Harry no está aquí, y ninguno de esos dos vehículos pertenece al priorato.
—Tal vez alquiló uno…
Bajaron y echaron a correr por el césped mojado.
—Llegamos demasiado tarde —gruñó Wheeler.
Uno de los vehículos tenía una radio de largo alcance. Y debajo del asiento delantero había una luz giratoria portátil.
—Es una sirena —dijo Leslie. Rodeó el segundo coche sin que nada le llamara la atención, miró por la ladera de la colina a los árboles que había cerca y se volvió al albergue.
—No —dijo Wheeler—. No es por allí. —Siguió de pie ante los automóviles, contemplando las copas de los árboles. Era una pendiente abrupta, tapizada de hierba crecida. Al pie, unos cincuenta metros por debajo, los árboles volvían a crecer.
El viento les acercó voces. En la quietud, parecían venir de todas las direcciones.
—Lo cogieron con los discos —dijo el sacerdote en voz muy baja—. Les, debemos rescatarlos.
—¿Rescatarlos? Pete, yo he venido a rescatar a Harry. Por mí, pueden quedarse con los discos.
—Desde luego —se disculpó Wheeler—. A eso me refería.
Se miraron con extrañeza. Pete comenzó a respirar más serenamente.
—Desciende la colina —dijo—. Por favor. Yo veré cómo puedo distraerlos. Haz lo que puedas…
Leslie se marchó antes de que Wheeler terminara de hablar.
La hierba estaba resbaladiza bajo sus pies, pero logró descender velozmente y llegar hasta los árboles de abajo. Las voces se habían detenido, pero oía los pasos de alguien. Wheeler ya no estaba arriba, y lo único que podía ver era el albergue y los parachoques de los dos coches.
La luz del sol comenzó a filtrarse entre las ramas y algo zumbó alrededor de su cabeza.
—¡Por aquí! —gritó alguien—. ¡Por aquí está seco!
Y entonces vio a dos hombres con chanclos que caminaban en fila y llevaban en medio a Harry, nada feliz, por supuesto. El más alto de los dos, el que iba detrás, miraba al prisionero (eso lo pensó ella) casi con compasión. El que marchaba delante pisaba muy fuerte entre los arbustos y la hierba alta, con evidente irritación. Todo hacía pensar que se trataba de agentes de la policía: observaban sistemáticamente los árboles que los rodeaban y caminaban con el andar resignado de los policías cuando acaban de arrestar a un reo.
Afortunadamente, el reo no estaba esposado.
Se acercó y se agazapó detrás de un roble. Pasaron tan cerca de ella que podía haber tocado a Harry con alguna rama corta. Miró un momento en su dirección, pero Leslie no se atrevió a dejarse ver.
Cuando salieron de la espesura y comenzaron a ascender la ladera, Leslie quedó a espaldas de ellos.
Esperó ansiosamente, preguntándose qué podría hacer Wheeler para distraer a los agentes para que ella pudiera llevarse a Harry. Todo su mundo estaba a punto de derrumbarse: ella, el sacerdote, Harry… Los tres aparecerían en los noticiarios de la tarde, escoltados por policías, entrando en alguna sala de justicia. Ella se cubriría el rostro con un periódico, y la condenarían a ocho años.
Juró azotar a Harry y a Wheeler si tenía la oportunidad. Pero ¿cómo podía enfadarse con Harry, quien incluso entonces parecía estar buscando una ocasión para fugarse? El agente que iba delante se lo quedó mirando y le dijo algo. Pero Harry, que los contemplaba desde arriba pues era más alto, mantuvo una expresión de abierto desafío que no parecía encajar con su personalidad.
El agente más alto se detuvo y miró hacia donde estaba Leslie. Ella se había trasladado desde el roble hasta una cortina de follaje que de pronto pareció transparente por completo. Siguió mirando hasta que Harry también dirigió la mirada hacia el lugar.
Finalmente, el agente se volvió. Leslie se puso de pie y quedó completamente a la vista.
En un gesto que Leslie recordaría toda su vida, Harry no reaccionó.
Habían avanzado unos pasos más cuando el coche de los agentes, el Chevrolet, asomó por el risco y comenzó a rodar lentamente colina abajo. Los agentes reaccionaron rápidamente. Uno permaneció con Harry mientras el otro, el pelirrojo, trepaba para llegar hasta el vehículo. El coche iba ganando velocidad.
Leslie fue hasta ellos. Harry la vio llegar y el agente que iba con él detectó algo en sus ojos. Comenzó a volverse hacia ella, flexionando una rodilla casi a modo de reflejo, pero Harry le dio una patada en el trasero y lo lanzó por los aires. El policía salió disparado por delante de Leslie.
—¡Arriba de la colina! —gritó Leslie, echando a correr.
El pelirrojo, sin saber lo que había ocurrido, corría al lado del Chevrolet. Alcanzó a abrir la puerta, pero no pudo entrar en el vehículo. Cogió el volante justo cuando el coche rebotó contra una roca y salió expulsado en dirección opuesta. El agente fue arrastrado por el impulso del vehículo y lanzado hacia abajo.
Wheeler esperaba junto al coche que Harry había alquilado.
—¿Dónde están los discos? —preguntó.
—En el maletero —respondió Harry mirando incómodo al sacerdote.
Al pie de la colina, los dos hombres se habían recuperado y echaban a andar hacia ellos. Su coche había quedado encajado entre dos troncos.
—¡Larguémonos! —dijo Wheeler, subiendo al asiento trasero del otro vehículo—. Leslie, deberías sacar tu automóvil de aquí. Averiguarán que es tuyo…
Harry había puesto en marcha el motor. Leslie vaciló, y luego ocupó el asiento delantero, junto a él.
—¡Al cuerno con mi coche! —dijo—. Ya saben quiénes somos.
Mientras retrocedían, salpicando grava en todas direcciones, Harry alcanzó a ver el maletín de Wheeler, que el sacerdote había posado en el asiento trasero. El corazón le dio un vuelco.
Max Gold encendió un cigarrillo.
—¿Qué piensa hacer? —preguntó. El presidente apartó la silla de la mesa y cruzó las piernas. Su chaqueta descansaba sobre el diván donde la había arrojado informalmente, minutos antes. Se había arremangado hasta la mitad del brazo y llevaba la corbata floja. Pero lucía un aire misteriosamente contento.
—¿Qué harías tú, Max?
—Nuestra prioridad es recuperar el Texto de Hércules —dijo.
—Así parece.
—Y tenemos que evitar que los soviéticos se enteren del incidente.
—El KGB ya sabe parte de la historia.
—¿Qué parte? —La brasa del cigarrillo de Gold se avivó.
—Que cuando los discos llegaron a la NSA estaban borrados.
—¿Cómo demonios pudieron enterarse de eso? —explotó el secretario—. Por todos los santos, John, cuando descubra al hijo de puta que pasó esa información, hágale colgar. —Contempló al presidente con gesto enojado—. ¿Podría decirme cómo puede hacerle gracia una cosa semejante?
—Pues verá, Max —dijo Hurley—. Creo que yo soy el hijo de puta que usted quiere colgar.
—¿Usted? —Gold se quedó con la boca abierta.
—Pasamos la información al coronel Bridge.
El secretario de Estado se quedó estupefacto. Bridge era un agente soviético infiltrado en el Pentágono. Era la mayor penetración que había conseguido introducir el KGB en el gobierno norteamericano. Los servicios de contraespionaje tenían conocimiento de ello desde hacía años. Pero habían preferido dejar al espía en su cargo e incluso darle ocasionalmente secretos sin valor (y a veces no tan sin valor) para que conservara la credibilidad ante sus superiores soviéticos y para mantenerlo disponible como conducto cada vez que Estados deseaba pasar información falsa al Kremlin.
—¿Por qué? —preguntó Gold desconcertado—. En nombre de Dios, John. ¿Por qué dejó pasar eso?
—Porque permitirá aflojar la tensión de la gente que, en Moscú, nos metió a nosotros y metió a los soviéticos en este callejón sin salida. Si ya no hay Texto, es imposible que se lo podamos dar.
—¿Y qué hay con respecto a ORION?
—¿La lanzadora de partículas? No me importa que puedan tenerlo. Lo que me preocupa es la forma de dárselo. Tal vez también podamos entregárselo a través de Bridge. —Su buen humor se hizo más potente—. Después podríamos sorprender a Bridge, hacer un juicio bien ostentoso, armar un escándalo público y todo eso. Los soviéticos no dudarían entonces de que todo lo que recibieron de él fue auténtico, incluida la información de que los discos se perdieron. Y así terminaría todo.
Gold sintió que alguien le quitaba un peso de encima.
—De todas formas, nunca pensé que los soviéticos nos atacarían realmente.
—Tal vez. Es una pregunta que cada uno podrá hacerse en su fuero interno.
—De modo que ahora lo único que resta es conseguir los discos duplicados de Carmichael. Y asunto concluido.
—Max, Max… —El presidente cogió una botella de coñac y dos copas—. Nos hemos librado de ellos —dijo, mientras quitaba el corcho y llenaba las dos copas—. ¿Para qué querría otra vez los discos?
—Pero no se ha librado de ellos —adujo Gold—. El KGB no va a tragarse todo esto tan fácilmente sin indagar un poco más. Los discos podrían terminar en manos de ellos…
—Sí —aceptó Hurley—. Es posible. Pero aquí no se trata de Harry Carmichael. El que está detrás de todo esto es Pete Wheeler.
—¿El sacerdote?
—Sí. Carmichael no habría hecho todo esto solo. Hemos examinado su vida minuciosamente, Max. Harry es un hombre corriente, que siempre ha mostrado sumo respeto por la autoridad. No, el que quería destruir los discos es el sacerdote. Y él sabía cómo hacerlo. Carmichael nunca habría podido encontrar el medio idóneo. Pero no creo que estuviera decidido a destruirlo todo. Por eso se las ingenió para obtener una copia y sacarla del centro espacial.
—¿Y cree que la guardará a salvo del KGB?
—Te preocupas demasiado, Max. El KGB cree que desaparecieron. No tienen razones para pensar que puede haber sido de otra manera. Y conociendo a Wheeler como lo conozco, pienso que en estos momentos esa copia también habrá sido borrada.
Gold comenzó a reír.
—¿Entonces todo ha terminado?
—Creo que sí.
—¿Qué hará con Carmichael?
Hurley suspiró.
—Harry me cae bien. Pese a todo, me cae bien. Los soviéticos querrán que mantengamos todo este asunto en silencio. O sea que nada de detenciones ni de juicios.
Ya he dado órdenes a los sabuesos para que abandonen la persecución. Para mantener las apariencias, tendremos que sancionar a Harry administrativamente, y en silencio. Su carrera, por supuesto, no va a ascender más allá de donde llegó. Tal vez dimita. Si no lo hace, quizá tengamos que darle algún trabajo en la frontera con Canadá. Algo en Inmigración.
Cruzaron Maryland a toda velocidad hacia el oeste, rumbo al Potomac.
—En Hay’s Landing hay un transbordador —dijo Wheeler.
Llovía de nuevo. El agua se abatía desde el cielo gris sobre los bosques ya inundados.
—Tendremos que detenernos en algún sitio para que Harry se mude de ropa. Está empapado —dijo Leslie.
—¿Cómo llegamos al ferry? —preguntó Harry.
—No tengo ni idea. No sé muy bien dónde estamos.
—Yo tampoco sé muy bien por qué escapamos —intervino Leslie—. Después de todo no hay ningún sitio adonde podamos ir…
Harry miraba los postes de telégrafo. Lo atraían hipnóticamente. Eran símbolos de un mundo que desaparecía, de un mundo sólido, ordenado, sin complicaciones. Wheeler había hablado poco desde que dejaron el priorato. La tensión entre ambos hombres era palpable, y Leslie empezó a darse cuenta de que había cosas que no sabía.
Harry se sentía frustrado. Había empleado su mejor criterio, había hecho lo correcto, y así y todo se sentía culpable.
—No pude dejar que los destruyeras, Pete —dijo por fin. Y finalmente Leslie, lo comprendió todo.
—Voy a terminar lo que comenzamos, Harry —dijo el sacerdote.
Se acercaban a un cruce. En un recodo había una gasolinera abandonada. El herrumbroso cartel de Texaco se hundía en la tormenta. No había surtidores y a un lado del edificio se veían unas viejas cubiertas de neumáticos. En una de las entradas había un viejo Ford desvencijado.
Harry oyó por segunda vez los duros resortes de la cerradura del maletín.
—Pete —dijo, girando hacia la gasolinera y deteniendo el coche bruscamente—. No es lo que quieres hacer…
—Tienes razón, Harry. No quiero hacerlo, pero no me queda otra alternativa.
—Tienes una segunda oportunidad, Pete. Esta vez no habrá marcha atrás.
Leslie giró en su asiento y examinó el electroimán.
—¿Así lo habéis hecho?
—¿Cómo te las ingeniaste para hacer el cambio? —preguntó Wheeler—. Pensé que lo habíamos calculado todo.
—Éste es el juego de la biblioteca —explicó Harry—. Lo que tú borraste fueron los discos que Baines ya había inutilizado antes.
Wheeler sonrió débilmente. Agarró el maletín con firmeza y puso el dedo sobre el interruptor. Harry cerró los ojos, como si esperara oír un disparo.
El semblante del sacerdote podría haber sido el de un confesor sumido en la iniquidad y la estupidez de la especie humana.
—Así que al final tendré que ser yo quien lo haga…
—Escucha, Pete. Espera. En todo esto hay cosas que ignoras. —Sintió que Leslie se tensaba a su lado, y se preguntó si no estaría a punto de saltar sobre el sacerdote. Pero era imposible. Wheeler mantenía una mano firme sobre el brazo de la mujer—. No tenemos que entregar el Texto a nadie. Podemos ocultarlo en algún sitio, hasta que el mundo esté preparado para conocerlo. Podemos enterrarlo en un desierto, depositarlo en una cámara acorazada. No me importa. Pero no debemos destruirlo.
—Pueden pasar siglos hasta que la humanidad esté preparada —adujo Wheeler—. Y, mientras tanto, tal vez alguien podría encontrarlo. O tal vez te traicionaran aquellos a quienes confiaras el secreto. No, hay demasiados riesgos.
—Son más los beneficios que los riesgos, Pete. Y hay algo más que no sabes. No seremos sólo nosotros, este mundo, el que sufra las consecuencias si oprimes ese botón.
La indecisión se reflejó en los ojos de Wheeler.
—¿Qué otra cosa desconozco?
—La naturaleza de quien envió el mensaje. Pete, nadie podía comprender lo que estaban haciendo allí en el vacío, cómo habían hecho los altéanos para escapar de su galaxia madre, ni por qué parecía imposible que existiese tal galaxia. Nos empeñamos en considerarlos una especie como nosotros mismos. Pero creo que en realidad estamos ante una criatura que busca a alguien más y que piensa en un universo vacío.
¿Recuerdas la lección del SKYNET? Todos esos mundos estériles… Literalmente, miles de planetas como la Tierra, embebidos en anhídrido carbónico o cubiertos de cráteres.
»Así debe ser en todo el universo. Y tal vez, cuando hayamos avanzado aún más, ese vacío se apodere de todos nosotros, como ya sucedió con Gambini, como debe de haberles ocurrido a los altéanos. Así que ellos cogieron su sistema planetario y se dedicaron a buscar, no ya a través de las estrellas, pues las posibilidades de encontrar vida allí eran muy escasas, sino a través de las galaxias. Y usaron el método de sondeo más práctico que se les pudo ocurrir.
—El Texto… —dijo Wheeler.
—Sí. ¿Cuánto tiempo habrán estado allí? Tú estuviste de acuerdo en que Alpha y Gamma eran soles artificiales. El sistema del pulsar es inestable, de modo que les quedaban dos alternativas: o bien encontrar la forma de estabilizarlo, o bien crear un nuevo sistema cada varios millones de años. Pete, ¡están buscándonos! Si oprimes ese botón, si destruyes el Texto, nunca podremos responderles. Porque nunca podremos convencer a nadie de la verdad. Y ¿quién invertirá dinero en un proyecto para enviar una señal de radio que tarde un millón de años en llegar a su destino?
—Harry —dijo el sacerdote—. Con los discos o sin ellos, a nadie le importará.
¿Cuál es la diferencia?
—Seríamos mucho más persuasivos si tuviéramos un registro de la transmisión, Pete. —Harry se relajó un poco. Estaba venciendo—. Hay algo más —agregó—. Leslie siempre ha dicho que tenía la sensación de estar escuchando a un hombre solitario en una torre, no a una especie. Pete, hay evidencias razonables de que los altéanos son cierta clase de criatura grupal. Una sola entidad intelectual. —Harry se había vuelto en su asiento para quedar cara a cara con Wheeler—. Hay un único alteano. No está sujeto al tiempo. Es inmortal. Y está solo.
La lluvia golpeteaba contra el coche.
Wheeler cerró el maletín.
—Probablemente esto sea un error —dijo.
Harry volvió a respirar de nuevo. Leslie le estrechó la mano, se reclinó contra su asiento y agarró la mano de Wheeler.
—Lo que ahora se impone es conseguir otro vehículo —anunció Harry—. Uno que no estén buscando.
—Podríamos robar uno —comentó Leslie.
—Tal vez no fuera mala idea —dijo Harry con una sonrisa.
—¿Qué hacemos con el Texto? —recordó Wheeler.
—¿Qué os parece la consigna de alguna estación de autobuses? —sugirió Leslie—. Cuanto más pronto nos lo saquemos de encima, mejor.
—Me parece que ves demasiada televisión —opinó Harry.
Cruzaron el Potomac en el hovercraft de Hay’s Landing, y en Triangle alquilaron otro vehículo a nombre de Leslie, para despistar a los perseguidores. Harry consiguió por fin unas ropas secas, se cambió en los servicios de un bar y compró un plano de carreteras.
Se dirigieron al norte, hacia Manassas.
Finalmente el cielo se despejó, aunque el sol no se decidía a asomar.
—Tengo una idea —dijo Wheeler de pronto—. Se me ocurre un sitio donde podríamos guardar los discos durante mucho tiempo.
—¿Dónde? —preguntó Harry, escéptico.
—Confiémoslos a la Iglesia, que tiene experiencia en estos asuntos. Un momento. Antes de que digáis nada, escuchad: hemos forjado nuestra reputación transmitiendo los elementos esenciales de la civilización clásica a la Europa del Renacimiento. Comparado con eso, esto es juego de niños. Harry, Les: hay una parroquia en Carthage. Es un pueblo pequeño. El pastor de la parroquia es un viejo amigo mío.
—¿Quieres ocultar el Texto en una iglesia?
—En el altar de piedra, Harry. ¡Dentro del altar! —Se inclinó impetuoso hacia delante—. No hay un lugar más seguro.
Leslie asintió.
—Si podemos llegar hasta allí —observó Harry.
—Vete por caminos rurales —aconsejó Leslie.
Harry manifestó su aprobación.
—Hay algo más, Pete. Quisiera retirar el disco de Hakluyt y entregárselo.
—Por mí no hay problema —dijo Wheeler.
—¿Y tú, qué opinas, Les?
—Hazlo.
—Creo que podrá curar a mi hijo la diabetes, a su debido tiempo.
—Tengo mis dudas al respecto —repuso Wheeler.
Y tal vez estuviera en lo cierto: Harry tuvo que ponerse las gafas cuando decidió consultar el plano. Al parecer, el suero no había surtido efecto.
Respiró hondo, aspirando aire húmedo y cargado de polen en sus pulmones, tanto tiempo hostigados por toda clase de alergias. Y el aire le pareció agradable y limpio.
MONITOR
Milton ha descrito una escena, en el octavo libro de El paraíso perdido, me parece recordar, que tal vez pueda aplicarse bien a esta situación. Dios y Adán estaban conversando, y Adán se lamentaba del paisaje, de su situación económica, de esto y de aquello. Y entonces se quejó de que estaba solo.
—Únicamente puedo hablar con los animales —protestó.
Y Dios le prometió que se ocuparía de ello. Pero creo que luego debió pensar bastante sobre la cuestión.
—Adán —dijo—, ¿quién está más solo que yo, que en todo el ancho mundo no tengo quien se me iguale?
Damas y caballeros, éste es precisamente el dilema del ser maravilloso que recientemente se ha tomado tantas molestias para captar nuestra atención.
Observaciones finales sobre la naturaleza de los altéanos, a cargo del reverendo Peter Wheeler, O. Praem., en la convención anual de la Asociación Filosófica Americana de Atlantic City, correspondiente al mes de noviembre.