2

Si Edward Gambini había estado despierto toda la noche, no se notaba. Se abrió paso sin pérdida de tiempo a través del centro de operaciones, movido por una indómita energía. Era un hombre delgado, con aspecto de pájaro e inquietos ojos de gorrión. Poseía una dignidad casi propia de las aves, un agudo sentido de su lugar en la vida, y esa cualidad que los políticos llaman carisma, y los actores, presencia. Gracias a esta característica, unida a su sutil sentido de la oportunidad en cuestiones políticas, el verano anterior había sido encargado del proyecto sobre pulsares, por encima de otros candidatos más experimentados. Harry era considerablemente más alto que Gambini, pero cuando estaban juntos la gente no se daba cuenta.

A diferencia de casi todos sus colegas, quienes admitían muy a regañadientes la ventaja de llevarse bien con los administradores, Gambini se sentía realmente a gusto en compañía de Harry Carmichael. Cuando a veces Carmichael se lamentaba de su falta de preparación formal (había dejado a mitad la especialización en física en la Universidad del Estado de Ohio), Gambini le aseguraba que debía sentirse contento por ello. Nunca daba explicaciones, desde luego, pero Harry sabía a qué se refería: sólo una mente privilegiada (como la del propio Gambini) podía sobrevivir al trabajo constante en la ciencia especializada sin perder la frescura intelectual. El agudo sentido del humor de Harry y sus opiniones a veces sorprendentes jamás habrían podido salir intactas de un detallado estudio del Método Schmidt-Hilbert o del Teorema de Bernoulli.

Gambini reconocía con agrado que las personas que se dedicaban al trabajo de Harry ocupaban un lugar válido en el mundo. Y, bien lo sabía Dios, era bastante difícil dar con administradores racionales.

Harry apareció poco después de las nueve, con un bollo de canela en la mano. Era para Gambini, quien, según sus cálculos, debía de estar sin comer un bocado.

Cord Majeski estaba sentado ante un monitor, con la mandíbula oculta bajo la palma de una mano, mientras por la pantalla corrían hileras de caracteres que no seguía con la mirada. Los demás —operadores, analistas de sistemas, expertos en comunicación— parecían más absortos en sus tareas que de costumbre. Incluso Angela Dellasandro, el alma máter del proyecto —alta, esbelta, de ojos negros—, miraba una consola con gran concentración. Gambini se apartó del resto y mordió el bollo con voracidad.

—Harry, ¿podrías conseguir que esta noche tuviéramos acceso total al Óptico? Harry asintió.

—Ya me he ocupado de ello. Lo único que necesito es una solicitud por escrito, firmada por ti o por Majeski.

—Fantástico. —Gambini se frotó las manos—. No creo que quieras moverte de aquí…

—¿Por qué?

—Harry, lo que hay allí es un objeto de lo más extraño. Para ser sincero, no tendría ni que existir. —Se inclinó sobre una mesa de trabajo abarrotada de listados de ordenador. Detrás, en una pared cubierta por fotos de satélites, transbordadores y cúmulos estelares, había un calendario de Amtrak ilustrado con una grúa en una dársena atestada—. En todo caso no tendría que estar donde se encuentra, en medio de la nada. Maldita sea, Harry: las estrellas no se forman entre las galaxias. Y tampoco andan de paseo por ahí. Al menos, jamás hemos visto nada semejante.

—¿Por qué no? —preguntó Harry—. Yo pensaba que de tanto en tanto las galaxias arrojan alguna estrella suelta…

—Las velocidades de escape son demasiado elevadas.

—¿Y una explosión? Tal vez salió disparada por la onda expansiva…

—Es una posibilidad, pero una catástrofe semejante tendría que haber dispersado el sistema. Y estamos ante un grupo binario… Y hay otro misterio: parece haber venido en dirección general del Cúmulo de Virgo.

—¿Y?

—El Cúmulo de Virgo está a sesenta y cinco millones de años luz de donde ahora se encuentra Beta (ése es el pulsar). El sistema se aleja de ella a treinta y cinco kilómetros por segundo. Es un ritmo lento, pero la cuestión es que los vectores no convergen. Estamos seguros de que no se originó en Virgo, pero las estrellas no tienen edad suficiente para haber llegado hasta allí desde algún otro lugar. Y lo digo a pesar de que Alpha, el gigante rojo del sistema, es una estrella extremadamente vieja. —Gambini se inclinó hacia Harry, y su voz adquirió un tono de complicidad—. Hay algo más que debes saber.

Harry aguardó, pero Gambini se apartó de la mesa.

—A mi oficina —ordenó.

Las paredes estaban revestidas de cedro rojizo y decoradas con los muchos premios que el físico había recibido a lo largo de los años: el Nobel en 1989 por su labor sobre plasmas de alta energía; el Hombre del Año en 1991, de Georgetown; la condecoración del Beloit College por su contribución al desarrollo de la Espectrografía de Objetos Difusos; y así uno tras otro. Antes de ser transferido a la NASA desde su anterior cargo en el Departamento del Tesoro, Harry había incurrido en la burocrática tradición de exhibir en las paredes sus placas y diplomas de honor, pero allí, por contraste, sus premios habrían resultado patéticos: el Premio del Departamento del Tesoro a la Labor Sobresaliente, un diploma de un cursillo de tres días para formación de ejecutivos, y esa clase de cosas. Así pues, los galardones de Harry descansaban en un cajón en el garaje de su casa.

La oficina estaba situada detrás de un amplio panel de vidrio que miraba al compartimiento delantero del lugar de trabajo, en forma de L. El suelo estaba cubierto por una tupida alfombra. El escritorio se hallaba oculto por una montaña de papeles y libros. Sobre la silla que había detrás, alguien había desplegado varios metros de listados de ordenador. Gambini encendió un equipo estéreo Panasonic que había sobre un estante de su biblioteca; la sala se llenó inmediatamente de Bach.

Hizo señas a Harry para que se sentara, pero él prefirió permanecer de pie, inquieto.

—Beta —dijo Gambini yendo hacia la puerta para cerrarla— ha estado transmitiendo explosiones de rayos X, según un patrón invariablemente regular, durante los dos años que hemos estado observándola. Los detalles no interesan, pero los intervalos entre los picos han sido notablemente constantes. Al menos hasta esta mañana. Según tengo entendido, Hoffer te informó que la señal se detuvo por completo ayer por la noche…

—Así es. Por eso vine.

—La interrupción duró exactamente cuatro horas, diecisiete minutos y cuarenta y tres segundos.

—¿Qué tiene eso de especial?

Gambini sonrió.

—Multiplícalo por dieciséis y obtendrás el período orbital de Beta. —Observó a Harry con avidez, y no ocultó su desencanto al ver su rostro inexpresivo—. Harry, eso no es una coincidencia. La interrupción se propuso llamar nuestra atención. ¡Fue deliberada! Y la duración tenía el objetivo de demostrar un control inteligente. —Los ojos de Gambini centellearon. Sus labios se estiraron para dejar paso a una sonrisa de satisfacción—. Harry, es la señal del HV. ¡Por fin ha sucedido!

Harry se revolvió incómodo en su asiento. HV significaba hombrecito verde y era la expresión taquigráfica con que se denominaba la tan ansiada comunicación con seres de otro mundo. Y era un tema en el que Ed Gambini había perdido toda objetividad desde hacía mucho tiempo. Los resultados negativos del primer rastreo que el SKYNET había hecho de las atmósferas planetarias extrasolares, dos años atrás, habían derrumbado al físico. Y Harry sospechaba que nunca se había repuesto del todo.

—Ed —dijo con cautela—. No creo que debamos apresurarnos a sacar conclusiones.

—Maldita sea, Harry, no estoy sacando conclusiones a la ligera. —Comenzó a decir algo, pero se contuvo y optó por sentarse—. No hay otra explicación para lo que hemos visto. Escucha —dijo, con inesperada serenidad—. Sé que crees que soy un lunático redomado, pero no me importa lo que nadie crea. ¡No hay objeción posible! —Miró a Harry con aire desafiante, como invitándole a contradecirle.

—¿Es ésa la evidencia? —preguntó Harry—. ¿Eso es todo lo que poseemos?

—Con eso basta y sobra. —Gambini sonrió condescendiente—. Pero además hay más. —Movió las mandíbulas, mientras una expresión de ira y arrogancia pugnaba por asomar en su rostro—. Esta vez nadie va a mandarme al psiquiatra.

—¿Qué más hay?

—La continuidad del patrón nos llama la atención. Con variaciones despreciables en intensidad, amplitud de los pulsos, etcétera, la secuencia básica de los acontecimientos nunca ha variado durante los meses que llevamos observando a Beta. Casi siempre fueron cincuenta y seis pulsos por cada serie, y la serie se repetía cada tres segundos y medio. Un poco menos, en realidad. —Mientras hablaba, daba vueltas a la habitación a grandes zancadas, agitando los brazos y sacudiendo el índice en dirección a Harry—. ¡Qué hijos de puta, todavía no puedo creerlo! De todas formas, cuando esta mañana recuperamos la señal, seguimos reconociendo el patrón, aunque con una extraña diferencia. Faltaban algunos de los pulsos, pero sólo de series alternas. Y siempre los mismos pulsos. Era como si tocaras íntegro el Tercer Concierto y luego lo tocaras otra vez pero quitando ciertas notas y reemplazándolas con silencios en lugar de acortar la composición. Y luego siguieras haciendo lo mismo, completo y truncado, y siempre con la misma versión incompleta.

Cogió un anotador del cajón superior y escribió 56 en la parte superior de la hoja.

—El número de pulsos de la serie normal —explicó—. Pero en la serie abreviada sólo hay cuarenta y ocho.

—Lo siento, Ed, pero me he perdido —dijo Harry.

—Muy bien. Olvídalo. Es sólo un método para crear un patrón recurrente. Lo que interesa sobre todo es la disposición de los pulsos que faltan. —Escribió la serie: 3, 6, 11, 15, 19, 29, 34, 39, 56, y luego levantó los ojos grises hacia Harry—. Una vez que concluye, vuelven a aparecer los cincuenta y seis pulsos sin las omisiones, y luego la serie sigue en el mismo orden.

Harry lo miró de frente.

—Habla en cristiano, Ed.

A Gambini parecía que le hubiera tocado la lotería.

—Es un código.

Dos años atrás, cuando el SKYNET comenzó a operar, Gambini creyó haber resuelto los enigmas fundamentales del universo: la vida en otros lugares, la creación, el destino último de las galaxias. Pero desde luego no había sido así. Las preguntas seguían sin respuesta. Por razones filosóficas, sentía sumo interés por la función de la vida en el cosmos. Y por primera vez el SKYNET había revelado mundos terrestres alrededor de las distantes estrellas. Gambini y Majeski, Wheeler en Princeton, Rimford en Cal Tech y miles de científicos se habían congratulado mutuamente al contemplar las fotos. Había planetas por doquier. Pocas estrellas, por pobres y estériles que fueran, parecían estar desprovistas de cuerpos orbitales. Hasta los sistemas estelares múltiples, de algún modo, habían producido y conservado cúmulos de planetas. Solían seguir órbitas excéntricas, pero allí estaban. Y Gambini había dado su opinión a Harry una tarde de domingo, en el pasado mes de abril: ya no tenía dudas; el universo era pródigo en vida.

Pero el optimismo murió bajo la oscura sombra arrojada por la Espectrografía de Objetos Difusos. El análisis de la luz indicaba que los planetas de masa terrestre situados en la biozona de una estrella (a una distancia tal que permitiera la existencia de agua en estado líquido) tendían a ser más como Venus que como la Tierra. De hecho, los datos habían revelado que el universo cercano era un sitio irremediablemente hostil, y la visión saganiana de una Vía Láctea poblada por cientos de miles de planetas que contenían vida había dado paso a la sombría sospecha de que los seres humanos, después de todo, estábamos solos. El sueño de Gambini se había desvanecido, e irónicamente su propio trabajo sobre la Espectrografía de Objetos Difusos había permitido saberlo.

Fue una época nefasta y traumática para la Agencia y sus investigadores. Si en definitiva lo único que albergaba el espacio era gas y roca, ¿por qué los contribuyentes habrían de pagar impuestos destinados a proyectos de largo alcance? Harry no tenía deseos de volver a pasar por lo mismo.

—Creo que necesitaremos mejores pruebas —sentenció con toda la sutileza de que fue capaz.

—¿Ah, sí? —Gambini se humedeció los labios con la lengua—. Harry, creo que no has examinado de cerca las transmisiones. —Acercó a Harry el anotador donde había garabateado los números, cogió el teléfono y marcó un número—. Será mejor que llamemos a Quint.

—¿Qué pasa con la serie? —preguntó Harry—. Y a propósito, yo no tendría tanta prisa en llamar al director.

Quinton Rosenbloom era el jefe de operaciones de la NASA, y además el director de Goddard desde hacía poco tiempo. Un accidente automovilístico había dejado el cargo vacante semanas atrás, en forma repentina. Esta vez, el cambio de autoridades había sido desafortunado: el anterior director conocía bien a Gambini y habría tolerado esta última locura. Pero Rosenbloom era un conservador de la vieja escuela, infatigablemente dedicado al buen sentido común de la evidencia física.

Harry examinó los números, pero no vio nada fuera de lo habitual.

No pudieron localizar a Rosenbloom. La experiencia le decía a Harry que Rosenbloom no solía estar disponible los domingos por la mañana. El camino correcto que debería haber seguido Gambini hubiera sido dejar indicaciones de la naturaleza de su emergencia. Eso le habría valido una respuesta en media hora. Pero Rosenbloom no era de su agrado, así que no utilizó su tacto habitual. Dijo a la persona que había al otro lado de la línea que Rosenbloom le llamase «cuando apareciera».

—Supongo que habrá alguna clase de secuencia —dijo Harry.

El físico asintió.

—Del tipo más elemental. Al comienzo de la serie hay dos pulsos, interrumpidos por el pulso que no aparece. Luego dos más y después cuatro. Un grupo exponencial. Seguido por los tres que aparecen entre los lugares once y quince, otros tres entre el quince y el diecinueve, y los nueve entre el diecinueve y el veintinueve. Dos-dos-cuatro. Tres-tres-nueve. Cuatro-cuatro-dieciséis. ¿Podría haber algo más claro?

Quint Rosenbloom era un hombre feo, con exceso de peso y desgreñado. Nunca tenía las gafas bien colocadas y el sastre que lo vestía no parecía demasiado competente. Así y todo, era un administrador considerablemente capaz. Había llegado a la NASA procedente del COSMIC, el Computer Software Management and Information Center (Centro de Información y Dirección de Software), de la Universidad de Georgia. Sus misiones iniciales habían consistido en la integración de sistemas para la Red de Datos y Rastreo para Vuelos Espaciales. Pero la aplicación de la presión burocrática solía hallar eco en sus instintos matemáticos: le gustaba ejercer el poder.

Por lo general no aprobaba a los teóricos. Tendían a perderse con facilidad, y su manejo de la realidad cotidiana, inseguro en el mejor de los casos, los hacía inevitablemente poco fiables. Reconocía su valor (probablemente tanto como los teóricos reconocían el valor de la firma que él ponía en los cheques), pero prefería estar al menos un peldaño por encima de ellos en el escalafón administrativo.

Ed Gambini era el típico ejemplo. Gambini era afecto a esa clase de pregunta abstracta sobre cuya respuesta uno podía especular interminablemente sin temor a llegar a ninguna conclusión. Ello no era un problema en sí mismo, claro, pero distorsionaba el juicio lo bastante para volverlo poco fiable en opinión de Rosenbloom.

Se había opuesto vehementemente a la designación de Gambini, pero sus propios superiores, de limitados antecedentes científicos, estaban de lo más impresionados con el Premio Nobel del físico. Por otra parte, en un acto que Rosenbloom no se avenía a perdonar, a Gambini el nombramiento se le había subido a la cabeza.

—El hijo de puta sabía que yo jamás le habría dado el puesto —le dijo una vez a Harry. Al parecer se había producido una disputa, en la cual Rosenbloom no logró imponerse.

Si esa mañana Rosenbloom dudaba de los resultados de Gambini, no era porque pensara que se trataba de algo imposible, sino sencillamente porque esas cosas no sucedían en organismos estatales bien administrados. También pensaba que si los acontecimientos seguían su curso, en poco tiempo tendría que hacer frente a una de esas situaciones afortunadamente raras en las que se presentaría un riesgo considerable para su carrera, con pocas oportunidades para obtener ventajas.

Su irritación se puso de manifiesto desde el momento en que llegó al centro de operaciones.

—Parece que no le gusta que lo llamen los domingos —observó Gambini cuando lo vieron atravesar con paso rígido la puerta blanca. Pero Harry sospechaba que la cosa era más profunda. Rosenbloom tenía buena memoria, y no quería volver a ser víctima de los demonios de Gambini.

Hacía calor. Llevaba una chaqueta gastada sobre un hombro, y a juzgar por la forma en que se había metido la camisa de punto en los pantalones, venía directamente de su clase de golf. Atravesó el centro de operaciones como un misil desaliñado, e irrumpió silenciosamente en la oficina de Gambini.

—No tengo mejor explicación que dar a tus puntos y rayas. Pero estoy seguro de que alguien la tendrá, Ed. ¿Cuál es la opinión de Majeski?

—No ofrece ninguna otra alternativa.

—¿Y tú, Harry?

—No es su campo de trabajo… —comentó Gambini, a la defensiva.

—Le he preguntado a Harry.

—No tengo ni idea —dijo Harry, que también comenzaba a irritarse.

Rosenbloom sacó un puro del bolsillo interior de la chaqueta y se lo metió en la boca, sin encenderlo.

—La Agencia —comenzó con argumentos razonables— está pasando por algunos problemas. Lo que resta de la Operación Luna se nos va al demonio. La Administración no está conforme con que le sigamos la pisada a los proyectos experimentales militares. Los chupacirios nos miran con suspicacia, y no hace falta recordaros que el próximo año habrá elecciones presidenciales.

Eso había sido otro motivo de incomodidad para la Agencia. El año anterior, los investigadores de la NASA, valiéndose del SKYNET, habían rastreado un cuásar que creían era el Big Bang, y entonces empezaron a emitir informes periódicos que la prensa no tardó en llamar «los boletines de la Creación». La posición de la Agencia se volvió insostenible cuando Baines Rimford, desde el Cal Tech, indicó que no creía que se hubiera producido un Big Bang.

—La Administración tiene problemas con los contribuyentes, con el Congreso y con la mayoría de los grupos marginales del país —prosiguió Rosenbloom—. Sospecho que el único apoyo sólido con que cuenta la Casa Blanca proviene del NRA. Ahora bien, caballeros, estoy seguro de que el presidente aceptaría con gusto una soga con que estrangular a esta organización, cogiéndonos a todos por el cuello y colgándonos hasta que nos secáramos al sol. Si comenzamos a hablar de hombrecitos verdes y luego resulta ser que nos equivocamos, será como ponerle la soga en las manos. —Se había sentado al revés en una silla de madera, con el respaldo contra el pecho, y se inclinaba hacia delante—. Tal vez nos cuelgue aunque estemos en lo cierto.

—No tenemos que formular ninguna declaración —objetó Gambini—. Sólo dar a nocer las transmisiones. Ellas hablarán por sí mismas.

—¡Una mierda hablarán! —Rosenbloom era la única persona en toda la organización que podía emplear semejante tono ante Gambini. Los métodos con que el director manejaba a sus subordinados, a Harry le hacían pensar en una casa rodante con la carrocería floja—. Ed, la gente ya está bastante nerviosa. Se habla otra vez de guerra, la economía es un desastre total y acabamos de presenciar una demostración nuclear a cargo del IRA. Lo último que le falta al presidente es oír hablar de marcianos.

A Harry le lloraban los ojos. El polen se le metía en la garganta. Estornudó. Se sentía con algo de fiebre y quería regresar a su casa a descansar. Después de todo, era domingo.

—Quinton… —Gambini distorsionó ligeramente el nombre al pronunciarlo, arrastrando la segunda consonante, pero con el rostro de lo más compuesto—. Sea quien sea el que está enviando la transmisión, se encuentra lejos. Muy lejos. Cuando esa señal partió de Altheis, la Tierra estaba poblada por hombres de las cavernas…

Como si nadie hubiese hablado, Rosenbloom prosiguió:

—Mi más ferviente deseo es que este asunto se diluya por completo.

—Pero eso no ocurrirá —repuso Gambini.

—No, me temo que no. —La silla de Rosenbloom lanzó un crujido—. Harry, no respondiste a mi pregunta. ¿Estarías dispuesto a decir a doscientos millones de americanos que hemos conversado con los marcianos?

Harry respiró hondo. No quería dar la impresión de estar enfrentándose a Gambini en su propio terreno. No obstante, costaba creer que todo el asunto no fuera producto de una pieza defectuosa.

—Es como lo de los platillos volantes —dijo, diplomáticamente, tratando de no comprometerse. Advirtió demasiado tarde que estaba diciendo lo menos apropiado—. No puedes tomarlos en serio hasta que uno aterriza en el patio de tu casa.

Rosenbloom cerró los ojos y dejó que sus rasgos se cubrieran con un manto de atisfacción.

—Carmichael lleva aquí más tiempo que nosotros. Admiro su instinto de supervivencia y el celo que pone en velar por los intereses de la Agencia. Ed, te sugiero que lo escuches.

Gambini, atrincherado detrás de su relumbrante escritorio, ignoró a Harry.

—Lo que piense la Administración es irrelevante. El hecho es que en la naturaleza no hay nada que cree espontáneamente una secuencia exponencial.

Rosenbloom mordisqueó el puro sin encender, se lo quitó de la boca, lo hizo girar entre el pulgar y el índice y lo arrojó a la papelera. (Gambini reprobaba el hábito de fumar, algo que era de público conocimiento. Harry no dejó de advertir la sorna implícita en la acción del director).

—Te equivocas, Ed —dijo—. Pasas demasiado tiempo en los observatorios. Pero Harry comprende la realidad de lo que aquí sucede. ¿Con cuánto deseo quieres ver terminado al SKYNET? ¿Cuán importantes son los telescopios del Mare Ingenii?

A Gambini se le enrojecieron las mejillas, y comenzó a temblarle el cuello. No dijo nada.

—Muy bien —prosiguió Rosenbloom—. Si impulsas este asunto de Altheis, y creas otra conmoción, te aseguro que será el fin. Lo único que tienes es una maldita sucesión de pitidos.

—No, Quint. Lo que tenemos es la firme evidencia de control inteligente de un pulsar.

—Muy bien, me haré a la idea de que así es. Tienes evidencias. —Se puso de pie lentamente y apartó la silla con el empeine—. Pero la evidencia no es lo mismo que las pruebas. Harry tiene razón: si vas a hablar de hombrecitos verdes, será mejor que te prepares para llevarlos a una conferencia de prensa. Esto es tu especialidad, no la mía. Pero he leído algo sobre pulsares antes de venir hasta aquí esta mañana. Si no lo he comprendido mal, son lo que queda cuando una supernova hace estallar una estrella. ¿Es así?

—Más o menos —asintió Gambini.

—Bueno. Para tranquilizarme —prosiguió—, ¿qué responderás cuando alguien te pregunte cómo pudo un mundo extraño sobrevivir a la explosión?

—No hay modo de saberlo —objetó Gambini.

—De acuerdo. Más te vale que elabores una historia creíble para Cass Woodbury. Esa mujer es una víbora, Ed. Probablemente querrá saber cómo se puede controlar la clase de energía que emite un pulsar. —Cogió un papel del bolsillo, lo desplegó con deliberada lentitud y se ajustó las gafas—. Aquí dice que el poder de tu pulsar básico de rayos X podría generar unas diez mil veces la luminosidad del Sol. ¿Cómo, Ed? ¿Cómo puede ser posible manejar eso?

Gambini levantó los ojos hacia el techo.

—Podría tratarse de una tecnología millones de años más evolucionada que la nuestra —argumentó—. ¿Quién sabe de qué pueden ser capaces?

—Sí, ya he oído hablar de eso antes. Y aunque te enfades conmigo, debo decirte que es una respuesta de lo más insatisfactoria. Sería mejor ir pensando en algo más convincente.

Harry trató de intervenir en la conversación.

—Mira —dijo, sonándose la nariz—. Probablemente no deba meterme en esto. Pero puedo decir cómo intentaría yo usar un pulsar si quisiera emitir señales con él.

Rosenbloom se frotó la nariz chata con los dedos rollizos.

—¿Cómo? —preguntó.

—No intentaría hacer nada con el pulsar en sí. —Harry se puso de pie, atravesó la oficina y miró a Gambini, no al director—. Pondría una pantalla, algo enfrente de él.

Una sonrisa beatífica iluminó los rasgos lánguidos de Rosenbloom.

—Bueno, Harry —dijo con un tono cargado de burla—. Tu asociado se sorprenderá al descubrir que fuera del grupo de operaciones existe algo de imaginación… De acuerdo, Ed. Acepto la posibilidad. Podría, sólo podría, ser artificial, o tal vez algo totalmente distinto. Sugiero que mantengamos la mente abierta, y la boca cerrada. Al menos hasta que sepamos bien de qué se trata. Mientras tanto, nada de declaraciones públicas. Si la señal vuelve a cambiar, me avisas a mí primero. ¿Está claro?

Gambini asintió.

Rosenbloom contempló el reloj.

—Desde que comenzó han transcurrido unas… diez horas y media. Doy por sentado que vosotros suponéis que se trata de alguna señal de reconocimiento.

—Sí —dijo Gambini—. Primero quieren atraer nuestra atención. Al otro lado de la línea, cuando consideren que nos han dado el tiempo suficiente, sustituirán esa señal por la transmisión de un texto.

—Tal vez os aguarde una larga espera. —Los ojos del director reposaron sobre Harry—. Carmichael, ponte en contacto con todos los que estuvieron aquí ayer por la noche. Diles que no cuenten a nadie ni una sola palabra. Si algo de esto trasciende, buscaré al responsable y le haré cortar la cabeza. Ed, si necesitas traer a alguien determinado, háblalo primero con mi gente.

Gambini frunció el ceño.

—Quint, ¿no crees que exageras un poco? Goddard no es un organismo de defensa.

—Tampoco será el hazmerreír de la gente durante los próximos veinte años porque no hayas sido capaz de esperar unos pocos días…

—No tengo ningún inconveniente en que se lo ocultemos a los periódicos —dijo Gambini, visiblemente alterado—. Pero muchas personas llevan meses enteros trabajando sobre distintos aspectos de este problema. Merecen saber lo que sucedió ayer por la noche.

—Todavía no. —Rosenbloom parecía exasperadamente despreocupado—. Yo te diré cuándo.

El aura del director quedó flotando, opresiva, en la oficina. Se había esfumado el buen humor de Gambini, e incluso Harry, quien desde hacía tiempo conocía las ventajas de mantener una actitud aséptica en estas discusiones se sentía enervado.

—¡Maldito imbécil! —dijo Gambini—. Tiene buenas intenciones, quiere proteger a la Agencia, pero es un adoquín.

Recorrió el listín telefónico con los dedos, encontró el número que buscaba y lo marcó apresuradamente en el teléfono.

—Ayer por la noche, Harry —dijo con voz tranquila—, tú y yo vivimos el momento más significativo en la historia de la especie humana. Te sugiero que registres todo lo que recuerdes. Pronto podrás escribir un libro sobre el tema, y la gente lo leerá dentro de mil años. —Se volvió al auricular—. ¿Está el padre Wheeler? Habla Ed Gambini, de Goddard.

Harry meneó la cabeza. No le gustaban las triquiñuelas; producían rencores e ineficacia, y por lo general miraba con desprecio a la gente que actuaba de esa forma. (Aunque una vez había incurrido en ellas). Y ésta era particularmente irritante, porque ya había quedado involucrado.

Las paredes estaban cubiertas de libros. No los tranquilizadores manuales de personal y normas federales, de tapas negras, que poblaban las estanterías de Harry, sino misteriosos volúmenes de títulos inextricables: Perspectivas cosmológicas, de Stephen Hawking; Fundamentos moleculares de la asimetría temporal, de Rimford; Transformaciones galácticas, de Smith. Hasta en el último espacio disponible se veían ejemplares muy usados de Physics Today, Physics Review y otras publicaciones, dispersas por doquier. Harry sintió que se le revolvía el sentido del deber: el primer requisito de un funcionario gubernamental es el orden. Lo sorprendió que Rosenbloom no hubiera hecho comentarios al respecto, o que ni siquiera hubiera reparado en el desorden. Probablemente ello indicaba que, después de todo, entre los dos no había tanta diferencia.

—Le agradeceré que se ponga en contacto con él y que le pida que me llame, por favor. Es importante. —Gambini colgó—. Wheeler está en D. C., Harry. Dando una conferencia en Georgetown. Con suerte lo tendremos aquí esta tarde.

Harry se puso de pie y fue hacia la ventana.

—Ed, estás poniendo en juego nuestras carreras. Rosenbloom fue sumamente explícito. No quiere que llamemos a nadie sin que antes él dé su aprobación.

—A mí no puede hacerme nada —dijo Gambini—. Entro y salgo a mi voluntad, y él lo sabe. Y a ti tampoco. Nadie más sabe cómo dirigir este lugar. De todas formas, si eso te hace sentir mejor, me ocuparé de que en su oficina lo sepan. Pero si vamos a tener que esperar el visto bueno de Quinton, más vale que bajemos la persiana…

—¿Por qué crear problemas? —objetó Harry—. No se opondría a que llamaras a Pete Wheeler. —Wheeler era un sacerdote norbertino, cosmólogo, que compartía el ferviente interés de Gambini en las posibilidades de vida extraterrestre. Había escrito ampliamente sobre el tema y, mucho tiempo antes de que se lanzara el SKYNET, había predicho que los mundos vivientes serían sumamente raros. También tenía relación directa con Rosenbloom, quien había sido su compañero en varios torneos de bridge—. ¿A quién más quieres?

—Salgamos —sugirió Gambini. Harry lo siguió a regañadientes, pues fuera el polen aún sería peor—. Cuando empiecen a suceder las cosas que prevemos, hará falta contar con Rimford. Y me gustaría tener a mano a Leslie Davies. Con el tiempo, si realmente llegamos a establecer contacto, también tendremos que traer a Cyrus Hakluyt. Si pudieras dar curso a los papeles de rigor, te lo agradecería mucho.

Rimford era probablemente el cosmólogo más famoso del mundo. En los últimos años había pasado a ser una figura pública: aparecía en programas televisivos especializados y escribía libros sobre la arquitectura del universo que, por lo general, se calificaban de «lúcidos resúmenes para el lector general», pero que Harry jamás lograba comprender. Según sostenía Gambini, en los últimos años del siglo XX, el único que podía igualarse a Rimford había sido Stephen Hawking. Su nombre se vinculaba con teoremas topológicos, desviaciones temporales y modelos cosmológicos. Pero también él se tomaba su tiempo para jugar al bridge (era todo un experto) y se había forjado cierta reputación como actor aficionado. Harry lo había visto representar una vez, con notable vigor, al padre amoral de Liza Doolittle.

¿Pero quiénes eran Davies y Hakluyt?

Atravesaron la puerta principal. La tarde era brillante, soleada y fresca. Olía a mediados de septiembre Gambini comenzaba a recuperar el entusiasmo perdido.

—Cyrus es un microbiólogo, de la Johns Hopkins. Es un hombre del Renacimiento: sabe de todo. Desde mecánica evolutiva hasta genética, pasando por varias ramas de la morfología, y otras disciplinas afines. Además, escribe ensayos.

—¿Qué clase de ensayos? —preguntó Harry, suponiendo que Gambini se refería a trabajos científicos.

—Más o menos, comentarios filosóficos sobre la historia natural. Se los publican en The Atlantic y en Harper’s. El año pasado apareció un volumen con sus trabajos. Creo que se llamaba Un lugar sin caminos. Creo que por mi oficina debo tener un ejemplar. En el Times le dedicaron una crítica favorable.

—¿Y Davies?

—Es una psicóloga teórica. Tal vez pueda hacer algo por Rosenbloom.

Sería un día hermoso. Y Harry se preguntó si el director no tendría razón con respecto a Gambini, mientras observaba la sólida realidad de una furgoneta que pasaba, de la familiar oficina de Personal al otro lado de la ruta 3 y de la leña apilada contra la pared del edificio que acababan de dejar atrás (resto de un proyecto de remodelación que se abandonó a mitad).

—Entiendo para qué quieres a Wheeler. Y a Rimford —comentó—. Pero ¿y los otros dos?

—Entre nosotros, Harry, ya tenemos a todos los astrónomos que necesitamos. Wheeler estará porque es un viejo amigo y merece compartir esto. Rimford ha participado en todos los descubrimientos importantes que se han producido en su área de trabajo en los últimos treinta años, de modo que no podemos dejarlo de lado. Además es el mejor matemático del planeta. Si se produce este contacto, Harry, si realmente ocurre, los astrónomos serán prácticamente innecesarios. Necesitaremos matemáticos que lean la transmisión. Y a Hakluyt y a Davies para que la interpreten.

A las siete, Harry regresó a su casa. Al llegar vio que el coche de Julie ya no estaba. El aire olía a hojarasca quemada, y la temperatura descendía con rapidez. Los árboles se erigían rígidos y severos en la penumbra que acechaba. Hacía falta rastrillar el césped, y los niños del vecindario, una vez más, le habían derribado la cancela de madera. La maldita cancela nunca había funcionado bien desde el mismo día en que la puso allí. Si uno no se fijaba bien al abrirla, se salía de los goznes. La había reparado un par de veces, pero nada parecía dar resultado.

La casa estaba vacía. Halló una nota sobre una hogaza de pan:

Harry:

Estamos en casa de Ellen. En la nevera hay carne. Julie.

Por un instante se le heló el corazón. Pero ella no podía haber sido capaz de marcharse tan pronto, sin ningún aviso. No obstante, la nota lo zambulló en la realidad con dolorosa nitidez.

Abrió una lata de cerveza y la llevó a la sala de estar. Detrás del estante de los diccionarios se veían varios planos enrollados. Julie trabajaba medio día como arquitecta auxiliar en una pequeña firma en D. C. Al ver los rollos se tranquilizó: ella nunca los habría dejado allí. Podía abandonarlo a él, pero nunca a sus planos.

Sobre un almohadón había una caja de zapatos, y en ella los muñequitos de plástico de Tommy. Eran absurdas criaturas, con cuellos largos, colas de lagarto y alas de murciélago a todas luces discordantes. Pero eran tranquilizadores viejos amigos de épocas mejores, como el antiguo escritorio que Julie y él habían comprado el primer año de casados, y el revestimiento de alerce que con tanto esfuerzo habían colocado tres o cuatro veranos atrás.

La cerveza estaba fría y buena.

Se quitó los zapatos, encendió el televisor y redujo el volumen a un murmullo.

La habitación tenía una temperatura agradable. Terminó la cerveza, cerró los ojos y se hundió en el sofá. La casa siempre estaba tranquila cuando Tommy no se encontraba allí.

Sonaba el teléfono.

Todo estaba oscuro, y alguien le había echado una manta sobre el cuerpo. Buscó el aparato con la mano.

—¿Sí?

—Harry, ¿nos conseguiste el Óptico? —Era Gambini—. En Control nos dicen que no saben de ningún cambio.

—Espera un minuto, Ed. —El televisor estaba apagado, pero oía que alguien se movía en el piso de arriba. Trató de mirar la hora, pero no dio con las gafas—. ¿Qué hora es?

—Van a ser las once.

—Muy bien. Notifiqué a Donner que debía ceder parte de su tiempo en el Óptico, y envié un comunicado a Control. Los llamaré para cerciorarme de que no lo han olvidado.

Según el programa, vosotros podéis entrar en el sistema a partir de las doce. Pero me dijeron que el Champollion no entrará en línea hasta después de las dos.

—¿Vendrás?

—¿Va a suceder algo?

—Es difícil de decir. Ésta será nuestra primera observación con el sistema en pleno. Hasta ahora ha sido sólo rayos X y radio. Las únicas fotos ópticas fueron tomadas con unidades orbitales. —Harry oyó que Julie descendía por las escaleras—. Pero no; probablemente sólo recojamos información técnica. Nada que valga la pena como para que vengas hasta aquí. —Y agregó con picardía—: A menos, claro, que los hijos de puta envíen una señal visual…

—¿Es posible?

Gambini lo pensó un momento.

—No, no sería muy racional.

Harry siguió conversando sobre otras cuestiones, quizás esperando a Julie. La mujer se detuvo al pie de las escaleras, entre Harry y la ventana del comedor. Su silueta se recortaba contra la tenue luz de las estrellas que provenía del jardín.

—Hola —dijo.

Harry la saludó con un gesto.

—Ed —agregó—. Estaré ahí dentro de una hora. —Y el placer que esto le produjo lo sorprendió: le estaba haciendo saber a Julie que volvería a marcharse. Cuando colgó, le devolvió el saludo; no deseaba parecer frío, pero no podía evitarlo del todo. Le preguntó si Tommy estaba en la cama.

—Sí —dijo—. Lo he acostado hace una hora. ¿Estás bien?

—Claro. —Julie pareció desencantada. ¿Habría esperado que él luchara más por retenerla? Las respuestas de Harry estaban gobernadas por sus instintos, y ellos le dictaban que cualquier muestra de debilidad o esfuerzo directo por conservarla sólo le valdrían su desprecio y reducirían toda posibilidad que aún tuviera por seguir a su lado—. Tengo que ducharme y cambiarme de ropa —dijo—. Hay mucho que hacer. Hoy probablemente también dormiré en la oficina.

—Harry —le dijo, encendiendo una pequeña lámpara de mesa—, no tienes que hacer nada de esto.

—No tiene nada que ver con nosotros —repuso él con toda la suavidad de que fue capaz. Pero le resultaba difícil controlar la voz; todo parecía fruto del resentimiento o de la tensión.

Detectó un fugaz reflejo de incertidumbre en el rostro de su mujer.

—He hablado con Ellen —dijo—. Puede hacernos un lugar en su casa, a mí y a Tommy.

—De acuerdo —dijo Harry—. Haz lo que consideres mejor.

Se duchó rápidamente y regresó a Greenbelt. El trayecto era largo.

El reverendo Peter E. Wheeler, O. Praem., levantó su daiquiri de lima.

—Señores —dijo—, por esa excelente organización científica, el gobierno federal, que, según creo, nos ha permitido participar en un momento histórico.

Gambini y Harry se le unieron en el brindis. Majeski levantó la copa, pero estaba notoriamente más interesado en examinar a las mujeres que integraban la concurrencia, muchas de las cuales eran jóvenes y ostentaban sorprendentes atributos geométricos. Estaban en el Límite Rojo, y era medianoche.

Por encima de ellos, en una órbita elevada, una serie impresionante de espejos, filtros y lentes rotaba hacia Hércules.

Llegaron los bocadillos: uno de lomo para Gambini y otros de carne asada para Harry y Majeski. Wheeler se contentó con pellizcar en un platillo de cacahuetes.

—Pete, ¿estás seguro de que no quieres comer nada? —preguntó el director del proyecto—. La noche será larga.

Wheeler negó con la cabeza. Sus ojos redondos y negros, su cabello oscuro y ralo y sus rasgos marcados se combinaban para crear una impresión típicamente mefistofélica. Al hombre no le gustaba ese parecido, como Harry comprendió en una desafortunada ocasión en que se lo mencionó irreflexivamente.

—He comido antes de llegar —dijo con una sonrisa que disipó su imagen momentáneamente infernal—. Nada peor que un cura gordo. —Wheeler era relativamente joven; apenas llegaba a los cuarenta años, aunque la última vez que se habían visto en Greenbelt, el hombre había confesado a Harry que ya había comenzado a bajar la cuesta—. Si un cosmólogo no ha hecho ninguna contribución de importancia antes de llegar a mi edad —le había dicho—, es muy difícil que pueda hacerla después. —Más tarde, Harry se lo había preguntado a Gambini, y éste se había mostrado de acuerdo.

—Supongo que no estaréis esperando que la señal del texto aparezca en el rango de los rayos X, ¿verdad? —preguntó Wheeler con su cóctel en la mano.

—No —dijo Majeski, mientras miraba por encima del hombro del sacerdote a un par de jovencitas sentadas cerca del mostrador—. No podrían conseguir una definición suficiente de la imagen para obtener provecho práctico. Para empezar, hay demasiado ruido cuántico. Suponemos que se trasladarán a una señal de mayor amplitud de banda. Algo que supongan que no podremos dejar de ver.

—Pero no pensamos arriesgarnos —agregó Gambini—. Hemos centrado en ellos todo lo que poseemos. Incluyendo el Canal Múltiple. Los captaremos en cualquier amplitud en que transmitan dentro de todo el rango de EM.

—Muy bien —comentó Wheeler.

—Esperemos —continuó Majeski— que estén en la misma clase de dinámica temporal que nosotros. Sería hermoso descubrir, durante esta existencia, lo que ellos han querido comunicar. —Una de las dos mujeres que venía observando le devolvió la mirada. Se disculpó, cogió su combinado de ron, dejó la chuleta asada y, con paso lento y tranquilo, se acercó hasta la mesa de la joven.

—Qué lástima que uno no pueda abordar a los extraterrestres de un modo tan directo… —se lamentó Wheeler.

—Me pregunto cómo le habría ido al siglo XX si Einstein hubiese sido tan lujurioso —dijo Gambini.

—Posiblemente no hubiese nacido la bomba atómica —aventuró el sacerdote con una sonrisa.

Brindaron por sus sentimientos y se enfrascaron en una charla amistosa. Cuando minutos más tarde las risas decayeron momentáneamente, Harry preguntó por qué razón el Óptico se había vuelto de pronto tan importante.

Gambini se lo explicó entre bocados de carne.

—No sabemos qué esperar —dijo—. Es lógico suponer que haya una segunda fase de transmisión, puesto que la señal de identificación no hace más que alertarnos sobre su presencia. Una civilización capaz de manipular semejante pulsar podría ser capaz de cualquier cosa… Y a propósito, Harry, hay buenas razones para pensar que son verdaderamente capaces de accionar sobre el pulsar, con pantalla o sin ella. De todas formas, nos gustaría observar un poco el espacio que los contiene.

Wheeler terminó de beber.

—Ed, deduzco que estamos sentados sobre un barril de pólvora…

—Rosenbloom quiere que esperemos antes de anunciar nada.

—Exactamente el camino más sensato —comentó Wheeler, mirando fijamente a Gambini, quien no contestó.

Más tarde, mientras el director del proyecto estaba en el servicio, Harry preguntó al sacerdote qué pensaba sobre la señal de Hércules.

—¿Habrá gente al otro lado de la línea?

Wheeler trataba de atraer la atención de algún camarero.

—Es difícil cuestionar la evidencia. No sé qué habrá allí, ni creo que haya alguien que lo sepa. Pero todos hablamos de algo que ansiamos encontrar, Harry. Y eso hace automáticamente sospechosas las conclusiones de Gambini. Esperemos y veamos qué sucede.

Harry apartó su plato de comida.

—¿Hay algo que pueda causar esa señal en forma natural y espontánea?

El camarero llegó por fin, y Wheeler pidió café para todos.

—No tengo la menor idea. Pero puedo decirte lo que la señal no es: no es lo que cree Gambini.

—¿Por qué lo dices?

—Harry, ¿sabes qué es un pulsar?

—Es una estrella colapsada que emite pulsos de luz.

El sacerdote miró fijamente a Harry.

—Es el cadáver de una supernova. De una supernova, Harry. El mismo Gambini dice que, según han calculado, esto sucedió hace seis millones de años. —Cogió un puñado de cacahuetes, dejó caer uno y tragó el resto—. Un estallido de semejante magnitud podría haber incinerado o dispersado cualquier grupo planetario que haya existido. Si hubiera alguien allí con un transmisor de radio, no tendría mundo en que sentarse a transmitir.

—Rosenbloom ya puso esa objeción —recordó Harry.

—Y es una observación válida.

Por la pared oeste del cráter Champollion, a treinta y siete grados de latitud, se elevan dos telescopios de veinticuatro metros, y dos más se están construyendo cerca del Mare Ingenii, en el hemisferio sur. Los reflectores del Champollion son el corazón del SKYNET. Funcionan en tándem con una serie orbital terrestre de ocho telescopios espaciales de 2,4 metros, y son capaces de llegar hasta el límite del universo observable.

Este sistema, que apenas tiene dos años, sólo pudo ser construido tras largas luchas económicas. Hubo disputas internas, demoras, insuficiencias presupuestarias y, finalmente, problemas políticos. El fiasco de los descubrimientos sobre la «creación» habían perjudicado gravemente los proyectos de construir el segundo par de telescopios; la noticia de que los sistemas planetarios de aquí a doscientos años luz estaban tan desolados y desprovistos de vida como las lunas de Júpiter había hecho descender el interés de los contribuyentes y el de los políticos por los nuevos proyectos.

El SKYNET también incluía un sistema de radio y telescopios de rayos X, además de un banco de ordenadores cuya capacidad sólo era equiparable al equipo de la Agencia Nacional de Seguridad. Cuando el sistema operaba como una unidad óptica totalmente integrada —es decir, cuando los diez reflectores se enfocaban en un mismo objetivo— podía aumentar objetos remotos más de cuatrocientas mil veces. Durante los primeros meses de observación del SKYNET, Harry había permanecido bajo los monitores junto a Gambini, Majeski y Wheeler, absorbiendo silenciosamente la curva blanco-azulada de la majestuosa Rigel, los amplios filamentos perezosos de la galaxia del Remolino y la superficie brumosa del planeta de Alpha Eridani, semejante a la Tierra. Habían sido días emocionantes, pletóricos de promesas y de excitación. Los investigadores, los medios de comunicación y el público en general habían quedado atrapados en una espera casi frenética. Harry se había visto obligado a contratar más personal de relaciones públicas para que atendiera los teléfonos y combatiera los rumores. Pero él, al igual que todos los demás, había sido arrastrado por la pleamar de expectativas.

Sin embargo, la ansiada noticia no llegó nunca. El invierno perenne y desolado estuvo plagado de ese espectrograma de anhídrido carbónico que cada vez les era más familiar. En abril, con la llegada de la primavera, Ed Gambini se derrumbó.

Linda Barrister, que manejaba la unidad de comunicaciones, conversaba en voz baja con el NASCOM. Harry siguió a Gambini y a los demás al centro de operaciones. La mujer sonrió cordialmente, volvió a hablar por teléfono y levantó la vista hacia el director del proyecto.

—Todavía faltan unos minutos para que terminen la calibración, doctor.

Gambini asintió y se acomodó cerca del monitor de comunicaciones. Pronto se cansó de esperar y empezó a deambular por los espacios libres, haciendo breves comentarios a sus técnicos.

Majeski regresó al ADP.

Wheeler se instaló cómodamente en una silla.

—No esperas mucho de esto, ¿verdad, Pete?

—¿Del Óptico? No, realmente no. Pero… ¿quién sabe? Escucha, el año pasado habría negado la posibilidad de un sistema binario que flotara libremente. Creo que hay más de una pregunta que debemos intentar responder en todo este asunto.

Dos ayudantes técnicos, ambos con barba, cuarentones y con varios kilos de más, se bajaron los auriculares al cuello y se inclinaron sobre las consolas.

En algún sitio, probablemente en uno de los laboratorios, alguien habían sintonizado a Glenn Miller por la radio. Harry se reclinó contra un armario de provisiones. Directamente por encima de él, un monitor auxiliar lanzaba secuencias de números con mayor rapidez de la que el ojo podía seguir.

—Es el satélite —explicó Barrister—. Es el SSRRD. —Debía ser el Sistema de Satélites para Rastreo y Repetición de Datos—. Es la señal de rayos X de Hércules.

Se llevó un delgado dedo al auricular derecho.

—Acaban de conectar los telescopios de Champollion —anunció.

Gambini, que trataba de mantener su acostumbrada dignidad, se estremeció. A pesar del aire acondicionado, dos grandes manchones le humedecían la camisa debajo de las axilas. Se acercó al monitor de Linda.

—Estamos obteniendo una señal.

Las luces se atenuaron.

Majeski regresó a la sala.

Wheeler se quitó el suéter y lo arrojó al armario de provisiones.

—Estamos grabando —anunció uno de los técnicos con barba.

El monitor se oscureció, y en el centro apareció un punto rojo de luz, enmarcado en un campo estelar. Alguien exhaló, y en los diversos compartimentos del centro de operaciones se escuchó un rumor general.

—Casi todas son estrellas en primer plano —comentó Wheeler—. Probablemente también haya un par de galaxias.

—La magni es de dos punto cero —dijo Barrister.

Eso significaba que el aumento de la imagen era de doscientos mil.

—Enfóquenlo —ordenó Gambini.

Los objetos periféricos rotaron hacia delante y desaparecieron de la pantalla. Alpha Altheis, la estrella roja, fulguró.

—No sería un buen sitio para vivir —comentó Wheeler.

Harry no apartaba los ojos del monitor.

—¿Por qué?

—Si hubiera algún mundo, no habría estrellas en su cielo. La Luna sería roja y el Sol estaría en proceso de consunción.

—Tres cero —anunció Barrister.

—Una cultura que se hubiera desarrollado en semejantes condiciones…

—… sin duda alguna sería temerosa de Dios —observó Majeski.

Harry no pudo ver la reacción de Wheeler, pero en la voz de Majeski no detectó ninguna cortesía.

La luz roja, Alpha Altheis, se tornó más intensa. Entonces, alguien gruñó al otro lado de la sala.

—¿Qué demonios es eso? —Gambini, al tratar de aproximarse, tropezó con algo en la oscuridad, pero volvió a hacer pie sin perder un segundo de imagen.

Al oeste de la gigantesca estrella había aparecido un diminuto punto amarillo.

—¡Espectrografía! —La orden de Gambini saltó como un latigazo.

Barrister verificó sus instrumentos.

—Tres seis —dijo.

Wheeler se había puesto de pie. Puso una mano sobre el hombro de Harry.

—Hay una tercera estrella en el sistema.

—Clase G —dijo el analista—. Aún no se registran lecturas de masa. Magnitud absoluta: seis punto tres.

—No muy brillante… Con razón no la habíamos notado —comentó Gambini.

Harry sonrió a Wheeler.

—Allí acaba tu problema de la supernova. Ahora sabemos de dónde vienen los planetas.

—No, no lo creo. Si esa estrella clase G es parte del sistema, si lo es, aunque en realidad, estando allí, qué otra cosa podría ser, la explosión también tendría que haber aniquilado sus planetas. Aunque… —Wheeler parecía perplejo. Se volvió hacia Gambini—. ¿Ed?

—Ya lo he visto, Pete —dijo el director del proyecto—. No parece tener mucho sentido, ¿verdad?

Harry sólo podía ver las dos estrellas: un brillante rubí y un opaco punto amarillo de luz.

—¿Qué pasa? —preguntó—. ¿De qué se trata?

—Tendría que haber una envoltura gaseosa alrededor del sistema —explicó Wheeler—. Algún resto de la supernova. Ed, no entiendo nada de lo que está sucediendo…

Gambini meneó la cabeza con lentitud.

—Aquí no hubo ninguna supernova.

La voz de Wheeler fue un susurro inaudible.

—Eso no es posible, Ed.

—Estoy seguro —repuso Gambini.

… Los lugares donde se han instalado los telescopios de 24 metros en Champollion y Mare Ingenii se escogieron de forma tal que permitieran captar una cantidad óptima de objetos tanto dentro como fuera de la Vía Láctea, enfocándolos simultáneamente con ambas unidades. Esta enorme capacidad permitirá captar aproximadamente un treinta por ciento de imágenes más que lo que lograría cualquiera de ambas unidades por separado. (El porcentaje disminuye un poco cuando los telescopios fijos se emplean como parte del sistema general de unidades fijas y orbitales; pero incluso en estas circunstancias, el incremento sería igualmente considerable).

Cuando el SKYNET funcione al máximo, abrirá el universo entero observable al examen directo. Constituirá un avance de valor incalculable, y de mucho mayor beneficio para la especie que ningún otro proyecto imaginable que hoy esté tecnológicamente a nuestro alcance. Incluso una misión a Alpha Centauri resulta comparativamente de menor interés.

Teniendo en cuenta los fondos que ya han sido invertidos en el SKYNET, y la suma relativamente exigua que haría falta para completar el sistema, urgimos a…

Del informe anual de la NASA al presidente.

… Examinemos los hechos:

Sabemos que, más allá de la Tierra, el universo es un sitio innegablemente hostil, brutalmente cálido o brutalmente frío. Un lugar que, fundamentalmente, está vacío, poblado por escasas rocas y gases calientes a la deriva. Es el tipo de lugar que les gustaría visitar a algunos habitantes del Norte, pero que posee poco interés para los de Tennessee.

Sabemos también que la NASA ya no puede ni siquiera aventurar ningún beneficio como resultado de seguir examinando peñascos tan lejanos que la luz que irradian no llegará hasta nosotros a lo largo de nuestras vidas.

Y también nos enfrentamos al grave hecho de que al gobierno le gustaría destinar 600 millones más para completar los telescopios situados en Mare Ingenii. Al parecer, su argumento es que, dado que se ha gastado tanto en el proyecto, sería improcedente no gastar un poco más.

Ha llegado la hora de parar la máquina.

Editorial del Memphis Herald. (12 de septiembre).

… La realidad de todo esto puede ser resumida del siguiente modo: nuestros conceptos han superado tan ampliamente a nuestra tecnología que ésta no encuentra forma de estar a su altura. El SKYNET es un buen ejemplo.

En teoría sería posible emplear las técnicas que he descrito en este trabajo para construir una lente magnética cuyo diámetro fuese tan grande como el de la órbita de la Tierra. Esta lente podría manipularse para crear un punto focal, del mismo modo como sucede con una lente de cristal. Uno vacila a la hora de aventurar la clase de aumento que podría obtenerse con semejante dispositivo. Y aunque todavía no podemos construirlo, en principio no hay razón por la que este invento no pueda funcionar.

Baines Rimford, Ciencia. (2 de septiembre).