Por la tarde, Harry dirigió la segunda reunión de un seminario de tres días para ejecutivos sobre métodos para infundir creatividad en los subordinados. Asistían miembros de diversos organismos oficiales, y después de su experiencia con Hakluyt, Wheeler y los demás, a Harry le resultó un grupo relajantemente prosaico. Pero mientras hablaban seriamente sobre técnicas de rienda suelta y métodos para abolir parámetros, Harry pensó que la estrategia del Proyecto Hércules había estado desde el principio en manos de los investigadores, y que quizás allí hubiera comenzado el problema. Su mismo superior se había mantenido pasivamente a un lado. Quizás hubiese llegado la hora del burócrata.
Más tarde llevó a su hijo al Museo Smithsoniano. Deambularon por salas iluminadas entre dinosaurios y naves espaciales, pero como siempre, desde hacía un tiempo, entre ambos pendía una sombra. Cuando Tommy estaba con su padre se le veía incluso triste. Y en las secciones arqueológicas se sintieron casi en familia, vagando entre bloques de piedra erosionados por el agua, desenterrados de templos cuyas torres alguna vez brillaron bajo el sol.
En el Salón de Tecnología, ante una maqueta de las instalaciones de Champollion, Tommy le preguntó, como hacía cada vez que salían juntos, si las cosas habían cambiado, si él y su madre volverían a casa. Siempre lo expresaba del mismo modo: para el niño, el centro de gravedad estaba en Harry y en la casa de la calle Bolingbrook. Harry meneó la cabeza. Julie había comenzado a desvanecerse en las últimas semanas. La vida que habían compartido parecía cada vez más distante y sus momentos eran restos fósiles, como todos esos cráneos con cuernos encerrados en las vitrinas.
Sólo Tommy conservaba vida. Harry lo observó rastrear mesones a través de un campo magnético, veloces huellas amarillas sobre la pantalla verde, que liberaba el proceso descrito minuciosamente en una placa de metal.
El niño había manifestado interés por la física subatómica tras una conversación con Ed Gambini, en la que el físico le describió partículas tan pequeñas que hasta carecían de masa.
—Eso sí que es pequeño —había dicho el niño entonces al tratar de visualizar un estado semejante.
Y Harry había permanecido a su lado, palpando los terrones de azúcar que siempre llevaba como remedio contra la hipoglucemia.
Había estado presente el día que los médicos enseñaron a Tommy a aplicarse la insulina. Habían dicho a Tommy, y a sus padres, que era importante variar el sitio de la inyección para evitar lesiones en la piel. Le habían confeccionado un plano para que se administrara la droga en los brazos, piernas y abdomen. Y el niño había aceptado la situación con más facilidad que sus padres. Probablemente porque Harry y Julie comprendían los efectos a largo plazo de la diabetes. Y la cura, tal vez, esperaba en el archivador de Gambini.
Tal vez.
Harry tuvo que ponerse las gafas para leer la placa donde se explicaba el proceso de la liberación del mesón. No apreciaba ninguna mejoría en la vista.
El presidente habría tenido un día ajetreado con los preparativos para asegurar la transmisión de Hércules. Al día siguiente, por la tarde, Gambini ya no estaría al frente de la operación.
Probablemente le ofrecieran una asesoría, como a Wheeler. ¿Y el proyecto? A Harry no le cabía ninguna duda de que en Fort Meade no sobreviviría en ninguna forma reconocible.
Se quedaron hasta última hora. Después caminaron por la avenida Constitución, mientras hablaban de pterodáctilos y juegos de ordenador. Detrás de ellos, en el Museo Smithsoniano, comenzaron a apagar las luces.
Después de llevar a Tommy a casa, Harry regresó a su oficina. Llamó a Wheeler, pero nadie respondió, tal como suponía. Una segunda llamada al puesto de seguridad de la biblioteca le reveló que en la sala de datos de Hércules había dos personas, y que ninguna de ellas era Wheeler. Si el sacerdote pensaba borrar ambos juegos de discos, tendría que hacerlo como Rimford: llegar a la biblioteca un poco antes de la medianoche y esperar a que todos los demás se fueran. Entonces podría hacer libremente lo que quisiese. Su única premura sería tener que terminar el trabajo antes de que descubrieran el daño, una vez destruido el juego de la biblioteca. Tendría tiempo hasta las ocho de la mañana.
No había forma de que pudiera fracasar, pero tampoco había modo de que pudiera ocultar su participación en ello. En el centro de operaciones, todo comenzaría a funcionar mal cuando volviera a caminar entre los ordenadores con un electroimán en la mano.
Harry se marchó de su oficina a las once, temeroso de haber tardado demasiado en decidirse. Fue hasta la biblioteca. Las personas que el guardia había mencionado eran dos astrónomos que trabajaban en el grupo de Wheeler. Harry les explicó que la sala debía emplearse para mantener una reunión con ciertos oficiales de la NASA que llegarían de un momento a otro y que necesitarían estar solos.
Cuando se marcharon, Harry abrió el viejo armario donde había ocultado los discos que Rimford había borrado. Si Wheeler observaba los tiempos que él había calculado, le quedarían unos veinte minutos.
Estaba sentado ante uno de los terminales cuando entró Wheeler, a las doce menos diez.
—No esperaba encontrarte aquí —dijo el sacerdote. Llevaba un pesado maletín.
—Te pedirán que les muestres lo que llevas dentro cuando te marches —le advirtió Harry.
—El guardia ya lo ha visto. No pareció muy sorprendido.
—Pete, te descubrirán.
—Ya lo sé.
—¿Y qué hay con las garantías que habías dado a Gambini? Le hiciste creer que no harías nada de esto.
—Gambini ya no es el responsable. —Meneó la cabeza—. Las cartas están sobre la mesa, Harry.
—Antes te preocupaba el escándalo. ¿Ya no?
—Si tú hubieras estado dispuesto a colaborar, tal vez no habría ocurrido ningún escándalo —lo acusó—. De todas formas, lo que está en juego es demasiado importante.
Lo escandaloso sería no actuar.
—Te ayudaré —dijo Harry—. Puedo hallar un pretexto para cerrar la biblioteca por la mañana. Tal vez un corte de luz, ya los ha habido antes. Así pasarían veinticuatro horas sin que nadie se enterara.
—Sí. —Pete se inclinó sobre el hombro de Harry y examinó el monitor. La pantalla estaba cubierta de caracteres binarios.
—Es la serie de datos número 41 —dijo Harry—. El fin del mundo. Para mí no significa nada.
—En esa serie hay siete discos —explicó Wheeler—, que comienzan con el cuarenta y uno, el que tanto preocupó a Baines. Y, en efecto, es el fin del mundo. Con muchos colores y muy diversas formas.
Harry quitó el disco plateado y desconectó el ordenador.
—Toma —le dijo.
El sacerdote puso el maletín sobre la mesa, al lado del archivo maestro.
—Devuélvelo a su sitio. Con el resto.
Harry asintió y lo introdujo en su ranura.
Wheeler abrió el maletín y dejó ver el electroimán. Harry se quedó sorprendido.
Le pareció un motor común y corriente, de ésos que se compran en las tiendas de aeromodelismo. Estaba conectado a un par de baterías luminosas.
Los discos refulgían, limpios, brillantes y llenos de promesas para el futuro.
Wheeler posó el pulgar sobre el interruptor.
—Adelante —dijo Harry.
—Hay algo terriblemente simbólico en esto —se detuvo Wheeler.
—¿El sacerdote que oprimió el botón? Tal vez haya otra salida.
—No. No existe otra solución. —Oprimió el interruptor y Harry escuchó el murmullo del electroimán.
A las seis de la mañana, cuando tuvo la certeza de que Gambini no se encontraría allí, Harry se detuvo en el laboratorio. Una hora más tarde cerró la biblioteca para una inspección por sorpresa de la planta física. Decidió enviar a dos inspectores de Logística para hacerlo más creíble, y luego respondió a una llamada de la oficina de Rosenbloom, pidiéndole que esperara hasta que llegase Gambini. Entonces, el director anunció el traslado oficial.
—¿Qué diablos estabais pensando? —protestó—. Ahora las carreras de todos se han ido por la alcantarilla. ¡Malditos hijos de puta!
—¿Eso es lo que realmente te preocupa? —preguntó Gambini—. ¿Tu carrera?
—Ha sido culpa mía —repuso—. Tendría que haber estado al frente de todo esto. —Se volvió a Harry, furioso—. Confiaba en ti, Carmichael. Realmente pensé que podía fiarme de ti.
Harry se revolvió incómodo bajo la mirada escrutadora. Rosenbloom parecía sinceramente dolido. ¿Por qué demonios todo el mundo le echaba siempre la culpa?, se preguntó Harry. Se le pagaba para que hubiera corriente eléctrica, para que mantuviera los expedientes del personal y para que se ocupara de que los cheques llegasen a tiempo. ¿En qué lugar de su descripción de funciones se decía que debía asumir la responsabilidad de decisiones de importancia nacional y mundial?
—Hice lo que había que hacer —respondió.
—Sí —dijo Rosenbloom agriamente—. Ya veo. Cuando todo esto termine, Harry, te destruiré. ¿Comprendido? —Se tiró del cinturón—. De todas formas, la gente de la NSA estará aquí dentro de dos horas. Querrán llevarse los dos juegos de discos, todas las notas y cualquier otra cosa referente al Proyecto, a las configuraciones especiales de los ordenadores, todo lo que tengáis. —Sus ojos se clavaron en los de Gambini—. Si te sirve de algo, Ed, no había forma de que pudieses ganar en este asunto. Es lo que intenté decirte desde el principio. Lamento no haber seguido mi primer impulso y no haberlo llevado entonces a la NSA.
—Supongo que querrán que los ayudemos a preparar el traslado —dijo Gambini.
—Haced lo que podáis. Creo que piensan seguir contando contigo y con unos pocos más. En algún sitio tengo la lista. —Buscó entre sus papeles y dio con unas anotaciones—. En su mayoría son técnicos. No parecen tener un alto concepto de tu equipo. En lo que a mí respecta, estoy pensando en dedicarme a la actividad privada.
Harry se sintió aliviado al darse cuenta de que aún no pensaban en la prisión federal.
Cuando llegaron, Maloney iba con ellos, en el coche de adelante, con la vista al frente, como debió de entrar De Gaulle en París. Con él iban otros dos hombres con trajes caros y expresiones de granito. Le fue difícil determinar quién sería el superior.
Detrás, tres camiones de la NSA.
Dieron la vuelta al laboratorio y se acercaron por detrás, hacia la entrada posterior. Se abrieron las puertas de los camiones y descendieron al asfalto unos seis hombres vestidos con guardapolvos. Cada uno lucía su nombre y su foto en una credencial de plástico. El conductor del coche intercambió unas palabras con Maloney y luego se marchó en dirección a la biblioteca.
Harry no pudo evitar sonreír cuando aparcó su coche y siguió al equipo de la NSA hacia el interior del edificio. Los hombres parecían una mezcla de militares y universitarios de la Ivy League, que se movían con la precisión de un escuadrón y conversaban como a la ligera sobre mecánica cuántica. Harry pensó que serían los hombres que, después de reunir los datos de Hércules, proseguirían con el Proyecto.
Gambini estaba enfrascado en una conversación con Leslie Davies cuando la gente de la NSA entró en el centro de operaciones. Pareció no reparar en su presencia hasta que Maloney se plantó delante de él. Los demás se dispersaron por la sala. Unos pocos técnicos e investigadores se detuvieron en su trabajo para observar a los intrusos.
—Ed —dijo Maloney, incómodo—, pensé que estarías preparado para esto.
—Pues… supusimos que Hurley habría recuperado la razón —repuso Gambini.
—Lo siento. Queremos que sigas al frente de la operación.
—¿Bajo el control de quién? —preguntó Harry.
—No será distinto de lo que era aquí. Desde luego, las pautas del Proyecto las dará el director. Fuera de eso, trabajarás como quieras, Ed. ¿Puedes pedir ahora a tu gente que colabore con la mudanza?
Gambini se volvió sin decir una palabra. Fue hasta su despacho, recogió su suéter, una pluma de oro que había dejado sobre la mesa y luego salió.
—Adiós, Harry —le dijo, ofreciéndole la mano—. Has hecho un trabajo excepcional. —A sus espaldas, el centro de operaciones quedó en silencio. Leslie y Wheeler, Hedge y Hakluyt, los analistas de sistemas y de comunicaciones y los lingüistas habían dejado de trabajar y todos lo observaban. Había algunos ojos húmedos—. Todos habéis hecho un trabajo formidable. Estoy orgulloso de haber trabajado con vosotros.
Algunos habéis sido invitados a proseguir en el Proyecto. Sé cuánto significa esto para vosotros y quiero deciros que no será ningún deshonor hacerlo. Sabré comprender. Creo que todos comprenderemos.
Luego se marchó y se produjo un silencio incómodo, que finalmente ocupó Maloney. Se aclaró la garganta y solicitó atención.
—Quisiera poder ofrecer a todos la oportunidad de seguir con el Proyecto. Por desgracia, nuestras necesidades son limitadas. De todas formas, el señor Carmichael me informa que Goddard los necesita a casi todos. Se ha facilitado la lista con las personas que específicamente solicitamos. Exhortamos a quienes integran esa lista a que permanezcan en el Proyecto. Por favor, informen al señor Carmichael de su decisión a finales de esta semana. —Miró a Harry, quien lo observó furiosamente.
Comenzaron por los ordenadores. Algunos habían sido configurados especialmente para trabajar con el Texto, de modo que retiraron los discos que hallaron, y tras registrar cuidadosamente lo que había se los fueron llevando uno por uno a los camiones. Maloney encabezó una recogida sistemática por mesas y archivos que originó un montón de papeles, anotaciones y documentos. Harry se sorprendió de que, aun en la era de los ordenadores, el Proyecto hubiese generado tanto papeleo.
Catalogaron todo según la situación: «Mesa de Gambini, segundo cajón a la izquierda», y así sucesivamente.
—Es el modo en que los arqueólogos hacen sus excavaciones —comentó Wheeler—. No creo que Maloney espere mucha ayuda de nosotros.
Hakluyt parecía tener un dolor de cabeza insoportable. Se acercó a Harry cuando tuvo la primera ocasión.
—Es nuestra última oportunidad. Debes sacarlos ahora. —Se refería a la serie de datos que Gambini había guardado, a los discos en que se almacenaba la información sobre la ingeniería del ADN—. Si estos cretinos ponen las manos allí, nunca más volveremos a saber nada de los discos.
—No te preocupes —dijo Harry—. Yo me ocuparé de eso.
Hakluyt se secó el sudor del rostro. Estaba empapado.
—¿Cuándo? —exclamó, tratando de no levantar la voz—. En cualquier momento abrirán el archivador. Puede ser demasiado tarde.
—Cy, he dicho que me ocuparé de ello. Tú no debes preocuparte. —Dio la vuelta y se marchó.
La gente de la NSA devolvía discos al archivo maestro y a los diversos archivos suplementarios que había montado cada departamento. Uno de los hombres que acompañaba a Maloney, de rostro arrugado, tez manchada y cabello pajizo se aproximó a Harry.
—Nos falta uno —dijo.
—Está en el despacho de Gambini. —Harry abrió el archivador sintiendo en la espalda los ojos de Hakluyt. Se hizo a un lado. Gambini era desordenado y tenía tendencia a utilizar los cajones como otros usaban cajas de cartón. El hombre de rostro arrugado fue desbrozando el contenido hasta llegar al final, y exhibió dos discos-láser brillantes, ambos con el rótulo SD 101.
—Uno de ellos pertenece a la copia de la biblioteca —explicó Harry.
Se volvió con aire culpable. Hakluyt lo contemplaba con absoluta perfidia.
Entonces el microbiólogo desapareció y echó a correr por los tétricos pasillos grises.
Wheeler había ido a su cubículo. Regresó con el maletín de cuero que contenía el electroimán.
—¿Está encendido? —preguntó Harry.
—Sí.
—Es mi turno —dijo Harry y se lo cogió suavemente de la mano.
—¿Estás seguro? —preguntó Wheeler con una sonrisa de alivio.
—¿Funcionará?
—Siempre y cuando te mantengas a unos metros…
Harry llevó el maletín por el pasillo y se detuvo cerca de un surtidor de agua helada, directamente en mitad del trayecto que deberían seguir los discos. Dejó el maletín contra la pared, dio un largo sorbo y se alejó de él.
Se situó al otro lado de la puerta del centro de operaciones, desde donde podía mirar sin estar en el camino.
Las cajas de cartón pasaron rápidamente. Leslie, Gordie Hopkins, Linda Barrister, Carol Hedge y todos los que tanto habían trabajado en el proyecto durante aquellos ocho meses, observaron en silencio furioso mientras las cajas marrones iban alejándose por el pasillo, dejaban atrás el surtidor de agua, subían un tramo de escalinatas y asomaban a la luz del día.
A la una del mediodía no quedaba nada en el edificio. El coche de la NSA, por supuesto, hacía tiempo que había regresado de la biblioteca, y el conductor, cauteloso, no se había apartado de él. Era el procedimiento típico cuando se trataba de material top secret. El maletero debía de estar lleno de discos. Maloney entregó a Harry un inventario firmado de lo que se llevaban.
—La Agencia de Seguridad Nacional le reembolsará el valor —dijo con sequedad.
Y entonces, bajo un sol brillante, la caravana de cuatro vehículos se alejó por la entrada principal.
—Tardarán varias horas en descubrir que los discos son inservibles —aseguró Wheeler, mientras desaparecían de la vista—. Tal vez días. Si tenemos suerte, nunca sabrán cómo sucedió. Tal vez consigamos que, con el tiempo, alguien sugiera una teoría sobre líneas de alta tensión, o algo por el estilo.
—Esto es lo que siempre quisiste, ¿verdad, Pete?
—Sí, supongo que sí.
—No te sientes muy feliz.
—Era una cuestión de supervivencia, Harry. Pero hemos pagado un precio muy alto. —Entrecerró los ojos bajo la luz hiriente de la tarde—. No, no me siento muy feliz. He violado todo aquello en lo que supuestamente debí creer.
El aire estaba inmóvil. Habían llegado al aparcamiento y se acercaron algunos miembros del equipo de Gambini. Todos parecían desolados.
—Iré a recoger el maletín —dijo Wheeler.
—Destrúyelo —murmuró Harry—. El maletín… y también el imán. Luego habrá preguntas.
Wheeler estrechó la mano de Harry.
—Gracias —le dijo—. Habría sido mucho más difícil de hacer si hubiese estado solo.
El puesto de guardia que había fuera de la sala de almacenamiento de la biblioteca estaba abandonado. Harry pasó por delante de él, con otro maletín, metió su tarjeta en la cerradura (que todavía no habían quitado) y abrió la puerta. Sin mirar casi el sitio vacío que habían dejado los duplicados del Texto de Hércules, fue directamente al armario.
Era un mueble viejo, de patas astilladas y superficie rayada. Sobre la cubierta se veían viejos anillos dejados por muchas tazas de café.
Lo habían traído hacía seis años, como parte de un lote de muebles recuperados, cuando el Departamento de Defensa clausuró un gran sector de la base aérea de Maguire. Nadie había querido el armario, de modo que Logística lo puso en la sala de almacenamiento del piso inferior de la biblioteca. Y en él se encontraba la esperanza de la humanidad.
Harry sacó una pequeña llave de bronce de su bolsillo, abrió la cerradura y tiró de las puertas. Adentro, refulgían los discos plateados. Fue guardando uno tras otro en las fundas individuales que había llevado consigo y acomodándolos en su maletín.
Casi todo el equipo Hércules se reunió esa noche en el Límite Rojo para una cena de despedida. No se dispersarían: la mayoría de ellos seguiría en Goddard, trabajando en distintos proyectos. Entre los investigadores, se pediría a Carol Hedge y a Pete Wheeler que colaboraran en operaciones en curso. Harry no esperaba que Pete aceptara quedarse.
Nadie había optado todavía por el ofrecimiento de la NSA. Eso sorprendió a Harry, hasta que se puso a pensarlo. Se preguntó cómo podía ser que un hombre tan astuto como Hurley se rodeara de gente como Maloney.
Cyrus Hakluyt se había marchado sin decir una palabra a nadie.
Y Leslie pensaba volver a Filadelfia.
—Y luego tal vez me vaya a una isla en los mares del Sur —dijo—. Ya he tenido bastante por un tiempo.
No hubo discursos, pero algunos expresaron emotivamente sus sentimientos. Uno de los analistas de sistemas manifestó:
—En cierto modo ha sido como haber estado combatiendo juntos.
Harry les agradeció su lealtad y predijo que, cuando ya todos hubieran olvidado a John W. Hurley, el equipo Hércules seguiría siendo leyenda.
—Tal vez no recuerden nuestros nombres, pero sabrán que hemos estado aquí.
Lo aplaudieron, y durante las horas que permanecieron bajo las familiares vigas y arcadas del Límite Rojo, todos lo creyeron. Y para Harry, el comentario señaló otro hito: era la primera vez que en público se mostraba desleal con un hombre para el que había trabajado.
Pensó que las fiestas de despedida siempre imponen una especie de atmósfera fúnebre debido al cierre simbólico de una etapa. Cada apretón de manos, cada breve contacto de los ojos adquiría una importancia crucial. Pero el asunto relativamente abstracto del Proyecto Hércules generaba emociones especialmente intensas, quizá porque nunca volvería a producirse un acontecimiento así en la historia de la humanidad.
Los cuarenta y tantos hombres y mujeres en el modesto restaurante de la calle Greenbelt representaban a todos aquellos que alguna vez habían contemplado una estrella con el afán de hallar respuestas. Bueno, ellos sí habían conseguido respuestas, y tal vez nadie pudiese pedir mucho más.
Harry se quedó hasta el final, cuando se formaron pequeños grupos y la gente comenzó a dispersarse. Angela Dellasandro aprovechó una ocasión, a eso de las once, para decir a Harry que era extraordinariamente apuesto. (Para entonces ya había acabado con varios manhattan). También le dijo que estaba preocupada por Ed Gambini.
Harry la tranquilizó, y la vio marchar.
—Tiene razón —dijo Leslie—. Estará más a salvo fuera del Proyecto, pero pasará un período peligroso hasta que logre adaptarse.
—No —dijo Harry—. Encontró a sus extraterrestres. Creo que se siente satisfecho. Estará bien.
Esa última noche, se quedaron mirándose a los ojos.
—¿Cuándo te marchas? —preguntó.
—Mañana.
—Te echaré de menos, Leslie. —De pronto se encontró contemplando los cubos de hielo que había en su vaso vacío—. Sería feliz si te quedaras.
Ella le estrechó el brazo.
—No creo que estés muy seguro, Harry. —Le sonrió, cohibida—. Llámame si vienes a Filadelfia. Tenemos mucho de qué hablar.
—Sí que estoy seguro —repuso él—. Lo único que pasa es que he estado casado demasiado tiempo. Todo lo que digo suena mal porque todavía sigo pensando que no tendría que decirlo. Ella enterró el rostro en su hombro y él la sintió reír. Pero cuando levantó la vista, no encontró ninguna expresión divertida.
—Te amo, Harry —dijo.
Poco antes de la medianoche fueron a buscar a Gambini. Subieron las escaleras hasta el segundo piso. El bronco rugido del Atlántico amortiguó sus pisadas. Golpearon a la puerta. Cuando abrió, con los ojos llenos de sueño, le mostraron las credenciales, lo empujaron para entrar en la sala de estar y se apartaron para dejar paso a Pat Maloney.
Estaba furioso.
—¿Qué sucede? —preguntó Gambini.
MONITOR
CYRUS HAKLUYT RESPONDE A UNA CRÍTICA
La afirmación del doctor Idlemann de que la muerte es parte integral del plan de la naturaleza para la constante renovación de la especie presupone que, de hecho, existe algún tipo de diseño. Resulta más que difícil hallar algo que pueda describirse como una intención consciente en el duro sistema en que nacemos y que, finalmente, acaba con nosotros y con nuestros hijos. La única inteligencia evidente es la nuestra. Y uno no puede dejar de sorprenderse ante los razonamientos que consideran la ciega evolución como algo benevolente y, en cierta forma, más sabio que nosotros.
Pero la verdad es que no debemos nada al futuro. En este momento estamos vivos, y somos todo lo que existe. Para parafrasear a Henry Thoreau, nos erigimos sobre la línea que divide a dos vastos infinitos: el de los muertos y el de los que nacerán. Salvémonos, si nos es posible. Cuando lo hayamos hecho, cuando ya no leguemos a nuestros hijos una herencia de cáncer, envejecimiento y desastres, entonces sí podremos comenzar a planificar racionalmente qué clase de existencia debería llevar una especie inteligente.
Cyrus Hakluyt
(Extraído de la sección «Correo» de Harper’s, CXXXII, número seis, respuesta del autor a una comunicación de Max Idlemann, doctor en Medicina, especialista en obstetricia, residente en Fargo, Dakota del Norte, quien puso numerosas objeciones al artículo escrito por Cyrus Hakluyt en la edición de mayo. El doctor Idlemann se mostró particularmente escandalizado de que Hakluyt no reconociese los perjuicios que a largo plazo podría generar cualquier descubrimiento científico que permitiera prolongar la duración de la vida humana).