—Es un farol —dijo Gold.
—Hasta cierto punto estoy de acuerdo —dijo Santana golpeando la pipa contra el cenicero—. Roskosky ha actuado bajo la presión de los militares. No dudo que se echará atrás si le hacemos frente. Pero no sabemos el alcance de su influencia militar, aunque se ve claramente que es considerable.
—¿Qué hace pensar a los soviéticos que podrán atacarnos y sobrevivir? —preguntó Melbourn.
—Veinticinco años de abandono militar en este país —repuso Sachs—. Salvo durante el mandato de Reagan y del actual presidente, el Pentágono ha sido el chivo expiatorio de una larga sucesión de políticos. Ya es una tradición en este país.
—Señor presidente —preguntó Klinefelder—. ¿Ha intentado hablar con él?
—¿Con Roskosky? Sí. Dicen que no está bien.
—No creemos que siga al mando —dijo Arnold Olewine, director nacional de Seguridad—. El mes pasado se produjo una reestructuración de cargos en el Soviet Supremo. Los hombres de Roskosky obtuvieron los cargos de menos influencia, y hubo personas que quedaron directamente fuera. Las cosas han cambiado en la cúpula, pero no sabemos exactamente cómo ni hasta qué punto.
—¿Cuál sería el peor panorama? —preguntó el presidente.
—Hay un par de posibilidades sumamente inquietantes —repuso Santana. La jerarquía soviética era su especialidad—. Puede que el ejército haya tomado el control directo. Ya lleva veinte años tratando de hacerlo, y en caso de que falte Roskosky, tiene dos hombres estratégicamente situados.
»O bien Andrei Daimurov puede organizar un golpe. Daimurov es primer secretario del Partido y padece de delirio mesiánico. Es un psicótico, que cree que el único camino para salvar a la civilización soviética del ocaso es conquistar Estados Unidos. Los psicoanalistas de la CÍA lo han descrito como una especie de comunista místico, de los que creen en la inevitabilidad histórica. Ha llegado a la conclusión de que es el agente histórico predestinado que llevará la sociedad soviética a la supremacía. Ipso facto, sus acciones no causarían ningún peligro a la Unión Soviética: cree que puede librarse con éxito una guerra contra nosotros siempre y cuando sea él quien la lidere.
—¿Hay alguna evidencia de que Daimurov ocupa realmente el mando? —preguntó el secretario de Defensa.
—No hay una evidencia directa, aunque sus amistades parecen prosperar, y se le ha visto en público con los políticos más influyentes. Si hoy se produjera la acefalia en la URSS, el sucesor más probable sería Daimurov.
—Kathleen… —El presidente miró hacia el extremo opuesto de la mesa, donde se encontraba la directora de la NASA—. Según el calendario de actividades, los dos lanzamientos finales del transbordador para completar el ORION tendrán lugar en las tres próximas semanas. ¿Podrían adelantarse?
Kathleen Westover consideró el problema. Todavía no tenía arrugas, pero en momentos de tensión podía adivinarse que, con los años, se le formarían alrededor de los ojos y la boca y en una curva a través de la frente amplia y pálida.
—Es posible, pero tendríamos que sacrificar algunos de nuestros procedimientos de seguridad. Podríamos hacerlo en… hum… unos pocos días.
—Armando… —El presidente se dirigió a Sachs—. A partir del momento en que despegue el transbordador, ¿en qué tiempo mínimo podría resultar operativo el ORION?
Sachs meneó la cabeza.
—Para responder a eso tendríamos que consultar con la NASA, señor presidente.
—¿Cuánto calculan? ¿Cuál sería el tiempo mínimo?
—Si todo marchara perfectamente… —Sachs miró a Kathleen Westover—, y si prescindiéramos de los ensayos… quizá cuarenta y ocho horas.
Westover asintió.
—Es demasiado tiempo —dijo Pat Maloney—. ¿No hay ninguna otra forma? ¿No podríamos preparar un lanzamiento desde Australia, por ejemplo? ¿Sería posible?
—No —repuso Westover—. Tendríamos que construir instalaciones. Y *** NO HAY *** con tiempo ilimitado, no podríamos mantener la operación en secreto.
—¿Por qué los soviéticos nos han dado seis días de plazo? —preguntó Gold—. Nos piden mucho. ¿Por qué nos habrán dado sólo seis días?
—Sus fuerzas de ataque se encuentran funcionando en condiciones de disponibilidad un punto por debajo del alerta rojo. Para ellos es una situación de extrema tensión, y no pueden mantenerla durante mucho tiempo. En realidad, si nos decidiéramos a enfrentarnos en una guerra, la mejor forma sería hacerlos esperar los seis días en la situación en que se encuentran, ceder a sus exigencias en el último minuto y atacarlos inmediatamente cuando bajen la guardia.
En sus treinta y cinco años de carrera política, Hurley nunca había asistido a una reunión como ésta. Cada observación parecía pronunciarse en el vacío y dejar detrás un largo silencio, que generalmente se rompía no con comentarios sino con el movimiento de una silla o la chispa de un encendedor.
—¿Qué pasaría si cediéramos a sus exigencias? —preguntó Westover.
—No podemos hacerlo —dijo Sachs—. Cuando se dieran cuenta de que somos vulnerables a esa clase de presión, empezarían una persecución sin cuartel. No es la primera vez que nos amenazan con la guerra. Supongamos que Truman hubiera vacilado en Berlín, o Kennedy durante el bloqueo cubano…
—Hay otra razón aún mucho más convincente —dijo Hurley—. Todavía no sabemos bien qué más hay en la transmisión. Si sólo pidieran la fuente energética del ORION, podríamos contemplar la opción. Pero quieren todo el Texto. Y eso está más allá de toda consideración.
Gold se pasó la mano por el cabello gris. Era un hombre corpulento, de rasgos borrosos, como una fotografía mal revelada.
—La única opción que nos queda es suponer que están cargando la mano para confundirnos, y ver de qué manera podemos volcar la situación a nuestro favor. —Le temblaban las manos.
El general Sachs meneó la cabeza, estupefacto ante la imbecilidad de los hombres que componían el consejo del presidente.
—Señor Gold, ese camino es el suicidio. La única posición sensata es suponer lo peor y prepararnos para sacudir a esos cabrones en cuanto lo intenten.
Así prosiguió el análisis de las alternativas hasta que, poco después de las 2 de la madrugada, se marcharon de la sala de conferencias. Sachs se entretuvo ordenando papeles en su maletín y Hurley invitó al general a beber un whisky. Pero el presidente no dijo mucho. Fue hasta la ventana, tratando de imaginar cómo sería ver a los misiles curvándose sobre los bosques canadienses, con sus largas lanzas argénteas despidiendo relámpagos.
—John… —Sachs habló con voz fría, remota, alejada de las decisiones. Si algo quedaba después, sólo el nombre de Hurley sobreviviría, y sería sinónimo de catástrofe—. John, queda muy poco tiempo.
Hurley sintió en el estómago las garras de la úlcera.
Diez días atrás había paseado por los soleados jardines de su residencia familiar, en la costa de Virginia, mientras su nieta Anna correteaba alegre entre los pinares.
Habían sido horas felices, rociadas con borgoña, aire salobre y la sensación de estar a punto de entrar en la historia. Entonces se había sentido como Alejandro.
—John… —La voz de Sachs volvió a insistir—. No están fingiendo. A menos que el servicio de inteligencia se equivoque, y Roskosky siga en el cargo, debemos asumir que no están cargando la mano.
—Y tú eres partidario de que ataquemos primero…
—No hay otra estrategia racional. Si les dejamos dar el primer golpe, conservaremos fuerzas suficientes para aniquilarlos, pero no podremos tener esperanzas de sobrevivir.
—Lo sé —dijo Hurley—. Podemos liquidar sus submarinos en la primera embestida.
—Y de ese modo venceríamos. Nos costaría muchas víctimas, pero venceríamos.
—Sí. —El presidente estaba demasiado cansado para ofrecer otros argumentos.
Anna tenía ojos negros, redondos, y piernecitas regordetas. Era la primera hija de su hijo y, como toda niña de nueve años, un manantial de risas y enfados. Habían pasado una tarde juntos, los dos solos, pescando, para delicia de los periodistas de la televisión.
¿Dónde podría esconder a la niña?
Un pensamiento lo acosaba a menudo: si las conversaciones fracasaban, si las amenazas fallaban y llegaban los misiles, veloces como dagas a medianoche, ¿qué sentido tendría una represalia? No pasaba día sin que la pregunta irrumpiera en los momentos más inesperados. No pasaba día sin que se la planteara, sin que le diera vueltas, sin que intentara desembarazarse de ella. Quería contárselo a Sachs, pero no dijo nada. El suyo era un peso que no podía compartir.
En la penumbra, el teléfono blanco que lo comunicaba directamente con el cuartel general del SAC, en la Base Aérea Offutt de Nebraska, era poco más que una silueta. No tenía dial; era un apropiado reflejo de la situación que se crearía en cuanto lo usara.
Sobre el monumento a Washington flotaba una luna fría.
Al general le gustaba el whisky. Terminó de beber y permaneció en silencio, al fondo de la sala. Hurley sabía que el general quería aprovechar la oportunidad para hacer entrar en razones a su comandante en jefe. Pero Sachs evaluó la situación correctamente, y decidió no decir nada.
Sólo un hombre en todo el planeta compartía las emociones que el presidente experimentaba esa noche, y estaba al otro lado del Atlántico, probablemente también escrutando una ventana con aire desolado. De pronto, Hurley pensó que Roskosky quizás estuviese muerto.
Alguien estaba golpeando en la puerta trasera. Harry consultó el reloj —eran las cinco y cuarto— y se puso la bata.
En el porche de su casa había un coche negro del gobierno, y un hombre alto, con americana y chaleco, aguardaba impaciente.
—Servicio Secreto —dijo, exhibiendo una credencial plástica ante los ojos de Harry—. En la Casa Blanca quieren verlo, señor.
—¿Cuándo?
—Lo esperan para el desayuno, señor Carmichael. A las seis y media.
—¿De qué se trata? —preguntó.
—No tengo ni idea.
—Muy bien —repuso Harry—. A esa hora estaré allí.
—Puede venir con nosotros —dijo el agente.
—No es necesario —descartó Harry.
—Sí lo es, señor Carmichael. Por favor, dese prisa.
Lo primero que pensó Harry fue que Hakluyt había cumplido su amenaza de contárselo al presidente. Pero no, no podía haber hecho eso. Conocía los peligros, y tenía un miedo mortal a que intervinieran los políticos, después del trabajo preliminar.
Condujo el vehículo con inquietud. Un segundo vehículo giró por la avenida Executive delante de ellos. Llevaba a Hakluyt y a Gambini. Leslie y Wheeler les esperaban en la Casa Blanca.
Se sentaron a una mesa provista de pastas y café. Chilton se acercó a informarles que el presidente estaba en camino, pero apenas salió de la sala apareció Hurley. Traía una sorpresa: Baines Rimford venía con él.
Los camareros sirvieron bacon, huevos y patatas fritas, y luego se retiraron.
Hurley no perdió tiempo.
—Doctora Davies, caballeros, tenemos problemas. —Resumió el hundimiento del Feldmann y el ultimátum de Taimanov en términos lo bastante tétricos como para no dejar dudas sobre sus temores—. Ninguna de nuestras alternativas es muy agradable —concluyó.
—¿Es que los rusos no saben lo que ocurrirá con la atmósfera si nos atacan? —rugió—. Aunque no respondiéramos, después no podrían vivir. ¿Cómo pueden ser tan necios?
—Los militares soviéticos no suscriben oficialmente la teoría del invierno nuclear, Ed. Y lamento decir que los nuestros tampoco.
Harry vio que Pete Wheeler se desmoronaba lentamente. Dejó caer la cabeza y aflojó los hombros, hasta que sólo pareció una marioneta desarmada contra la mesa.
¿Quién era el responsable, si Pete Wheeler no lo era?
—Deles lo que piden —dijo Gambini—. No tiene otra alternativa si está seguro de que atacarán en caso de que se niegue.
—No —dijo Rimford—. Ésa no es la solución. Negocie el arma lanzadora de partículas. Consiga concesiones de parte de ellos, si puede, y luego désela.
—No es eso lo que piden —dijo Hurley.
—Al menos han tenido el acierto de no formular sus exigencias públicamente —intervino Harry.
—Les ha llevado su tiempo —dijo Hurley—, pero al final han aprendido un poco cómo funciona el sistema político americano.
—¿Para qué nos ha convocado aquí? —preguntó Wheeler con amargura.
—Ustedes nos dieron el ORION. Como pueden ver, necesitamos algo más. —Los miró a todos, uno por uno—. ¿Hay algo más, en teoría o en la práctica, que podamos utilizar para salir de esta situación?
—El ORION —terció Leslie— no ha resultado ninguna bendición.
—Lo habría sido —repuso Hurley— si Parkman Randall hubiera sabido cerrar la boca. Ese imbécil hijo de perra provocó en gran parte todo esto con tal de poder conservar su escaño en noviembre. Y si en noviembre seguimos aquí, puedo asegurar dónde estará ese hijo de mala madre. —El presidente respiró hondo y levantó las manos—. Bueno, de todas formas no quiero que piense que es culpa suya, Pete. No lo es. El arma que usted nos dio puede cambiarlo todo si logramos ponerla en funcionamiento.
—Señor presidente —interrumpió Rimford—. He aceptado su invitación a venir aquí esta mañana porque creo que debe saber que los miembros del equipo Hércules no deseamos ser considerados inventores de armas. No obstante, así se nos recordará. Dejé el proyecto por esa razón. Y si quiere que le diga la verdad: sí, el Texto contiene conceptos que podrían convertirse en armas de poder inimaginable.
—Por el amor de Dios, Rimford, la supervivencia del país está en juego. ¿Qué tienen?
—No, señor presidente —respondió Rimford—. No tengo nada que darle. Y pido encarecidamente a mis viejos amigos a que tampoco le den nada.
—Vamos, Baines —dijo Hurley irritado—. ¡Pero si los tenemos al cuello…!
—Así es. Y usted tendrá que resolver el problema. Hable con ellos, negocie. Resuelva las cosas. Usted puede hacerlo. Siempre es posible hallar una solución.
Hurley contuvo su furia y se volvió a Gambini.
—Ed, necesitamos concentrar la atención en el material con que Baines estuvo trabajando.
—Lo destruí —dijo Rimford.
—¿Y usted no consideró oportuno informar sobre ello? —preguntó el presidente, dirigiendo una mirada incendiaria a Harry.
Harry sostuvo la mirada del presidente, cuyos ojos desbordaban reprobación, si no ira.
—¿Debo suponer que todos están de acuerdo con Baines? —preguntó Hurley.
—Sí —repuso Harry—. Creo que sí.
—¿No se les ocurrió pensar que están traicionando la confianza del país? ¿Y las defensas de la nación? Entiendo sus preocupaciones, y hasta simpatizo con su postura de no querer colaborar en el desarrollo de armas. Pero, por amor de Dios, tenían la obligación de habérmelo dicho, de ser honestos conmigo.
—¡No podíamos! —intervino Baines—. La naturaleza de lo que habíamos descubierto no nos permitía decírselo a usted ni a nadie. Puede tener la absoluta certeza de que…
—Doctor, la única certeza absoluta que puedo tener en este momento es que estamos en un grave problema, y que ustedes no están siendo de mucha ayuda. Por desgracia es más que tarde, y no sé todavía si, en caso de sobrevivir, no los haré colgar a todos.
Cuando se volvieron a reunir en el laboratorio, Harry dijo:
—Mañana estaremos sin trabajo. O el viernes, a lo sumo. Depende del tiempo que a Hurley le lleve reunirse con su gente. En cualquier caso, el Proyecto Hércules será trasladado a Fort Meade.
Gambini estaba rodeado de una nube de pesar.
—Debe saber que no podrá conseguir nada de un puñado de analistas y físicos del Partido Republicano…
—Sabe que no podrá conseguir nada… de nosotros —dijo Leslie—. ¿Qué hacemos ahora?
—Darlo a conocer todo —propuso Hakluyt—. Soltarlo todo. Eso cambiará la ecuación.
—Ya lo creo —dijo Wheeler con tono helado—. ¿Y las nuevas armas?
—Ya contamos con armas inimaginables, Pete —dijo Hakluyt—. ¿No crees que cualquiera puede llevar una bomba de hidrógeno en el maletín? En el Texto no hay nada que pueda hacer las cosas más peligrosas de lo que ya son. La raza humana ha exhibido un notable control durante los últimos cincuenta años. Quizás el material del Texto sea lo que necesitemos para hacer frente a la situación y actuar como haga falta.
—¿Y si no? —preguntó el sacerdote.
—En tal caso, no estaremos peor que ahora. Rimford estaba exaltado porque allí había encontrado las Grandes Teorías Unificadas. Pero ya había estado trabajando en ello. De hecho, en uno de sus libros predijo que lo lograríamos por nosotros mismos a fin de siglo. Probablemente ocurra lo mismo con el resto del material técnico. En lo que respecta a los datos genéticos, es cierto, desde luego. Lo único que haremos será adelantar el calendario unos años. Pues hagámoslo… Saquemos el mejor provecho de lo que hemos conseguido.
—Creo que debemos prescindir del interés personal que nos involucra en el proyecto y dejar de pensar como investigadores por un instante. Tendemos a suponer que el conocimiento es bueno en sí. Que la verdad nos hará libres. Pero quizá la verdad sea demasiado terrible para proclamarla. Me parece que esta mañana tenemos ante nosotros una única consideración: el bien de la especie. ¿De qué estamos hablando realmente aquí? Os lo voy a decir: tratamos de equilibrar la curiosidad de Cy Hakluyt sobre la estructura de la doble hélice con la supervivencia humana.
Wheeler paseó la mirada por todos, como había hecho el presidente, durante la culminación emocional de la reunión.
Pero los ojos del sacerdote eran mucho más inquietantes. Y Harry comprendía por qué: Hurley tenía absoluta confianza en su capacidad suprema, por muy desesperada que se hubiese vuelto la situación. Pero Wheeler temía que los acontecimientos ya hubiesen ido más allá de su posibilidad de control.
—Estoy de acuerdo con Baines —dijo Harry—. Destruyamos la maldita transmisión. Si podemos salvar el disco del ADN, hagámoslo. Si no se puede, destruyámoslo todo. Y esperemos que nunca más volvamos a toparnos con otra cosa como ésta.
Leslie estaba a punto de echarse a llorar.
—No. No podéis hacer esto. No tengo respuestas para dar, desde luego, pero sé que borrar todo y escondernos bajo tierra no es el camino.
—Estoy de acuerdo —dijo Gambini—. Destruir la transmisión sería criminal.
—Deja que los supervivientes, si es que los hay, decidan qué es criminal —terció Wheeler amargamente—. Cualquiera que sea vuestra decisión, tomadla pronto. Creo que Harry tiene razón: no seguiremos teniendo el proyecto en nuestras manos durante mucho tiempo.
—No tengo la menor idea de a quién podrán darle el proyecto —prosiguió Gambini—. Todos los que se me ocurren se han enemistado con el gobierno. Incluso algunos de los investigadores oficiales han abandonado, indignados. ¿Con quién cuenta Hurley?
—Ya encontrará a alguien —aseguró Harry.
Durante la larga mañana fueron sopesando todas las alternativas. Harry sabía que Wheeler estaba en lo cierto, que el Texto de Hércules era algo demasiado peligroso para darlo a conocer. Y mientras la conversación adquiría un tono cada vez más irritado a su alrededor, Harry pensó en los altéanos, bajo su cielo sin estrellas: una especie sin literatura, sin historia (¿acaso el tiempo era inmóvil en Altheis Gamma?), sin arte, con dispositivos que aparentemente carecían de una fuente de energía. Sus muertos en cierta forma no lo estaban. Transmitían principios que podían emplearse para construir armas atroces. Y se permitían divagar sobre filosofía platónica.
El hombre en la torre, había dicho Leslie. Como el padre Sunderland, que deambulaba por el priorato escudriñando la bahía de Chesapeake y jugando un bridge preternatural. ¿Qué había dicho Leslie sobre el sistema lingüístico de la transmisión? Que no era un lenguaje natural. Que era torpe. Que ellos podrían haberlo hecho mejor. ¿Cómo era posible?
Como otras veces, la reunión concluyó entre la indecisión y la rencilla. Y cuando salían, mientras Harry todavía pensaba en el padre Sunderland, Cyrus Hakluyt le susurró que tal vez no tuviera otra posibilidad de salvar a su hijo.
—Hazlo, Harry —imploró—. ¡Por el amor de Dios!
Luego, Pete Wheeler se sentó a su mesa para compartir la comida. Tenía una expresión extraviada.
—Necesito ayuda, Harry —dijo. Estaban en un rincón de la cafetería y nadie podía oírles.
—¿Quieres deshacerte del Texto?
—Sí. Pero debemos hacerlo esta noche.
Harry se sorprendió de la brusquedad con que los acontecimientos tocaban a su fin. Siempre había sabido que llegaría el momento de la decisión, pero en cierto modo había evitado pensar en ello, con la esperanza de dejar la idea de lado.
—Todavía no estoy seguro de que sea lo más acertado…
—Ya no puede hablarse de lo acertado, Harry. Lo único que nos queda es elegir lo menos malo.
—¿Cómo sugieres que lo hagamos? —El estómago le dio un vuelco.
—La forma más limpia es acercar un campo magnético. Dañará los datos de tal forma que resultará imposible seguir traduciendo.
—¿Cómo lo haremos? —Harry ya no comía.
—Bastará con un electroimán a baterías —dijo Wheeler—. Yo tengo uno. Lo compré el día después de recibir la Condecoración Oppenheimer. Cabe en mi maletín.
Estuve a punto de usarlo en un par de ocasiones —prosiguió—, pero siempre corría el riesgo de que me descubrieran. Lo único que tenía que hacer era caminar con el imán a unos metros de los discos. Pero el problema era que el efecto sería inmediato. Y una persona con un maletín sería muy fácil de distinguir. Pero mañana, si caen sobre nosotros y comienzan a trasladar el proyecto a Fort Meade, los ordenadores estarán desconectados…
—Sí —dijo Harry—. Habrá una confusión infernal.
—Sí lo hacemos bien, podríamos borrar las dos copias sin que nos descubran.
—No. —Harry parecía un hombre agonizante—. Pete, no podemos borrar el Texto.
Debe haber una forma mejor.
—Pues encuéntrala —dijo Wheeler—. Me gustaría conocerla.
Un hora después, Harry recibía una llamada de una amiga de la Administración de Servicios Generales.
—La NSA ha ordenado que envíen tres camiones a Goddard, Harry —dijo—. ¿Lo sabías?
—No —repuso Harry—. ¿Cuándo?
—Mañana por la mañana. A las nueve. ¿Qué sucede?
—Nos mudamos —dijo Harry—. Supongo.
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