El almirante Jacob Melrose se había metido en una hipoteca que no podía pagar.
Había adquirido una modesta propiedad en el condado de Fairfax con los ahorros de su vida y el producto de su inversión en una compañía papelera del Medio Oeste. Con ello pensaba obtener ganancias suficientes para saldar los vencimientos. Pero las cosas no marchaban como debían, y tendría que acabar vendiendo. Esa noche, frente a las noticias de lo que ocurría en el Atlántico, lo suyo no parecía tener tanta importancia.
Se encontraba en la Sala de Reuniones de la Casa Blanca junto a dieciocho hombres y mujeres silenciosos. El presidente fue el último en entrar. Cerró la puerta, cambió una mirada de preocupación con Max Gold, el secretario de Estado, y saludó a Melrose con una inclinación de cabeza. El almirante frunció los labios, miró a su superior, Rob Dailey, jefe de operaciones navales, y ocupó su lugar ante el atril.
—Señor presidente —comenzó—, damas y caballeros. Todos conocen el hundimiento del Feldtnann, ocurrido la noche del martes. También deben conocer que la nave fue atacada durante un despliegue general de submarinos soviéticos con misiles.
Prácticamente, todo lo que hoy tienen los rusos se encuentra en el agua, y se dirige precisamente a los puntos a los que debieran ir si pensaran iniciar las hostilidades. Se han acortado los programas de ajuste y mantenimiento extensivo de las fuerzas aéreas de combate. El número de Blackjack que tienen a la vista es más de un cuarto del total que esperamos encontrar. Los puestos de lanzamiento de misiles han llegado a un avanzado punto de disponibilidad y el ejército soviético se ha movido discretamente a lo largo de la frontera con Alemania Occidental para ganar posiciones.
Melrose se apartó un paso del atril y miró a los hombres y mujeres cuyos rostros eran tan familiares a la mayoría de los americanos. Ricos, poderosos y, en general, de talento. Todos lo observaban, temerosos, esperando que los tranquilizara como siempre había hecho. Pero esa noche le sería imposible. Tal vez para siempre.
—Todo indica —prosiguió— que la Unión Soviética se dispone a lanzar un ataque total contra Estados Unidos.
El presidente ya conocía en términos generales lo que sucedía. Los demás sólo sabían al llegar que Melrose únicamente aparecía cuando se producía alguna crisis.
Harbison, de Defensa, palideció tan de repente que el almirante temió por su salud. La señora Klinefelder, del NSC, hundió una uña en la palma de su mano. Hubo algunas imprecaciones, pero en general los colaboradores del presidente aguardaron pacientemente los detalles.
—Tal vez sea un ejercicio —aventuró Al Snyder, el asesor especial sobre política exterior.
—El tráfico diplomático es denso —repuso Melrose—. Están ordenando el regreso de los buques mercantes. Los aviones tácticos se encaminan a las bases…
—¡Por el amor de Dios! —exclamó Clive Melbourn, jefe del equipo de Hurley, que estaba nerviosamente encorvado—. Pensaba que podíamos leer todos sus códigos diplomáticos y militares. ¿No sabemos lo que significa esto?
—Sí —respondió el almirante—. Conocemos casi todos sus sistemas militares y diplomáticos de nivel inferior. Nos dan información sobre cambios de personal, requisitos de mantenimiento y esa clase de cosas. Pero no dicen mucho sobre política.
Patrick Maloney tomaba notas cuidadosamente.
—Mel, ¿qué otra cosa podrían estar haciendo? Quiero decir ¿qué otras posibilidades hay que puedan explicar su comportamiento?
Melrose observó el pequeño grupo de hombres y mujeres y tuvo la impresión de que la mayoría de ellos estaban realmente atemorizados. Era una buena señal.
—Señor Maloney —dijo—, si usted fuera por un callejón oscuro y alguien se le acercara con un garrote en la mano, no creo que fuera una actitud muy constructiva ponerse a buscar más de una explicación.
—¿Cuándo? —preguntó el presidente con voz ronca—. ¿Cuándo atacarán?
—Estarán esperando alguna señal por nuestra parte de que sabemos lo que ocurre. Sin duda, creen que lo sabemos. Pero no están seguros. Yo diría que ante el menor movimiento por mejorar nuestras posiciones se sentirían muy tentados de atacar de inmediato.
La atmósfera estaba tensa. Gold encendió un cigarrillo. Santanna, de la CÍA, se reclinó cómodamente y cruzó las piernas. (Nada perturbaba jamás al director).
Hurley se puso de pie. Había tenido un par de horas para prepararse. Así y todo, le costó controlar la voz.
—Si las cosas siguen así —preguntó—, ¿cuándo alcanzarán su punto de máxima ventaja?
—Los submarinos estarán en sus puestos en setenta y dos horas. Después de eso… —Melrose se encogió de hombros.
El presidente se volvió a Armand Sachs, jefe de Estado Mayor Conjunto.
—¿Hasta dónde podemos ir sin alertar a los soviéticos?
—Es difícil de decir, señor presidente…
—Es fácil —interrumpió Melrose—. Cualquier paso que demos será visto por Moscú. Tienen satélites y un dispositivo de comunicaciones del servicio de inteligencia demasiado buenos. No nos quedan posibilidades reales de engañarlos.
—No creo que eso tenga importancia —dijo Sachs mirando furioso al almirante—. Lo peor que podríamos hacer es ocultar nuestro conocimiento de lo que sucede. Si vamos a Yellow, es más que seguro que no intentarán nada. No tienen ninguna posibilidad de sobrevivir, a menos que ataquen completamente por sorpresa. ¡Y los hijos de puta lo saben!
—Mel —preguntó el presidente—, ¿por qué atacaron el Feldmann?
—No tengo ni idea, señor presidente. Sé que el secretario de Estado habló con el embajador soviético ayer. Si se me permite preguntar, ¿qué han dicho esta vez?
Gold habló sin levantar la vista de la mesa:
—Los rusos sostienen que el Feldmann estaba llevando a cabo actividades de espionaje y que se hallaba en sus aguas territoriales.
—Es un embuste —comentó Melrose—. Estaban a unos ochenta kilómetros del límite. De hecho el equipo no es tan efectivo si uno se acerca demasiado.
—De todas formas, es lo que dijeron —continuó Gold—. Pero no creo entender bien la pregunta del presidente. Hundieron el Feldmann para ocultar su despliegue militar, ¿o no? ¿Hay algo más que no sepa?
El almirante fue hasta el atril que había en el extremo opuesto de la sala y oprimió un botón. Se encendió un mural con el mapa de la Unión Soviética.
—El Calloway está situado frente a Vlad, y el Huntington se encuentra aquí, en la bahía de Camranh. Ninguno de los busques fue abordado. Pero en estos dos puntos había gran número de salidas de navíos. No tiene sentido atacar una sola nave.
—Por otra parte —agregó el presidente—, permitieron que el Feldmann realizara tres horas de observación antes de atacarlo. Tuvieron que saber que era demasiado tarde.
—Y sin embargo, hicieron volar el barco —dijo Maloney—. ¿Habrá sido por frustración?
—Tengo bastante experiencia con los soviéticos —comentó Gold, con un tono algo pretencioso—. No es difícil imaginar que algún comandante local aprovechara la ocasión para congraciarse con sus superiores.
Melrose sopesó las sugerencias.
—Posiblemente una reacción irreflexiva. Tal vez. Pero conocemos bien al comandante de Murmansk. No es probable que tomara la iniciativa, o que se arriesgara a meterse en problemas. No sé. Tal vez estamos suponiendo demasiado. O quizá realmente hayamos enfurecido al comandante del submarino. Pero es difícil de creer. Los oficiales soviéticos no se comportan de ese modo. Me refiero a que no actúan sin órdenes específicas.
—¿Cuál ha sido el efecto del ataque? —preguntó el presidente.
Patrick Maloney se rascó los nudillos.
—Ninguno —dijo—. Es pura patochada. Lo único que ha conseguido es advertirnos.
—Sí —repuso Hurley—. Ha servido como eficaz signo de puntuación. No creo que tuvieran ningún interés en ocultar lo que hacían. Me pregunto si no querrían asegurarse de llamar nuestra atención.
—¿Por qué razón? —preguntó Melrose.
—Esta noche me reuniré con Taimanov —anunció Hurley—. Tal vez tenga algunas respuestas.
Por la tarde, Harry había asistido a un seminario sobre motivación. A regresar, se sorprendió de hallar a Hakluyt en su oficina.
—Necesito ayuda —dijo, cuando Harry hubo colgado su chaqueta y acomodado su cuerpo cansado en el sillón—. Quiero abrir uno de los archivadores de Gambini.
—¿El que tiene el disco sobre el ADN? Cyrus, no puedo hacer eso.
—¿Por qué no? Mira, Harry, Ed es un fanático. En ese archivador tiene soluciones que los científicos llevamos sesenta o setenta años tratando encontrar. El desgraciado me confesó que pensaba destruir todo si intentaba rescatar la información. ¿Te parece una actitud racional?
Harry se sonó la nariz y se puso una pastilla de eucaliptus en la boca para calmar la picazón que sentía en la garganta.
—¿Qué pensarías de mí, Harry, si tuviera una cura para tu fiebre del heno y me negara a dártela?
Harry se sonó la nariz y sonrió débilmente.
—Y eso es sólo una nariz que moquea, Harry. Por amor de Dios, imagínate que tuvieras cáncer.
—¿Qué quieres que haga?
—Que tengas un poco de agallas. —Hacía veinte años que Hakluyt no empleaba esa palabra—. Tú eres el administrador de ese lugar. Puedes echar mano a la llave.
Hazlo, y hoy por la noche volveremos para recuperar los discos.
Harry sintió un dolor en el estómago. ¿Le estaría saliendo una úlcera? Por Dios.
¿Siempre tendría que resolver él las cosas? La gente que tenía a su alrededor siempre parecía saber qué era lo correcto: Gambini, Hakluyt, Wheeler, Leslie, Rimford… No había visto la menor vacilación en ninguno de ellos, salvo quizá cuando Rimford lamentaba destruir el Texto.
—No —dijo en voz baja—. No puedo hacer eso.
—Harry, por favor, es un archivador de seguridad. No puedo abrirlo sin tu ayuda. —Hakluyt sacó un estuche de cuero negro de su bolsillo y se lo mostró—. Puedo pagarte, Harry. Pagarte con algo que jamás podrías comprar.
Harry miró a Hakluyt con suspicacia, y luego al estuche. Adentro, sobre un fieltro rojo, había dos frascos, una botellita de alcohol y una aguja hipodérmica.
—¿Qué es eso? —preguntó Harry.
—Los ojos de un hombre joven. Y no sé qué más.
Harry respiró hondo.
—Hay personas que ven mucho peor que yo. Dáselo a ellos.
—No les serviría. Está hecho para ti, Harry. Sólo tú puedes sacarle provecho.
—¡Ya veo cómo lo has hecho! —Harry miró al microbiólogo con ojos entrecerrados—. Eres Adam Wallis, el falso médico.
—Necesitaba un análisis de orina reciente, un análisis de sangre y unas pocas cosas más. Te pido disculpas, pero no sabía muy bien cómo reaccionarías. —Cogió un poco de algodón y lo empapó de alcohol—. Arremángate, Harry.
—Me pides mucho a cambio de poder leer el Post sin gafas. Oye, Cyrus, realmente pienso que Ed tiene razón. Creo que estamos hablando de una bomba de relojería, y no quiero ser uno de los que la suelten en el mundo.
Hakluyt asintió.
—Arremángate, Harry. Sin compromiso. Sólo quiero que tengas noción de lo que guarda ese archivador. Tienes un hijo, ¿no es así?
—Sí. —Harry se puso a la defensiva.
—Se llama Thomas…
—Sí.
A regañadientes, Harry se desnudó el brazo y sintió la aguja bajo la piel.
—Necesitarás una inyección de refuerzo. Como no estoy autorizado a realizar este trabajo, no puedo disponer que otro lo haga en mi lugar. Volveré a tu despacho el jueves por la tarde.
—¿Por qué mencionaste a Tommy? —Harry, imaginando lo que vendría, comenzó a sudar.
—Creo que el niño tiene diabetes.
—Sí.
—Harry, no puedo prometer nada. No en este nivel. Sé algo; no mucho. Pero si puedo conseguir el disco que guarda Gambini, tal vez pudiese hacer algo al respecto. —El microbiólogo se puso de pie como una deidad vengadora—. ¡Abre el archivador, Harry!
¡Hazlo! ¡Por el amor de Dios! ¡Hazlo!
Taimanov rehusó el whisky.
—Señor presidente —dijo—, llevo trece años reuniéndome con usted y con sus predecesores. Debo confesar cierta afinidad personal con usted: es un hombre honesto, al menos en la medida en que pueden serlo las personas que ejercen nuestra profesión.
Y quisiera creer que existe un lazo de amistad entre nosotros.
Conteniendo la ira; Hurley aceptó el cumplido.
—También debo decir que aunque muchas de estas reuniones se han celebrado en circunstancias difíciles, es la primera vez que hablo con un hombre en este despacho… —se detuvo para lanzar al presidente una mirada directa y punzante como un puñal— bajo una inminente amenaza de guerra.
—¿Por qué razón? —preguntó Hurley—. ¿Por qué hace esto?
—¿He dicho que usted era honesto? —preguntó Taimanov—. Pues ahora no lo está siendo. Dígame cuándo dispondrán del ORION.
—Entre seis meses y un año —mintió tranquilamente Hurley.
—Señor presidente, nuestras fuentes indican que entrará en funciones de un momento a otro. Otro vuelo del transbordador. Tal vez dos más. Pero ¿y después de eso?
Estaríamos a la merced de ustedes, ¿o no?
—Es un arma defensiva.
—Ah… ¿Y qué nos dirán cuando nos apunten con sus armas en la nuca y estemos desarmados?
Habían previsto la pregunta. El secretario de Estado aconsejó a Hurley que se remitiera a su relación personal con el ministro de Asuntos Exteriores. «El sabe que no los amenazaríamos con la bomba», había dicho el secretario de Estado. Pero ahora el argumento le resultaba vacío, desprovisto de toda persuasión o sentido común. Hurley horadó los ojos helados de Taimanov.
¿Qué haría realmente cuando el ORION entrara en funcionamiento? ¿Cuál sería su responsabilidad ante la nación que, durante medio siglo, había luchado contra la ambición y la falta de misericordia de los soviéticos? Sería la oportunidad —tal vez irrepetible— que tendrían los norteamericanos de poner punto final a todo eso; sería la oportunidad de establecer una verdadera Pax Americana y de proseguir sin obstáculos con la labor de desarmar a los lunáticos del mundo.
El presidente se veía cada vez más como el hombre que sería recordado por haber conseguido la paz en ese período brutal, por haber creado el clima con el que entrar en las llanuras soleadas del siglo XXII. La Era Hurley. Una era de prosperidad, de bienestar, iniciada por el dominio militar absoluto del mundo en manos de un Estados Unidos benévolo. Y con el tiempo se crearía un orden global como ningún hombre habría visto hasta entonces. Podía lograrse. Estaba a su alcance. Y la terrible ironía era que la Unión Soviética, la nación que se disponía a arriesgarlo todo con tal de detenerlo, sería la primera beneficiaría.
—Usted me conoce, Alex —dijo tras una larga vacilación—. Sabe que jamás lanzaría un ataque.
—No tendría necesidad —dijo razonablemente el ministro de Asuntos Exteriores—. Estaríamos desnudos ante ustedes, ¿o no? Toda esta dificultad podría haberse evitado si usted hubiese sabido allanar el camino que nos permitiera acceder al Texto Hércules.
Ahora las complicaciones son interminables, y los peligros, atroces. —Levantó la vista hacia el retrato de Teddy Roosevelt—. Usted ha expresado su admiración por el primer presidente Roosevelt en más de una ocasión. Si él estuviera en su lugar y tuviera la posibilidad de actuar impunemente, ¿qué nos cabría esperar?
—No soy Teddy Roosevelt —repuso Hurley.
—En tal caso, ¿debo decirle lo que haríamos nosotros? —Taimanov no era un viejo cosaco como las dos generaciones de líderes soviéticos que le habían precedido. Su familia había gozado de prominencia durante la época de los Romanov. Habían sobrevivido a la Revolución sin mayores daños, supieron conservar su influencia y tradiciones y siguieron enviando a sus hijos a estudiar al extranjero. Taimanov había estado en Oxford cuando la Wehrmacht inició su marcha otoñal a través de la campiña europea.
—¿Qué harían ustedes? —preguntó Hurley.
—Contrariamente a la opinión popular que tiene Occidente, no deseamos ver un mundo en que no exista Estados Unidos. Pero sí nos gustaría ver una nación americana menos suspicaz, y tal vez menos petulante. Para usar los adjetivos favoritos de la prensa, de ustedes, señor presidente, su país es paranoico y arrogante: una combinación perversa. Después de todo, no hay ningún conflicto real de intereses entre ustedes y nosotros. Y justamente por esa razón nunca ha habido una guerra entre la Unión Soviética y Estados Unidos. Nuestros intereses no están en conflicto.
»Sólo hay peligro en este mundo de posguerra, donde nuestros miedos recíprocos han cobrado vida propia.
Quisiéramos eliminar ese peligro y conservar a Estados Unidos como un socio amigo. Si ya no tuviésemos que temer el ataque de su país, vería qué pronto cambiaría nuestra actitud. Pero esa feliz circunstancia, al parecer, sólo puede lograrse por la fuerza, o por la amenaza de la fuerza. En una palabra, les aseguraríamos nuestra amistad. Como sin duda ustedes se esforzarían por asegurarnos la suya. Afortunadamente, señor presidente, hay una solución. Pero requerirá coraje.
—¿Qué sugiere usted?
—Si lo que realmente le preocupa es la paz, y no la dominación, comparta con nosotros los secretos del Texto de Hércules.
—Ya veo.
—Comprendo que no le será fácil responder favorablemente a esta petición. No obstante, antes de que responda debe comprender que mi gobierno se considera en una posición insostenible. Nadie cree que Estados Unidos no use su ventaja para destruir el poder político de la Unión Soviética. Personalmente, yo estoy seguro de que usted no llegaría a usar las armas nucleares aunque nosotros los desafiáramos. Pero por desgracia son pocos los que comparten mi opinión. Dicho sea de paso, y aunque le parezca ingenuo, ni siquiera estoy convencido de que el ORION funcione. Pero no desearíamos forzarles a hacer la prueba, y por ello debemos suponer que el ORION hará lo que cree su gente.
»Mi gobierno no les permitirá hacer uso de su ventaja. —La habitación pareció más fría—. Como usted sabe sin duda, señor presidente, la Unión Soviética se encuentra en un avanzado estado de disponibilidad militar. Tengo órdenes de informarle, en primer lugar, que todo vuelo de transbordador que se produzca a partir de este momento se considerará un acto de guerra. Si se produjera dicho vuelo, reaccionaremos inmediatamente y con todas las fuerzas que estén a nuestro alcance.
»En segundo lugar, admitimos abiertamente que no podemos mantener nuestra situación actual por mucho tiempo. Debe comprender, señor presidente, que creemos estar ante un peligro mortal. Les daremos seis días a contar desde la medianoche de hoy, hora de Estados Unidos, para que encuentren la forma de compartir el ORION con nosotros. Si rehúsan nos consideraremos obligados a tomar las medidas defensivas que estimemos apropiadas.
—Alex, me está pidiendo lo imposible. No puedo darles el ORION.
—¿Por qué no? Como usted ha dicho, se trata de un arma defensiva. Si su interés es realmente la seguridad del planeta, y no la expansión militar, debo preguntarle por qué no. —Por primera vez desde que se conocían, Taimanov parecía haber perdido su sentido de la fría diplomacia. Estaba irritado—. ¡Es su oportunidad, John! ¡No la deje pasar, o nos hundiremos todos en el abismo!
Hurley no se dio cuenta de que el ruso acababa de usar su nombre de pila.
—No se trata de que yo quiera o no, Alex. Ésa es una cuestión de poder o no poder. ¡Y no puedo hacerlo! Si yo les diera el ORION sería procesado.
El canciller no sonrió.
—El presidente Reagan dijo años atrás que lo haría.
—Reagan no tenía el dispositivo en sus manos. Hablar es fácil.
—Sí. —Taimanov se puso de pie—. Lo es. —Ofreció su mano, pero el presidente se limitó a mirarlo en silencio.
Hurley dejó que el ministro llegara a la puerta y entonces también él se puso de pie.
—Alex.
Taimanov se detuvo.
—Esto equivale al desastre.
—Sí, señor presidente. Creo que sí.
MONITOR
Desde su creación, en la sangrienta Revolución de 1917, la Unión Soviética ha confiado en la fuerza y en la amenaza de la fuerza para lograr sus objetivos nacionales.
Con la consolidación del estado soviético bajo el régimen de Stalin, durante la década de los treinta, y con la posición inesperadamente dominante que le fue posible asumir tras la Segunda Guerra Mundial en una Europa devastada por la contienda, sus objetivos adquirieron un carácter abiertamente expansionista y siguieron alimentando ambiciones nacionales que no reconocían límite.
En el mundo moderno, las fuerzas militares soviéticas se encuentran armadas, entrenadas y equipadas para la guerra convencional y nuclear en todo el globo. La amenaza a la seguridad de Occidente nunca ha sido mayor y, a la luz de los recientes adelantos en tecnología de submarinos y misiles, la OTAN no puede esperar ningún retroceso en el camino emprendido por la Unión Soviética para conquistar la hegemonía en las próximas décadas.
La disposición del gobierno soviético a emplear la amenaza o la acción militar directa siempre que le ha sido posible está documentada por cincuenta años de esfuerzos por desestabilizar gobiernos no colaboracionistas, asesinatos, guerra no convencional, intimidación e invasión directa. A través de la tenebrosa historia de la segunda mitad del siglo XX, que, en cierto sentido, puede decirse que comenzó con el traicionero pacto de no agresión firmado entre Hitler y la Unión Soviética, con la consiguiente invasión de Polonia cuando esa nación intentaba defenderse de los nazis, la historia muestra una continuada conducta nacional opresiva y con frecuencia sangrienta.
Después de las violaciones cometidas en Polonia, la URSS atacó Finlandia y, en el transcurso de la Segunda Guerra Mundial, se apoderó de casi todas las naciones de Europa oriental. En 1950, instigó y apoyó la invasión de Corea del Sur. El régimen de Alemania Oriental perpetuó su existencia frente a los levantamientos populares gracias a la ayuda soviética. Nikita Krushchev amenazó con usar la fuerza contra los polacos en octubre de 1956. Semanas después, tanques soviéticos arrasaron Budapest, cuando los húngaros intentaban recuperar la libertad. También fue necesaria la intervención de los tanques soviéticos para contener a los disidentes checos en 1968. En 1979, la URSS invadió Afganistán. A principios de la década de los ochenta, cuando los sindicatos polacos dieron muestras de contar con el apoyo popular, el Kremlin usó una vez más su influencia, aunque en forma indirecta, para mantener el régimen comunista.
En los últimos años, los soviéticos han apoyado revoluciones en Bolivia, Perú, Filipinas y varias naciones africanas.
Extraído de El poder militar soviético, 1995, publicado por el Departamento de Defensa de Estados Unidos