La alergia de Harry era cada vez peor. Fue al dispensario para que le dieran una medicación más fuerte, y sucedió algo de lo más extraño. Mientras esperaba, Emma Watkins, la joven y atractiva recepcionista que alegraba la aséptica sala de espera, mencionó como de pasada que hacía una hora había enviado por correo una copia de su historial clínico.
—¿A quién? —preguntó Harry, como si interrumpiera una conversación.
Vaciló, tratando de recordar, y finalmente consultó su archivo.
—Al doctor Wallis —repuso.
—¿Quién?
—El doctor Adam Wallis. —Le mostró una solicitud formal. En una hoja adjunta figuraba la firma de Harry autorizando el envío. Pero no era su letra.
—¿Quién es Adam Wallis? —preguntó.
—¿No lo sabe, señor Carmichael? —Sus gestos sugerían que Harry era uno de esos burócratas encumbrados a quienes les costaba mucho recordar los asuntos cotidianos—. En el membrete pone que es médico clínico. —Desapareció al otro lado de la habitación, y regresó con la Guía de Médicos Profesionales.
—No está registrado —dijo después de unos minutos de consultar las páginas.
—¿Por qué razón alguien habrá querido interesarse por mi historial clínico? —preguntó Harry. Supuso que tendría algo que ver con Julie. Pero tampoco acababa de verlo claro.
Según la dirección que figuraba en el membrete, el médico vivía en Langley Park.
Por la tarde fue hasta allí y se encontró con un edificio de dos plantas, de construcción reciente. A través de las ventanas se veían luces encendidas y niños jugando. En el buzón de la correspondencia figuraba el nombre Shoemaker.
—Nunca he oído hablar de él —le dijo el hombre que le abrió la puerta; llevaba ocho años viviendo allí—. No creo que en el edificio haya médicos. Los doctores de la ciudad se alojan en el Edificio Médico.
Harry lo miró, asombrado.
—Probablemente mañana reciba un paquete para él, desde Goddard. —Harry cogió la fotocopia de la solicitud de Wallis, y comparó la dirección una vez más. Era el sitio correcto—. Le agradeceré que devuelva el sobre.
—Desde luego —dijo el hombre.
Dos días más tarde, el historial clínico de Harry estaba en su poder, con la inscripción «Devuélvase al remitente».
Tres días a la semana, Leslie regresaba a su consultorio de Filadelfia. Pero el trabajo rutinario con pacientes que tenían problemas con sus crios, o que padecían disfunciones sexuales, comenzaba a cansarle. En realidad, en los dos últimos años su actitud hacia la profesión había sufrido cierto deterioro. Antes de la llamada de Goddard, en septiembre, había tomado la decisión de suspender su actividad profesional. Ahora tenía la seguridad de que nunca más volvería a dedicar todo su tiempo al tratamiento de pacientes individuales.
Pero no sabía bien lo que haría. ¿Qué podría hacer, después de Hércules? Había pensado realizar un estudio sobre los efectos adicto-dependientes de la televisión en distintos sectores de la población. No dudaba que los datos serían sumamente importantes. Pero ¡qué aburrido le resultaría reunir la información! ¡Qué aburrido sería el resto de su vida!
Durante unos años atendió a Cari Wieczaki. Cari había sido jugador de béisbol de los Phillies, y en su segunda temporada, a los veintidós años, había jugado con el All-Star. Dos años más tarde se trasladó a Portland y, a los veintiséis años, su carrera deportiva profesional había llegado a su fin. Cuando apareció por el consultorio de Leslie trabajaba en un bar y había echado una considerable barriga. Leslie aprendió lo terrible que es llegar a la cúspide de la vida siendo tan joven.
El síndrome de Wieczaki.
Ella misma podría estar expuesta a sufrirlo, ahora.
Cuando terminó su última sesión de la jornada, decidió ir andando hasta su casa.
Hacía calor, y como por la noche no pensaba salir no vio inconveniente en dejar el coche en el aparcamiento.
Atravesó el campus de la Universidad Villanova, se detuvo en la librería para comprar una novela y se deleitó con una cena temprana en la avenida City Line.
En Mulhern Park había un partido de béisbol y se detuvo para presenciar las últimas jugadas.
Unas doscientas personas observaban el encuentro entre dos equipos de estudiantes. Era el primer partido. Los simpatizantes de ambos equipos estaban acostumbrados a ver buenos lanzamientos y buenas defensas. A Leslie le impresionó particularmente un jugador del equipo visitante: un joven alto y esbelto, de gracia exquisita. Aunque Leslie había jugado al béisbol en el colegio, nunca había tenido mucho interés en presenciar encuentros. Le parecían una escandalosa pérdida de tiempo. Pero esa tarde veraniega, acuciada por las incertidumbres de su existencia, sintió deseos de perder una o dos horas en algo inofensivo.
Le era difícil apartar la mirada del jugador. Bateó varios tiros largos, interceptó un tiro de extra-base que podía haber llegado hasta la cerca que bordeaba el campo y anuló a un corredor que trató de ganar posiciones hasta la segunda base. Después de cada jugada, lo observó acercarse desde su posición. Tenía ojos azules e inteligentes y una hermosa sonrisa. En una ocasión, cuando levantó la vista y la vio, esbozó un gesto amistoso y la saludó imperceptiblemente.
Era un joven adorable. Le deseó una vida feliz.
Al final del juego le tocó batear con dos afuera y los equipos empatados. Alineó el primer tiro en dirección centro-izquierda. Los cien simpatizantes del lado visitante se pusieron de pie al unísono y el muchacho salió disparado como un joven leopardo.
Lo seguían dos outfielders. La pelota golpeó la base de la cerca, sobre el fly, y rebotó en el aire, a cierta altura.
El shortstop se apresuró a tomar el relevo, mientras el corredor rodeaba la segunda base y se dirigía a la tercera. La valla estaba lejos, y todos pensaban que tenía posibilidades de llegar. El jugador de campo izquierdo atrapó la pelota mientras el corredor se acercaba a la tercera base. El entrenador, frenético, hacía señas para que llegara al home.
Rodeó la esquina y se lanzó a cubrir los últimos veintisiete metros.
—¡Venga, Jack! —gritaron los simpatizantes.
La ejecución de la defensa fue impecable. El outfielder disparó un golpe al shortstop, quien lo dejó pasar. Rebotó una vez y llegó, en opinión de Leslie, simultáneamente con el corredor. Pero el catcher se interpuso en la base del bateador, puso la pierna y ambos jugadores cayeron al barro. El arbitro levantó el puño derecho.
En la última mitad de la jugada, el equipo local logró un par de tantos a partir de unos tiros afuera del diamante, y terminó el partido.
El jugador ayudó a sus compañeros a recoger los bates y los guantes. Pero cuando se encaminaron al autobús, se detuvo un instante cerca del banco. Al principio, Leslie pensó que el joven había malinterpretado su interés por él. Pero en realidad, el muchacho no levantó la vista para mirarla. Permaneció de pie en las sombras, y Leslie creyó ver que, en su mente, el joven rememoraba la carrera final alrededor del diamante.
Y deseó que en su vida hubiera algo que pudiera desear con tanto frenesí.
El satélite de reconocimiento soviético XK4415L, de la serie Chernev, flotaba en órbita geosincrónica por encima del desierto del Mojave, desde donde observaba dos bases de la fuerza aérea norteamericana y una estación rastreadora de misiles.
El 30 de abril, casi a mediodía, sus cámaras infrarrojas captaron una sucesión de seis plumas, seis largas estelas blancas que se elevaban hacia la cumbre del cielo oriental. Los instrumentos del satélite las identificaron como MX, y las siguieron hasta que desaparecieron de la atmósfera. Un equipo de ojos y oídos electrónicos facilitó los datos a los ordenadores del satélite, que compararon los valores con las mediciones conocidas. Pero antes de que los misiles llegaran a sus ápices, su comportamiento resultó inesperado. Los seis partieron en direcciones insólitas, dieron la vuelta y cayeron nuevamente en la superficie.
Horas más tarde, una segunda serie de ocho ICBM surcó los registros sensibles del satélite. Minutos después de la medianoche, hora de Moscú, el coronel Milcos Zubaroff entró en una de las numerosas oficinas del lado oeste del Kremlin, descargó su pesado maletín sobre un atril plano de madera, tendió una película a su asistente y extrajo del maletín ocho copias del análisis de reconocimiento. Cada una de ellas estaba guardada en una carpeta roja, con una faja protectora supersensible.
El mariscal Konig no tardó en llegar. Se dirigió rápidamente hasta el frente de la sala y escrutó a Zubaroff.
—¿Es cierto? —preguntó.
—Sí.
—¿Destruyeron a los catorce?
—Sí.
Guardó silencio. Uno tras otro, fueron entrando los demás: Yemelenko, Ivanovsky, Arkiemenov y el resto. Eran hombres sombríos que comprendían muy bien la naturaleza de la amenaza que planteaba Occidente. Esa noche, acaso por primera vez en sus carreras militares, temían por el futuro de la nación.
Zubaroff esperó a que todos se hubieran sentado alrededor de la mesa de cubierta verde. Entonces resumió las observaciones del Chernev. Su asistente proyectó diapositivas tomadas segundos después, que revelaban de un modo escalofriante la pérdida simultánea de control de ambos grupos de misiles.
—¿Acaso no tienen la capacidad de cegar al Chernev? —preguntó Konig en voz baja.
—Sí —dijo Zubaroff—. No tenemos dudas de que pueden hacerlo.
—Pero no eludieron nuestro satélite. Tal vez intenten confundirnos…
—Quizá. Pero en realidad no sabemos si esta omisión se debe realmente a una elección deliberada. Un ensayo con misiles como éste sería muy celosamente guardado, incluso dentro de su propia organización. Tal vez no informaron a los que debían haber neutralizado al Chernev… —dijo el coronel. Aunque tendría que haber añadido que tales fallos solían ocurrir incluso en las fuerzas populares.
Oyeron la voz de Taimanov procedente del salón. Un instante después entró el ministro y ocupó su sitio en el extremo opuesto de la sala.
—Pero —continuó Konig—, así y todo, debió tratarse de un truco muy elaborado.
Los misiles pudieron haberse autodestruido.
—Es posible. Pero el Chernev detectó microondas desde una órbita más elevada.
Sospechamos que se trata de cierto tipo de radiación periférica.
—¿Y el dispositivo que emitía la radiación?
—No es mi especialidad. Rudnetsky cree que podría tratarse de un arma lanzadora de partículas.
Tras esas palabras, la atmósfera se tornó fúnebre.
—La prensa americana —explicó Taimanov— ha venido recogiendo rumores de algo semejante. Si en verdad la tienen, no quiero ni pensar lo que estarán dispuestos a hacer con ella los muy hijos de puta.
La alergia de Harry empeoró tanto que tuvo que marcharse del trabajo e irse a la cama. Tenía los ojos hinchados y comenzaba a dolerle la garganta. No dejaba de estornudar. A la mañana siguiente volvió al dispensario, donde un médico le puso otra inyección. El medicamento le secó el agua que le corría por la nariz, pero lo dejó atontado. Cuando pudo regresar a la reunión de personal del equipo Hércules, durante la última parte de la mañana, no se encontraba nada bien.
Gambini informó de algunos progresos en la traducción del texto alteano en las partes donde se describían fenómenos electromagnéticos. La sustituta de Cord Majeski, Carol Hedge, había descubierto suficiente material sobre relaciones estadísticas como para sugerir que Wheeler probablemente estaba en lo cierto: en efecto, se trataría del Demonio de Maxwell. Su exposición despertó a Harry.
Hedges era una atractiva mujer negra, de la Universidad de Harvard-Smithsonian.
Harry la observó atentamente y vio que Leslie sonreía al ver su reacción ante la mujer.
Cuando terminó, Gambini solicitó comentarios, recogió una o dos expresiones de preocupación por la seguridad de los futuros experimentos y cedió la palabra a Wheeler.
—Creo que he dado con otra bomba —dijo el sacerdote—. Hemos hallado explicaciones sobradamente detalladas y fundamentadas de la radiación electromagnética, los armónicos, la teoría de las partículas, de lo que se os ocurra. En este momento, puedo responder a cualquier clase de pregunta teórica clásica. Por ejemplo, creo saber por qué la velocidad de la luz es ésa y no otra, y cómo se construye un fotón, aunque «construir» resulte un verbo incorrecto. Y tengo algunas nociones que aportar a la naturaleza del tiempo.
Pero los comentarios de Wheeler, que debieran haber causado regocijo, fueron pronunciados en tono sombrío.
—No nos irás a decir que podemos construir el túnel del tiempo —ironizó Leslie.
—No. Afortunadamente, las máquinas del tiempo parecen estar prohibidas. La naturaleza del universo no permite su construcción. Pero me pregunto si tendríais interés en construir un rayo de la muerte de eficacia inigualable… Dispondremos de toda una nueva tecnología para crear luz articulada, radiación concentrada que podría emplearse con diversas finalidades constructivas, pero que también tendría infinitas aplicaciones militares como arma de largo alcance. Tendría considerables ventajas sobre las que ya existen. En primer lugar, mataría personas sin destruir casas ni edificios, con lo cual la guerra volvería a ser un negocio rentable. Y por otra parte, las partículas viajan a la velocidad de la luz, así que no habría posibilidad de defensa ni de represalia. Es ideal: a los militares les encantaría.
—Creo que tenemos otra serie de datos para destruir —comentó Hakluyt tranquilamente.
—Hay más —rio Wheeler—. Por desgracia, mucho más. Por ejemplo, la manipulación de los armónicos.
—¿Qué podrías hacer con los armónicos? —quiso saber Harry.
—Sin afirmarlo rotundamente, creo que podríamos perturbar el clima, generar terremotos, derribar rascacielos. ¿Quién sabe? No tengo muchas ganas de averiguarlo.
¿Qué te causa tanta gracia, Harry?
—Nada, en realidad. Sólo pensaba que Hurley trata de construir un mundo seguro con un sistema de armamento que ya resulta obsoleto.
Se produjo un momento de inquietud.
—No creo que haya forma de que la descripción detallada de una realidad física, me refiero a una descripción compleja, deje de producir esta clase de consecuencias —prosiguió Wheeler—. Estoy preparando un informe detallado, que tendréis hoy por la tarde, antes de que os vayáis a casa. Creo que hemos llegado al Rubicón, y que debemos decidir qué hacer.
—¿Cuántas series de datos se refieren a todo esto?
—Casi todas las que he examinado. Una docena hasta ahora.
—Hay algo más que deberíais saber —dijo Gambini reclinándose contra el respaldo—. Cy, diles lo del ADN.
Hakluyt sonrió con malicia. Se veía distinto sin gafas. Pero era más que eso: tenía un aspecto más saludable. Al principio, a Harry le costó determinar por qué su impresión del hombre ya no era la misma.
—He descubierto —comenzó el microbiólogo— ciertas técnicas para restaurar las funciones de reparación del cuerpo. Podríamos regenerar el ADN para acabar con casi todos los desórdenes genéticos y con aquellos que suelen relacionarse normalmente con la edad.
—Espera un momento —le interrumpió Leslie—. ¿Qué has encontrado exactamente, Cyrus?
—Por el momento, no mucho. El doctor Gambini consideró necesario cerrar bajo llave la serie de datos con la que trabajaba.
Gambini enrojeció ligeramente, pero no dijo nada.
—¿En qué estabas trabajando? —insistió Leslie.
—En una forma de detener el cáncer, de evitar el deterioro físico. De asegurarnos de que no haya más muertes de niños y de vaciar los hospitales. Podemos eliminar los defectos de nacimiento y el retraso mental. Podemos modificar el flujo íntegro de la existencia humana.
»Habláis de armas y de guerra. Tal vez con un poco de valentía podríamos eliminar algunas de las causas que generan la guerra. Podríamos dar a todos una vida digna. Con todo lo que estamos aprendiendo aquí, podríamos crear prosperidad en todo el planeta. Ya no tendría sentido mantener ejércitos en pie.
—¿Realmente lo crees? —preguntó Wheeler.
—Creo que tendríamos que intentarlo. Pero debemos dar a conocer la información. Ponerla a disposición de la gente.
—Lo que vas a poner a disposición de la gente es más sufrimiento —sentenció Gambini, cansado—. Cuando hay demasiada población, lo que se crea es hambre.
—Como Dios bien sabe —acotó Wheeler—, la Iglesia lleva mucho tiempo cargando con el peso de esa realidad. Y no quiere tener que seguir examinándola. Pero tampoco estoy muy seguro de que hagamos lo correcto al ocultar algo como esto…
Bien por ti, Pete, pensó Harry al ver la expresión aliviada de Hakluyt. No había esperado recibir ayuda desde esta dirección.
—Es obvio que necesitamos tomar una decisión importante —intervino Leslie—. Hemos hablado de no entregar información a la Casa Blanca, pero hasta ahora no habíamos tenido necesidad de hacerlo. Creo que debemos pensar en esto y en lo que sucederá de aquí en adelante. ¿Qué haremos con el material que no podemos dar a conocer a nadie?
—Si comenzamos a retener información —dijo Harry—, y nos descubren, todo saldrá a la luz. Nos quitarán el proyecto de los manos y el gobierno se lo dará a gente de quien pueda fiarse.
—No. —Gambini se llevó el índice a los labios—. Eso ya podrían haberlo hecho si hubieran querido. El problema es que aquellos que son de fiar para el gobierno, no pueden serle de ninguna utilidad. Hurley cuenta con ingenieros y analistas, pero para esto necesita físicos. Por eso han tenido tanta paciencia con nosotros.
—Cyrus, supongo que tú votarás a favor de entregar todo al CNDC —aventuró Wheeler.
—Sí. No estoy totalmente convencido, pero me parece la menos mala de todas las alternativas.
—¿Cuál sería para ti la mejor decisión? —preguntó Leslie.
Hakluyt se tocó el botón superior de la camisa.
—Ninguna. Tal vez no haya ninguna razonable.
—¿Y tú, Harry? —preguntó Gambini—. ¿Qué recomendarías?
Era un mal momento, y Harry todavía no había podido pensar en todo. Si retenían información y los descubrían (y no se podía esperar que los demás fuesen discretos), perdería el trabajo, la pensión y todo lo que había tratado de construir en su vida. Peor aún, podrían acusarlo de traición.
Pero ¿qué alternativa quedaba? Si comunicaban esa información a la Casa Blanca —armas de vanguardia, reprogramación del ADN y todo lo demás—, ¿en qué se convertiría el mundo en cinco años?
—No sé —repuso—. De veras, no lo sé. Supongo que tendremos que ocultar parte de este material. Incluso el de Cyrus. No dejo de pensar en cómo sería el mundo si la gente dejara de morir…
Gambini enarcó las cejas, sorprendido, y Harry creyó detectar en el físico un nuevo respeto por su persona a partir de ese instante.
—¿Pete?
—Hay que dar a conocer el material referido al ADN. No tenemos derecho a ocultarlo. Con respecto al resto, realmente no nos cabe más alternativa que guardarlo celosamente. Desde luego, no soy partidario de entregarlo al gobierno, a ningún gobierno.
—Muy bien —dijo Gambini—. Yo estaría de acuerdo…
—No he terminado —intervino Wheeler—. No hay modo de que podamos mantener el control de esta información indefinidamente. Leslie tiene razón cuando señala que debemos pensar a largo plazo. Si seguimos conservándolo, con el tiempo acabará por conocerse. En este edificio tenemos conocimientos que virtualmente permitirían a cualquiera acabar con su enemigo con tal rapidez y contundencia que ni siquiera tendría que temer posibles represalias. Precisamente estamos hablando de esto para que a todos nos quede claro. Y cuando ocurra el desastre, nosotros seremos los responsables. El Texto es una caja de Pandora. Hasta ahora, hemos contenido la información. Parte de ella se ha traducido, pero en su mayoría es desconocida, incluso para nosotros. Sugiero que cerremos la tapa. Para siempre.
—¡No! —Leslie se puso de pie—. Pete, no podemos destruir los discos. Si lo hacemos, perderemos todo. Sé que aquí hay un riesgo terrible, pero el potencial de beneficios es inmenso. Con el tiempo, Hércules puede resultar nuestra salvación. Dios sabe que no hacemos esto por nuestro propio beneficio…
—Bueno, bueno… —Gambini meneó la cabeza—. Al parecer, aquí hay un desacuerdo. Creo que Wheeler tiene razón, salvo cuando sugiere que demos a conocer el material de Cyrus sobre ADN. Lo lamento, Cy, pero es mi opinión. No sé cuánto tiempo podremos estar a la espera de una oportunidad. Cuanto más esperemos, más nos costará soltarlo.
—Os equivocáis —terció Leslie—. Pete, tú eres especialista en las causas últimas, y de los objetivos finales. ¿Cuál es la razón práctica de nuestra existencia sino la búsqueda de conocimientos, sino saber qué hay más allá de nuestros sentidos? Si destruimos los datos de Hércules, pienso que cometeremos un grave error no sólo ante nosotros mismos sino ante aquellos que conquistaron un pulsar para que supiéramos que estaban allí.
—Para que supiéramos que estaban allí… —repitió Wheeler con su voz resonante—. Es suficiente con eso.
—Pues no lo es —dijo Leslie—. De alguna forma debemos hallar un punto medio.
No pido a nadie que crea que podremos conservar el control de la transmisión indefinidamente. Sin duda, a largo plazo nos será imposible. Pero por el momento podemos hacerlo. Si mantenemos la boca cerrada, nos fijamos bien qué delegamos a nuestros colaboradores y consultamos entre nosotros, todo deberá marchar bien. Al menos por un tiempo.
—Escuchadla —dijo Hakluyt—. Lo que dice tiene sentido. Si destruís el Texto, vuestra acción será irrevocable. No habrá modo de reparar la situación, y os aseguro que os lamentaréis de haberlo hecho durante toda la vida. Y los demás también.
»En todo caso, sea cual fuere nuestra decisión, lo que hay en esos registros terminará por descubrirse, y al paso con que hoy avanza la ciencia no tardaremos en alcanzar ese desarrollo con nuestros propios medios. Pensemos por tanto que no se trata de perder ese conocimiento técnico, sino de perder el contacto con otra especie. Si destruimos esos discos, nunca sabremos más que lo que hoy sabemos. Y es muy probable que durante la vida de nuestra especie nunca volvamos a encontrar otra civilización extraterrestre. ¿Y arrojaríais todo eso por la borda, sólo por no tener el valor de hacer lo que debe hacerse?
Harry tomó la palabra, aunque su voz apenas era un murmullo.
—¿Qué opináis si decidiéramos ocultar el Texto en algún sitio, durante unos años?
Tal vez indefinidamente. Hasta que el mundo esté preparado para recibirlo.
—¿Y dónde lo esconderías? —preguntó Hakluyt—. ¿A quién crees que se le podría confiar? No a mí, seguramente. Ni a Ed. Creo que no podrías fiarte de ninguno de los que estamos aquí. Hemos dedicado la vida a descubrir cómo funciona el mundo. Sería como pedir a un ratón que custodiara el queso.
Harry suspiró. Llevaba mucho tiempo en el gobierno para no reconocer ese argumento. Desde luego, Hakluyt se equivocaba. Si la mayoría de las personas que lo rodeaban había dedicado la vida a la investigación, al menos Harry se hallaba consagrado a la supervivencia.
Gambini volvió a llenarse la taza de café.
—Por el momento trataremos de mantener esto en secreto. Necesitaremos decidir lo que vamos a dar a conocer y lo que no. Deseo que me paséis inmediatamente cualquier información inquietante que podáis descubrir a partir de este momento. Pete, comprendo tu preocupación. Trataremos de ser cuidadosos. Pero no puedo decidirme a destruir todo esto.
—No —dijo Wheeler—. Ni ahora ni nunca.
La reunión terminó en un clima de pesimismo y desorden.
—Sugiero que nos relajemos un poco —propuso Leslie—. El Arena nos ha enviado unas localidades para ver Señales. ¿Alguien quiere venir?
—¿No es la obra teatral sobre nosotros? —preguntó Gambini.
—Es una comedia musical, y al menos se refiere a un contacto por radio.
—Bueno —accedió Wheeler—. Parece apropiado.
El Feldmann, de la armada norteamericana, surcaba las blancas aguas del mar de Barents, aproximadamente a unos quinientos kilómetros al noroeste de Murmansk. El buque llevaba una paciente semana de ir y venir, siguiendo un trayecto paralelo a la costa rusa.
El Feldmann era un destructor reconvertido de la clase Spruance. Se le habían quitado los helicópteros, los lanzamisiles, las cureñas de las armas, los ASROC y los lanzatorpedos. En su lugar, la armada había instalado toda clase de equipos electrónicos de rastreo, que permitían al buque controlar la actividad naval y mercante en los lejanos puertos septentrionales. El Feldmann se dedicaba especialmente a las operaciones submarinas de los soviéticos.
El teniente Rick Fine, uno de los cuatro oficiales de inteligencia que prestaban servicio en la nave, tomaba su trabajo muy en serio. Estaba convencido de que la subsistencia de su nación, en caso de que comenzaran las hostilidades con la Unión Soviética, dependería de la capacidad americana de neutralizar la fuerza submarina soviética durante los minutos iniciales de la guerra.
En los últimos años del siglo XX, mientras los misiles perfeccionaban cada vez más su puntería y poder destructivo, al tiempo que los bombarderos tripulados pasaban a integrar las filas de la historia, el submarino adquiría una posición dominante en las tríadas de ataque, dada su capacidad de ocultarse en los vastos océanos. En un esfuerzo por contrarrestar la amenaza que planteaba el poder submarino cada vez mayor del enemigo, Estados Unidos comenzó a desarrollar, en la década de los setenta, una vasta red de puestos de escucha submarinos supersensibles. El sistema, que en código pasó a llamarse ARGOS, comenzó a operar en forma poco sistemática, pero a fines de la segunda administración Reagan la armada tuvo capacidad para rastrear todo aquello que se desplazara por los océanos estratégicos del mundo. Y este instrumento, combinado con la acción del ORION, hizo que Estados Unidos fuese invulnerable al ataque nuclear.
Mientras el Feldmann patrullaba las aguas heladas de la costa septentrional rusa, la armada terminaba de equipar una flota de destructores y cruceros provistos de armas lanzadoras de partículas. Las naves, situadas entre los submarinos soviéticos de misiles y sus objetivos, podían neutralizar los misiles con la misma eficacia con que los satélites anulaban los ICBM. Aunque Fine no tenía modo de saberlo, las tablas en el enfrentamiento nuclear se acercaban a su fin.
El Feldmann era un complemento del ARGOS. Su misión esencial era captar las transmisiones de corto alcance y alta velocidad entre los submarinos y sus bases. Pero era una nave flexible, preparada para aprovechar cualquier objetivo circunstancial.
Todo esto se lograba desde una distancia considerablemente segura por medios puramente electrónicos. El Feldmann estaba catalogado como un buque de investigación meteorológica, y en realidad la tripulación hacía algo de esto. Los soviéticos conocían el buque, por supuesto, del mismo modo como el Pentágono conocía los buques soviéticos que merodeaban por las costas americanas.
Fine debía iniciar su turno de guardia a medianoche y, como siempre que le tocaba el turno del cementerio, no lograba dormir.
Finalmente se dio por vencido, sabiendo que se cansaría más de mirar al techo que de leer o escribir cartas.
Fine era bajo y corpulento. Su comisión de reserva provenía de OCS, en Newport, Rhode Island, donde estuvieron a punto de suspenderle. Dos tercios de su clase habían fracasado, y él se había salvado por poco. Graduado en humanidades, a Fine le había resultado casi imposible la formación técnica en ingeniería y armamento. Al final, pudo aprobar las materias estudiando trigonometría los domingos, el único tiempo libre que les quedaba a los estudiantes. Y además había hecho otra cosa. Durante la sexta semana de instrucción, recibieron uniformes de oficial. Fine, entonces a punto de abandonar, compró la insignia de un oficial: el águila con las anclas cruzadas. La había puesto en una gorra que no utilizaba, y a pesar de que no le estaba permitido lucirla, cada noche que se sentaba a trabajar colocaba la gorra sobre la hilera de libros de su mesa. Salió del camarote, vio una película en la sala de oficiales y luego fue hasta la cubierta.
Las noches frente a Murmansk, incluso en mayo, eran brutalmente frías. Una luna brillante bruñía la superficie serena y tersa. Las estrellas brillaban a través de una niebla nívea y baja. Fine había navegado en casi todos los océanos del mundo y pensaba que las estrellas nunca parecían tan cercanas como en el Círculo Polar Ártico.
No se quedaría fuera mucho tiempo: hacía demasiado frío. Se asomó por la borda, observando la estela burbujeante. Por encima de él, rotaban ocho o nueve antenas situadas en ángulos diversos y las planchas de acero de la cubierta temblaban ligeramente con el palpitar constante de los motores.
A su lado pasaron en silencio unos hombres enfundados en parkas. A Fine le gustaba la historia, y tendía a pensar en sí mismo como un hermano moderno de los romanos, que antaño habían patrullado las fronteras de la civilización occidental Uno de los hombres se volvió.
—¡Fine! ¿Eres tú?
Era Brad Westbrook, el oficial de comunicaciones del Feldmann.
Fine asintió, con aires de veterano. Era el primer viaje de Westbrook, y el joven no formaba parte de la unidad de inteligencia del buque.
—Otra vez tenemos detrás el submarino —dijo Westbrook—. ¿Qué pensáis hacer?
En realidad el submarino al cual se refería Westbrook había estado siguiéndoles los pasos desde que habían llegado allí. Se trataba del Novgorod, uno de los viejos diesel Tango. Los soviéticos tenían la costumbre de seguir los buques espía, y era posible que incluso los siguiera hasta Liverpool. Pero esos detalles sólo eran conocidos por el alto mando. La distancia entre el personal de inteligencia y la tripulación de la nave era absoluta. Incluso el capitán del buque había restringido el conocimiento de la naturaleza exacta que correspondía a la misión del Feldmann, aunque, claro, Fine la imaginaba en su mayor parte.
—¿Cuál es la novedad? —preguntó Fine—. Ya hemos visto antes al submarino…
—Parece como si ya los conociera personalmente. —Hizo un gesto señalando a lo lejos. Sobre las aguas iluminadas por la luna, a unos doscientos metros, una torre cónica, como la aleta de un tiburón, surcaba la superficie inmóvil del océano. Lo vieron virar hacia ellos, describiendo un amplio arco.
La proa del Feldmann se levantó ligeramente y Fine sintió la oleada de energía en las sienes, mientras las cuatro turbinas GE de la nave acumulaban vapor. Comenzaron a girar abruptamente en dirección opuesta al submarino. Adelante, vio que el capitán salía de su oficina y subía la escala deprisa, rumbo al puente.
—Es el juego del gato y el ratón. A veces ocurre.
La torre cónica se hundió bajo la superficie, dejando apenas una estela blanca.
Fine bajó. El personal de inteligencia ocupaba un sector inmediatamente posterior al Centro de Información de Combate. Marcó el código en la cerradura electrónica, empujó la puerta y se encontró con una sorpresa.
Por lo general, al final de una observación, la atmósfera solía ser tranquila. Pero los seis hombres situados en los puestos de observación estaban trabajando frente a los monitores y los circuitos de seguridad online. El teniente a quien Fine debía relevar cambiaba información con el analista de tráfico.
—Rick —preguntó, mirando a su alrededor—. ¿Qué sucede aquí arriba?
—Problemas con el Novgorod. Debieras haber preguntado qué sucede aquí abajo.
Los soviéticos están lanzando a las aguas todo lo que tienen. Hasta dos Víctor que tenían en la dársena desde hacía un mes. Nunca había visto nada semejante.
Fueron sus últimas palabras.
Los que estaban en la cubierta, nunca llegaron a ver el torpedo.
En el Arena, la señal de radio de un millón de años era representada por un círculo de danzarines de alas brillantes que flotaban por el escenario central, bajo un planeta anillado y una galaxia distante. En la representación, la señal alteana era recogida por un viejo Zenith, en una gasolinera de Tennessee. Desde luego, al principio, nadie creía en la transmisión. La enviaba una ardiente voz femenina, respondía preguntas y hacía ingeniosos comentarios.
—Bueno —observó Leslie—. Al menos tiene una personalidad más chispeante que nuestro extraterrestre.
Las cosas terminaban bien, como suele suceder en las comedias musicales.
Harry solía leer con regularidad la carpeta con las traducciones alteanas, que Leslie renovaba con sus últimas producciones. Su destreza como traductora era cada vez mayor, pero a Harry el texto seguía resultándole incomprensible. La noche que vieron señales, llegó a la parte donde había una disquisición sobre la naturaleza de la estética.
Pero la única clase de objetos que contemplaban eran naturales: puestas de sol, mares brumosos y bestias voladoras de tipo indeterminado. (Sí, siempre el mar). Nunca se sugería que los altéanos encontraran belleza en su propia especie, ni en el aspecto físico ni en los trabajos intelectuales.
Se preguntó si los autores del Texto habrían atribuido esa cualidad al propio esfuerzo.
Y si había una imagen insistente en el manuscrito que no lograba apartar de su mente, era sin duda la de las costas tenebrosas que se deslizaban y alejaban en silencio.
MONITOR
LOS SOVIÉTICOS AFIRMAN HABER DETECTADO UN BUQUE ESPÍA EN SUS AGUAS TERRITORIALES
Al parecer no hizo caso a las advertencias.
Hurley denuncia «piratería».
UN GUARDACOSTAS CAPTURA UN BUQUE RUSO FRENTE A HATTERAS
Se niega toda relación con el ataque al Feldmann.
ENTRE LA TRIPULACIÓN DEL FELDMANN HABÍA SEIS CIUDADANOS DE ALABAMA
Freeman celebra un servicio fúnebre en Chattanooga.
LA MULTITUD INDIGNADA RODEA A TAIMANOV EN NUEVA YORK
Los soviéticos denuncian la lenta actuación de la policía. Ocho heridos en las puertas de la ONU.
CRÍTICA TEATRAL por Everett Greenly
LAS SEÑALES TIENEN INTERFERENCIAS.
Señales, que fue estrenada la semana pasada en el Arena, tiene buena música, una vigorosa coreografía, buen elenco y acertada dirección. Por desgracia, ello no basta para rescatar un guión que sacrifica el argumento a la risa chabacana. Esperábamos más de Adele Roberts, quien la temporada anterior…
EL CÁNCER SE LLEVA A UN ATLETA DE 17 AÑOS
Mesa (Tribune News Service). Brad Conroy, la joven estrella del atletismo, que seis meses atrás encabezó el equipo olímpico, falleció esta mañana de una poco frecuente y virulenta forma de leucemia…
800 MUERTOS EN UN ATAQUE CON MISILES A UN AVIÓN DE PASAJEROS
Terroristas árabes exigen la liberación masiva de prisioneros, «o proseguirán los ataques tierra-aire».
LA WSG&E EN BANCARROTA
… La colosal empresa de servicios, cuyas acciones perdieran el setenta por ciento de su valor durante la caída de marzo, sigue con graves problemas.
Hubo que cancelar un proyecto que hubiera ayudado a saldar las obligaciones que vencían este mes.
La WSG&E busca la prórroga de los créditos ante sus preocupados acreedores…
RANDALL DENUNCIA A LOS SOVIÉTICOS EN EL SENADO
Cobra nueva vida el proyecto de ley sobre apropiación de armas.