15

Ya era tarde. Harry estaba trabajando en su oficina cuando oyó los coches de bomberos, que se encaminaban al norte, hacia Venture Park, el sector de las residencias VIP. Estaba en un mal ángulo de visión, pero pudo distinguir un agresivo resplandor en el cielo.

Eran las once menos cuarto.

Se puso la chaqueta, se encaminó velozmente hacia el extremo norte del edificio y echó a correr sobre el césped. A través de una pantalla de árboles se vislumbraban llamas y luces en movimiento. Parecían centrarse en la casa de Cord Majeski.

Oyó más sirenas en la entrada principal.

Harry apresuró la carrera. Sabía, con el fatalismo que habían inducido las últimas semanas, que el fuego se relacionaría con el Proyecto Hércules. A esas alturas, todo acababa por relacionarse. No había descanso.

La casa de Majeski era —había sido— una construcción de dos pisos, pintada de marrón claro y oscuro, con una pequeña plataforma a la derecha, una puerta cancel y un único escalón de cemento en el frente. Los vehículos de emergencia se apiñaban en la calle. Las luces giraban, intermitentes, y la gente formaba pequeños grupos de curiosos para ver lo que aún quedaba. Harry nunca había visto una desgracia semejante.

El fuego había destruido la cocina, las habitaciones traseras y parte del comedor.

Unas pocas vigas ennegrecidas se sostenían precariamente, siseando y echando humo contra los blancos chorros de agua. El aire olía a madera carbonizada.

La fachada de la casa se erguía intacta, irradiando en la noche un fulgor helado.

Era un magnífico espectáculo de cristal azul y fuego frío. Reflejaba las luces giratorias de los vehículos y el resplandor permanente de los faroles de la calle. Un arco argénteo centrado en la casa se extendía sobre el césped, casi hasta la vereda. Dos olmos y unas azaleas, capturadas por el arco, lucían una estela de escarcha helada.

—¿Qué es eso? —preguntó alguien, mientras Harry pasaba a su lado.

Leslie observaba a cierta distancia. Se había echado un suéter sobre el camisón y, estrechándolo apretadamente contra su cuerpo, presenciaba la catástrofe con expresión desconsolada. No lo vio acercarse.

—¿Dónde está Cord? —preguntó él en voz baja, mientras posaba una mano sobre su hombro.

Leslie llenó el espacio que los separaba y se apretujó contra él. Fue su única respuesta.

Harry escuchó la orden de cortar el agua, y las mangueras quedaron inertes. Unos bomberos comenzaron a hurgar entre los escombros. Volaron más chispas.

—¿Por qué hace tanto frío? —preguntó Leslie.

A Harry se le entumecía el rostro. Miró a su alrededor, curioso, y dijo:

—Viene una oleada de algún sitio. Creo que de la fachada de la casa. —Extendió las palmas de las manos en esa dirección—. ¡Dios mío! —exclamó—. Así es. ¿Qué demonios sucede?

Seguía llegando personal sanitario y policías. El coche de Pete Wheeler atravesó unos parches de hierba, bajó por una calle y se detuvo a media manzana de distancia.

Salió del vehículo y se quedó mirando.

Los policías formaban un cordón alrededor de la zona. Había gente que se aproximada a la casa.

—Parece como si la fachada de la vivienda estuviera rodeada por una capa de hielo —comentó Harry.

Se produjo una momentánea conmoción entre los bomberos. Se habían reunido sobre los escombros, en el lugar que había ocupado la cocina y examinaban el suelo.

Luego hicieron señales, y alguien se aproximó con una camilla. Levantaron una forma humana ennegrecida, la tendieron y la cubrieron con una manta.

Leslie comenzó a temblar en los brazos de Harry.

Wheeler se acercó a paso veloz. Al ver el aspecto de la casa, sus ojos se abrieron desmesurados. Era la primera vez que Harry lo veía perder la serenidad. Harry murmuró algo a modo de saludo, pero la atención del sacerdote se centraba en la fachada de la vivienda.

Llevaron la camilla hasta una de las ambulancias.

—Era católico —dijo Harry.

Wheeler sacudió la cabeza, impaciente.

—Más tarde. ¿Por qué todo está congelado aquí?

—No tengo idea —repuso Harry. Los policías habían contenido a los pocos transeúntes que se acercaron, pero ellos mismos examinaban con curiosidad las paredes y marcos escarchados.

—Hasta el suelo se ha cubierto de una capa de hielo —observó Wheeler—. Se hincó al borde del arco blanco, con las manos en los bolsillos. El aire que exhalaba se hacía bruma ante su rostro. Harry ya no sentía la nariz ni las orejas. Las piedras, el cemento y los guijarros que había dentro del círculo brillaban, helados. Harry tendió una mano para tocar la superficie, pero Wheeler lo contuvo con un grito.

—Es superfrío —explicó—. Dudo de que recuperaras la mano. Que nadie lo toque ni lo pise, Harry. No creo que los zapatos sean protección suficiente.

Harry hizo correr la advertencia.

—¿Qué significa? —preguntó Harry.

—Lo averiguaré dentro de unos días. Espero… —dijo Wheeler. Fue hasta la parte trasera de la casa. Allí, el coordinador de emergencias de Goddard, Hal Addison, revolvía los escombros con dos de sus ayudantes. Wheeler preguntó si podía examinar un poco. Addison, con el ceño fruncido de desconcierto, le autorizó sin dudar. Inspeccionó el delgado borde entre el sector que se había incendiado y el área que parecía congelada. Regresó pateando vigas, maderos carbonizados y cascotes de ladrillo.

—¿Qué buscas, Pete? —preguntó Leslie, acercándose.

—No lo sé —repuso Wheeler—. Pero aquí, en alguna parte, debe de haber algo más. En el medio. —Y entonces lanzó una exclamación de contento y señaló debajo de una viga ennegrecida. Harry ayudó a los hombres de Addison a desplazarla.

Entre los restos había una esfera de metal fundido.

—Aquí hallamos el cadáver —dijo Addison.

—Pete —preguntó Harry—. ¿Sabes qué ha sucedido?

—En un extremo, el infierno —repuso—. En el otro, superfrío. Te diré a qué me recuerda: al Demonio de Maxwell.

Leslie Davies estaba furiosa. Harry lo veía en sus ojos, y se preguntó cómo haría para ocultar sus emociones ante los pacientes. Estaba de pie ante la puerta de su casa, con una mano en el picaporte, bajo las amargas estrellas de la noche, con pantuflas, un camisón y una bata. Su mente vagaba por otros sitios.

—Necesitamos más controles —dijo por fin, abriendo la puerta pero sin moverse del umbral—. Baines también había estado trabajando por su cuenta. Tú, Gambini o alguien tendréis que establecer algún procedimiento para evitar los experimentos individuales. ¿Viste ese objeto retorcido que Pete extrajo de los escombros? ¿Cómo podremos saber algo sobre su funcionamiento? Siempre cabrá el riesgo de que a otro le pase lo mismo. —Sus ojos estaban fijos en los de Harry. Ojos redondos, húmedos y cansados.

—Lamento lo de Cord —comentó Harry. Majeski nunca le había caído bien, y sospechaba que a Leslie le ocurría lo mismo. Pero eso ahora no tenía importancia.

Entraron.

—Harry —dijo ella—, Cord no es la única víctima. Tal vez todos los que trabajamos en el Proyecto Hércules estemos en la cúspide de nuestras carreras: Ed, Pete Wheeler, Baines, tú, y hasta yo misma, pero de algún modo esta investigación sólo parece generar desastres.

Harry no sabía qué decir: todo le resultaba frívolo, de modo que se limitó a mirarla. Le temblaba la voz. Las aletas de la nariz se abrían en cada respiración agitada.

El largo tallo de su cuello desaparecía entre los pliegues difusos de su bata, atuendo impreciso que ocultaba su cuerpo por completo. Comenzó a alejarse de la habitación.

—Tal vez Pete tenga razón —reflexionó Harry—. Quizá debamos destruir los discos…

Eso la detuvo. Se volvió para mirarlo.

—No —repuso en voz baja—. Eso no es ninguna solución.

—Baines lo llamó la Opción Manhattan. Librémonos de esto mientras tengamos tiempo…

—Prepararé café. Pete no tiene la mente muy abierta. —Desapareció en la cocina.

Harry oyó que la puerta de la nevera se abría y se cerraba, y que caía un chorro de agua en un recipiente. Leslie apareció en la puerta otra vez.

—A veces creo que le preocupa una posible amenaza a la Iglesia.

—No. Es más complicado que eso. Wheeler es un hombre extraño. No comprendo cómo llegó a sacerdote. O tal vez lo más acertado sea preguntarse cómo sigue siéndolo. No cree en la Iglesia, ¿sabes? Ni tampoco en Dios.

Aunque sospecho que le gustaría tener fe.

—Es absurdo. Hace quince años que conozco a Wheeler. No permanecería en la orden si no creyera.

—Tal vez —convino ella—. Pero quizá no sea consciente de sus verdaderos sentimientos. Todos nos ocultamos cosas. He conocido a personas, por ejemplo, que saben que odian sus trabajos. O a sus cónyuges. O hasta a sus hijos.

—¿Y tú? —preguntó Harry irreflexivamente—. Me pregunto cuáles serán tus secretos.

—El café está listo —dijo pensativa. Luego añadió—: Pete es de esa clase de hombres que nunca deja de cambiar. No podría sostener un credo de por vida. Y de todos modos su formación sigue una dirección totalmente distinta. Por profesión, es un escéptico; se gana la vida desbaratando las teorías ajenas. —Los coches de bomberos comenzaban a retirarse—. ¿Tiene sentido? Comparado con lo que es hoy, cuando tomó los hábitos era un niño. Los norbertinos lo educaron, y sigue con ellos como muestra de fidelidad.

—No lo creo —dijo Harry—. Lo conozco demasiado bien. —Leslie había estado de pie ante la ventana y luego se sentó a su lado, en el sofá. Era un mueble de los que adquiere el Departamento de Compras del Estado, con almohadones cuadrados de vinilo resbaladizo. Leslie había dispuesto sobre él una manta de estambre, pero no servía de mucho: seguía siendo un sillón traicionero y abultado—. ¿Por qué se sentiría amenazado si no tiene una fe que perder?

—Bueno, sí tiene una fe que perder, Harry. Probablemente, y casi seguro, no ha admitido ante sí mismo que ya no cree en el Dios cristiano. Pero así y todo, está convencido de que la postura ortodoxa es insostenible.

Pete Wheeler no cree que un día caminará junto a los santos, del mismo modo como tú y yo no creemos en fantasmas. —Se quitó el calzado y deslizó los pies por debajo de los muslos, sobre el sofá. Bebió un sorbo de café—. Ha negado a Dios en su fuero interno, Harry. Para él es el mayor pecado. Pero no puede haber pecado si no hay Dios. Y ésta es la fe que los altéanos amenazan al hablar de un Diseñador.

Leslie permaneció un rato en silencio.

—¿Y tú? —preguntó Harry—. ¿Qué te amenaza a ti?

Sus ojos se enturbiaron. Su mentón y su cuello se cubrieron de sombras.

—No estoy segura. Empiezo a pensar que conozco bastante bien a los altéanos. Al menos al que envió la transmisión. Y lo que recibo es una terrible sensación de soledad.

Hemos supuesto que la comunicación es de una especie a otra. Pero yo recojo la idea diferente de que hay uno solo de ellos, irremediablemente solitario, sentado en alguna torre… —En sus ojos había algo que Harry nunca había visto antes—. ¿Sabes qué me hace pensar toda esta charla sobre Wheeler? En un Dios aislado, perdido y a la deriva en el espacio.

Harry posó su mano sobre las de ella. Estaba deliciosa en la penumbra.

—Las series de datos desbordan vitalidad, misericordia, y cierto asombro. En ellas hay algo casi infantil. Y cuesta creer que sus autores hayan muerto hace un millón de años. —Se restregó los ojos—. Y ya no sé muy bien lo que quiero decir.

Un suspiro hizo subir y bajar su pecho. Leslie volvió el rostro hacia él. Harry estudió la cálida geometría de sus labios, ligeramente curvos, y de sus pómulos pronunciados.

—Nunca volveré a ser la misma, Harry. ¿Sabes? Creo que fue un error traer las traducciones a casa y leerlas a solas, por la noche.

—Se supone que no debías haber hecho eso —sonrió Harry—. ¿Habrá alguien aquí que cumpla con las normas?

—En este caso, al menos, yo tendría que haberlas cumplido. Comienzo a ver cosas por la noche y a escuchar voces en la sombras. —Echó la cabeza hacia atrás, y en su garganta asomó un eco parecido a la risa. Harry interceptó su mirada y tomó conciencia de su propio corazón palpitante.

Pasó el brazo por los hombros de Leslie y la atrajo hacia sí. Ambos se miraron y la mujer se acurrucó contra él. Harry fue claramente consciente de la presencia del cuerpo que se ocultaba bajo la bata. Había pasado mucho tiempo desde que una sincera pasión femenina le había sido dirigida tan directamente, sin reservas. Se deleitó con ella, mientras la abrazaba y seguía con la punta de los dedos la línea de su cuello y su mentón. La mejilla de Leslie se posó, tibia, sobre la de él. Pasaron unos segundos. Ella murmuró su nombre y giró hacia él para poder acercarse a su boca. Y, suavemente, Harry sintió el roce de su labios cálidos y tiernos y el aroma fresco de su aliento.

Él exploró sus dientes y su lengua y sintió el profundo pozo de su garganta.

Aflojó la bata lentamente y la deslizó por encima de sus hombros. Bajo la transparente textura de su camisón, Leslie le ofreció los pezones erectos de sus pechos.

El senador Randall supo por qué estaban allí antes de que nadie dijese una sola palabra. Lo sabía desde el día anterior, cuando llamaron para anunciar el vuelo en que llegarían. Teresa Burgess llevaba el mismo maletín negro y pesado de tantas otras campañas en Nebraska. Como su propietaria, era sombrío e inflexible, hecho de cuero rígido y desgastado alrededor de las partes móviles.

En ella, como en todos aquéllos de naturaleza ferozmente competitiva, la eficiencia y la dureza habían borrado las cualidades más tiernas de su expresión, y tal vez de su carácter. Representaba los intereses de la banca de Kansas y Wichita, donde había apoyado a Randall durante veinte años con la misma fidelidad con que su padre apoyara al primer senador Randall.

Su socio, Wendell Whitlock, era el titular ex-officio del partido en el estado.

Whitlock había sido vendedor de automóviles en Rolley Chrysler-Plymouth («Trate con sus amigos»). En aquel entonces, Randall trataba de ganar un puesto en la junta de educación de la ciudad de Kansas. Más tarde vendió concesionarias de automóviles y finalmente acabó por vender influencias.

Randall sacó el tema de Jack Daniels; rieron y conversaron de los viejos tiempos.

Pero esta vez sus visitantes parecían tensos y algo incómodos. Por fin, mirando a uno y a otro, Randall dijo:

—Supongo que no creéis que podamos triunfar en noviembre.

Whitlock levantó la mano como si fuera a protestar, como si acabara de oír un disparate. Pero el gesto se desvaneció.

—No han sido buenos tiempos, Randy —admitió—. No es culpa tuya, desde luego, pero ya sabes cómo es la gente. Los malditos monopolios controlan los precios, los tipos de interés han subido, y tus votantes no son precisamente prósperos. Tienen que echar las culpas a alguien. De modo que lo harán con el presidente y contigo.

—He hecho todo lo que he podido —se quejó Randall—. Algunos de los votos que molestan al pueblo eran sobre asuntos que exigían concesiones. Como por ejemplo el segundo proyecto de ley agropecuaria, la reglamentación de la industria molinera y los restantes. Si no hubiera cedido, Lincoln no habría conseguido la propiedad de la escuela, y los contratos de defensa que fueron a Random y McKittridge en North Platte, tu zona, Teresa; habrían ido a parar a manos de esos cretinos de Massachusetts.

—Randy —dijo Burgess—, no hace falta que nos digas todo esto. Lo sabemos.

Pero no se trata de eso.

—¿Y de qué se trata, entonces? —preguntó Randall con acritud.

Esa maldita gente le debía muchísimo. De no haber sido por él, la Bolsa Triguera de Burgess seguiría siendo una empresa insignificante en Broken Bow. Y Whitlock debía su primer cargo decente dentro del partido a la intervención de Randall. Se preguntó qué había sucedido con la lealtad.

—Pues aquí hay mucho dinero en juego —explicó Burgess—. Los que han apoyado tu candidatura se arriesgan a quedar en pelotas si vuelven a apoyarte y pierdes.

—Pero yo ganaré, Teresa, y tú lo sabes. —No lo sé. El partido lo tiene difícil.

Hurley perderá, sea quien fuere el candidato de los demócratas, y los miembros de su equipo tendrán que largarse. Personalmente Hurley puede ser muy agradable, pero el pueblo ya no respaldará su política. Y en el Senado no hay otro tan cerca de él como tú.

Randy, a decir verdad, lo más probable es que ni siquiera ganes la nominación por el partido. Perlmutter ha ido creciendo en los suburbios. Y parece fuerte en Omaha y Lincoln.

—Perlmutter es un muchacho. ¿Qué podría hacer por el estado?

—Randy. —La voz de Whitlock ya no fue tan paciente. Desde la última vez que lo viera, Whitlock se había dejado crecer el bigote. Costaba entender por qué, ya parecía lo bastante perverso sin él—. Las cosas ya no son como antes. En todo el estado no habrá un solo granjero que te vote. Dios mío, la mitad de nuestro electorado hoy afirma que se ha pasado a las filas de los demócratas. ¿Alguna vez habías oído hablar de granjeros demócratas hasta hoy?

—Los granjeros siempre joden —dijo Randall—. Olvidan sus mañas cuando entran en el cuarto oscuro y tienen que elegir entre uno de su clase y algún cabrón liberal que sólo busca despojarlos de su dinero.

Burgess alzó la mejilla al responder.

—Randy, los granjeros ya no tienen dinero. No les queda nada. De modo que no te formes una idea equivocada. No están solos en este asunto. No digo que mi gente abandone el partido, por Dios. Sólo digo que, por el bien del partido, deberán apoyar a un candidato nuevo. Y Perlmutter les gusta.

—Vosotros dos —dijo Randall acusador— podríais cambiar la situación.

—Podríamos seguir poniendo dinero —admitió Whitlock—. Probablemente hasta podríamos sacar a Perlmutter del camino. Pero se llevaría consigo a su gente, lo cual nos dividiría en un momento en que necesitamos contar con todos. —Respiró hondo—. Randy, si te retiras ahora, el gobernador podría encontrarte un puesto como el que mereces (hablan de la Secretaría de Comercio), y te salvarías del engorro de noviembre.

—Whit… —Buscó sus ojos, que, como siempre, se escabulleron—. Hurley no perderá.

—Ojalá fuese cierto —sonrió Whitlock.

Burguess, quizá más observadora, se inclinó hacia delante.

—¿Por qué no? —quiso saber.

—Es un tema de defensa… —vaciló—. No puedo dar más detalles.

La banquera se encogió de hombros.

—Y yo no puedo comprometer a nadie sobre la base de un rumor impreciso, Randy.

Nadie se movió.

—Probablemente estemos en posición de poder hacer algo con respecto a los soviéticos.

La noche en que murió Cord Majeski, Cyrus Hakluyt estaba en su casa, en Catonsville. A diferencia de la mayoría de sus colegas, no estaba dispuesto a consentir que el proyecto consumiera su vida personal. No dedicaba el tiempo extra que Gambini parecía esperar de todos, ni trabajaba siete días a la semana desde primera hora de la mañana para retirarse luego a las casitas insípidas que Harry Carmichael les había conseguido en Venture Park.

Hakluyt había pasado la noche con unos amigos. Algunos tal vez hubiesen notado una peculiar euforia en el microbiólogo, normalmente apocado. Cy estaba de buen humor. Nadie lo había visto beber tanto hasta entonces. Ni siquiera Oscar Kazmaier, quien lo conocía desde los tiempos de Westminster. Pero tuvieron que llevarlo a su casa por la mañana.

En realidad, Hakluyt sólo recordaba dos borracheras en su vida. Una, la noche en que Pat lo dejó. La otra, la tarde en que Houghton Mifflin compró Un lugar sin caminos.

El Nobel que había ganado por su labor sobre ácidos nucleicos no había llegado a generar tanto derroche.

Llegó al laboratorio con retraso. Desde luego todos estaban hablando de la muerte de Cord Majeski. En el tablón de anuncios había una nota con la dirección del padre y la hermana de Majeski.

—Estaba construyendo un dispositivo que descubrió en el Texto —dijo Gambini—. No sabemos de qué se trataba, pero Pete cree que se relacionaba con la manipulación estadística de gases dentro de botellas magnéticas. Pero debió escapar a su control.

—Supongo que sí —comentó Hakluyt—. ¿Hubo algún herido?

—No. Estaba solo en casa.

—¿Se sabe por qué hubo una explosión?

—No la hubo, exactamente. —Gambini frunció el ceño—. Oye, Cy. Es probable que haya logrado un control estadístico de la primera ley de la termodinámica.

Hakluyt tuvo que hacer grandes esfuerzos para no echarse a reír.

—Se trata de algo imposible.

—La primera ley no es absoluta —continuó Gambini—. No debe ocurrir necesariamente que el calor pase de un gas caliente a otro frío. Es muy probable, debido al intercambio molecular. Pero alguna de las moléculas del gas caliente se mueven con más lentitud que algunas de las moléculas más activas del gas frío. Y viceversa. El dispositivo de Cord debe haber actuado como monitor, creando un Demonio de Maxwell.

—¿Un qué? —preguntó Hakluyt al tiempo que se sentaba.

—James Maxwell fue un físico del siglo XIX. Afirmó que si un demonio pudiera sentarse entre dos compartimentos, uno lleno de gas caliente y otro de gas frío, podría crear un interesante efecto dejando que sólo las moléculas más rápidas del lado frío entraran en la cámara caliente, y que sólo las moléculas más lentas del lado caliente pasaran a la cámara fría.

—Pero así —concluyó Hakluyt—, el gas caliente se calentaría más, y el gas frío se helaría. ¿Y crees que algo de esto sucedió con Majeski? Es absurdo.

—¿Has visto la casa? Ve y echa un vistazo. Luego vuelve y seguiremos conversando de absurdos.

Hakluyt miró a Gambini a los ojos. Las gafas se le habían deslizado por el puente de la nariz, y durante toda la conversación se las estuvo ajustando sin cesar.

—De acuerdo. Tal vez sea el momento de preguntarnos qué clase de seres están al otro lado de la transmisión. ¿A nadie se le ha ocurrido que puedan ser criaturas vengativas? Sólo así se explica que nos envíen instrucciones para construir objetos que estallan.

—¡No! —espetó Gambini—. Lo que ocurre es que no estamos teniendo la debida precaución. Nadie se tomaría semejante trabajo para hacer una jugarreta endemoniada.

Quizá parte del problema en todo esto sea que no hemos comprendido las especificaciones. Quizá no seamos tan inteligentes como ellos suponen. Ni siquiera pudimos descubrir los cálculos energéticos.

—Tal vez no empleen electricidad…

—Bueno, pues gasolina entonces. O magnetismo. O alguien que haga girar una manivela. Sea lo que fuere, tendría que haber alguna especificación de cuánto usar.

—A menos que sea algo que no se mida… —Gambini repetiría luego la observación a Harry, y Harry, por razones que no supo comprender entonces, pensó al instante en el padre Rene Sunderland—. ¿Te gustaría recibir una buena noticia? —continuó Hakluyt, sugiriendo que se retiraran al despacho de Gambini.

—Majeski no era un tipo muy agradable —comentó Gambini—, pero lo echaré de menos.

—Era una buena persona —dijo Hakluyt—: hacía su trabajo y no causaba problemas a nadie. En definitiva, no puede pedirse mucho más que eso.

—¿Cuál es tu buena noticia?

Hakluyt se quitó las gafas y las dejó sobre la mesa de Gambini. Tenían cristales gruesos, montados en una armazón metálica. Hakluyt era un hombre de físico tan menudo que sin sus gafas parecía perder cuerpo.

—Las he usado toda mi vida —dijo—. Soy corto de vista y padezco astigmatismo. Mi familia tiene un largo historial de problemas visuales. Todos mis parientes son miopes. —Sonrió delicadamente, cogió un diccionario Webster’s y lo sostuvo encima mismo de las gafas—. Usé mis primeras bifocales a los ocho años. —Dejó caer el libraco, que hizo añicos las gafas.

Gambini lo miró, atónito.

—¿Qué demonios haces, Cyrus? Hakluyt recogió los fragmentos con aire indiferente y los arrojó a la papelera.

—Ya no las necesito. —Lo miró triunfal—. ¿Sabes por qué todos tenemos problemas de la vista?

—Por causas genéticas… —aventuró Gambini.

—Desde luego —le cortó Hakluyt—. Pero ¿por qué? Porque los mecanismos de reparación no estaban correctamente dirigidos. El equipo para reconstruir mí aparato visual siempre ha estado ahí. Lo que pasa es que el código era incorrecto. Ed, para recuperar el ciento por ciento de la visión basta con reescribir el código.

—¡Qué hijo de puta! —dijo Gambini, mientras dejaba asomar una sonrisa—. ¿Realmente has podido hacer eso?

—¡Sí! Algo he logrado. Podría hacerlo contigo, Ed, si quisieras. Podría devolverte la vista que tenías a los veinte años. —Respiró hondo—. Nunca supe lo que era ver bien.

Ni siquiera las gafas me prestaban mucha ayuda. Siempre tenía la sensación de ver el mundo a través de un vidrio empañado. Esta mañana, desde mi automóvil, he visto un cardenal encaramado en la rama de un árbol, cerca de la entrada principal. Hace unas semanas me habría costado divisar incluso el árbol.

—¿Y puedes hacer lo mismo con cualquiera?

—Sí —respondió—. Contigo, con cualquiera. Lo único que se requiere es un poco de química, y una muestra de sangre.

—¿Estás seguro? —preguntó Gambini, sentándose.

—Claro que no. Todavía no sé lo suficiente. Pero creo que esto es sólo el comienzo, Ed. ¿Sabes cómo lo hice? Envié instrucciones artificiales a miles de millones de células. La clase de instrucciones que mi ADN tendría que emitir si realmente se preocupara por mi bienestar. Todavía tengo mucho que aprender, pero creo que no habrá nada que no podamos conseguir: curar el cáncer, fortalecer el corazón, cualquier cosa que se te ocurra.

—Como por ejemplo detener el deterioro en general.

—¡Sí! —La voz de Hakluyt trinó literalmente. Era la primera vez que Gambini lo veía realmente feliz—. Ed, todavía no sé muy bien adónde nos llevará todo esto. Pero vamos a descubrir el medio de curar la epilepsia, el mal de Hodgkin, las cataratas, lo que se te ocurra. Todo está allí.

Gambini se quitó las gafas. Las usaba sólo para leer. Necesitaba un par nuevo desde hacía años, pero temía que una graduación mayor debilitara aún más sus ojos y, en consecuencia, se negaba a volver al óptico. Sería bueno librarse de ellas. Librarse de la columna que le dolía por las mañanas húmedas, de la carne floja que le rodeaba la cintura y le colgaba debajo del mentón. Librarse del miedo sombrío que se apoderaba súbitamente de él por las noches, cuando despertaba consciente de sus propios latidos.

Dios mío, ¿qué no valdría un logro semejante? Ser joven otra vez…

—¿Quién más lo sabe?

—Nadie, todavía.

—Cy, ¿qué sucedería con un hombre que dejara de envejecer?

Hakluyt tardó en responder.

—Es una buena pregunta. Si intervenimos en la estructura programada del organismo, probablemente entrarán en juego otros factores. Habría consideraciones psicológicas, sin duda. Pero en lo que respecta al bienestar físico, si uno no es traicionado por su ADN y sí no toma el avión equivocado, no veo razón por qué deba morir.

Gambini cogió un clip de su mesa y lo hizo girar entre los dedos.

—Cy, creo que lo mejor será que no hablemos a nadie de esto.

—¿Por qué? —preguntó Hakluyt, inmediatamente alerta.

—Porque si todos dejaran de morir, la situación sería sumamente difícil.

—Bueno, desde luego, necesitaríamos establecer controles, y, con el tiempo, hacer algunos ajustes.

—¿Cómo crees que reaccionaría la Casa Blanca si informara de todo esto? Has visto los problemas que han tenido porque dimos a conocer las partes filosóficas del Texto alteano. Y el asunto de la energía provocó una catástrofe en el mercado de acciones. ¿Qué sucederá con esto?

—Podríamos sugerir a la Casa Blanca que tratara el tema con el Consejo Nacional de Desarrollo Científico…

—O con los Boy Scouts de Estados Unidos —bromeó Gambini—. No lo consultarán con nadie. Es demasiado peligroso. Si la gente llega a enterarse de que hemos descubierto esto, ni Dios sabe qué podrá suceder. Te diré una cosa: si le damos esto a Hurley, crearemos una caterva de políticos inmortales y nadie volverá a saber de la técnica.

—Entonces, ¿por qué no se lo comunicamos al CNDC y dejamos que sean ellos quienes decidan cómo manejar el asunto?

—Cy, veo que no nos entendemos. Rimford pensó haber descubierto algo tan peligroso en la transmisión que destruyó ambos ejemplares de la serie de datos donde estaba la información.

—¿Qué encontró?

—Una forma de fabricar agujeros negros. —Gambini dejó que la frase calara—. Pero no está en la misma línea que tu descubrimiento. Dios mío, Cy, imagina un mundo en que la gente deje de morir. Incluso por poco tiempo. Si dejaran de fallecer por causas naturales, comenzarían a morir de otra cosa. De hambre, probablemente. O atravesados por proyectiles.

—Pero el CNDC…

—Nadie puede manejar un asunto como éste. Tenemos que abordarlo del mismo modo en que Rimford se ocupó del suyo.

—¡No! —Fue casi un grito de dolor—. No puedes destruir todo esto. ¿Quién coño te crees que eres para tomar semejante decisión?

Gambini tenía la frente perlada de sudor.

—Soy la única persona en posición de hacerlo. Si esto trasciende las paredes de este despacho, ya no habrá forma de contenerlo. —Contempló la pared un instante—. Hablaremos del tema —prometió—. Pero, mientras tanto, nadie debe saberlo. —Cogió un papel de su mesa y lo consultó—. Has estado trabajando con la SD 101.

—Así es.

—Tráela. Y también las notas y todo lo que tengas en relación con este tema.

Hakluyt abrió los ojos desmesuradamente y la sangre le desapareció del rostro.

Parecía al borde de las lágrimas.

—No puedes hacerlo.

—Por el momento no haré nada, salvo cerciorarme de que nada va a suceder hasta que yo lo disponga.

Por los ojos de Hakluyt cruzaron oleadas de furia y dolor.

—Eres un lunático —le dijo—. ¿Sabes? Lo único que debo hacer es hablar con Rosenbloom o Carmichael y contarles lo que estás haciendo. Acabarás en la cárcel.

—Es posible —repuso Gambini—. Pero ojalá te detuvieras un instante a medir las consecuencias. En todo caso, si no veo otra solución, tendré que destruir la SD 101. —Extendió la mano abierta—. Y necesitaré tu credencial de entrada en la biblioteca.

Hakluyt sacó su tarjeta plástica, la dejó caer en la mesa y se dirigió a la puerta.

Antes de salir, se volvió:

—Como le suceda algo a esos discos, te mataré.

Gambini espero unos minutos, fue hasta el puesto de trabajo de Hakluyt, recuperó los discos, recogió los papeles del microbiólogo y los guardó bajo llave en su archivador.

Una hora más tarde entró en la sección de almacenamiento de la biblioteca y sacó el duplicado de la SD 101. Escoltado por un guardia armado, lo llevó al edificio donde funcionaba el Proyecto Hércules y lo guardó también en el mismo archivador. Pero antes tuvo que resistir la tentación de destruir las dos copias y acabar de una vez con aquel asunto.

MONITOR

EL PRESIDENTE ADVIERTE A LOS SOVIÉTICOS SOBRE LA SITUACIÓN EN SUDÁFRICA

Disturbios en Johannesburgo.

El Constellation en camino.

UNA COMPAÑÍA DE MASSACHUSETTS OBTIENE PINGÜES BENEFICIOS CON CAMISETAS CON MOTIVOS ALTÉANOS

LA TEMPORADA DE BÉISBOL SE RETRASA POR LAS HUELGAS

Primer encuentro de prueba de la NOBF.

Una organización de simpatizantes amenaza con boicotear el campeonato.

MÁS ADELANTOS EN LA GUERRA CONTRA EL CÁNCER

El diagnóstico precoz sigue siendo la clave.

SEÑALES COMIENZA LA TEMPORADA TEATRAL EN WASHINGTON

Nuevo musical para celebrar el contacto con los altéanos.

MUERE UN MATEMÁTICO EN EL CENTRO ESPACIAL GODDARD

Cord Majeski fallece como consecuencia de la explosión de una cañería de gas.

LA CASA BLANCA PREVÉ LA RECUPERACIÓN DE LA BOLSA PARA FIN DE AÑO

El presidente destaca las cifras de empleo y la reactivación de la construcción de viviendas.

EL KANSAS CITY STAR ANUNCIA UN INMINENTE ESCUDO ANTIMISILES

El Pentágono niega la noticia.

EL AYADI ATACA EL PROYECTO HÉRCULES

«Es un comercio con Satán», dice. Bagdad (AP). En declaraciones formuladas hoy desde su despacho en la Casa de Gobierno, el Ayadi Ztana Mendolian calificó el Proyecto Hércules de EE.UU. como «una sarta de embustes», o como un «comercio con Satán».

En todo caso, señaló, «la justicia de Dios recompensará a los vengadores». Por lo general, esto se ha interpretado como un llamamiento a la acción de grupos terroristas que, como se sabe, operan en Europa Occidental y en Estados Unidos.

BAINES RIMFORD ANUNCIA SU RETIRO.