14

Majeski salió de la amplia cama, dio unos pasos por el suelo de madera y permaneció unos segundos cerca de la ventana. Los Adirondacks lucían espléndidos ante la proximidad del alba. Detrás de él, Lisa se revolvió en el lecho. Su cabello oscuro se abría sobre la almohada, enmarcando su rostro y uno de sus hombros.

Estaba contento de haberse marchado el fin de semana. Últimamente se había hecho insoportable trabajar con Ed. La presión política no aflojaba, y a Gambini todo le parecía mal, por mucho que hiciera. Nunca había gozado de buena salud, pero ahora se deterioraba visiblemente. Si Majeski estuviera en el lugar de Gambini, mandaría a Carmichael y a la Casa Blanca al mismísimo infierno. Y luego se iría a pasear.

Volvió la mirada al dormitorio. Sobre una alfombrilla de goma, en la mesa baja, había un generador Rensselaer portátil. Miró el desvencijado armario de cajones que había comprado en un baratillo de Corinth años atrás. Se quedó contemplándolo un buen rato: era un mueble desprovisto de todo rasgo notable, descolorido, rayado y lleno de golpes. Y el cajón inferior se atascaba.

¿Quién habría pensado que en ese mismo cajón, bajo calcetines y ropa interior, había un dispositivo extraterrestre, una máquina concebida en un mundo inimaginablemente lejano?

Sólo que el dispositivo extraterrestre no funcionaba.

Encendió la lámpara, inclinando la tulipa para que la luz no le diera a Lisa en los ojos, y abrió el cajón. El objeto parecía un carburador con rizos, espirales y un circuito impreso. Le había llevado unos dos meses construirlo y todavía no sabía si lo había hecho bien. O si alguna vez conseguiría construirlo correctamente.

Lo sacó del cajón, lo llevó a la mesita baja y lo conectó al Rensselaer. El generador le permitía controlar el flujo de energía de un modo algo rudimentario. Pero no parecía serle de mucha ayuda. Hizo una serie de cambios en el circuito impreso, siguiendo un método para no extraviarse, y lo conectó. Una hora más tarde seguía intentando obtener una respuesta. De pronto sintió que le corría un escalofrío por el brazo derecho, cerca del dispositivo. Aproximadamente en el mismo instante, antes de que le diera tiempo de pensar en la extraña sensación, Lisa lanzó un grito, arrojó las sábanas a un lado y saltó de la cama. Se refugió en un rincón de la habitación, observando el colchón y las mantas revueltas. Entonces, sus ojos se posaron en Majeski.

Estaba temblando de miedo.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó él, mirando nerviosamente la ventana, a su espalda—. ¿Qué sucede? —Y en ese momento advirtió que tenía los pelos del brazo derecho erizados, a consecuencia del susto o de alguna otra cosa menos evidente.

Pasaron unos segundos antes de que ella recuperara la voz.

—No lo sé —dijo por fin—. Me tocó algo frío.

En otra situación, Corwin Stiles habría estado eligiendo restaurante en la calle 40, o presentando denuncias en los despachos de los senadores. Se creía un idealista, pero Wheeler sospechaba que sólo disfrutaba poniendo en evidencia los defectos ajenos.

Durante la segunda administración de Reagan, había seguido una especialización en comunicaciones, en el MIT, y después de cinco años intrascendentes en la televisión comercial, había conseguido un puesto en Sentry Electronics, empresa que proveía a la NASA de personal técnico. Cuando Pete Wheeler comenzó a desentrañar las posibilidades de los campos magnéticos planetarios, estuvo en compañía de Stiles. Y si al sacerdote le conmovió el hecho de que su descubrimiento fuese aplicado exclusivamente con fines militares, Stiles en cambio ardió de indignación.

Durante el invierno y comienzos de la primavera, animó a Wheeler y a todo aquel que quiso escucharlo, a elevar una protesta formal. Una mañana, dijo a Gambini:

—Deberíamos presentarnos todos juntos ante la entrada principal y sacudir el puño en alto, en dirección al Despacho Oval. Que la prensa sepa que estaremos allí.

Gambini nunca tomó en serio al joven técnico. Estaba acostumbrado a escuchar propuestas absurdas del personal de Hércules. Pero Stiles acabó por lamentar la estúpida pasividad de sus compañeros de trabajo. Incluso Wheeler, que comprendía la enormidad de lo que estaba sucediendo, se negaba a actuar.

Stiles fue admitiendo poco a poco que tendría que ser él quien asumiera la responsabilidad, si quería que la verdad saliese del instituto. Pero lo condicionaban las costumbres de toda una vida. No estaba acostumbrado a violar las normas por una buena causa. Y en ese caso, tenía que arriesgarse a terminar en la cárcel.

La primera semana de marzo cayó la gota que colmó el vaso. Un matrimonio de edad avanzada apareció sin vida en una granja de Altoona, Pennsylvania. Los ancianos habían muerto congelados, después de que la compañía local les cortara el suministro de electricidad por no pagar las facturas. La compañía explicó que, equivocadamente, había pensado que se trataba de una vivienda abandonada, porque sus ocupantes no contestaban a sus cartas ni a sus llamadas telefónicas. Se comprometió a llevar a cabo una investigación. Pero Stiles se preguntó cuántas parejas de ancianos se encontrarían ateridas en casuchas heladas durante los fríos del invierno y de la primavera.

Entonces preguntó a Wheeler dónde había señales de que la administración pensara captar la colosal reserva de energía que tenía a su disposición.

El domingo siguiente, Corwin Stiles se encontró con uno de los colaboradores de Cass Woodbury en el pequeño restaurante de una remota población, en el extremo de Blue Ridge.

A un hombre se le permite tener una gran pasión en la vida. Sea la música, la profesión o una mujer, todo lo demás palidece ante su fulgor. La conmoción que resulta de esta pasión cambia tanto las reacciones del individuo que, cuando pierde el objeto de sus afanes, nunca puede volver a vivir la experiencia. Todo lo que resta es decepción.

Cyrus Hakluyt, cirujano molecular, lúcido observador del orden natural y ex-jugador de tercera base, durante su adolescencia se había enamorado de una majorette de diecisiete años llamada Pat Whitney. Durante muchos años, su ausencia había sido la única realidad en la vida de Hakluyt. Después de quince años, le complacía saber que ella también estaría envejeciendo, que su ADN estaría inutilizando sus mecanismos de regeneración, y que nadie era eterno.

Era un cierto consuelo.

Hakluyt había crecido en Westminster, Maryland, un pueblo frondoso al oeste de Baltimore. Aunque vivía relativamente cerca, no había vuelto desde que murió su padre, quince años atrás, durante su primer semestre en la Universidad Johns Hopkins. Sabía que la chica se había casado y que vivía en otra localidad. Sus viejos amigos también se habían marchado y el pueblo parecía desesperadamente vacío.

Ese mismo domingo, mientras Corwin Stiles almorzaba en la penumbra del Blue Ridge, Hakluyt dejó de lado su trabajo y fue hasta el oeste de Maryland. No podría decir por qué, salvo que su investigación sobre la genética alteana le había hecho cobrar aguda conciencia del paso del tiempo.

En verdad, Hakluyt siempre había sido sensible al correr de los años. Su trigésimo cumpleaños había sido un acontecimiento traumático, y le acuciaba el miedo por la caída precoz de su cabello. Ahora, mientras aumentaban día a día las esperanzas en las posibilidades que escondía el Texto de Hércules, las verdes colinas achaparradas que rodeaban Westminster le parecieron menos amenazadoras y las épocas remotas de su juventud ya no le resultaron tan distantes.

Westminster era más grande de lo que recordaba: en las afueras habían erigido unos edificios de oficinas y también había un nuevo centro comercial. El Western Maryland College también había crecido, y mientras se dirigía a la ciudad pasó varias construcciones destinadas a albergues, en el lado sur.

La casa en la que había vivido ya no estaba: la habían derribado para construir un aparcamiento. Con ella había desaparecido la mayor parte del vecindario. Había sobrevivido la farmacia Gunderson’s y la maderera C&I. Pero no mucho más.

Habían añadido una nueva ala a la escuela secundaria, una monstruosidad de vidrio y plástico que amenazaba con devorar al viejo edificio de ladrillos. Al pasar oyó las campanadas del colegio, como en los viejos tiempos. Las campanas sonaban los siete días de la semana, y sólo interrumpían su tañido durante los meses de verano. Era un consuelo saber que al menos algo no cambiaba en el mundo.

El campo de deportes también tenía nuevas instalaciones. A pesar de su pobre visión, Hakluyt había sido un jugador de béisbol bastante bueno en aquellos días en que todos pensaban que podrían jugar durante toda la vida. Pero después de marcharse de Westminster jamás había vuelto a lucir un uniforme.

Allí seguía el puesto de hamburguesas al que solía llevar a Pat Whitney. Sonrió al pasar por delante, sorprendido al ver que, después de tantos años, seguía sintiendo ese familiar palpitar en la garganta que sólo ella había podido suscitar. ¿Dónde estaría ahora?

Quizá por primera vez, desde aquella noche atroz en que la joven lo rechazó, pudo recordarla sin resentimiento.

Ruley Milo llegó a su oficina ejecutiva con el mismo desasosiego con que solía recibir la mañana de los lunes. Pero ése había sido un fin de semana extraordinario. El sábado por la noche había conseguido cenar con el titular del Consejo Metropolitano, sembrando la semilla que resolvería los problemas de habilitación de cierta propiedad comercial que poseía uno de los clientes de Burns & Hoffman’s. Y el domingo, finalmente, había logrado llevar a la cama a la prostituta negra que lo había hecho pasear por toda la ciudad de Kansas.

Abel Walker y Carolyn Donatelli, dos de sus ejecutivos de cuentas, trataron infructuosamente de interceptarlo en su trayecto. Los dos tenían el ceño fruncido, pero Walker era de los que se afligían por cualquier cosa, y Donatelli, desde luego, era una mujer. Atractiva, pero mujer al fin. La había seguido con la vista innumerable cantidad de veces, pero sin jamás osar ponerle una mano encima. Jamás joder con el personal de la oficina: era la primera máxima moral de Milo.

Le dolía la cabeza. No había dormido lo suficiente, por supuesto. Se sirvió un jugo de naranja de la nevera de su despacho, decidió no añadirle vodka y se hundió en el sofá de cuero.

Sonó el intercomunicador. Al no responder, su secretaria entreabrió la puerta.

—Señor Milo —dijo—, Al y Carol quisieran hablar con usted.

Como vio que meditaba la respuesta, agregó:

—El mercado de valores ha abierto con una baja de veinte puntos.

Milo gruñó, se puso de pie y conectó el ordenador.

—Ahora la baja es de más de treinta —irrumpió Walker, apartando a la secretaria.

Donatelli entró detrás de él.

—La Compañía de Gas y Electricidad de Pennsylvania ha bajado seis puntos —agregó.

—¿Qué demonios ha sucedido? —preguntó Milo. La CG&EP seguía siendo la inversión más firme para los accionistas tradicionales que querían buenas rentas con pocos riesgos.

—¿Ha visto la televisión esta mañana? —preguntó Donatelli. Milo sacudió la cabeza—. Circula el rumor de que la gente de Greenbelt, los que vienen trabajando con el mensaje de los extraterrestres, han descubierto un modo de producir energía barata. A montones.

—¿Pero quién se va a creer eso, Al?

—Tal vez nadie —repuso Donatelli—, pero algunos de los operadores del mercado de acciones deben de haber imaginado que la noticia haría bajar la bolsa. Y no han querido sentarse a ver cómo se esfumaban sus ganancias. Han vendido todo, y probablemente quieran volver a comprar las acciones hoy por la tarde, o mañana, a un precio considerablemente rebajado.

—La Compañía de Gas de Vermont ha bajado cinco puntos y un cuarto —anunció Walker. Le temblaba la voz—. Las empresas de servicios públicos han sido las más castigadas, pero la catástrofe es general.

Milo calculó unos promedios. Las principales compañías petroleras habían bajado ya un diez por ciento. Las firmas de equipos pesados, especialmente las proveedoras de las empresas de servicios, también habían caído. La baja de los bancos era apabullante, como la de muchas compañías de servicios. Incluso las empresas de alta tecnología perdían terreno pese a la buena nueva de la semana pasada.

Sólo las fábricas de automóviles resistían. La GM, Ford y Chrysler habían subido.

Naturalmente, si el rumor tenía fundamento, los precios de la gasolina descenderían en picado y mucha gente podría volver a los coches grandes.

—¿Han comenzado a llamar nuestros clientes? —preguntó Milo.

—Nos han estado llamando, muy preocupados —repuso Walker—. Especialmente los pequeños accionistas. Ruley, un par de personas me han hablado de suicidio. Lo están perdiendo todo. Los ahorros de toda una vida se les van como humo, ¿comprendes? Esta gente no trata de hacer una masacre con el mercado; son nuestros accionistas de empresas eléctricas.

—Mantén la calma —aconsejó Milo—. Estas cosas suelen suceder. ¿Qué decimos a cada cliente que abre una cuenta con nosotros? No invierta nada en acciones si no está en condiciones de afrontar su pérdida. Está en nuestro folleto. Pero, claro, tenéis razón.

No queremos que suceda en nuestra empresa. Cuando hables con los clientes, deja en claro de quién es la culpa. Pero diles que esperamos que se produzca una recuperación.

La desgracia es que a las empresas de servicios les cuesta recuperarse de catástrofes como ésta. ¿Qué pasa con nuestras grandes cuentas?

—También han estado llamando —repuso Walker.

—Desde luego. ¿Qué les habéis dicho?

—No sabemos qué decirles —repuso Donatelli—. He llamado a Adam a la bolsa, y dice que las órdenes de venta ya no llegan con tanta frecuencia, pero que siguen vendiendo.

—Lo cual significa que para el mediodía habremos perdido otros treinta puntos.

Muy bien. De todas formas, antes de mediodía no podríamos vender. Vamos a hacer frente a la tormenta. Probablemente esta tarde se produzca una subida y tal vez recuperemos un treinta por ciento de las pérdidas iniciales. Lo que suceda después dependerá de lo que diga el gobierno. —Cerró los ojos—. A veces odio este trabajo. Bueno. Empieza a llamar a los clientes. Tranquilízalos. Diles que estamos observando el desarrollo de la situación. Si alguien te dice que quiere vender, dile que venda. Personalmente, pienso que sería un buen momento para comprar. Y puedes decírselo también.

Cuando se quedó a solas, Milo cogió el teléfono y llamó a Washington.

Rudy McCollumb era ferroviario. Ya se había retirado, pero eso no había modificado sus costumbres de siempre. Rudy había conducido las viejas locomotoras a vapor de dieciocho ruedas por las llanuras, transportando leña a Grand Forks y potasio a Kansas. Había comenzado en el departamento de envíos de Noyes, Minnesota, durante la Segunda Guerra Mundial. Pero no sentía interés por aquello que no se movía, de modo que se ofreció para todos los puestos de maquinista que quedaban vacantes hasta que lo pusieron al frente de un carguero que iba hasta Twin Cities.

Después fue conductor para la Gran Central durante cuarenta años, y pudo haber llegado a jefe de estación en Boulder una vez, pero no era trabajo para él, así que Rudy siguió en la locomotora hasta que el cabello se le puso blanco y el viento le talló los rasgos hasta que se parecieron a las Montañas Rocosas.

Al final le dieron mil dólares y un reloj de pulsera.

Se estableció en Boulder, en un pequeño apartamento a un lado de la línea central. Agregó los mil dólares a sus ahorros, que no eran despreciables, e invirtió todo el dinero en la Gran Central. Durante cuatro años recibió cuantiosos dividendos, y el valor de sus acciones subió unos puntos.

Pero la principal fuente de ingresos del ferrocarril era el carbón. La interminable cadena de vagones lo transportaba desde las minas occidentales hasta las compañías de energía eléctrica que había en el este. Y cuando la bolsa se hundió el lunes 11 de marzo, la Gran Central y todos se hundieron con ella.

El martes por la mañana, después de un día entero de empinar el codo en los bares de Boulder, arrojó un adoquín a los ventanales de Harmon & McKissick, Inc., agentes de bolsa.

Era la primera vez en su vida que infringía conscientemente la ley.

Marian Courtney supo al instante que algo no marchaba bien: el Plymouth azul llevaba dos calles cambiando de un carril a otro mientras se acercaba desde el oeste, por la calle Greenbelt. Redujo la velocidad cerca de la entrada principal y súbitamente viró a la izquierda, hacia el tránsito que venía.

Los cláxones tronaron. El Plymouth embistió de lado un cartelón y lo arrojó hacia el carril central. Pero siguió avanzando.

Marian salió de la cabina de inspección y se situó en la estrecha franja de cemento que dividía la calle en dos. Mecánicamente se llevó la mano derecha a la 38 que llevaba en la cadera, pero no soltó el seguro que mantenía el arma en su estuche.

El vehículo redujo la velocidad. Marian vislumbró el rostro del conductor mientras se enderezaba, después de virar. Sintió un estremecimiento al ver que se parecía a Lee Oswald: era un ser de semblante sombrío y modales arrogantes. Cuando ella vio la 45, él le sonrió.

Estalló la ventana que tenía a su espalda.

Algo le retorció el estómago. Se zambulló en la cabina y se arrojó a suelo mientras el hombre apartaba metódicamente los fragmentos de vidrio. Entonces condujo el automóvil por la calle, apuntó a un grupo de peatones y oprimió el gatillo de la automática. Los transeúntes echaron a correr entre gritos; algunos se arrojaron al suelo y dos o tres quedaron inmóviles después de que se alejara el coche.

Las fuerzas de seguridad respondieron con lentitud. Cuando el Plymouth iba por la calle 2, y casi se había perdido de vista, un coche patrulla de la policía salió de la puerta principal. La radio de Marian se encendió. La mujer sacudió la cabeza para que cayeran los restos de vidrio que llevaba en el cabello. Desde la puerta de la caseta del guarda se acercaba su supervisora, con los ojos desmesurados y las manos tendidas hacia ella.

Fue lo último que vio.

El conductor del Plymouth mató a tres personas más en una fuga alocada por aparcamientos y parques hasta que por fin lo acorralaron detrás de la casa que había ocupado Baines Rimford y lo acribillaron a balazos. En total el saldo fue de siete muertos.

Y de los heridos graves, tres, incluida la centinela, murieron esa noche.

El agresor resultó ser un padre de familia de Baltimore, quien se hallaba en libertad bajo fianza por haber amenazado a administrativos de la Compañía de Gas y Electricidad de Maryland Este.

El senador Parkman Randall, republicano de Nebraska, no tenía idea del motivo de la reunión en el Despacho Oval, pero esperaba que el presidente dijera algo positivo que pudiese transmitir a sus votantes locales. Durante su administración, la política agropecuaria había sido desastrosa. Randall había actuado como un soldado leal, apoyando lo que podía y oponiéndose a lo que debía, sabiendo siempre que el presidente lo comprendería. La caída de la bolsa el lunes pasado tampoco ayudaba a mejorar las cosas. Y además tenía otros problemas: el aborto, el tema del desarme, el servicio religioso en los colegios… Cada uno de ellos era de por sí una pesadilla política, que no admitía fáciles concesiones. Y en cada uno se había visto obligado a adoptar una postura y a pronunciarse con su voto. Como cualquier buen político, Randall sabía que los votos sobre temas críticos nunca ganan partidarios y en cambio hacen perder votantes.

En noviembre se presentaría a la reelección.

Los miembros del Comité de Defensa del Senado se reunieron en su salón y recorrieron el túnel que, bajo tierra, los llevaría a la Casa Blanca. Chilton los estaba esperando para escoltarlos al Despacho Oval.

Cuando entraron en el recinto, el presidente se puso de pie y les estrechó la mano. Sonreía. Randall lo conocía lo suficiente como para saber al instante que la noticia, sea cual fuere su naturaleza, sería positiva. Al menos, se sintió optimista.

Cuando todos se hubieron acomodado en sus sitios, el presidente comenzó a hablar:

—Damas y caballeros, tengo que darles una noticia de cierta importancia. —Se detuvo, saboreando el momento—. Llevamos medio siglo bajo la espada de las armas nucleares. No ha transcurrido un solo día de nuestra vida sin la conciencia de que, en cualquier momento, un ataque armado podría destruir Estados Unidos y probablemente toda esperanza de futuro para la especie humana. No ha transcurrido una hora sin que hayamos estado a merced de los intereses soviéticos. Y hemos estado temerosos del error de cálculo, el accidente, el acto de algún lunático. O pendientes del avance tecnológico que nos liberara.

»Me encuentro en posición de decir que hoy la espera se acerca a su fin.

Los hombres y las mujeres que estaban allí sumaban en conjunto doscientos años de dedicación a la política; no se dejarían impresionar fácilmente por las palabras. Pero esa noche sintieron algo distinto. La elocuencia había desaparecido; en lugar de los tonos rítmicos y calculados y las frases estruendosas, sólo escucharon su regocijo:

—Estados Unidos está a punto de activar el ORION.

A través de la ventana, Randall observó a los manifestantes de siempre, que hoy protestaban contra la política en Hispanoamérica y mañana lo harían sobre temas ambientales. Caminaban delante de la cerca en círculos interminables. Nunca se marchaban; lo criticaban todo y nunca ofrecían ninguna solución. Las personas reunidas en el Despacho Oval comenzaron a aplaudir, y Randall se sumó a la ovación.

—El ORION es un arma lanzadora de partículas —continuó el presidente—. Ataca la dirección y otros dispositivos electrónicos del comando de los misiles enemigos y los inutiliza. Es decir, que los misiles no van adonde debían dirigirse. Y aunque pudieran, no estallarían al llegar.

—Señor presidente —preguntó Randall—, ¿cuánto tiempo llevará?

—Nuestros mejores cálculos —repuso Hurley— indican treinta días. Ya se ha empezado a poner en órbita los instrumentos necesarios.

Chilton pasaba entre ellos, llevando una bandeja con trece copas. Cada uno de los siete hombres y las cinco mujeres se sirvió una. El presidente cogió la que restaba. John Hurley sacó un cubo con hielo del mueble que había tras su escritorio, cogió la botella de champán y le quitó el corcho. Ed Wrenside, de Nueva Hampshire, se apresuró a ayudarlo, pero el presidente lo rechazó con una sonrisa, y personalmente llenó las copas, una a una.

—Damas y caballeros —dijo—, por Estados Unidos.

MONITOR

LA CASA BLANCA DESMIENTE UNA NUEVA FUENTE DE ENERGÍA

«Ojalá fuese cierto», dice el presidente.

El índice Dow Jones baja 740 puntos en una semana.

ALTÉANOS ENCABEZA LA LISTA DE VENTAS

El libro Traducciones de los altéanos, de Michael Pappadopoulis, ha subido a los primeros puestos de ventas del New York Times durante la primera semana desde su lanzamiento. La crítica afirma que en el libro hay más de Pappadopoulis que de los altéanos, pero pese a ello se mantiene el volumen de ventas.

EL AYADI NIEGA TENER LA BOMBA

«No tendría en qué usarla», dijo el Ayadi Ztana Mendolian a la multitud de iraquíes y jordanos que se congregó ayer. «El Todopoderoso no necesita de mi ayuda para destruir Israel». Más tarde asistió a un partido de fútbol.

LA CAÍDA DE LA BOLSA SE ATRIBUYE A LA ACCIÓN DE LOS ESPECULADORES

Ventas producidas por personas vinculadas al mercado desencadenaron la caída de la bolsa esta semana. «Las cotizaciones eran demasiado elevadas, y estábamos preparados para algo así», afirmó Val Koestler, especialista en electrónica de Killebrew & Denkle. «Hubo otros factores que contribuyeron, desde luego: el alza sostenida de las tasas de interés durante las últimas semanas, el aumento de la tensión en Oriente Medio, las recientes cifras sobre el paro. La gente estaba inquieta…».

LOS SOVIÉTICOS SE RETIRAN DE GINEBRA

Acusan a EE.UU. de comportamiento «frívolo».

Tass asegura que Hurley busca una clara ventaja militar. Taimanov regresa a Moscú.

UN INDIVIDUO ARMADO CON UN PICO ASESINA BRUTALMENTE A SEIS PERSONAS EN UN BAR DE PEORÍA

Sostiene que los extraterrestres le hablaron por el Canal 9.

LOS CHINOS RESTABLECEN EL CONTROL DE LA NATALIDAD

Grupos dé derechos humanos denuncian la medida.

TALIOFSKY CONQUISTA EL TITULO MUNDIAL DE AJEDREZ Y PIDE ASILO POLÍTICO

Moscú acusa al campeón de haberse dejado tentar por el sexo y las drogas.