12

Aproximadamente a las tres de la madrugada empezó a sonar el teléfono de Ed Gambini. Escuchó medio dormido el timbre, rodó sobre sí mismo, encendió la lámpara a tientas y miró el reloj.

—Diga…

—¿Ed? Soy Majeski. Estamos en apuros. Creo que deberías venir ahora mismo.

Dejó colgando las piernas y se restregó los ojos.

—¿Qué sucede?

—Baines quiere hablarte.

—¿Baines? ¿Qué demonios está haciendo ahí a estas horas? Que se ponga.

La voz de Majeski adoptó un tono de súplica.

—No creo que desee hablar por teléfono. Mejor será que vengas.

Gambini lanzó un gruñido, colgó el auricular de un golpe y se fue tambaleante hacia el cuarto de baño. Cuarenta minutos después, todavía refunfuñando, irrumpió en el centro de operaciones. Majeski salió a su encuentro y señaló con el índice la oficina de Gambini. Rimford dormía detrás del escritorio de Ed.

—¿Qué sucede, Cord?

—No me importa quién sea —vociferó Majeski en susurros—. Ese imbécil cretino ha perdido la razón.

—¿Baines?

—¡Sí, Baines!

—¿Qué ha hecho?

Majeski le mostró dos discos ópticos para que Gambini pudiera leer las etiquetas. Eran los segmentos A y B de la SD 41, sobre cosmología, que Rimford había estado estudiando.

—¿Qué sucede con ellos?

—Han sido borrados. Lo mismo ha sucedido con los duplicados de la biblioteca.

Toda la serie de datos ha desaparecido. —La voz de Majeski se volvió más dura—. El maldito Texto ha desaparecido. —Hizo girar una silla por el respaldo—. No tiene derecho a hacer semejante cosa, Ed. No me importa lo que diga.

—¿Lo ha hecho Baines? —Gambini no podía creerlo—. ¿Por qué? ¿Qué explicación ha dado?

—Pregúntaselo tú. Conmigo no quiere hablar.

Rimford ya estaba despierto. De pronto, Gambini tomó conciencia de los ojos que lo miraban a través del panel divisorio de vidrio. Ojos redondos, acusadores y muy abiertos que alejaron los gruñidos irritados de Majeski a los rincones de la oficina.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Gambini, como si pudiese oírlo desde el otro lado.

Abrió la puerta de la oficina, entró y la cerró con suavidad.

Rimford se veía cansado y agobiado.

—Ed —dijo—. Destruye el Texto. Destrúyelo todo.

Majeski y otras seis personas observaban la escena desde fuera.

—¿Por qué? —preguntó—. ¿Por qué tendríamos que hacerlo? ¿Qué descubriste? —Se sentó, dispuesto a tranquilizarlo. En realidad, pese a la pérdida de la SD 41, sentía una curiosa satisfacción frustrada al estar actuando como un padre ante Rimford.

Los ojos azules destellaron.

—¿Qué es lo último que quisieras descubrir?

—No lo sé —dijo Gambini con desesperación—. Una plaga. Una bomba. —Respiraba con dificultad—. ¿Tan terrible es?

—Cuando llegué por la mañana, pensaba destruirlo todo. He destruido la copia de la biblioteca.

—Ya lo sé.

—Tendrías que terminar el trabajo…

Gambini sintió un escalofrío.

—¿Por qué no lo hiciste cuando tuviste la oportunidad? ¿Acaso no estabas tan seguro?

—¡Sí! —exclamó, descargando el puño sobre la mesa y haciendo volar papeles, bolígrafos y clips—. Lo estaba, pero no podía cargar una responsabilidad de esa clase sólo sobre mis hombros. Tal vez eso mismo haya sucedido antes. En Los Álamos. No sé…

Gambini miró a los curiosos. Con gestos impacientes les indicó que regresaran a sus terminales. Se marcharon a regañadientes, sin resignarse a no seguir mirando.

—La SD 41 es de naturaleza exclusivamente cosmológica. ¿Qué puedes haber encontrado en ella?

—Una forma barata de acabar con el mundo, Ed. Podrías hacerlo prácticamente con los recursos de cualquier nación del Oriente Medio. Hasta un grupo terrorista bien financiado podría conseguirlo. Desde cualquier punto de vista razonable, en este momento soy el hombre más peligroso del planeta.

»Entre otras cosas conozco los datos específicos de la curvatura del espacio. En circunstancias normales varía desde los 57 millones de años luz a un grado de arco. El número varía considerablemente, claro, según las condiciones locales. Y sí te parece una cifra demasiado pequeña es porque el universo no es la esfera hiperbólica que predije y que todos consideramos correcta. Es un cilindro en torsión, Ed. Y en él hay mucho de la cuarta dimensión de Moebius. Si pudieras viajar alrededor de él y regresar desde la dirección opuesta, cuando regresaras estarías del lado inverso, serías zurdo.

—¿Y destruiste todo esto? —Gambini sintió un escalofrío por la espalda.

—No estás razonando… El espacio puede ser currado. Dentro de cualquier área finita, el grado de curvatura puede ser aumentado, eliminado o invertido. No requiere mucha energía. Lo que sí exige es tecnología. Ed, estamos hablando de la gravedad. Yo podría disponer, pongamos por caso, que la ciudad de Nueva York cayera a los cielos.

Podría convertir el estado de Maryland en un agujero negro. —Rimford se puso de pie, cansado—. Dios sabe qué otra cosa habrá en esos discos, Ed. ¡Deshazte de ellos!

—No —dijo Gambini, meneando la cabeza—. Sabes que no podemos hacer eso.

Baines, el Texto es una fuente de conocimientos más allá de todo lo que pudimos imaginar. No podemos hacerlo desaparecer.

—¿Por qué no? ¿Qué podemos aprender de él que exceda en forma sustancial lo que ya sabemos? ¡Por el amor de Dios, Hurley lo entendió así! Él dijo «nos han mostrado que no estamos solos», antes de que supiéramos que habría un segundo mensaje. Es lo que importa. El resto son meros detalles.

El rostro de Gambini se endureció.

—Si quisiera ver el Texto destruido, si realmente lo quisiera, ya lo habría hecho con sus propias manos.

Rimford se encaminó hacia la puerta.

—Acaso tengas razón —dijo. Se puso la chaqueta—. Esta tarde me iré en avión, Ed. Si realmente borras esta maldición, puedes decir que yo te lo aconsejé.

Saludó con una ligera inclinación de cabeza, y Majeski se lo quedó mirando mientras se alejaba.

Cuando se hubo marchado, Gambini llamó a Harry, y, en lenguaje críptico, dio a entender lo que había sucedido.

—Tendremos que reponer inmediatamente la copia de la biblioteca —dijo Harry—. Si Maloney se entera de esto, dispondrá de otra arma contra nosotros. ¿Puedes recuperar los discos de la SD 41?

—No. Ya no se nos permite conservar copias. Tuvimos que borrar todos los duplicados que había. —A Gambini le rechinaron los dientes—. ¡Malditos imbéciles! Están consiguiendo exactamente lo que se merecen.

—Por ahora olvídate de ello —le aconsejó Harry—. Manda que alguien haga duplicados de todo. De toda la transmisión. ¿Sabes cómo estaban etiquetados los discos?

A los nuevos ponles idénticos rótulos. Cerciórate de que también haya una SD 41, aunque esté en blanco. Es todo lo que puedes hacer. No dejes que nadie del turno de mañana utilice la biblioteca. A las ocho haré que en vuestros puestos de trabajo haya un mensajero con una credencial secreta. Pon en marcha los duplicados. ¿Quiénes lo saben?

—Los del turno de la noche.

—Bueno, que quede en familia.

—Pero a la larga tendremos que admitir que nos falta, Harry.

—Podremos tener un accidente más tarde. Éste no es el mejor momento.

Deberíamos contárselo a Pete. Si te parece bien, lo llamaré. Podríamos reunimos los tres por la mañana.

Wheeler fue el último en llegar. Apareció en el Miranda’s en la calle Muirkirk, y se acercó a grandes zancadas hasta Harry y Gambini, que ocupaban un reservado.

—Baines tiene razón —dijo—. Tendríamos que borrarlo. Lamento que no lo hiciera ayer por la noche.

—Hasta ahora —dijo Harry— no teníamos evidencia de que hubiera nada peligroso en el Texto…

Wheeler parecía apabullado.

—Me extraña que necesitaras evidencias. ¿Cómo pudimos pensar ni por un momento en lanzar a este mundo una tecnología de un millón de años? Todavía no hemos aprendido a manejar la pólvora sin peligro.

—Es la primera vez que dices algo al respecto —terció Gambini—. ¿Por qué no te pronunciaste antes?

—Soy sacerdote. —Wheeler consiguió esbozar una sonrisa—. Cualquier acción que yo emprenda tenderá a repercutir en la Iglesia. Y es difícil en un asunto como éste: todavía estamos tratando de digerir lo de Galileo. Me he mantenido pasivamente a un lado. Seguramente, no habría hecho lo que Rimford. Pero puedo decirte que los altéanos no nos han hecho ningún favor, sean cuales hayan sido sus motivos.

—¿Por qué? —preguntó Gambini—. ¿Porque Rimford descubrió una forma de emplear peligrosamente parte de la información? Naturalmente que hay riesgos, pero son mínimos comparados con los beneficios implícitos. Lo que hace falta es tomar las cosas sin dramatismos ni pánico. Sugiero sencillamente que alertemos a los investigadores sobre nuestras inquietudes y pidamos que nos informen de todo aquello que pueda crear problemas. Así podremos hacer frente de un modo racional a lo que pueda surgir.

—No creo que las cosas de las que hablamos puedan identificarse tan fácilmente… —objetó Wheeler.

—Demonios, Pete. No tengo forma de argumentar contra esa clase de afirmación.

Pero opino que debemos ser razonables. ¿No se os ha ocurrido pensar que nuestra posibilidad de sobrevivir como especie podría depender de lo que aprendamos de los altéanos? Si conseguimos adelantos tecnológicos, tal vez también haya progresos éticos, nuevas perspectivas. Harry, ¿asumirías la responsabilidad de destruir semejante fuente de conocimientos? Incluso Rimford, después de haber descubierto lo que encontró, no se atrevió a hacerlo.

—Necesitamos una solución política —dijo Harry—. Es decir, tenemos que contemporizar. No sabremos la verdadera naturaleza del problema hasta que descubramos qué hay allí.

—Estoy de acuerdo —repuso Gambini—. Pero creo que ahora tenemos que saber otro tipo de cosas. Pete, ¿piensas seguir en el proyecto?

—Sí —dijo el sacerdote con un susurro de voz.

—¿Debo preocuparme por la seguridad del Texto?

—Por mi parte pienso que no.

—Muy bien. De acuerdo. Me alegro de que eso se haya aclarado. ¿Hay alguien más que tenga objeciones morales con respecto al Proyecto?

—No creo —intervino Harry—. Aunque pienso que debemos estar alerta frente a la posibilidad. Escucha, debemos hablar de algo más. Y te alegrará saberlo, Ed.

—¿Una buena noticia, para variar?

—Sí. La Casa Blanca sigue recibiendo todo tipo de presiones, así que ha tenido que crear una comisión para examinar lo que estamos haciendo. Dicen que darán a conocer todo lo que puedan.

—Bueno, me alegra saberlo —comentó Gambini. Pero tras pensarlo un momento, preguntó inquieto—: ¿Quién decidirá lo que es seguro?

Harry se mantuvo impertérrito.

—Oscar DeSandre.

—¿Quién?

Incluso Wheeler sonrió.

—Oscar DeSandre —repitió Harry—. Tengo noticias de que es el número uno en alta tecnología militar. Y estoy seguro de que tiene un equipo de expertos. De todas formas, podrán hablar con nosotros ante cualquier duda. —Todos se miraron con escepticismo—. Si es posible, quisiera que le despacháramos un envío de información esta tarde. Y luego les enviaremos otro cada semana. Tendremos que organizar algún tipo de plan.

—De acuerdo —convino Ed.

—En mi opinión —dijo Wheeler—, sería prudente que primero fuésemos policías de nosotros mismos, en lugar de enviarle automáticamente las cosas.

—Estoy de acuerdo —dijo Harry—. Ed, te conseguiré el teléfono de DeSandre. Me gustaría que lo llamases hoy. Trata de darle una idea de la clase de cosas que deberá buscar. Mientras tanto, debemos establecer un mecanismo para cerciorarnos de que alguien de nuestra confianza lo lea todo. Y tendremos que poner sobre aviso a Cord, Leslie y Hakluyt. Que nos informen de cualquier elemento que pueda causar problemas.

—Al parecer —intervino Wheeler—, tenemos tres clases de información: material para DeSandre, cosas que sólo deben ir a Hurley y cosas que no deben salir de aquí en absoluto.

Les sirvieron el desayuno y comieron en cierto silencio.

—No estoy muy seguro —dijo Gambini cuando estaba a punto de acabar—, pero creo que estamos hablando de traición. Harry, ¿qué clase de funcionario eres?

—¿Cuál crees que sería la situación legal de Rimford si se supiera lo ocurrido ayer por la noche? —preguntó Wheeler.

—Lo máximo que podrían hacer es acusarlo de destruir propiedad del gobierno —dijo Harry con una sonrisa, y consultó el reloj—. Debo llegar a la biblioteca antes de que llegue el mensajero.

—¿Qué harás?

—Cambiar los discos. Reemplazaré los viejos por el juego nuevo y, salvo por el número 41, será como si nada hubiese ocurrido. —Se encogió de hombros—. Así de simple. Mientras tanto, pensad bien en todo esto.

—Harry —lo detuvo Gambini—. Nunca estaré de acuerdo en destruirlos.

—Lo sé.

Harry llegó a la biblioteca minutos antes de que apareciera el mensajero, se identificó con su credencial verde y firmó un recibo del paquete. Dentro de la sala de almacenamiento del Proyecto Hércules, extrajo de las fundas plásticas los discos que Rimford había borrado y los guardó en la vieja alacena que había a un lado. Luego abrió el paquete que llevaba. Gambini había hecho un buen trabajo. Los nuevos ejemplares eran idénticos a los que acababa de ocultar, incluso en las etiquetas de identificación.

Cuando hubo finalizado, firmó al salir, regresó a su oficina y encontró papeles pendientes sobre su mesa. Rimford se había marchado a su casa.

Aunque Oscar DeSandre se consideraba un miembro de la Casa Blanca, su lugar de trabajo se encontraba en el Edificio de Asuntos Ejecutivos. No estaba contento: tenía tan sólo un ayudante, y una secretaria a media jornada para ayudarle en el Proyecto Hércules. Y ella le prestaba una ayuda limitada, pues todavía no había recibido la correspondiente acreditación.

El primer envío de Gambini había llegado momentos después de que traspusiera la puerta. DeSandre tendría la responsabilidad de leer las transcripciones, asegurarse de que no contuvieran nada que afectara negativamente los intereses de la nación y darlas a conocer a la prensa. Parecía algo simple, pero sabía que en este trabajo podría encontrarse con trampas difíciles de advertir. Era una misión con potencial negativo: ejecutarla bien equivalía a no meterse en problemas. Si algo se le pasaba por alto, corría el riesgo de echar a perder todo su porvenir profesional de buenas a primeras. Además contaba con muy poco tiempo. Siempre tenía poco tiempo. Durante unos meses debería dedicar su atención al reciente fracaso en los interrogatorios con detector de mentiras que solían usarse en los procedimientos de seguridad de alto nivel. Y también tenía problemas en Fort Meade. De modo que DeSandre dio una rápida hojeada al documento de noventa y cinco páginas que Goddard le había enviado, para tener una idea general.

Luego llamó a su secretaria, quien le trajo varios mensajes telefónicos y llamadas que responder. Les echó un rápido vistazo y los dejó a un lado.

—Busque material técnico —le ordenó entregándole el documento—. Casi todo parece formar parte de un tratado filosófico. No habrá problemas con nada de eso. Pero no queremos que salga ningún material que pueda tener consecuencias militares. ¿Comprendido?

La secretaria asintió.

Y así fue como, la tarde siguiente, la prensa publicó la existencia de una serie de preceptos filosóficos extraterrestres. La noticia apareció con cierta modestia, después de una votación en el Congreso que había echado por tierra la maniobra oficial para retirar las subvenciones a la industria electrónica.

Los preceptos no tuvieron el efecto que pudieron haber causado, pues la versión facilitada a DeSandre era literal, y guardaba escasa similitud con las traducciones más poéticas de Leslie. Por otra parte, había aparentes semejanzas con valores humanos éticos y estéticos, y los medios de información se volcaron en esa faceta de la noticia.

Dos días más tarde, la NBC emitió una serie de traducciones en prosa moderna, que causaron una moderada sensación. Cass Woodbury, con su voz resonante y estudiada, confirió sentido a algunas de las frases:

Estoy solo. Hago vida, manejo el átomo, y hablo con los muertos. Y Dios no me conoce.

Hubo bastante más, dentro de la misma línea. En casa, mientras miraba las noticias por televisión, Harry se estremeció.

Lo mismo le ocurrió al cardenal.

A las nueve y cuarto comenzó a sonar el teléfono. A las diez, llamó a sus colaboradores. A Barnegat no lo pudieron localizar. Estaba en Chicago. Cox y Dupre llegaron con escasos minutos de diferencia y se enfrascaron en una acalorada discusión.

Luego entró Jesperson acompañado de Joe March, titular archidiocesano de la Sociedad para la Propagación de la Fe. March no formaba parte del círculo reducido del cardenal, pero éste tenía la costumbre de incorporar en sus reuniones a personas cuya colaboración pudiese interesar. Dupre estaba indignado: había visto el programa.

—Comunicación con los muertos: ¡absurdo! Sigo confiando en que algún día la prensa mostrará sentido de la responsabilidad. Han dado a este asunto la lectura más sensacionalista que han podido. Pero las transcripciones que Goddard ha dado a conocer no justifican ninguna de sus interpretaciones…

—No entiendo por qué armáis tanto jaleo —dijo Cox—. Todo esto sucedió hace un millón de años. Pero si existe la menor posibilidad de que se vea confundida por estas historias, entonces tenemos la responsabilidad de actuar.

Dupre juntó sus pobladas cejas.

—No creo que nadie tome esto muy en serio, a menos que lo hagamos nosotros.

¿El Vaticano se pronunciará oficialmente sobre el tema?

—A su debido tiempo. No quieren parecer alarmados. —Jesperson se permitió sonreír—. Deben de haber despertado a Su Santidad a medianoche. Sé que hubo una reunión. He hablado con Acciari esta mañana. Cree que todo esto es una conspiración de las potencias occidentales como represalia por la negativa del Papa a intervenir en Filipinas.

—¿Tenéis alguna idea de cuál será la posición oficial? —preguntó Cox con aire aburrido.

—Aún no lo han decidido. Pero Acciari cree que Su Santidad cuestionará la validez de la interpretación y hará algunas puntualizaciones sobre la dirección que está tomando la sociedad moderna.

—En otras palabras —tradujo Cox—, dirá a todos que ignoren el asunto.

—Una posición sensata —juzgó Dupre—. Debiéramos hacer lo mismo.

—Vamos, Phil —objetó Cox—. Sería la mejor forma de dar a entender que la cuestión nos resulta molesta. —Miró a Dupre con los ojos entrecerrados, como si examinara un balance—. Probablemente logren escabullirse con esos métodos en Italia. Pero no aquí.

—Jack —dijo Dupre algo más acalorado—. No sugiero que exhortemos a la gente a cerrar los ojos. Pero creo que debemos ser muy cautos para no conmocionar a nadie.

Opino que lo mejor será no crearnos problemas a nosotros mismos. Pero si hacemos un problema de esto, la gente exigirá respuestas. Y no creo que las tengamos, puesto que en realidad no hay preguntas.

—Todo esto es una ridiculez —dijo March, seguro, en su sotana negra—. Gente que habla con los muertos… Dios no permitiría semejante cosa…

Dupre dibujaba circulitos sobre un papel.

—Opino que lo más juicioso sería no pronunciarse sobre lo que permitiría o no permitiría Dios… —dijo sin levantar la vista.

—Phil… —comenzó Jesperson. En momentos de tensión, los ojos del cardenal parecían adquirir un brillo escarlata que hacía juego con el color de su hábito. Irradiaban una luz ligeramente infernal—. ¿Cuál es la posición teológica acerca de la comunicación con los muertos? ¿Está prohibida?

—No —repuso Dupre, mientras pensaba cómo proseguir—. Después de todo, muchos de los milagros no son sino acontecimientos de este tipo. Fátima. Lourdes.

Las apariciones post mortem de muchos santos han sido oficialmente aceptadas y registradas. Y el mismo Jesús habló con Moisés y Elías en presencia de testigos. En definitiva, ¿qué es la oración sino el intento de comunicarse con el mundo de después?

—Con la diferencia de que en este caso el otro mundo responde —puntualizó Cox.

—Sí. —Dupre se llevó el índice a los labios—. Por incómodo que sea, estas nociones no son nuevas, y creo que lo mejor sería no demostrar preocupación por el tema. Esto, claro, en caso de que decidamos sugerir algo. Sigo recomendando que no nos pronunciemos sobre el tema.

—¡Tonterías! —dijo March con una risilla—. Huele demasiado a espiritualismo y clarividencia. El Vaticano tiene razón: debemos denunciar todo el asunto. Sólo Dios sabe qué nos dirán que han escuchado a continuación.

—Se me ocurre pensar —dijo Cox— que la capacidad de comunicarse con la Iglesia Triunfal tal vez haya sido uno de los dones preternaturales perdidos por Adán a causa del pecado original. Ya hemos hablado antes de esto… Me pregunto si no estaremos ante una cultura cuyo fundador fue más sabio que el nuestro. —La observación fue seguida de un incómodo arrastrar de sillas: Cox no era propenso a perderse en las alturas espirituales.

Jesperson se volvió hacia él.

—Jack, ¿piensas que es posible?

Cox pareció sorprenderse del efecto que había suscitado su observación.

—Desde luego que no. Pero teológicamente es una posición defendible.

March se irguió en su asiento, pero permaneció en silencio. Aunque el cardenal no lo miraba directamente, sí lo observaba con atención, como sopesando sus reacciones.

March seguía mostrándose escéptico, sin pestañear. Cualquiera que hubiese mirado atentamente a Jesperson podría haber notado que la situación lo tranquilizaba notoriamente.

—Lo único que tenemos es un rumor —continuó Cox—. Y no sabemos cómo se desarrollarán las cosas. Estoy de acuerdo con Phil en que no debemos pasar por tontos.

Por otra parte opino que debemos reconocer que esto causará problemas a más de uno.

En consecuencia, tendríamos que tranquilizar a la gente. Seguramente no correremos ningún riesgo si declaramos que lo que sucede en Marte, o dondequiera que se halle este sitio, no es de nuestra incumbencia. No hemos visto nada que deba preocupar a ningún buen católico.

Jesperson escuchó hasta que los argumentos comenzaron a repetirse. Entonces, intervino:

—No sería muy honesto con vosotros si no confesara cierta inquietud con respecto a todo este asunto. Tal vez estemos entrando en una nueva era. Y las nuevas eras son tradicionalmente incómodas para quienes llevan el timón.

»Me parece una extraña paradoja que los príncipes de la Iglesia tradicionalmente se hayan opuesto al progreso científico. Nosotros, que debiéramos estar siempre a la vanguardia en la búsqueda de la verdad, nos hemos rezagado históricamente. No volvamos a hacerlo. Al menos, no en esta archidiócesis. Debemos adoptar la posición de Jack Cox, de que no tenemos por qué temer a la verdad, de que estamos tan interesados como cualquiera en las nuevas revelaciones de la majestuosa labor de Dios.

—Yo no he dicho eso… —objetó Cox.

—Qué curioso —comentó el Cardenal—. Pensaba que lo habías hecho. No sugeriremos, ni directa ni indirectamente, que los científicos de Goddard están tergiversando los hechos o que están informando mal. Y tal vez, si nos entregamos a las manos del Señor, hasta es posible que disfrutemos de la experiencia.

»No nos referiremos oficialmente a la cuestión, pues consideramos que el proyecto de Goddard no es asunto nuestro.

—George… —adujo Dupre—. Si el Vaticano se pronuncia oficialmente…

—Ya lo sé —dijo el cardenal—. Pero ya nadie escucha al Papa. ¿Por qué habrían de hacerlo ahora?

Harry no tenía tanto interés en la filosofía alteana como había dado a entender a Leslie. Así y todo, tuvo que disponerse a pasar la tarde con la voluminosa carpeta que ella le había dado. Leyó durante tres horas, pero le resultaba difícil avanzar. Algunos términos todavía no habían sido descifrados. Las relaciones sintácticas no siempre eran claras, y Harry pensó que incluso una perfecta traducción en lenguaje sencillo habría resultado desconcertante. Le pareció como un cruce entre Platón y los haiku. Pero no había forma de escapar a la idea general de tenebrosa inteligencia, o, paradójicamente, a la sugestión de un ingenio perverso que escapaba a su alcance.

Los altéanos se preocupaban por muchos de los problemas que obsesionaban a su propia especie, pero había sutiles diferencias. Por ejemplo, cierto análisis de la moralidad explicaba con considerable detalle la responsabilidad que corresponde a un ser inteligente frente a otras formas de vida, y hasta a los objetos inanimados; pero en el estudio no se mencionaba la responsabilidad de un ser frente a otros de su misma especie. Así pues, un tratado filosófico sobre la naturaleza del mal examinaba sólo las catástrofes ocasionadas por fuerzas naturales y pasaba por alto las que surgían de la malicia humana (o inhumana).

Gamma debió de haber sido un mundo de océanos. Una y otra vez, aparecía la metáfora de los mares, de los navíos a la deriva, del marinero y sus interrogantes. Pero las aguas eran serenas. En ningún sitio había tempestades ni portentosas mareas. No había rocas ni escollos y las costas se sucedían con pacífica quietud.

Con demasiada quietud, tal vez.

«Las grandes islas del espacio son uniformes y frías. Y las costas, oscuras.»

MONITOR

Sec. 102

El congreso declara en esta sección, como política de Estados Unidos, que las actividades espaciales se consagren a propósitos pacíficos en beneficio de toda la humanidad.

(…) Tales actividades quedarán bajo la responsabilidad de un organismo civil, y serán dirigidas por esta entidad (…) salvo en el caso de actividades especialmente referidas al desarrollo de los sistemas de armamento, a las operaciones militares o a la defensa de Estados Unidos, (…) las cuales serán responsabilidad del Departamento de Defensa, que deberá dirigirlas.

Las actividades aeronáuticas y espaciales de Estados Unidos serán realizadas para contribuir materialmente a:

1) La expansión del conocimiento humano sobre los fenómenos de la atmósfera y el espacio…

Acta Nacional de Espacio y Aeronáutica de 1958.