Un universo burbuja que se mece sobre una corriente cósmica: el rostro de Rimford se abrió en una ancha sonrisa. Empujó el montón de papeles que había sobre la mesita hasta que las hojas cayeron al suelo y con una repentina oleada de júbilo lanzó un bolígrafo por la habitación en dirección a la cocina.
Fue al refrigerador, regresó con una lata de cerveza bajo el brazo y marcó el número del despacho de Gambini. Mientras esperaba a que el físico respondiera, abrió la tapa tirando del aro y bebió un buen trago.
—Proyectos de Investigación —anunció una voz de mujer.
—Con el doctor Gambini, por favor. Habla Rimford.
—En este momento está ocupado, doctor —repuso—. ¿Le importaría que le llamara él después?
—¿Y Pete Wheeler? ¿Se encuentra ahí?
—Ha salido hace unos minutos con el señor Carmichael. No sé cuándo volverá. El doctor Majeski sí que está.
—No importa —dijo Rimford, desilusionado—. Gracias. Volveré a llamar luego. —Colgó, terminó la cerveza, bordeó el montón de papeles que había en el suelo y se sentó otra vez.
Uno de los momentos más grandiosos del siglo XX y no había nadie con quien compartirlo.
Un universo cuántico. Starobinskii y los otros estuvieron en el camino correcto todo el tiempo.
Todavía no comprendía por completo los aspectos matemáticos, pero lo conseguiría; estaba bien encaminado. Pensó que para Navidad tendría el mecanismo de la creación.
Gran parte ya le resultaba clara. El universo era un acontecimiento cuántico, un pinchazo de espacio-tiempo. Al parecer, había cobrado existencia del mismo modo en que los eventos sin causa continúan produciéndose en el mundo subatómico. ¡Pero había sido una burbuja, no una explosión! Y una vez en existencia, la burbuja se había expandido con fuerza exponencial. Durante esos primeros nanosegundos no hubo barrera de la luz, porque los principios rectores todavía no se habían formado. En consecuencia, en fracciones de un instante, sus dimensiones habían pasado a exceder las del sistema solar, y las de la Vía Láctea, sin duda. Al principio no hubo materia, sino sólo la insustancial trama de la existencia misma, en cósmica erupción. De algún modo, luego se produjo una estabilidad férrea, la expansión cayó por debajo de la velocidad de la luz y grandes porciones de la inmensa energía producida en los primeros momentos se convirtieron en hidrógeno y helio.
No era la primera vez en su vida que Rimford se preguntaba sobre la «causa» de los efectos sin causa. Tal vez también descubriera el secreto de lo insondable: el superespacio de De Sitter, del que había surgido la burbuja universal. Quizás en algún momento de la transmisión, los altéanos se refiriesen a esa pregunta. Pero Rimford comprendía que, por muy avanzada que fuese una civilización, necesariamente debía estar sujeta a este universo. No había forma de mirar fuera de sus límites o más allá de sus momentos primigenios. Uno sólo podía especular, al margen de la capacidad del telescopio o del intelecto. Pero las implicaciones estaban claras.
Recorrió la sala diminuta: estaba demasiado nervioso para poder quedarse quieto. Le habría gustado poder hablar con muchísimas personas, hombres y mujeres que habían consagrado su vida a tal o cual aspecto del enigma al que acababa de hallar soluciones parciales, pero las normas de seguridad se interponían. Parker, por ejemplo, había estado veinte años en Wisconsin tratando de explicar por qué la velocidad de la expansión universal y la gravedad necesaria para revertir el vuelo hacia fuera de las galaxias eran casi idénticas. De hecho, se equilibraban tanto que la pregunta sobre un universo abierto o cerrado permanecía sin respuesta, aun después de los cálculos que incluían en la ecuación la materia no-luminosa. ¿Por qué? Rimford entrecerró los ojos. Desde hacía mucho tiempo se sospechaba que la perfecta simetría entre ambos, de algún modo, estaba determinada por una ley natural. Pero era una condición inaceptable, pues el equilibrio cósmico absoluto habría impedido la formación de las galaxias.
Sin embargo, ahora tenía la clave matemática, y veía cómo se había generado la simetría entre la expansión y la contracción, cómo en verdad eran dos caras de una misma moneda y cómo no podía sino haber sido así. Pero, afortunadamente para la especie humana, la tendencia hacia el equilibrio venía desencadenada por un factor inesperado: la gravedad no era una constante. La variable era mínima, pero existía, e inducía el factor de retraso necesario. Eso también explicaba las disparidades recientemente descubiertas entre las observaciones del espacio profundo y la teoría de la relatividad.
¡Qué no daría Parker por poder pasar esa noche cinco minutos con Rimford! Incapaz de permanecer sentado, Baines salió de su casa, tomó la calle Greenbelt y giró al este bajo el cielo de color pizarra.
Llevaba media hora en la carretera cuando se puso a llover. Las gruesas gotas heladas se estrellaron como arcilla líquida contra el parabrisas. Casi todo el tránsito desapareció en una bruma grisácea. Encendió las luces del vehículo. Cesó la lluvia, el cielo se despejó y Rimford prosiguió su viaje, feliz, entre caminos rurales, hasta que llegó a lo que parecía ser un hostal, sobre la calle Good Luck. Se detuvo, entró en la casona y pidió un whisky y un bistec de ternera.
Desde cualquier punto de vista, la que parecía equivocada era su antigua idea de los microsegundos iniciales de la expansión, que habían incluido la creación simultánea de materia con el espacio-tiempo, producida por la inestabilidad innata del vacío. Se preguntó cuáles de sus otras ideas pasarían a la extinción. En el espejo que había al otro lado de la sala descubrió su rostro, curiosamente satisfecho. El whisky era suave, y acentuaba su estado de ánimo. Tras cerciorarse de que nadie lo observaba, alzó el vaso en un brindis solitario, vació el contenido y pidió otro. Le sorprendía su propia reacción. El trabajo de toda su vida demostraba ser falso. Y sin embargo no lo lamentaba. Habría sido bonito no haberse equivocado. ¡Pero ahora lo sabía!
Nunca había comido un bistec tan tierno. A mitad de la cena, garabateó una ecuación en una servilleta de tela y la sostuvo en la mano para poder leerla. Era una descripción de las propiedades y la estructura del espacio. Si había una sola fórmula matemática que pudiera constituir el secreto del universo, ¡era ésa! Santo Dios, ahora que la tenía en sus manos, parecía tan lógica… ¿Cómo pudieron no haberse dado cuenta antes?
Los altéanos sin duda manipulaban estrellas, según la frase de Gambini, pero en el sentido más amplio de la palabra. En realidad, manipulaban el espacio en el sentido de que podían alterar el grado de curvatura. ¡O podían aplanarlo por completo!
¡Como él!
¡Dios! Le temblaron las manos: por primera vez consideró las aplicaciones prácticas.
Una sombra atravesó la sala. Era la camarera con el café; una mujer atractiva, joven, sonriente y sagaz, como suelen serlo invariablemente las camareras de las hosterías rurales. Pero Rimford no le devolvió la sonrisa; la joven debió de preguntarse qué sucedía con aquel hombrecillo del rincón que parecía atemorizarse ante su sola proximidad. Cuando él se marchó, la joven recogió la servilleta con la sarta de números, y a las seis de la tarde la arrojó al cesto de la ropa sucia.
La reunión en la sala Giacconi no fue abiertamente hostil, pero Harry sintió un escalofrío inconfundible. Había unas cincuenta personas; algunos estaban irritados, pero casi todos, al parecer sorprendidos de verlo, dieron muestras de sentirse incómodos.
Kmoch trató de arengarlos, y Harry vio que estaban disgustados con el curso de los acontecimientos. Hubo otros dos que hablaron, pero no fueron alocuciones muy afortunadas. Podía haber sido por efecto de la frustración, pero Harry se inclinó por otro motivo. Según le indicaba la experiencia, los físicos no solían descollar como oradores.
Cuando llevaban cuarenta minutos reunidos, invitaron a Harry a defender su posición. Se puso de pie, miró a su alrededor y dio las gracias a todos por su presencia.
—Sé que esto es un problema para vosotros —comenzó—. Lo ha sido también para mí, pero comprendo que a muchos os cause preocupaciones el secreto que rodea las actividades del Proyecto Hércules. Y comprendo otra cosa: que cada uno de vosotros ha dedicado su vida a saber qué hace funcionar las cosas.
Ahora, un gobierno que debe de pareceres terriblemente insensible os mantiene apartados de uno de los más importantes acontecimientos. Algunos incluso han dicho que es un comportamiento criminal…
En un tono coloquial, delineó el dilema del presidente, describió los miedos que, según dijo, mantenían en vela a todos durante las noches, y preguntó si realmente deseaban arrojar las culpas a un hombre cuya única preocupación era que Hércules no fuese una plaga de conocimientos técnicos en un mundo que no estaba preparado.
Cuando Harry concluyó se produjo un debate general, en el que casi todos se manifestaron partidarios de presentar una protesta por escrito. La intervención más dura corrió a cargo de Gideon Bariow, del grupo de apoyo del NASCOM en la Universidad de Rhode Island, quien advirtió a Harry que su paciencia tenía un límite.
Prudente, Kmoch no sometió el tema de la huelga a votación. En cambio propuso que se eligiera un comité para redactar una carta donde se expresaran las reservas del grupo. La moción fue aprobada casi por unanimidad por las manos en alto de la mayoría.
En la puerta, Louisa White, del MIT, dijo a Harry que la próxima vez la administración no lograría zafarse con tanta facilidad. Harry repuso que comprendía la situación y se alejó más que satisfecho con su actuación.
Bobby Freeman llegó con una caravana de cuatro viejos autobuses escolares. Los habían pintado para la ocasión, y con letras negras dibujadas a mano se anunciaba que eran propiedad de la Iglesia Bíblica de la Trinidad. Parte de la multitud profería gritos de entusiasmo. Los autobuses avanzaron lentamente entre el tránsito perezoso y saturado y a través de manifestantes con pancartas en las que se pedía que Hurley fuera juzgado y que se diera a conocer el Texto de Hércules. La policía les indicó el camino que debían seguir, y los autobuses aparcaron en un claro, a donde los siguieron las cámaras de televisión.
Freeman descendió del vehículo que abría la marcha, sonriendo por doquier a la multitud que lo vitoreaba. No llevaba sombrero y se había arropado con una chaqueta gastada y una larga bufanda que colgaba suelta. La muchedumbre se abalanzó sobre él.
El personal de seguridad y también los del propio Freeman intentaron contener a la gente y restringir el acceso al gran personaje. El predicador abrazó a un grupo de niños. Sus simpatizantes pertenecían sobre todo a la clase media y a la población blanca: niños, madres y parejas de ancianos. Todos estaban bien peinados, los niños lucían rostros resplandecientes y chaquetas escolares y no había quien no llevara una Biblia en la mano. Hacía frío, pero nadie parecía preocuparse del clima.
Levantó en brazos a un niño y dijo algo que Harry no logró oír. La multitud volvió a vitorearlo. Todos querían tocarle la manga. Un anciano trepó a un árbol y casi se cayó cuando Freeman saludó en su dirección.
El viento jugaba con su cabello gris. Tenía los carrillos llenos, la nariz ancha y chata y transmitía una irritante impresión de complacencia. Pero no era la complacencia hueca que uno suele encontrar en los predicadores profesionales de la televisión; por el contrario, parecía un hombre que había estado frente a frente con los grandes dilemas de la existencia humana y que creía haber hallado la solución.
—Es sincero —murmuró Leslie.
—Es un impostor —repuso Harry, quien no estaba seguro pero se sentía en la obligación de atacar a los predicadores de la televisión.
—Me imagino que vamos a escuchar un sermón… —dijo ella.
Los hombres de Freeman habían despejado un pequeño circulo para el pastor.
Harry, acompañado de dos hombres de seguridad, se abrió paso hasta donde se encontraba el predicador.
—Reverendo Freeman —dijo—, tenemos un pase para usted, por la puerta VIP. —Harry señaló la dirección general.
—Gracias —repuso Freeman, lanzando la voz entre las ráfagas de viento—. Esperaré mi turno, y entraré con mis amigos.
Se unió a la larga hilera, mientras los pocos que habían escuchado la conversación coreaban vivas.
—Erraste el blanco —comentó Leslie, divertida.
—¿Quieres probar suerte?
Meneó la cabeza.
—Perderé: están las cámaras y la multitud delante…
Harry marcó el número de Parkinson en su teléfono portátil.
—¿Cómo va eso, Ted?
—Hemos abreviado las cosas todo lo que hemos podido.
—Hazlo más deprisa. Si es necesario, prepara una exposición especial en una de las salas de conferencias. Quita de allí a todas las personas que puedas. Quiero que entren doscientas más, lo antes posible.
—¿Por qué no les dices que se ha producido un corte de luz y que nos vemos obligados a cerrar hasta mañana? —gruñó Parkinson.
Cerca de los autobuses, donde seguían descendiendo personas, aparecieron unas pancartas y se produjo un forcejeo. Dave Schenken, que se había acercado a Harry, habló por radio.
Un joven de chaqueta y corbata, sin duda seguidor de Freeman, saltó sobre el capó de un autobús.
—¡Bobby! —gritó por encima del bullicio—. ¿Estás ahí?
Le contestaron un par de amenes.
—Esto está arreglado… —comentó Leslie.
—Aquí —llegó la voz de barítono del predicador.
—Bobby —insistió el hombre del autobús—. No te veo…
Alguien debió montar un púlpito portátil, o un cajón de madera, pues de pronto apareció la cabeza, los hombros y la cintura de Freeman por encima de la multitud.
—¿Me ves ahora, Jim? ¿Me veis, amigos?
La multitud clamó. Pero cuando las voces se apagaron, Harry escuchó un par de silbidos.
—¿Por qué estamos aquí, Bobby? —preguntó el hombre desde el autobús.
—Harry, esto no me gusta nada… —advirtió Leslie.
—Estamos aquí para prestar testimonio, amigos —dijo Freeman con su voz rotunda, que resultaba mucho más imponente que él mismo. Se produjeron más aplausos, y de nuevo algunos silbidos—. Parece que hay por aquí algunos hinchas de béisbol del Filadelfia —bromeó el predicador, y la muchedumbre rio—. Estamos de pie en un sitio donde la gente no siempre se ha mostrado amiga de la Palabra del Señor, pero donde, así y todo, la Palabra del Señor los ha tocado…
Las risas cesaron. El perímetro exterior de la multitud se revolvió, inquieto.
Alguien gritó algo como respuesta, que llegó hasta Harry como una tenue nevada.
—Jimmy quiere saber por qué estamos hoy aquí —continuó el predicador, sin reparar en los gritos—. Os lo voy a decir: estamos aquí porque Dios está utilizando este lugar, esta instalación científica —pronunció las palabras como otro podría haber dicho «este prostíbulo»— para sus propios propósitos. Esta tarde, Dios está actuando aquí, empleando los aparatos de estos hombres de poca fe para confundirlos.
»Pero eso no es importante. Dios puede confundir a los que no creen, siempre que lo desee. —Pronunció “Dios” con cierta musicalidad, como si en realidad hubiese dicho “Dios”—. Lo que importa es que el mensaje de los cielos, sea cual fuere, ha sido enviado, como el mensaje de Sinaí, a una nación temerosa de Dios. —Las cámaras habían comenzado a filmar la escena desde los vehículos de la televisión—. Entre nosotros hay quienes entregarían este mensaje a los ateos del Kremlin. Lo entregarían sin saber lo que dice, porque todavía no podemos leerlo. Sin saber, y sin pensar, qué uso podrían hacer de tales conocimientos los amos de la Rusia esclavizada. Bueno, pues nosotros sí lo sabemos, ¿verdad, hermanos y hermanas?
—Sí, lo sabemos —repuso un coro de voces.
—Siéntate, amigo, que atrasas la fila… —clamó una voz irritada. Algunos lo festejaron con risas. Harry sonrió a su pesar.
—No sé por qué te ríes —dijo Leslie—. Estás en una situación muy peligrosa.
Entre Freeman y el Centro de Visitantes se había abierto un espacio considerable.
—Ese hombre tiene sentido del humor —dijo Freeman, alegremente. Desapareció entre la multitud, y volvió a asomar, más cerca del edificio.
—¿Estás ahí, Jim?
El hombre saludó desde el autobús.
—Aquí estoy, Bobby.
—¿Ves las antenas? —Levantó ambos brazos hacia las unidades gemelas montadas sobre el Edificio 23, que se veían sobre las copas de los árboles—. Hemos recorrido un largo camino desde Moisés, amigos. O queremos pensar que ha sido así…
—¿Por qué no te largas? —aulló alguien—. A nadie le interesa escucharte…
—Y llévate contigo a tus locos… —se sumó otro.
De pronto la multitud avanzó y algunos cayeron sobre el manto de césped que rodeaba el Centro de Visitantes. Se oyeron gritos de furia y temor, y Harry vio que alguien descargaba una pancarta con la inscripción «Jesús» contra personas desconocidas, hasta que la pancarta se desintegró.
Cerca de los autobuses se produjeron algunas refriegas. Una oleada de gente salió corriendo hacia los vehículos.
Policías de uniforme se internaron entre la muchedumbre.
Mientras tanto, Freeman seguía hablando. La trifulca se había desencadenado con tal velocidad que lo había sorprendido en mitad de una frase, y no era de los que dejan algo sin decir. Pero se tambaleaba violentamente, y Harry supuso que alguien lo habría cogido por los tobillos o por las piernas para hacerlo caer.
—Leslie —gritó Harry por encima del ruido—. Las cosas se están poniendo feas aquí. Será mejor que esperes dentro.
Ella miró la multitud que se agolpaba contra la puerta; algunos trataban de alejarse de la confusión, otros se volvían para mirar.
—Ya no puedo entrar —repuso Leslie—. Y si pudiera, tampoco podría observar.
—Amigos —clamó Freeman, alzando la voz y los brazos—. ¿Por qué os dejáis enardecer tan fácilmente?
Leslie acercó la boca a la oreja de Harry.
—Es un error. No está acostumbrado a esta clase de auditorio.
—Si no se anda con cuidado —repuso Harry—, acabará con un golpe en la cabeza.
De pronto, el predicador desapareció.
—Ya está —dijo Schenken a su radio—. Cierren el lugar.
—Tal vez sea un poco tarde —masculló Harry.
El espacio que había alrededor de Freeman se cerró, y los brotes aislados de violencia se convirtieron en una trifulca generalizada. Los puñetazos se propagaron entre la muchedumbre, echaron a volar botellas de cerveza y la hilera de gente que esperaba para entrar en el Centro de Visitantes se deshizo. Todos echaron a correr. La gente iba y venía como en densas oleadas. Algunos se dispersaban hacia la relativa seguridad del aparcamiento y las zonas elevadas próximas; otros lanzaban gritos de violencia, amenazaban a los hombres de seguridad y, en su mayoría, disfrutaban enormemente de la situación.
El Centro de Visitantes estaba construido principalmente de vidrio. Harry siguió el arco grácil que describía una piedra lanzada desde el área de aparcamiento hasta que la vio hacer añicos una de las puertas.
Las fuerzas de seguridad forcejearon con algunos jóvenes hasta que consiguieron arrastrarlos fuera de la muchedumbre. Por un instante, pareció que la situación había quedado bajo control. Entonces, sonó un disparo.
El escaso clima festivo que todavía perduraba se desvaneció al instante. Del gentío se elevó un sonido como el del viento nocturno. Se produjo un momento de inquieta vacilación y una segunda oleada de gente comenzó a huir, despavorida. Unos aquí, otros allá, y pronto la retirada se hizo general. Los visitantes corrían dispersos sobre las losas y el césped, hacia cualquier sitio despejado que viesen. Apareció uno de los hombres de Schenken, con las manos en la cabeza; por entre los dedos se escurría la sangre de una herida.
Un grupo de escolares atemorizados corría, entre chillidos de miedo, mientras dos maestras alarmadas trataban de contenerlos. Harry se estremeció y buscó ayuda infructuosamente. Se abrió paso entre la muchedumbre que avanzaba, pero sucumbió ante la embestida de codos, puñetazos y puntapiés. Respiró profundamente y se dejó arrastrar hasta que pudo volver a plantar los pies en tierra firme. Ya no veía a Leslie desde allí y los dos hombres de seguridad parecían haberse perdido entre el gentío, como él.
Tenía la garganta inflamada y le costaba respirar. De la manga le chorreaba un hilo de sangre, pero sus ojos no se apartaban del lugar donde había visto a los niños.
Cuando la gente se dispersó un poco, el espectáculo le hizo desfallecer: algunos pequeños yacían inmóviles, con los miembros torcidos; otros se retorcían sobre el césped o el cemento; unos pocos se acurrucaban contra los adultos en busca de ayuda. Uno de los agentes de seguridad había llegado hasta ellos para ayudar cuando a su espalda sonaron varios disparos más. La muchedumbre retrocedió sobre sí misma y Harry vio que la gente quedaba atrapada. Los niños heridos volvían a quedar bajo la senda de la horda.
En el momento quizá más hermoso de su vida, Harry se irguió frente a la muchedumbre. Los cuerpos se abalanzaron contra él, haciéndolo retroceder. El griterío aislado se volvió clamor y luego un rugido ensordecedor. Se recuperó. Acometió, absorbió el impacto de la multitud y siguió en pie cuando todos hubieron pasado.
Algunas personas deambulaban conmocionadas por el campo de batalla. A un lado vio a Leslie, frágil en su tenue suéter de cachemira, tratando de llegar hasta él. Luego, en un momento enloquecedor que jamás olvidaría, la muchedumbre la devoró también a ella.
Su primer impulso fue ir tras ella, pero no se movió de donde estaba para poder acercarse a los niños heridos.
Un helicóptero de la televisión filmaba las escenas desde lo alto. La ambulancia del Centro atravesó la barrera del sector oeste y cruzó el césped, con las luces rojas encendidas. Momentos más tarde, llegó la furgoneta sanitaria de Greenbelt.
Uno de los autobuses de la Iglesia Bíblica de la Trinidad intentaba huir del desastre con un escaso puñado de personas. Harry se volvió. A sus espaldas yacía un niño ensangrentado, uno o dos años menor que Tommy. Un médico se acercó corriendo, puso un estetoscopio en el pecho de la criatura e hizo señas de que trajeran una camilla.
Pero Harry se dio cuenta. Cualquiera se hubiera dado cuenta con sólo ver el rostro del médico.
Leslie estaba a su lado, cogiéndolo del brazo. No supo cuánto tiempo llevaba allí. Más tarde dirían que sólo se produjo una muerte.
Schenken se acercó para quejarse de la gran cantidad de personas que entraban en el Centro de Visitantes.
—Ya ve usted lo que sucede —dijo—. Sugiero que instalemos un puesto de control en la cerca exterior, como el que hay en la puerta principal. No podemos seguir dejando que entre cualquiera.
—¿Habla usted de impedir que los visitantes entren precisamente en el Centro de Visitantes?
—Mire —repuso Schenken—. Como resultado de esto tengo tres hombres en el hospital; y se ha producido una trifulca en los alrededores del establecimiento. Eso no será un buen antecedente en mi carrera, es decir, que no tengo motivos para estar muy satisfecho. No se haga el listo conmigo, ¿quiere? —Comenzó a alejarse, pero dio la vuelta y sacudió un dedo ante el rostro de Harry—. Si las cosas se hiciesen a mi modo, no habría ningún maldito Centro de Visitantes. Después de todo, ¿qué objeto tiene?
—Es la razón de que estemos aquí —explicó Harry, conteniendo su rabia—. Es un aspecto significativo de la organización. Y a propósito, si vuelve a sacudirme ese dedo en la cara, otra vez, se lo arrancaré y se lo haré tragar. —Schenken lo estudió, le pareció dispuesto a cumplir con su palabra y se apartó. Era la primera vez en su vida que Harry amenazaba físicamente a otro adulto. Después de tanto salvajismo, la amenaza le hizo sentirse bien—. ¿Cuál fue la causa de los disparos? —preguntó.
—Uno de los que acompañaban al reverendo era un policía retirado. Lanzó un disparo de advertencia. ¿Se imagina…? —Schenken suspiró ruidosamente ante la inmensidad de la estupidez humana—. Exhibir un arma en medio de una muchedumbre como ésa… ¡Qué loco de mierda! No sabemos aún la causa de los disparos posteriores.
—¿Qué sucedió con Freeman?
—Le sacamos de aquí. Está en el dispensario. Cojea un poco. —Sonrió maliciosamente.
Sobre el césped se veían los restos de la batalla: botellas de cerveza, pancartas, palos, papeles y hasta algunas prendas. Delante mismo de la entrada al Centro de Visitantes, en la calleja que conducía hasta él, el vehículo de la televisión yacía tumbado de lado. Algunos empleados del Centro Espacial, vestidos con monos azules, comenzaron el trabajo de limpieza. En el área de aparcamiento general quedaban unos veinte automóviles. O bien estaban demasiado estropeados para funcionar, o bien sus dueños habían tenido que refugiarse en el hospital o se encontraban en la cárcel. Parkinson había enviado a una joven a que registrara los números de las matrículas para intentar localizar a sus propietarios.
Harry fue hasta el dispensario, donde halló a Freeman tendido sobre una camilla. Llevaba el brazo derecho en cabestrillo y esparadrapos en el mentón y el puente de la nariz.
—¿Cómo se encuentra? —le preguntó.
El predicador parecía realmente arrepentido.
—Mareado —repuso. Tardó en distinguir a su interlocutor—. ¿No fue usted quien me pidió que utilizase la puerta lateral?
Harry asintió.
—Debí haberlo hecho. —Le tendió la mano—. Soy Bobby Freeman.
—Ya lo sé. —Harry ignoró el gesto.
—Sí. Por supuesto que sí.
—Mi nombre es Carmichael. Soy el administrador de este lugar. Quería cerciorarme de que estaba bien. Y quería saber por qué lo hizo.
—¿Por qué hice qué?
¡Qué hijo de puta!
—Por qué inició la trifulca —repuso Harry secamente.
Freeman asintió, dándole la razón.
—Supongo que eso es lo que hice. Lo siento. Vine aquí a ayudar. No entiendo cómo pudo suceder. Quiero decir que no había tanta gente, además de los míos. Pero sé por qué no quisieron escuchar lo que iba a decir. Es duro mirar la verdad de frente.
—Reverendo Freeman, ¿quiere saber la verdad? Hoy hacía frío allí fuera, y usted estaba retrasando la fila.
El presidente tenía un aspecto severo. Sus rasgos, que bajo la luz habitual no tenían nada de particular, habían adquirido un aire duro y afilado al fulgor de la lámpara de mesa.
—Harry, siento mucho lo que ha ocurrido hoy.
Harry se aclaró la garganta. Estaban a solas en el Despacho Oval.
—Todavía no sé muy bien cómo sucedió todo —dijo—. Pero desde luego no puede decirse que Freeman ayudara.
—Eso he oído decir. ¿Por qué le dieron la oportunidad de hablar? —Su voz tenía un tono de cansada amargura—. De todas formas, Schenken tendría que haberlo previsto. —Miró a Harry y recogió una impresión claramente desfavorable—. Pero eso no importa —agregó—. No ha sido culpa suya. ¿Sabía que hubo una víctima mortal?
—¿El niño?
—Un alumno de tercer grado que había venido desde Macón. —Hurley cogió un paquete de tabaco de la mesa, convidó a Harry y encendió uno—. A juzgar por las filmaciones, tengo la impresión de que hemos tenido suerte: pudo haber ocurrido una catástrofe mucho mayor. Freeman piensa ofrecer mañana un servicio fúnebre. Le pediría que no lo hiciese, pero sabe que con ello me incomodará. Si hay algo que no puede resistir, es la oportunidad de aparecer en la televisión nacional. Mañana aprovechará la presencia de las cámaras para atacar a los elementos ateos de esta nación que han sido responsables de la tragedia, con lo cual suele hacer referencia a las universidades, y a veces a los demócratas. Pero los que pasaremos por imbéciles seremos nosotros. Ahora, espero que me haya traído algo que justifique el precio que hemos pagado.
Harry estaba sentado debajo de una rareza: un retrato de Theodore Roosevelt con aire pensativo. Teddy siempre había pasado por ser el presidente más distante de los mandatarios. A diferencia de Jefferson y McKinley, que pertenecían a épocas remotas, Roosevelt encarnaba una era que jamás había existido. ¿Quién representaba la realidad hoy? ¿John W. Hurley? ¿O Ed Gambini?
—Pete Wheeler cree haber encontrado una forma de extraer energía del campo magnético que rodea nuestro planeta.
—¿Ah, sí? —La expresión del presidente no cambió. La punta del cigarrillo pasó del rojo vivo al gris—. ¿Cuánta energía? —Se inclinó hacia Harry—. ¿Es necesario un proceso muy complejo?
—Pete opina que cubrirá las necesidades del orbe.
La fuente es prácticamente ilimitada. Todavía no disponemos de detalles prácticos. Eso llevará su tiempo, pero Wheeler sostiene que la técnica no será muy difícil.
—¡Dios mío! —Hurley saltó de su asiento, sacudiendo los puños por encima de la cabeza con ese gesto tan típico que había lucido durante sus campañas—. Harry… Si esto es verdad… Si fuera verdad… —Sus ojos se centraron en Harry—. ¿Cuándo podré tener algo por escrito?
—Para el fin de semana.
—Lo quiero para mañana. Al mediodía. Deme lo que tenga. No me importa que esté escrito a mano. No me importa la teoría. Quiero saber de cuánta energía puede disponerse y qué hará falta para poner el sistema en funcionamiento. ¿Ha comprendido, Harry?
—Señor presidente, no creo que podamos conseguir ninguna información útil en tan corto plazo.
—Usted haga lo que acabo de pedirle. ¿De acuerdo?
Harry asintió.
El presidente se puso de pie, detrás del escritorio.
—Tiene la mandíbula hinchada. ¿Es por lo de esta tarde?
—Sí, señor presidente.
—Tenga más cuidado, Harry. Lo necesito. Gambini y los demás son buena gente, pero no tienen ninguna responsabilidad real sino ante sí mismos. Los comprendo. Viven en un mundo donde los hombres actúan según la razón y donde el único enemigo es la ignorancia.
»Necesito su buen juicio, Harry. —Hurley contempló a su visitante con inmensa satisfacción—. Si preguntara a Gambini qué hacer con la carrera armamentista, me aconsejaría dejar de fabricar armas. Es una respuesta maravillosamente lógica, pero terriblemente mal encaminada, pues ignora que la carrera armamentista hace tiempo que cobró vida propia. No hay ninguna nación que pueda detenerla por sí sola. Dudo incluso de que entre nosotros y los rusos, trabajando juntos, consiguiéramos ponerle fin.
»Pero tal vez el padre Wheeler haya dado una respuesta. ¿Había alguna otra cosa que deseara decirme?
—No, señor —repuso Harry, poniéndose de pie. En cierta forma se sentía como si después de la entrevista pesara más.
Baines Rimford no regresó a su vivienda después de marcharse de la hostería.
Deambuló durante horas por las desoladas autopistas, entre paredes de bosques oscuros. La lluvia, que había cesado a media tarde, empezaba a caer de nuevo. Esta vez, formaba cristales de hielo sobre su parabrisas.
Que Dios lo ayudara. No sabía qué hacer.
Ascendió por la ladera de la colina, descendió al final de la misma con demasiada velocidad y penetró en una larga curva que le hizo atravesar un puente. No pudo ver si abajo corría agua, estaban las vías de un ferrocarril o era tan sólo una hondonada. Pero en cierto modo sintió como si fuera un puente a través del tiempo: en el otro lado aguardaba Oppenheimer. Y Fermi. Y Bohr. Y los otros que habían liberado el fuego cósmico.
Debe de haber habido un momento, pensó, en Los Álamos, en Oak Ridge, o en la Universidad de Chicago, durante el cual percibieron, y realmente captaron, las consecuencias de su trabajo. ¿Alguna vez se habrían reunido para hablar de ello? ¿Habría existido una decisión consciente de seguir adelante, cuando se supo con claridad durante el invierno del 43-44 que los nazis aún no estaban en condiciones de construir la bomba?
¿O se habían dejado arrastrar por el impulso, por el júbilo de penetrar en el secreto del Sol?
Rimford había conversado una vez con Eric Christopher, el único físico del Proyecto Manhattan a quien había conocido personalmente. Christopher ya era un anciano cuando se encontraron, y Rimford le había planteado la pregunta sin ninguna piedad. Era la única ocasión, que pudiese recordar, en que se había mostrado deliberadamente cruel. Y Christopher le había dicho: «Sí, es fácil para usted, cincuenta años después, saber lo que tendríamos que haber hecho. Pero en nuestro mundo había nazis, una brutal guerra en el Pacífico y una estimación de un millón de americanos muertos si no poníamos en funcionamiento la bomba».
Pero debe de haber existido una hora, un instante en que dudaron, en que pudieron haber actuado pensando en el futuro, en que la historia pudo haber seguido por derroteros distintos. Aunque por breve tiempo, la elección había existido: pudieron haber rehusado.
La Opción Manhattan.
Rimford echó a correr a través de la noche y de los umbríos caminos rurales, tras algo que no podía definir. Y pensó seriamente que el mundo estaría mejor resguardado si él moría allí, esa misma noche.
Leslie lucía un ojo morado, saldo del incidente en el Centro. Comenzaba a aclarársele un poco; también tenía unas costillas contusionadas.
—Mantente lejos de las manifestaciones —dijo, tocándose el borde de la inflamación con la punta de los dedos.
—Pareces un boxeador —comentó Harry.
—Hum. Y no de las mejores. ¿Qué te dijo Freeman?
Estaban en un restaurante italiano de la avenida Massachusetts, pasando el Dupont Circle.
—Aceptó la responsabilidad. Me sorprendió.
—Debe de haber sido difícil para él. No creo que haya visto la adversidad muy de cerca en su vida. Al menos no aquélla por la que debe aceptar la responsabilidad. Sabe que ha muerto un niño, y sabe que no habría sucedido si él se hubiera mantenido al margen. E imagino que le pesará mucho. Freeman se siente más cómodo haciendo el papel de víctima.
—Le pregunté por qué lo había hecho —continuó Harry—. Ya sabía la respuesta: era una fácil oportunidad de salir en los noticiarios de la tarde.
—Es cierto —repuso ella—. Pero no creo que lo explique todo. No pienso que lo haga por razones exclusivamente egoístas. Fuera de la satisfacción interior de ser la mano derecha de Dios, claro. Freeman no es ningún hipócrita, Harry. Es un creyente. Y cuando habla de un mundo circundado por el Jordán y gobernado por una deidad que se preocupa por sus criaturas, cuando cita salmos tan bellos que uno se pregunta si realmente habrán salido de una mente humana, es muy fácil querer que las cosas sean así. Me refiero a que es una perspectiva mejor que la vuestra. Una vez Gambini trató de explicarme por qué el universo no tiene límite real, pese a que comenzó con cierta clase de erupción, y yo no entendí ni jota de lo que me dijo. Vuestro mundo es frío, oscuro y muy grande. El de Freeman es, o fue, un jardín. La verdad, Harry, es que a mí me resulta más comprensible Dios que la cuarta dimensión espacial.
Sus ojos luminosos volvieron a alejarse, como aquella primera noche en que la había visto.
—A Gambini no le gustaría vivir en un jardín —aventuró Harry.
—No, creo que no. En el Edén, de nada servirían sus telescopios. Y sin embargo, Harry, durante todos estos años ha sido un hombre movido por un afán. ¿Cuál? Desea conocer las respuestas a las grandes preguntas. Creo que, a su modo, Ed Gambini es un san Agustín del siglo XX. Probablemente no sea casualidad que entre sus colegas cercanos haya un sacerdote. —Se llevó delicadamente un pañuelo al ojo herido e hizo una mueca de dolor—. Hasta mañana no podré ver por este lado… ¿Y tú, cómo te encuentras?
Le dolía todo.
—No muy bien —confesó.
Después se produjo un silencio. Llegó la cena: espaguetis para Harry y macarrones para Leslie.
—Los echas mucho de menos, ¿verdad? —preguntó ella de pronto.
Harry no varió de expresión.
—Han sido gran parte de mi vida. Julie dijo que a mí realmente no me importaba que viviesen o muriesen. Y sé que creía en lo que decía. Pero no es cierto. Nunca lo fue.
En este momento estoy pasando por el momento más interesante de mi carrera. Sólo Dios sabe adónde me llevará todo esto. Pero la verdad es que no me produce ningún placer. Si hiciera falta, lo dejaría todo. —Harry empujó la comida con un trozo de pan—. Lo siento. Con esto te ganas la vida, ¿no es así? Escuchando a la gente que te explica cómo se ha estropeado la vida…
Ella tendió el brazo por encima de la mesa y le estrechó la mano.
—No soy tu doctora, Harry. Soy una amiga. Sé que estás pasando por un momento difícil. Y sé que parece que nunca saldrás de ello. En este instante estás en lo peor del abismo. Pero no estás solo, y las cosas irán mejorando.
—Gracias —le dijo. Y, luego añadió—: Es una mujer difícil de reemplazar. —Le sonrió—. Por un momento pensé que me dirías que habías pasado por una situación semejante.
Leslie se ensimismó en sus pensamientos bajo la luz de las velas. Sus ojos brillantes se perdieron en algún lugar y las sombras oscurecieron los hoyuelos de sus suaves mejillas. De pronto, Harry reparó azorado en que era una mujer sumamente hermosa. ¿Cómo se le había pasado por alto ese hecho tan simple hasta esa noche?
—Tienes razón —dijo ella— al pensar que es irreemplazable. No encontrarás otra que sea como ella. Pero eso no significa que no descubras algo mejor. —No sonrió, pero desde sus ojos lo observaba con una chispa de picardía—. Y no, no iba a decirte que pasé por una experiencia similar. Soy una de las afortunadas que nunca han caído presas de una gran pasión. Puedo decir, quizá con vergüenza, que nunca he conocido un hombre difícil de abandonar.
—No pareces tener un alto concepto de nosotros —repuso Harry, con menos indiferencia de la que habría querido demostrar.
—Adoro a los hombres —dijo ella, estrechando la mano de Harry—. Sólo que… bueno, ¿por qué no lo dejamos ahí?
Fueron al Límite Rojo a tomar un cóctel. Era tarde, y al principio no hablaron mucho. Leslie se dedicó a mover el vaso suavemente, en silencio, hasta que Harry le preguntó si seguía pensando en la refriega.
—No —respondió—, nada de eso. —Sus ojos se encontraron y Leslie se encogió de hombros—. Me paso casi todo el tiempo traduciendo. Y he recogido una impresión del texto que… bueno… me conmovió bastante.
—¿A qué te refieres?
Su respiración ya no era la misma. Abrió el bolso, hurgó un instante en él y cogió un sobre arrugado con el logotipo de un banco de Filadelfia. Comenzó a escribir algo que a Harry le pareció una estrofa.
—Es una traducción libre —explicó—. Pero creo que capta el espíritu del texto.
Le tendió el sobre.
Hablo con las generaciones de aquellos cuyos huesos descansan en túmulos.
Ni ellos ni yo conocemos el descanso.
Harry lo leyó varias veces.
—Para mí no significa nada —dijo—. ¿Dónde está el problema?
Leslie volvió a escribir en el sobre:
He atravesado la fuerza que mueve la flor del mundo, y conozco el pulso de las galaxias.
—Lo siento —dijo Harry, con ceño fruncido—. Me rindo.
—Está fuera de contexto, me temo —repuso ella—. Pero creo que la «flor del mundo» es la evolución. Y el mecanismo que la mueve es la muerte. Lo miró con aire lo bastante sobrio como para que Harry se atreviera a pedir otra ronda de cócteles.
—El material que tengo abunda en este tipo de imágenes que sugieren una cercanía muy familiar con la mortalidad. También se hace referencia a un Diseñador. A Dios.
—¿Estamos ante un mundo lleno de presbiterianos? —inquirió Harry.
—Qué gracioso. —Cerró los ojos y comenzó a recitar el Texto de Hércules:
He tocado la cadena viviente.
He conocido las tempestades que encierra el protón.
Hablo con los muertos y, casi, conozco al Diseñador.
—Son sólo poemas —comentó Harry.
—Sí —convino Leslie—. Ya lo sé. Pero no entiendo nada. Quienes compusieron estos versos nos dicen una y otra vez, de diversas formas, que han muerto, que la suya es una comunidad donde conviven muertos y vivos. —Estrujó una servilleta y la dejó a un lado—. Oh, no sé. No se trata simplemente de unas pocas estrofas extrañas. En todo el material se percibe una especie que en cierta forma trasciende la mortalidad.
—Me gustaría leer parte del texto —dijo Harry.
—Ojalá lo hicieras —repuso—. Me sentiría mejor.
Harry le cogió la mano; estaba helada.
Cuando Carmichael se hubo marchado, John Hurley permaneció un buen rato ante las cortinas, observando el tránsito de la avenida Executive. Había llegado a la Casa Blanca tres años atrás, convencido de que era posible el pacto con los soviéticos, de que al final prevalecería el sentido común. Esa idea feliz había sido la piedra de toque oculta de su presidencia. Y la medida de su fracaso.
Imaginaba que otros hombres, en otras noches, habían meditado su inquietud ante las mismas ventanas; otros hombres a la sombra del martillo nuclear: Kennedy, Nixon, Reagan y Sedgwick. Ellos también habrían preferido las épocas fáciles de Cleveland o Coolidge. Ellos también habrían ansiado desesperadamente un mundo libre de armas nucleares, y seguramente acabaron por odiar a sus adversarios de Moscú.
Los hombres temerosos e iracundos del Kremlin nunca habían respondido a la razón. Durante su propia administración, había aguardado su oportunidad, y cuando consideró que era el momento adecuado, no dejó de hacer sus ofertas. Los soviéticos habían reaccionado aumentando la presión sobre América Central y Filipinas. Reagan había tenido razón, desde luego: los dirigentes soviéticos eran unos hijos de puta, pero ya no era una buena medida política decirlo públicamente. Por cierto, si había una forma de tratar con ellos, todavía no la había descubierto. Y la estrategia Hurley había sido coherente con la posición americana desde 1945: aguardar a que el efecto amansador del tiempo atemperara la postura soviética. Así, año tras año, generación tras generación, fueron creciendo los arsenales de armas hasta que no quedó nadie con vida que recordase la época en que las cosas todavía no eran así. Y tal vez lo más inquietante de todo era que andar por el borde del precipicio había acabado por parecer el estado natural de las cosas.
La verdad atroz era que había un tigre suelto en el mundo. Y el auténtico peligro del tigre, quizá, no era tanto que pudiese lanzarse a atacar en algún impulso irracional, sino que sus políticas perturbadoras alentaban al resto de las naciones a una desenfrenada carrera por superar a las demás. El resultado era un mundo que no cesaba de manar por sus heridas.
La novedad de Harry Carmichael podría cambiar todo eso.
De golpe tendrían a su alcance armas lanzadoras de partículas. La tecnología estaba en su poder desde hacía una década. Pero la inmensa cantidad de energía necesaria para hacer funcionar los proyectores siempre había quedado fuera de sus posibilidades. Hurley tenía en sus manos la clave para concretar el sueño de Reagan: un escudo planetario contra la guerra nuclear. Posiblemente, Estados Unidos pudiera garantizar a todos, incluso a los estúpidos soviéticos, una existencia más segura.
Al presidente se le ocurrió pensar que Carmichael le había traído la inmortalidad.
La biblioteca de Goddard estaba situada en un ala especialmente construida al oeste del Edificio 5, que albergaba los Talleres de Ingeniería Experimental. Rimford había pasado primero por su vivienda para recoger la credencial de identificación. Luego, con la credencial colgando de una cadenita alrededor del cuello, subió los peldaños de la biblioteca y entró en el edificio.
Fue hasta el nivel inferior y se identificó ante un guardia. Si el guardia se hubiera concentrado menos en la foto de la credencial y más en los ojos del sujeto que la llevaba, habría vacilado. Pero se limitó a introducir rutinariamente una orden en el ordenador y no obtuvo objeción. Rimford firmó el registro y entró en el área de seguridad. A mitad de camino, por el pasillo encerado, todavía bajo la mirada del guardia, se detuvo ante una puerta no señalizada e insertó su tarjeta de identificación.
La transmisión total de Hércules constaba aproximadamente de 23,3 millones de caracteres divididos en 108 series de datos, registradas en 178 discos ópticos. Sólo existían dos juegos completos: uno en el centro de operaciones del laboratorio y otro allí.
Los discos en sí ocupaban un reducido rincón del anaquel intermedio, sobre la pared trasera. Estaban guardados en fundas de plástico individuales, etiquetadas y conservadas dentro de ranuras, en un armario diseñado originariamente para los registros de proceso de textos de la biblioteca. El texto también había sido almacenado en el sistema central de Goddard, pero Schenken planteó cuestiones de seguridad y hubo que borrarlo.
A lo largo de la pared sur de la sala de almacenamiento había dos terminales del ordenador. El resto del mobiliario se reducía a un par de sillas, una vieja mesa de conferencias y, en el extremo opuesto, una alacena desvencijada. Rimford estaba tan preocupado con sus propios pensamientos que al principio no reparó en que estaba acompañado.
—¿No se decide por cuál, doctor Rimford?
Gordie Hopkins, uno de los técnicos, estaba sentado delante de una consola.
—Hola, Gordie —lo saludó Rimford, escogiendo los dos discos que componían la serie de datos número 41: la sección de cosmología. Ocupó su lugar al lado de Hopkins, sin activar el terminal. En cambio se puso a recorrer las páginas de su cuaderno, deteniéndose ocasionalmente para dar la impresión de que estaba examinando su contenido. Pero su atención estaba fijada en Hopkins.
Rimford había oído decir que algunos colaboradores de Gambini iban a trabajar a la biblioteca, pues allí no había tanto ruido. Pero era una lástima toparse con uno de ellos justo en ese momento. Echó un vistazo al reloj: casi las diez. La biblioteca cerraría a medianoche, y calculaba que necesitaría por lo menos una hora.
—Todavía no entiendo para qué me queréis en este proyecto. —Cyrus Hakluyt posó las manos sobre los muslos y observó el paso de un viejo camión, adelantado por el automóvil gris del gobierno en una tormenta de barro y agua sucia.
—Estamos en posesión de una descripción fisiológica completa de una forma de vida extraterrestre —dijo Gambini—. ¿Te interesa?
—¡Dios mío! —exclamó Hakluyt en un tono monocorde. Si había una característica con la que describir al microbiólogo era el contraste entre su voz endeble y la convicción con que solía hablar. Su sonrisa era tenue y ligera y su largo tronco huesudo terminaba en un par de hombros enjutos. Parpadeaba detrás de gruesas gafas bifocales. Gambini sabía que su visitante no llegaba a los treinta y cinco años, pero le costaba creerlo.
—Gambini, ¿no bromeas?
—No. Parte del material del Texto de Hércules parece que es una descripción de la estructura genética y de las principales funciones biológicas. Pensamos que han intentado facilitarnos un amplio registro del biosistema de su mundo. —Gambini se detuvo—. Por desgracia, entre nosotros no hay nadie capacitado para comprenderlo.
—¿Adónde vamos ahora?
—A Goddard. Te hemos preparado un apartamento en el sector VIP.
Hakluyt se pasó la lengua por sus finos labios.
—Eso puede esperar. Primero quisiera ver qué habéis descubierto.
Gambini sonrió en la oscuridad. Hakluyt era algo remilgado, pero valdría la pena trabajar con él.
Hopkins ya había terminado su trabajo del día, pero Rimford se daba cuenta de que buscaba la mínima ocasión para entablar conversación con él. Era casi una rutina: los conocidos, al pasar, trataban de robarle tiempo. Durante toda su vida profesional, eso le había supuesto un problema, que cada vez se hacía mayor a medida que crecía su reputación.
Había aprendido a decir que estaba ocupado, a decir que no. Pero esa noche se sentía paralizado. Tal vez en el fondo no deseaba que Hopkins se marchase.
Mientras el técnico se entretenía limpiando su puesto de trabajo, señaló que se trataba de un momento muy emocionante para todos.
—Sí —replicó Rimford.
—Doctor Rimford —dijo de pronto Hopkins—. Debe saber que me siento orgulloso de trabajar junto a alguien como usted.
—Gracias —repuso Rimford—. Pronto verá que nuestras personalidades quedarán empequeñecidas por la magnitud del acontecimiento. Pero se lo agradezco igualmente. —Rimford continuó ocultando su impaciencia. Se prestó a escuchar un extenso análisis del proyecto de Hopkins, un trabajo estadístico sobre los caracteres alfanuméricos de las primeras seis series de datos. Pero lamentaba la presencia intrusa del joven técnico. Y se hallaba molesto consigo mismo. Hopkins ni siquiera tenía sentido del humor. Pensó que el pobre infeliz nunca llegaría a ninguna parte.
Cuando ya eran casi las once, Hopkins comentó que tenía algunas cosas que hacer en el laboratorio y que su turno terminaría a medianoche.
Con inquietud, Rimford observó cómo se retiraba. Cuando la puerta dejó oír el «clic» final de la cerradura electrónica, volvió al ordenador y le ordenó acceder a los archivos. Una luz ambarina se encendió y apagó. Rimford quitó la SD 41 de su funda de plástico y la insertó en la ranura. Entonces solicitó el menú de operaciones. Hacía frío en la pequeña sala. Tenía un solo conducto de calefacción, que resultaba insuficiente. Sin embargo, sintió que la transpiración le corría por los brazos y que una inmensa gota de sudor se le formaba en la punta de la nariz.
Desde luego, la memoria del ordenador estaba vacía. Estoy haciendo lo correcto, pensó. No hay otra salida. Y cargó en el disco la memoria vacía, en sustitución del fichero. En un instante, desapareció el contenido de la SD 41 A. Repitió el proceso con la SD 4 IB.
Sabía que ése era el juego de datos que resultaría fatal. Pero se atrevió a no detenerse allí. Y, uno tras otro, fue quitando cada disco de su funda de plástico transparente y borrándolo. Durante la operación sintió que se le adormecían los sentidos y que las lágrimas le anegaban los ojos.
Minutos después de la medianoche, salió del sector de almacenamiento y registró su salida ante el centinela, quien lo había aguardado pacientemente. Era difícil, imaginar que el guardia pudiese no haberlo advertido: en el área de seguridad acababa de ocurrir algo terrible. Rimford estaba seguro de que su rostro había mudado de color y que sus inconfundibles rasgos delataban el torbellino de emociones que lo desgarraba por dentro. Pero el guardia apenas levantó la vista.
Ahora, en el laboratorio quedaba la única copia del Texto. Se marchó de la biblioteca y, sin ganas de conducir en una noche como aquélla, se dirigió andando hacia el laboratorio. Y como empezaba a pesarle la conciencia, se consoló pensando en Oppenheimer, quien no había hecho nada.
Pero, así y todo, se alegró de que no hubiese luna.
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