Aunque Ed Gambini informó un par de veces a la Casa Blanca, las llamadas diarias fueron recayendo gradualmente en Harry. El director del proyecto ordenó a Majeski que cada tarde confeccionara un resumen para que Harry lo tuviera sobre su mesa a primera hora de la mañana siguiente, cuando llegara. Gambini no había podido soportar el trámite: estaba absorto en los acontecimientos y le disgustaba tener que restar tiempo a su trabajo para hablar con un político.
No es que Harry tuviese que hablar directamente con el presidente. Al principio el mismo Hurley había respondido a las llamadas, pero con el transcurso de las semanas y la cercanía de la Navidad, el presidente fue reemplazado cada vez más a menudo por jóvenes delegados que escuchaban, tomaban nota y colgaban.
Desde luego, los informes se redactaban en términos generales. Cuando ocasionalmente aparecía alguna cuestión que Harry estimaba delicada, llevaba el memorándum de Gambini a la Casa Blanca en persona. Y desde luego, como correspondía a todo buen burócrata, se aseguraba de que Quint Rosenbloom recibiera una copia de todo.
Era una sensación placentera. A Harry le gustaba acceder a la cúpula del gobierno, donde ahora lo conocían por su nombre de pila. La experiencia resultaba embriagadora para un funcionario federal no demasiado importante. Si las cosas salían bien, si lograba eludir los desatinos y detectar la clase de información que interesaba a Hurley, tal vez lo recompensaran nombrándolo director de alguna entidad. Por ello decidió destinar al Proyecto Hércules una cantidad inusitada de su tiempo. A Gambini nunca le impacientaban sus preguntas, aunque Harry sabía que el idealista de Gambini nunca habría buscado motivos ulteriores. Y Harry se encontró arrastrado por la excitación de la cacería cuyo botín era la naturaleza insondable de los altéanos.
La tarea para establecer el «lenguaje» de las transmisiones era sumamente lenta y el éxito moderado. Según había dicho Rimford a Harry, el hecho de que estuviera dando resultados, aunque mínimos, considerando la inmensa complejidad del problema, se debía a Cord Majeski y a su equipo de matemáticos.
El día que le correspondía visitarlo, Harry llevó a su hijo a Goddard. Habían tenido que demorarse en casa porque la provisión de insulina se había terminado. Harry tuvo que llevar al pequeño al dispensario público. Siempre era una experiencia deprimente, más aún por la resignación bondadosa con que Tommy asumía su enfermedad.
Al niño le entusiasmaba dar vueltas por el Centro Espacial, examinar antenas circulares, equipos de comunicación y modelos de satélites. Pero lo que siempre acababa por interesarle más era el estanque de los patos. Todavía se obstinaban en venir siete u ocho a flotar sobre el agua fría. Harry se preguntó cuándo se marcharían.
Tommy era alto para su edad. Había heredado los rasgos elegantes de su madre y los pies inmensos de su padre. («Eso cambiará cuando crezca», solía tranquilizarlo Julie).
Los patos sabían reconocer a los niños, y antes de que abriera la bolsa de maíz ya se habían congregado a su alrededor. Desde luego eran bastante mansos, y al ver que Tommy tardaba en soltar los granos le lanzaron unos picotazos para arrebatarle la comida de las manos. El niño se echó a reír y dio un paso atrás.
Harry, al mirarlo desde lejos, recordó todas las noches que se había quedado trabajando, todos los fines de semana dedicados a tal o cual proyecto. El gobierno había reconocido sus esfuerzos con diplomas y gratificaciones en metálico, y el año anterior le habían permitido ingresar en el Servicio de Altos Ejecutivos. Nada mal, a grandes rasgos.
Pero en un platillo de la balanza estaba el dinero y las condecoraciones. ¿Y en el otro? Tommy entre los patos.
Y Julie en el cobertizo de la bomba.
Luego cenaron y fueron al cine. Era una película mediocre de ciencia ficción, donde un grupo de astronautas arqueólogos quedaba atrapado entre las ruinas de otro mundo, a merced de un extraterrestre asesino. Los efectos estaban bien logrados, pero los diálogos eran malísimos y los personajes resultaban inverosímiles. De todas formas, Harry no estaba en el mejor momento para seguir soportando extraterrestres.
Julie se había mudado a un piso en Silver Spring. Cuando Harry devolvió a Tommy el domingo por la noche, ella le mostró la vivienda. Parecía lujosa, con detalles de madera maciza, servicios centrales y antigüedades dispersas por doquier.
Pero no hacía buena cara, y el recorrido sólo fue una mecánica exhibición de habitaciones y chucherías.
Cuando finalmente quedaron solos en el balcón del cuarto piso, que daba a la avenida Georgia, él le preguntó, sacudiéndose el frío:
—¿Qué te ocurre?
—Han aumentado la dosis de Tommy —dijo—. No anda bien de la circulación. Por eso esta mañana hubo que darle más.
—No me dijo nada… —comentó Harry.
—No quiere hablar del asunto. Tiene miedo.
—Lo siento.
—¡Ay, Harry, todos lo sentimos! —Cerró los ojos, pero las lágrimas rodaron igual por sus mejillas—. Ahora debe ponerse dos inyecciones cada día. —Se había cubierto los hombros con un suéter blanco de lana. Abajo, un coche de la policía se acercaba por la calle Spring, con la sirena insidiosa y estridente. Lo vieron doblar por un cruce atestado de vehículos y aumentar la velocidad hasta desaparecer por Buckley. Después se siguió oyendo un buen rato.
El memorándum matinal de Gambini era sumamente extraño:
«Tenemos el Brujo de Agnesi.»
Harry lo puso a un lado, revisó el contenido de la bandeja con los asuntos por considerar y despachó los temas más urgentes. Se disponía a considerar una nueva serie de directrices para el análisis administrativo cuando sonó su interfono:
—El doctor Kmoch quisiera verlo, señor Carmichael.
Harry frunció el ceño. No tenía idea de lo que querría tratar con él. Adrián Kmoch era un físico especialista en alta energía que trabajaba en el Centro Espacial, en colaboración temporal con el Comité de Asesores. Este grupo asesoraba científicamente sobre la función del Observatorio Astronómico de Alta Energía que integraba el SKYNET.
No parecía muy feliz.
Harry le señaló una silla pero no intentó ninguna conversación de cortesía.
—¿Qué sucede, Adrián?
—Harry, deseamos convocar una reunión. —Su acento alemán apenas era reconocible, pero hablaba con la dicción precisa que invariablemente señalaba al extranjero europeo—. He solicitado el salón Giacconi para esta tarde a la una. Y he pensado que usted querría asistir.
—¿De qué se trata?
—Se nos hace muy difícil seguir trabajando aquí. Hay graves problemas éticos…
—Comprendo. Supongo que estamos hablando del Proyecto Hércules…
—Desde luego —dijo—. Nosotros no podemos respaldar conscientemente una política que escamotea información científica de esta naturaleza.
—¿Quiénes son «nosotros»?
—Una parte considerable de los investigadores que actualmente trabajamos en Goddard. Por favor, señor Carmichael, comprenda que esto no tiene nada que ver con usted personalmente. Pero lo que el gobierno está haciendo con este asunto es un grave error. Y además, este comportamiento nos coloca en una situación muy difícil ante nuestros colegas, que creen que somos «colaboracionistas». Por ejemplo, Carroll acaba de recibir una notificación de su universidad indicándole que si no se manifiesta en contra de la posición gubernamental respecto a Hércules, se le relevará de su cargo.
—¿Cuál es el objetivo de la reunión, Adrián?
—Creo que ya se lo imagina… —Los ojos de Kmoch se posaron sobre Harry. Era de miembros largos y caminaba con una zancada peculiarmente rígida, que en opinión de Harry remedaba la forma en que se movía su mente. Kmoch proclamaba los sistemas éticos y los ideales; era un hombre que tomaba los principios muy seriamente, sin considerar quién pudiese salir lesionado. En general, en el modo de pensar de Kmoch sobraba inflexibilidad y dureza—. Voy a pedir que hagamos una huelga.
—¿Una huelga? No pueden hacerlo. Sería un incumplimiento de los contratos. —Harry se puso de pie y rodeó el escritorio.
—Tengo conciencia del contrato, Harry. —Curiosamente, su tono se volvió más amenazador al dirigirse al funcionario con su nombre de pila—. Y por favor, no intente intimidarme. Muchos de nosotros estamos jugándonos el porvenir. ¿Qué hará por nosotros el gobierno cuando ya no podamos ganarnos la vida con nuestra profesión? ¿Me garantizará usted que alguien nos volverá a contratar?
Harry le devolvió la mirada furiosa.
—Sabe que no puedo hacerlo. Pero usted debe cumplir con su compromiso aquí.
—Y usted tiene una obligación para con nosotros. Por favor, no lo olvide. —Kmoch se volvió y salió de la oficina a grandes zancadas. Harry se lo quedó mirando, pensando en las opciones que tenía. Podía negar el uso del lugar para la reunión, podía advertir que habría sanciones, o podía presentarse allí y aprovechar la oportunidad para expresar el punto de vista del gobierno.
Harry sabía que habría fricciones. Varios colaboradores de Gambini habían manifestado una creciente frialdad entre sus colegas. Se preguntaba si habría que alertar a Seguridad. La unidad ya no era suya, y no confiaba en Schenken. La presencia de uniformes y jóvenes de ojos suspicaces podría provocar la clase de problemas que justamente deseaba evitar.
Cogió el diccionario, buscó «Brujo de Agnesi», y sonrió. Era un término geométrico que describía una curva plana que se visualiza simétrica con respecto al eje de la ordenada y asintótica con respecto al eje de la abscisa. Harry no recordaba bien qué significaba «asintótico», y después de consultar el Webster’s siguió sin saberlo. Pero le bastó para entender que se refería al infinito.
Harry añadió el Brujo a los demás principios que poseían los extraterrestres: la Ley de Inducción Electromagnética de Faraday, el Teorema de Cauchy, diversas variaciones de la Ecuación Hipergeométrica de Gauss, las funciones de Bessel, etcétera.
¿Cuándo nos dirán algo que no sepamos?, se preguntó.
También era obvio que la Casa Blanca se estaba impacientando. La reacción contra el gobierno era cada vez mayor. Dentro del país, pocas publicaciones apoyaban la posición presidencial, y tres de los cuatro noticiarios lo habían atacado en sus editoriales.
El llamado Movimiento Carolingio, que recibía su nombre de los historiadores disidentes que habían reventado la conferencia de Penn, tenía representantes en casi todas las principales universidades. Había dirigido furiosas cartas a los directores de los periódicos y presionaba a los congresistas.
Las embajadas americanas eran apedreadas con cierta regularidad; el Departamento de Estado había recibido protestas de casi todas las naciones (entre sus aliados occidentales sólo faltaban Alemania Federal, Gran Bretaña y Suecia); y no pasaba día sin que Estados Unidos fuera condenado en las Naciones Unidas. Japón había amenazado con suspender las exportaciones a Norteamérica, y se hablaba de un embargo petrolífero. Y ante semejante reacción, ¿qué podía exhibir el presidente? Unos pocos ejercicios matemáticos, incrementados por el Brujo de Agnesi.
Harry acabó por odiar el informe cotidiano. Hurley había llamado un par de veces esforzándose por ocultar su creciente exasperación. Gambini había recibido por lo menos dos llamadas pero no se inmutó:
—El desgraciado se lo merece. Tal vez dentro de unos días se dé cuenta de lo que le corresponde hacer.
A Harry se le ocurrió pensar que Hurley había quedado a merced de Gambini. Era obvio que confiaba en el director del proyecto, al igual que Harry. Pero Gambini no ignoraría que cualquier descubrimiento de trascendencia militar aumentaría las posibilidades de que retiraran el proyecto de sus manos, y que eso acabaría con su remota posibilidad de persuadir al gobierno para que diera a conocer la transcripción.
Gambini podría estar tentado por tanto a ocultar el descubrimiento.
Harry sabía (y el presidente también hubiera debido saberlo) que Gambini estaba sujeto a grandes presiones de sus colegas, que no lo acogerían de buen grado cuando dejara de ser útil al gobierno. No pasaba semana sin que alguna figura célebre atacara a Edward Gambini en la prensa y lo incitara a dejar de colaborar con la política «paranoica» de la administración. Gambini nunca se defendía y nunca criticaba públicamente a Hurley.
Su secretaria lo llamó por el intercomunicador:
—Señor Carmichael, Ted Parkinson en la línea.
Harry cogió la llamada.
—¿Sí, Ted?
—Harry, creo que tendremos que cerrar el Centro de Visitantes temporalmente.
—¿Por qué?
—Algunas personas se están comportando de un modo desagradable. Hay manifestantes y estudiantes con pancartas de los carolingios. Hoy hemos tenido un par de incidentes.
—¿Algún herido?
—Todavía no. Pero sólo es cuestión de tiempo. Muchos estudiantes traen bebidas alcohólicas. No es fácil detenerlos. Los de seguridad los echan a empujones, pero eso sólo empeora las cosas.
—No quisiera tener que cerrarlo, Ted. Eso daría la imagen de que estamos sitiados, e incluso es probable que atrajera a más manifestantes.
—Es que la situación empeora, Harry. He recibido una llamada de Cass Woodbury hace unos minutos anunciándome que esta tarde tendremos aquí a Backwoods Freeman con varios autobuses cargados de simpatizantes.
—Bromeas…
—¿Estás preparado para el golpe?
—Dime.
—Esta vez está de nuestro lado.
—Hum —dijo Harry—. Lo sospechaba. Sería impensable que quisiera compartir esto con los rusos. Durante todo este asunto se ha mostrado de acuerdo con el presidente. Ambos piensan igual. Aunque Hurley es algo más sofisticado.
—Ya he informado a Segundad.
—Esta tarde estarán de lo más ocupados. ¿A qué hora vendrá Freeman?
—A las tres.
—Es decir, que saldrá en los noticiarios de la noche. Freeman no es ningún idiota.
Le encanta ver que los investigadores se están arrancando las cabezas entre sí; eso le da ocasión de meterse en el jaleo y conseguir un poco de publicidad. Contemos con que hará todo lo que pueda por mantener y alimentar el escándalo. —Harry miró la hora—. Muy bien, Ted. Te llamaré luego. No creo que Freeman quiera hablar con nosotros. Pero si lo hace ten cuidado con lo que dices. Tiene un don especial para tergiversar las cosas.
—A propósito —dijo Parkinson—, he oído que hay problemas en el Fermi. En este momento están reunidos para decidir qué harán. Según tengo entendido, la huelga es un hecho consumado. Lo único que les queda por decidir es hasta qué punto se enfrentarán con el gobierno.
—Se están cavando su propia tumba —dijo Harry—. ¿A quién le importa que cierre un laboratorio de aceleradores en Illinois? A la gente desde luego no. Y por tanto tampoco al presidente.
Eran las 8.45. Harry tenía el tiempo justo para ir a hablar con Gambini. Tal vez se le ocurriera algo para romper la prolongada serie de informes negativos a la Casa Blanca.
Cord Majeski no podía decir cuándo comprendió que la sucesión de números constituía un esquema. Reconoció el diseño básico de un juego de solenoides y un transductor; parecían elementos de un sistema refrigerante y calefactor, y un temporizador.
—No puedo comprender muy bien en qué consiste el resto —dijo Gambini. Había dibujado el borrador de un diagrama, pero no se parecía a nada que Gambini hubiese visto antes.
—¿No podemos construir un modelo para ver cómo funciona?
Majeski parpadeó y se frotó el puente de la nariz.
—Tal vez —repuso.
—¿Cuál es el inconveniente?
—No encuentro especificaciones energéticas, Ed. ¿Qué te parece que hará falta para que funcione?
Gambini sonrió.
—Comienza con la corriente de tu casa —dijo Gambini con una sonrisa—. Mira a ver si puedes juntar todas las piezas. Pero no le des prioridad a eso. Primero quisiera terminar las traducciones.
Majeski dejó traslucir su desencanto.
—Eso podría llevar años, Ed. Tenemos montones de material.
—Bueno, no esperaremos tanto. Pero posterga este aparato por ahora. Luego nos ocuparemos de él.
Encontró a Leslie mordisqueando pensativamente un bocadillo de atún. No se percató de su presencia hasta que se sentó a su lado.
—Harry —dijo cuando lo reconoció—, ¿qué haces?
—Aquí estoy. No sabía que hubieses vuelto.
—Llegué la semana pasada. Aparentemente justo a tiempo. He oído decir que Bobby Freeman nos visitará esta tarde.
—Sí —confirmó Harry—. Se espera que aparezca en el Centro de Visitantes dentro de unas horas. —No tenía la seguridad de si Leslie hablaba en serio o no—. ¿A qué se debe tanto interés en Freeman?
—Es un ejemplo viviente de psicología de masas. Nunca dice dos palabras seguidas que tengan sentido y sin embargo dos millones de estadounidenses creen que camina sobre las aguas.
—Bobby Backwoods es la prueba viviente de que no hay que tener cerebro para adquirir poder en este país. Uno no debe ser feo, pero puedes estar completamente segura que no importa un comino si uno es estúpido.
—Es un juicio muy duro —comentó ella, divertida—. ¿Según qué parámetros se es estúpido? Cuando se le saca de la religión, parece bastante razonable. De hecho, considerando los límites dentro de los cuales trabaja, es de lo más coherente. Si resultara que la Biblia tiene inspiración divina, creo que a todos nos pondría un pie encima.
—Tonterías —dijo Harry.
—Por supuesto que lo son —repuso ella con un guiño—. Supongo que ya te habrás enterado de que ayer hicieron un descubrimiento…
—No debemos hablar de nada de eso aquí —la interrumpió Harry con sorna—. La discreción es la orden del día. ¿Qué ocurrió?
—Supongo que todos somos prisioneros de la época —dijo—. Comprendo por qué se preocupan. Realmente, no sé qué haría si estuviese en lugar de Hurley.
—Está esperando un arma —reveló Harry.
—Y Ed, sospecho, quisiera encontrar una mente genial. Rimford desea descubrir si el Modelo Rimford sobrevivirá. ¿Y tú, Harry? ¿Qué es lo que tú quieres?
—Que todo termine.
—¿De veras? —Meneó la cabeza—. Me desilusionas. Formas parte de la aventura suprema…
—Supongo que sí. Pero por ahora lo único que consigo de ella es un problema tras otro. El último: esta tarde algunos de los investigadores contratados han convocado una asamblea y amenazan con ir a la huelga.
—De todas formas —dijo ella, como si la posibilidad de una huelga no tuviese mayor importancia—, estamos comenzando a comprender su estructura lingüística. Pero en ella hay algo sumamente peculiar.
—Claro, Les, aquí habrá peculiaridades de sobra antes de que terminemos.
—No. No me refiero a algo inusualmente extraño. Hablo de algo irracionalmente extraño. Es burdo, Harry. Tanto que no me atrevo a llamarlo lenguaje.
—¿Burdo?
—Torpe. Los grados comparativos, por ejemplo, se expresan mediante valores numéricos, positivos y negativos. Es como si hablaras de bueno en una escala del uno al diez, sin considerar siquiera introducir cosas como mejor o peor.
—Eso parece razonablemente preciso.
—Lo es, desde luego. Vaya si lo es. Con los adjetivos ocurre lo mismo. Nada es oscuro, por ejemplo. Establecen un parámetro de cuantificación para la iluminación y entonces dan una tabulación a partir de él. Es enloquecedor. Pero lo que realmente me fascina es que al traducirlo a nuestro idioma, sustituyendo los términos generales con cierta liberalidad, se obtiene una poesía muy sugestiva. Sólo que no es poesía, aunque no sé muy bien cómo llamarlo. —Sacudió la cabeza, azorada—. Te diré algo, Harry: no se trata de un lenguaje natural; es demasiado matemático.
—¿Piensas que es algo que diseñaron especialmente para la transmisión?
—Probablemente. Y si es cierto, perderemos una importantísima fuente de datos sobre ellos. Hay un vínculo directo entre el lenguaje y la personalidad de quienes lo hablan. Harry, créeme, necesitamos sacar el material de aquí. Conozco un montón de personas que tendrían que estar examinándolo. Hay muchas áreas en las que carezco de los conocimientos suficientes. Es frustrante estar aquí encerrada, atiborrada de cosas que no comprendo.
—Lo sé —dijo Harry—. Tal vez las cosas cambien a partir de ahora. Están comenzando a llegar las autorizaciones, y podremos traer algunas personas más.
—Es un código, Harry. Eso es todo: un código. ¿Y sabes qué es lo más extraño?
Nosotros podríamos haberlo hecho mejor. En todo caso, lo que importa es que estamos comenzando a leerlo. Vamos lentamente, porque hay mucho que hacer. —Descubrió su bocadillo, casi sin tocar, y le dio un mordisco—. Creo que Hurley se va a llevar una desilusión.
—¿Por qué?
—Hasta ahora, el grueso de lo que hemos podido traducir parece filosofía, aunque no podamos afirmarlo con certeza, pues desconocemos la mayoría de los términos, y tal vez nunca lleguemos a saberlos. No sé siquiera si nos están sometiendo a una especie de evangelio interestelar.
Harry imaginó cómo reaccionarían Hurley y Bobby Freeman ante eso.
—Es lo mejor que podría sucedemos —afirmó.
—Harry —repuso ella—, me alegra que lo consideres gracioso, porque realmente lo es. Escucha: dividieron su transmisión en ciento ocho secciones. Hasta ahora hemos examinado veintitrés, de las cuales dieciséis, y partes de las demás, parecen tener un carácter filosófico general.
—¿Hay alguna historia? ¿Nos dicen algo sobre sí mismos?
—No hemos podido encontrar nada de eso. Obtenemos comentarios, pero son abstractos, y realmente no podemos entender bien a qué se refieren. También hay largos párrafos matemáticos. Creo que hemos dado con una descripción de su sistema solar. Si la hemos leído correctamente, tienen seis planetas, y el planeta que los alberga, efectivamente, tiene anillos. A propósito, giran alrededor del sol amarillo. Pero lo otro, Harry… Todo lo describen con grandes pinceladas. A juzgar por lo que he visto, no tienen mucho interés en la construcción de armas. ¿Sabes qué creo, sobre la transmisión?
Harry no tenía idea.
—Que se trata de una serie de extensos ensayos sobre el bien, la verdad y la belleza.
—Bromeas.
—Sabemos que se interesan por la cosmología. Tienen conocimientos suficientes de física para apabullar a Gambini. Han proporcionado descripciones matemáticas de toda clase de procesos, inclusive cosas que todavía no hemos comenzado a identificar.
Probablemente estemos a punto de saber qué es lo que realmente mantiene unidos a los átomos, por qué el agua se congela a los cero grados y cómo se forman las galaxias.
Pero en el texto se percibe que todo esto es… —buscó el término— incidental, trivial. Tal vez por la forma en que se presentan. Parecen estar realmente interesados en las cuestiones especulativas. Opino que su energía apunta en esta dirección.
—Podría ser —convino Harry—. ¿Qué otra cosa cabría esperar de una especie avanzada?
—Parecen habernos dado todo su repertorio del saber. Todo lo que consideraron significativo.
Harry se daba cuenta que le gustaba pasar el tiempo a su lado. Su risa lo reconfortaba, y cuando él necesitaba hablar, sabía escucharlo. El hecho de que pudiera marcharse de Filadelfia cuando le venía en gana hacía pensar que no mantenía vínculos sentimentales que la ataran allí. Por otra parte, daba la impresión de una férrea independencia. Eso le hacía pensar que Leslie vivía sola. Pero por supuesto no se lo preguntó abiertamente, ya que eso habría dado una impresión equivocada. Leslie era una mujer demasiado prosaica para suscitar su interés.
Así y todo, inexplicablemente, se sentía a gusto con la idea de que no había otro hombre en su vida.
Caminaron juntos hasta el laboratorio. Harry mantuvo una cuidadosa distancia, pero quizá por primera vez sintió su presencia física. Ella necesitaba dar dos pasos por cada uno de los de él. Pero se mantenía a su lado, aparentemente perdida en sus pensamientos, aunque si él hubiese prestado la debida atención habría visto que de tanto en tanto ella lo miraba pero enseguida apartaba sus ojos.
Cruzaron un paisaje desolado bajo el cielo ceniciento de diciembre, que amenazaba con nevar. Cuando llegaron al laboratorio, Leslie se refugió en la oficina trasera que había ocupado y Harry buscó a Pete Wheeler para conversar con él.
El sacerdote estaba sentado ante una pantalla, tecleando penosamente cifras que copiaba de un bloc. Pareció aliviado ante la ocasión que se le presentaba de apartarse de ella.
—¿Irás a la reunión de Kmoch esta tarde? —le preguntó.
—Aún no lo he decidido.
—Será un auditorio poco amistoso. El ambiente está muy enrarecido. ¿Sabías que hasta Baines está recibiendo presiones? La Academia quiere que deje de cooperar con el proyecto y que adopte una postura pública.
—¿Cómo diablos puede alguien coaccionar a Baines?
—Directamente no pueden. Pero ya sabes cómo es él.
No soporta que alguien piense mal. Sobre todo quienes han trabajado toda la vida con él. Y para colmo de males, cree que tienen razón.
—¿Y tú?
—Sé que algunos se han quejado ante el abad. El dice que el Vaticano no está preocupado, pero que la Iglesia Americana ejerce ciertas presiones. Pero no creo que lo hagan muy abiertamente. Ahora se preocupan mucho de no entorpecer el progreso.
—El síndrome de Galileo… —aventuró Harry.
—Exactamente.
—Pareces preocupado.
—No puedo dejar de pensar en cómo debe sentirse Hurley. Está en una posición desfavorable, y por mucho que haga, todo le saldrá mal. ¿Quieres saber realmente mí opinión, Harry? —Se frotó la nuca—. A lo largo de la historia, los gobiernos han demostrado que no saben guardar secretos. En especial, en lo que respecta a la tecnología. El único caso que se me ocurre de un gobierno que haya mantenido el control de un arma de vanguardia durante largo tiempo es Constantinopla.
—El fuego griego… —dijo Harry.
—El fuego griego. Y probablemente haya sido el único caso en la historia de la humanidad. Cualquiera que sea lo que aprendamos aquí, Harry, pronto será de propiedad común. —Sus ojos oscuros reflejaban aflicción—. Si Hurley está en lo cierto y descubrimos cómo crear una nueva bomba o arma, no pasará mucho tiempo antes de que se enteren los rusos, el IRA, u otros lunáticos del planeta. No creo que éste sea el verdadero peligro, aunque bien sabe Dios que es bastante serio. Al menos, es un peligro que todos reconocen como tal. Pero vamos a ser inundados por una cultura extraña, Harry. Esta vez somos los isleños del Mar del Sur. —Desconectó el monitor—. ¿Recuerdas, hace un par de años, cuando Gambini, Rimford y Breakers se embarcaron en esas largas disensiones sobre el número de civilizaciones avanzadas que podía haber en la Vía Láctea? Breakers siempre decía que si había otros, tendríamos que haber sabido de ellos. Tendrían que estar transmitiendo. —Wheeler extrajo el disco con el que había estado trabajando y lo devolvió al archivo principal—. Necesito salir un rato —dijo—. ¿Vienes conmigo?
—Acabo de entrar —repuso, pero siguió al sacerdote, pensando en Breakers.
Había sido un cínico hijo de puta de Harvard que no había vivido lo suficiente para conocer la respuesta al dilema.
—Hace poco —prosiguió Wheeler—, Baines publicó un artículo titulado «El síndrome del capitán Cook», en el que sostenía que una cultura sabia pensaría que darse a conocer a una sociedad más primitiva, pese a las buenas intenciones, no haría sino crear problemas al grupo más débil. Tal vez, decía, se callan por misericordia…
»Pero estos extraterrestres hablan. Nos lo dicen todo. ¿Por qué habrían de ser diferentes? Ed cree que complicaron el código de transmisión, que lo hicieron más difícil de lo necesario. ¿Podrían ser lentos de mollera? ¿Podrían ser incompetentes?
—No lo creo —repuso Harry—, puesto que manipularon un pulsar. No, no creo que sean poco inteligentes. Tal vez su soledad tenga algo que ver con ello.
—Tal vez. Pero eso de poco nos sirve, Harry. Estamos a punto de ser invadidos.
Tanto como si esos pequeños seres aparecieran en platillos volantes y comenzaran a merodear por la Tierra en tres patas. La transmisión, que ahora empezamos a comprender, nos cambiará irreversiblemente. No sólo en lo que sepamos, sino en la forma de pensar. Y afectará nuestros valores, sin duda. No te diré que la perspectiva me resulta agradable…
—Pete, si piensas así, ¿por qué nos ayudas en esto?
—Por la misma razón que lo hacen todos: quiero descubrir qué son. Qué tienen que decirnos. Y tal vez cuáles son las consecuencias que ello tendrá para todos. Es lo único que me importa, Harry. Y lo mismo sucede con todos los demás. En este momento, cualquier otra cosa de mi vida resulta trivial. Y eso nos devuelve a la reunión de Kmoch, Harry. Si estuviera mirando desde afuera yo también me sentiría enloquecer.
—Kmoch ha hablado de ir a la huelga.
—No es el único. Pero si vas allí, ojalá tengas la suerte de salir ileso. La gente está furiosa.
El viento helado que soplaba del noroeste traía algunos copos blancos. Al otro lado de la cerca había tres hombres encaramados sobre el tejado de una construcción de dos pisos, reparando las vigas. En el jardín contiguo, dos jóvenes descargaban leña de una camioneta.
Wheeler llevaba una espantosa gorra verde que le iba demasiado grande.
—Era de un alumno que tuve hace unos años en Princeton, en mi clase de Cosmología. Debí haberla admirado abiertamente, porque al finalizar el curso me la regaló.
La gorra le tapaba casi los ojos.
—Parece el recuerdo de algún motín… —comentó Harry.
Se detuvieron en el cruce y esperaron a que pasara la furgoneta del correo.
—Debo decirte algo —anunció el sacerdote.
Harry aguardó.
—En el texto he encontrado algunas ecuaciones que describen los campos magnéticos planetarios: por qué se generan, cómo funcionan. Algunas ya las conocíamos. Otras no. Son muy detalladas. Y aunque no es mi especialidad, creo que puede ser un medio para captar energía del campo magnético de la Tierra. Montones de energía…
—¿Podemos llegar al campo magnético para aprovecharlo? —preguntó Harry.
—Sí —repuso Wheeler—, fácilmente. Lo único que hace falta es lanzar unos satélites, convertir la energía en láser, digamos, y dispararla a una serie de receptores aquí en el planeta. Probablemente resolvería nuestras necesidades energéticas durante un futuro indefinido.
—¿Estás seguro?
—Bastante seguro. Esta tarde iré a decírselo a Gambini.
—Pareces vacilar…
—Así es, Harry. Y no sé bien por qué. Resolver los problemas energéticos y desembarazarnos de los combustibles fósiles parece una buena idea. Pero quisiera tener una idea más cabal de la conmoción que esto podría causar si se da a conocer de buenas a primeras. Tal vez necesitemos un economista entre nosotros…
—Te preocupas demasiado —dijo Harry—. Es la clase de información útil que necesitamos. El bien, la verdad y la belleza serán muy interesantes como temas de sobremesa, pero los contribuyentes estarán más interesados en algo que les resuelva las facturas de la electricidad.
Harry marcó el número de la Casa Blanca.
—Por favor, dígale que hemos encontrado algo.
La voz que lo atendió al otro lado del hilo telefónico parecía la de una joven.
—Venga esta tarde. A las siete.
MONITOR
Las estrellas están mudas.
Viajero entre puertos umbríos, yo escucho, pero el viento de la medianoche sólo arrastra el sonido de los árboles y las aguas que lamen la borda, y el grito solitario de la garganta nocturna.
No hay alborada, ni sol calcinante que se eleve al este o al oeste. Las rocas que hay sobre Calumal no lanzan rayos de plata, y el gran mundo esférico se mece a través del vacío.
Estrofa 32 de la SD Número 87. Traducción libre de Leslie Davies (Material no confidencial).