Harry Carmichael estornudó. Tenía los ojos enrojecidos, le goteaba la nariz y le dolía la cabeza. Era mediados de septiembre, y el aire estaba lleno de polen, ambrosía, aramos y cardos. Ya había tomado los medicamentos del día, pero parecía que el único efecto que le habían hecho era atontarlo.
A través de los cristales biselados y esmerilados del William Tell, observaba el cometa Daiomoto. Era poco más que una mancha brillante, incrustada en las ramas peladas de un grupo de olmos que enmarcaban el área de aparcamiento. Su luz fría y borrosa no era muy distinta de la que se reflejaba en los ojos verdes de Julie. Esa noche, la mujer parecía cavilar sobre el tallo largo y grácil del pie de una copa. Había renunciado a todo intento por mantener la conversación para quedar muda y helada, en desesperada ansiedad. Sentía pena por Harry. Él pensó que dentro de muchos años recordaría esa noche, evocaría ese momento, los ojos y el cometa y la atestada biblioteca de viejos textos que, bajo la luz mortecina del interior, tenía el propósito de crear un clima especial. Recordaría su ira, la sensación atroz de la zozobra inminente y la certeza adormecedora de su impotencia. Pero, sobre todo, lo que le dolería en el alma sería la preocupación que Julie mostraba por él.
Cometas y mala suerte: era un cielo apropiado. El Daiomoto regresaría dentro de dos mil doscientos años, pero ya en vías de desintegración. Según predecían los analistas, en su próxima visita, o en la siguiente, sería sólo una llovizna de roca y hielo.
Como Harry.
—Lo siento —dijo ella, encogiéndose de hombros—. No se trata de nada que hayas hecho, Harry.
Desde luego que no. ¿De qué podría acusar al pobre y leal Harry, que había asumido su juramento con toda seriedad, que siempre hacía lo correcto, como se esperaba de él, que había sido un compañero tan sincero? ¿De qué podría acusarle, salvo de haberla amado tal vez demasiado?
Había presentido lo que estaba sucediéndole. El cambio en la actitud de Julia hacia él había sido gradual pero constante. Aquello que antes les había hecho reír, hoy era una pequeña irritación, y las irritaciones roían sus vidas hasta tal punto que a ella incluso le molestaba su presencia.
Y así habían llegado a esto: dos extraños interesados en mantener una mesita redonda entre ambos, mientras ella insertaba relucientes utensilios como escalpelos en un bistec quizá demasiado crudo, y le aseguraba que no era culpa suya.
—Necesito un poco de tiempo para mí, Harry. Quiero pensar bien las cosas. Estoy cansada de hacer siempre lo mismo, del mismo modo, todos los días.
Estoy cansada de ti, le estaba diciendo en definitiva, con esas palabras indirecta y esa lástima que le arrancaba su ira defensiva como una tajada de carne. Posó la copa y lo miró, tal vez por primera vez durante la cena. Y sonrió con ese gesto pueril y bien intencionado que solía emplear cuando abollaba el coche o extendía un par de cheques incobrables. Dios mío, ¿cómo podré arreglármelas sin ella?, se preguntó.
—La obra tampoco fue muy interesante, ¿verdad? —preguntó con sequedad.
—No —repuso inquieta—. En realidad no me fijé mucho.
—Quizá hayamos visto demasiadas obras de autores locales.
Por la noche, habían asistido a una comedia de misterio y terror, representada por una compañía de repertorio en una antigua iglesia de Bellwether, aunque Harry no había puesto mucho interés en seguir la trama. Temeroso de lo que vendría después, había dedicado la velada a repasar la letra de su propio guión, tratando de prever todas las consecuencias posibles y de prepararse para ellas. Más le habría valido prestar atención a la obra.
La ironía era que en el bolsillo llevaba los billetes para un abono.
Ella le sorprendió cogiéndole la mano a través de la mesa.
La pasión que Harry sentía por Julie era única en su vida; distinta de cualquier otra adicción que hubiera conocido antes o que, como sospechaba, pudiese llegar a conocer. Los años transcurridos no la habían menguado; en todo caso la habían alimentado con las experiencias compartidas durante casi una década, entrelazadas de modo tal que, para Harry, no era posible la menor separación emocional.
Se quitó las gafas, las plegó con cuidado y las guardó en el estuche. Veía poco sin ellas. Para Julie, el acto tenía una única interpretación.
De la mesa contigua llegaban restos de conversación: dos personas ligeramente ebrias, con voces estridentes, discutían por dinero y por la familia. Un camarero joven y apuesto, probablemente estudiante, acechaba al fondo, con la faja roja insolentemente anudada alrededor de la esbelta cintura. Se llamaba Frank; qué extraño que Harry lo recordase, como si el detalle fuera importante. De vez en cuando se apresuraba a llenarles las tacitas de café. Casi al final les preguntó si les había gustado la cena.
Ahora le resultaba difícil evocar el pasado, cuando todo había sido diferente, antes de que las risas murieran y cesaran las invitaciones mudas, que en otro tiempo habían circulado entre ambos con tanta fluidez.
—No creo que ahora seamos una buena pareja. Siempre parece que estemos enfadados. No conversamos… —Lo miró de frente. Harry había posado los ojos en el desnivel superior y oscuro del recinto, por detrás de su hombro, con una expresión que deseó le sugiriera toda su digna indignación—. ¿Sabías que Tommy escribió la semana pasada una composición sobre ti y ese maldito cometa?
»Harry —prosiguió ella—. No sé exactamente cómo decírtelo. Pero ¿crees de veras que nos echarías de menos si nos sucediera algo a Tommy o a mí, o que te darías cuenta si nos fuéramos? —Se le quebró la voz; empujó el plato hacia delante y bajó la mirada hacia el regazo—. Por favor, paga la cuenta y vámonos de aquí.
—No es cierto —dijo él, buscando a Frank, el camarero, que esta vez no aparecía. Buscó en los bolsillos un billete de cincuenta, lo dejó sobre la mesa y se puso de pie. Julie se cubrió los hombros lentamente con el suéter y se abrió camino entre las mesas hacia la puerta, seguida por Harry.
El cometa de Tommy pendía sobre el aparcamiento, borroso en el cielo de septiembre; su larga cola se extendía a través de una docena de constelaciones. La última vez que pasó pudo haber sido visto por Sócrates, tal vez. Los bancos de datos de Goddard estaban atiborrados de detalles sobre su composición, la proporción de metano y cianógeno, la masa y velocidad, la inclinación orbital y excentricidad. Nada que le hubiese resultado excitante, pero Harry era un lego, y no solía perder la cabeza por el gas congelado. Donner y los otros, sin embargo, habían acogido las telemetrías con un embelesamiento cercano al éxtasis.
Un frío prematuro surcaba el aire, no muy evidente aún, quizá porque todavía no soplaba el viento. Julie se detuvo sobre la grava, esperando a que él abriera la portezuela del coche.
—Julie —le dijo—. Diez años es muchísimo tiempo para tirarlos por la borda.
—Lo sé —repuso ella.
Harry tomó por Farragut Road hacia su casa. Por lo general habría escogido la carretera 214, y se habrían detenido en Muncie’s para tomar algo, o incluso habrían ido al Red Limit, en Greenbelt. Pero no esa noche. Dolorosamente, buscando palabras que se negaban a acudir, condujo el Chrysler por la carretera de dos carriles, a través de bosques de olmos y tilos de hojas diminutas. La carretera serpenteó entre graneros umbríos y antiguas granjas. Era la clase de carretera que le gustaba a Harry. Julie prefería las rápidas, y tal vez eso resumía las diferencias que se abrían entre los dos.
Harry tomó por Farragut Road hacia su casa. Por lo general habría escogido la carretera 214, y se habrían detenido en Muncie’s para tomar algo, o incluso habrían ido al Red Limit, en Greenbelt. Pero no esa noche. Dolorosamente, buscando palabras que se negaban a acudir, condujo el Chrysler por la carretera de dos carriles, a través de bosques de olmos y tilos de hojas diminutas. La carretera serpenteó entre graneros umbríos y antiguas granjas. Era la clase de carretera que le gustaba a Harry. Julie prefería las rápidas, y tal vez eso resumía las diferencias que se abrían entre los dos.
Un tractor con remolque se acercó por detrás, esperó la ocasión y los pasó por el lado con un espasmo de polvo y hojarasca. Cuando se hubo marchado, las luces rojas reducidas a minúsculas estrellas entre los árboles distantes, Harry se encorvó, hasta casi posar el mentón sobre el volante. A su izquierda, sobre las copas oscuras, corrían la Luna y el cometa. Se pondrían aproximadamente a la misma hora. (La noche anterior, en Goddard, el equipo Daiomoto lo había celebrado —pagaba Donner—, pero Harry, pensando en Julie, prefirió regresar a casa temprano).
—¿Qué dijo Tommy del cometa? —preguntó él.
—Que habías enviado un cohete hasta allí para que trajera muestras de la cola. Y prometió llevar los fragmentos a clase para que todos los vieran. —Sonrió. Él pensó que le habría costado cierto esfuerzo.
—No fue responsabilidad nuestra —dijo—. Houston se encargó del programa de contacto.
Sintió la quietud repentina, y se zambulló en ella.
—¿Crees —preguntó ella— que a él le interesan los detalles administrativos?
La vieja granja de los Kindlebride yacía fría y abandonada bajo la luz de la luna. Aparcados en el jardín delantero había tres o cuatro camionetas y un Ford desvencijado. El césped había crecido demasiado.
—Y todo esto, ¿a dónde nos conduce?
Se hizo un largo silencio. Ninguno de los dos supo bien cómo manejarlo.
—Probablemente —repuso ella—, lo mejor será que, por un tiempo, me marche a vivir con Ellen.
—¿Y Tommy?
Ella buscó un tisú en su bolso. Lo cerró con un golpe seco y se enjugó los ojos.
—¿Crees que tú dispondrías de tiempo para ocuparte de él, Harry?
La carretera hizo una larga ese, atravesó dos vías de ferrocarril y se internó en un bosque espeso.
—¿Qué quieres decir con eso?
Julie comenzó a hablar, pero la voz no le respondió, y sólo fue capaz de menear la cabeza, con los ojos petrificados sobre el parabrisas.
Atravesaron Hopkinsville: apenas unas casas dispersas y una ferretería.
—¿Hay alguien más? ¿Alguien cuya existencia ignoro?
Sus párpados se cerraron.
—No, no se trata de eso. No quiero volver a vivir en pareja. —El bolso se le deslizó por el regazo hasta caer al suelo. Cuando se inclinó para recogerlo, Harry se dio cuenta de que tenía los nudillos blancos.
La calle Bolingbrook estaba tapizada de hojas muertas. Las aplastó al conducir con una difusa satisfacción. El garaje de McGorman, el tercero contando desde la esquina, estaba intensamente iluminado, y el ronquido estridente de su sierra eléctrica hendía el aire de la noche. Para McGorman era un ritual: los sábados por la noche carpintería. Y para Harry era una vigorosa isla de familiaridad en un mundo que se le hacía huidizo.
Avanzó lentamente por el porche de la casa. Julie abrió la puerta del vehículo, se apeó con ligereza pero vaciló. Era alta, un metro ochenta, y con tacones, cinco centímetros más. Como pareja daban que hablar. La gente los veía y decía: qué par de gigantes. Pero Harry tenía la dolorosa conciencia del contraste entre la coordinación grácil de su esposa y su propia torpeza corporal.
—Harry —le dijo con una nota acerada en la voz—. Nunca te he engañado con otro hombre.
—Bueno. —Pasó a su lado e introdujo la llave en la cerradura—. Me alegro de saberlo.
Habían dejado al niño al cuidado de Ellen Crossway, la prima de Julie. Estaba cómodamente apoltronada frente al televisor encendido, con una novela abierta sobre el regazo y una tacita de café en la mano derecha.
—¿Qué tal estuvo la función? —preguntó, con la misma sonrisa que Julie le había mostrado en el William Tell.
—Un desastre —repuso Harry. No creyó que pudiera confiar más en su voz.
Julie colgó la rebeca en el ropero.
—El desenlace de la obra era de lo más obvio. Y el misterio no tenía nada de intrigante.
A Harry le gustaba Ellen. Podría haber sido un intento de repetir a Julie: no tan alta, ni tan adorable, ni tan intensa. El resultado distaba de ser insatisfactorio. En ocasiones, Harry se preguntaba cómo habrían sido las cosas sí hubiese conocido primero a Ellen. Pero no dudaba de que, en su debido momento, habría terminado por engañarla con su espectacular prima.
—Bueno —dijo ella—. Por mi parte ha sido una noche ajetreada en la bañera. —Dejó a un lado la novela. Entonces, el doloroso silencio también la cubrió a ella. Los recorrió con la mirada, y suspiró—. Debo irme, pareja. Tommy está bien. Pasamos casi toda la velada en compañía de Sherlock Holmes. —Se refería a un juego que Harry había descubierto el verano anterior. Su hijo jugaba a él constantemente, recorriendo con Watson los estancos y tabernas del Londres de 1985.
Harry advirtió que Ellen conocía su problema. Se imaginó que Julie se lo habría confiado todo. O quizá su situación fuese más notoria de lo que suponía. ¿Quién más lo sabría?
Ellen lo besó y abrazó más que de costumbre. Después fue hacia la puerta, seguida por Julie. Harry desconectó el televisor, subió las escaleras y miró en el dormitorio de su hijo.
Tommy dormía, con un brazo colgando a un lado de la cama y el otro perdido bajo un revoltijo de almohadas. Como siempre, había arrojado al suelo el cobertor. Harry volvió a colocarlo en su lugar. Encima de la alfombra yacía dispersa toda una colección de historietas de Peanuts, de tapa dura. Y de la puerta del armario colgaba, orgulloso, el uniforme de baloncesto.
Parecía un niño normal. Pero el cajón superior del escritorio del niño contenía una jeringa y una ampolla de insulina. Tommy era diabético.
El viento murmuraba a través de los árboles y las cortinas. La luz que se filtraba por las persianas venecianas caía sobre la foto del disco de Arecibo, que su hijo había traído semanas atrás de una visita a Goddard. Harry permaneció un buen rato inmóvil.
El último año había leído mucho sobre la diabetes de aparición juvenil. Era la forma más virulenta del mal. Tommy tenía muchas posibilidades de quedarse ciego, con las secuelas consiguientes. Su esperanza de vida se había truncado drásticamente. Nadie sabía cómo había sucedido: en ninguno de sus familiares había antecedentes del mal. Pero allí estaba. A veces sucede, habían dicho los médicos.
¡Qué hija de puta!
No pensaba renunciar al niño.
Pero antes de llegar a su habitación supo que no tendría otra elección.
A las dos de la madrugada se puso a llover. Al otro lado de las ventanas la noche se estremeció de relámpagos, mientras el viento embestía la casa por los flancos. Harry estaba tendido de espaldas, con la vista en lo alto, oyendo la rítmica respiración de su mujer. Cuando ya no pudo seguir soportándolo, se echó una bata sobre el pijama y salió al porche, tras bajar las escalinatas. El agua salpicaba ruidosamente desde una cañería parcialmente obstruida. El sonido resultaba frívolo, frente a la estentórea tormenta bronca. Se sentó en una de las mecedoras de jardín y observó el golpeteo de los goterones sobre la calle. Una abrazadera había cedido derribando el farol de la esquina, y la bombilla eléctrica bailoteaba a merced de las ráfagas de viento y agua.
Las luces de un vehículo doblaron por la calle Maple. Reconoció el Plymouth de Hal Esterhazy. Subió por el porche, aguardó a que la puerta del garaje se abriera, y desapareció dentro. En la casa de Hal, se encendió una lámpara.
Sue Esterhazy era la tercera mujer de Hal. Había otras dos dando vueltas por allí, y cinco o seis hijos. Hal había explicado a Harry que mantenía buenas relaciones con sus anteriores esposas, y que las visitaba siempre que podía, aunque admitía que ello no sucedía muy a menudo. Pasaba una pensión a las dos. A pesar de todo, parecía totalmente satisfecho con la vida. Y tenía una nueva furgoneta, y una casa de veraneo en Vermont.
Harry se preguntó cómo lo haría.
Oyó que sonaba el teléfono en el interior de la casa.
Julie había levantado el auricular que había en la habitación antes de que él llegara a responder la llamada. Subió las escaleras y la encontró esperándolo en la puerta.
—Te llaman de Goddard —dijo.
Harry asintió y cogió el auricular.
—Habla Carmichael.
—Harry, habla Charlie Hoffer. La señal de Hércules ha cambiado esta noche. Acabo de hablar con Gambini. Está de lo más excitado.
—Parece que tú también —dijo Harry.
—Pensé que querrías saberlo —repuso incómodo.
Hoffer estaba a cargo del Laboratorio de Proyectos de Investigación.
—¿Por qué? —preguntó Harry—. ¿Qué sucede?
—¿Estás al tanto de la operación?
—Un poco.
Esto era una exageración. Harry era director adjunto de administración, experto en personal, en un mundo poblado por físicos teóricos, astrónomos y matemáticos. Se esforzaba por mantenerse al tanto de las diversas iniciativas que tenían lugar en Goddard, en un intento por conservar cierta credibilidad, pero su esfuerzo era en vano. Los cosmólogos tendían a mirar con desdén a los físicos en partículas, y ambos grupos tenían dificultad para congeniar con los astrónomos, cuya función se limitaba, para ellos, a confirmar seriamente las nociones de los teóricos. El Master en Gestión de Empresas de Harry era, en el mejor de los casos, un engorro.
Su labor consistía en procurar que la NASA contratara a la gente adecuada, se deshiciera de la inadecuada, y que todos recibiesen su paga. Debía calcular el período de vacaciones de cada uno y las respectivas pólizas de seguros. Negociaba con los sindicatos, trataba de impedir que los funcionarios técnicos de la NASA volvieran locos a demasiados subordinados y se ocupaba de las relaciones públicas. Había estado cerca de Donner y del cometa, pero durante las semanas anteriores no había reparado mucho en los demás proyectos de Goddard.
—¿Qué clase de cambio?
Al otro lado de la línea, Hoffer hablaba con alguien más. Cuando terminó, reanudó la comunicación con Harry.
—Pues, se ha detenido.
Julie lo observaba con curiosidad.
Harry no era precisamente un experto en física. Gambini y su gente habían estado observando un pulsar de rayos X en Hércules. Un sistema binario formado por un gigante rojo y una posible estrella de neutrones. Habían pasado por momentos difíciles en los últimos meses, debido a que casi todas las instalaciones de Goddard se estaban destinando al cometa.
—Charlie, eso no tiene nada de anormal, ¿verdad? Me refiero a que la maldita cosa se coloca detrás de la otra estrella cada cierta cantidad de días, ¿no? ¿Ha sucedido eso?
—No se producirá un nuevo eclipse hasta el martes, Harry. Y aun así, la señal no se había perdido. Hay una especie de envoltura que la refleja, de tal modo que en esos casos la señal sólo se debilita, sin desaparecer. Esto es una interrupción total. Gambini insiste en que debe haber algún problema con el equipo.
—Supongo que no han podido hallar el problema.
—La Red funciona perfectamente. El NASCOM ha efectuado todas las verificaciones posibles, Harry. Gambini está en Nueva York y tardará unas horas en llegar. No quiere volar por la National. Pensamos que lo mejor sería enviarle el helicóptero.
—Hazlo. ¿Quién está en el centro de operaciones?
—Majeski.
Harry estrujó el auricular.
—Voy para allí, Charlie.
—¿Qué ocurre? —preguntó Julie. Por lo general, solían irritarla las llamadas nocturnas de Goddard. Pero esta vez su voz demostraba un interés sumiso.
Harry le explicó lo de Hércules mientras se vestía.
—Es un pulsar de rayos X —dijo—. El grupo de Ed Gambini lo ha venido escuchando durante los últimos ocho meses, más o menos. —Celebró su propia broma—. Charlie dice que la señal se ha interrumpido.
—¿Y por qué eso es tan importante?
—Porque no tiene fácil explicación. —Deambuló por la habitación y se echó unas cuantas prendas al brazo.
—A lo mejor es un poco de polvo interpuesto entre la fuente y la Red… —Se quitó la bata y se metió bajo las sábanas con gesto elegante.
—El polvo no afecta al SKINET. Al menos no afecta a los telescopios de rayos X. No; sea lo que sea, basta para traer a Gambini de Nueva York en mitad de la noche.
Ella lo observó mientras se terminaba de vestir.
—¿Sabes? —comenzó, buscando un tono indiferente, pero incapaz de mantener a raya la emoción que se le inmiscuía en la voz—. De esto estuvimos hablando toda la noche. El Proyecto Hércules es responsabilidad de Gambini. ¿Por qué tienes tú que ir corriendo hasta allí? Seguro que él no se lanza a tu oficina cuando estalla alguna crisis laboral.
Harry suspiró. No había llegado hasta donde se encontraba quedándose en la cama cada vez que ocurría algo importante. Era cierto que no tenía ninguna responsabilidad directa en el Proyecto Hércules, pero nadie sabía nunca a dónde podían conducir las cosas, y un burócrata en ascenso necesitaba sobre todo notoriedad. Acalló el impulso de sugerirle que ya no tenía derecho alguno a opinar, y en cambio le pidió que echara el cerrojo cuando él se fuera.
El pulsar de rayos X que hay en Hércules es único: flota libre, es la única configuración estelar conocida que no está sujeta a ningún sistema planetario. A más de un millón y medio de años luz de Goddard, yace a la deriva en el inmenso vacío que separa las galaxias.
Otro elemento inusual es que ninguno de sus componentes es un gigante azul. Alpha Altheis, la estrella visible, es rojo ladrillo, considerablemente más fría que el Sol, pero aproximadamente ochenta veces más grande. Si estuviera emplazada en el centro de nuestro sistema solar, engulliría a Mercurio por su tamaño.
Altheis se encuentra adelantada en el ciclo de combustión de helio. Librada a sí misma, seguiría expandiéndose otros diez millones de años antes de estallar formando una supernova.
Pero la estrella no subsistirá tanto. El otro objeto del sistema es un sol muerto, un cuerpo de masa bastante mayor que su inmenso compañero, pero tan comprimido por su propio peso que su diámetro probablemente mide menos de treinta kilómetros: la distancia entre el túnel de Holanda y el canal de Long Island. Dos minutos en jet, y tal vez un día a pie. Pero el objeto es un cuerpo maligno en una órbita fija, a apenas veintitrés millones de kilómetros del borde del gigante; está tan cerca que literalmente gira en el seno de la atmósfera superior de su compañero, en una rotación violenta que arrastra enormes oleadas de gas recalentado, y tal vez se lleva consigo los elementos vitales del otro cuerpo. Se le llama Beta Altheis. En opinión de Harry, un nombre demasiado mundano para un objeto tan exótico.
Es el motor que mueve al pulsar. Entre la estrella normal y su compañera, circula un constante flujo de partículas sobrecargadas, que se abalanza hacia abajo a velocidades relativistas.
Pero los puntos de colisión no se distribuyen al azar a través de Beta; por el contrario, se concentran sobre dos polos magnéticos, pequeños, de un kilómetro de diámetro y, como los de la Tierra, desplazados con respecto al eje de rotación. En consecuencia, ellos también giran, aproximadamente treinta veces por segundo. Las partículas de alta energía que llegan golpean esta superficie resbaladiza y densa hasta lo imposible, y tienden a ser emitidas en forma de rayos X. El resultado es una especie de faro cuyos rayos barren el cosmos próximo.
Harry se preguntó, mientras su Chrysler pugnaba por avanzar entre el súbito estallido del aguacero, qué clase de poder haría falta para detener un motor tan imponente.
Los guardias de la barrera le hicieron señas de que siguiera avanzando. Giró inmediatamente a la izquierda y se encaminó hacia el Edificio 2, que albergaba el Laboratorio de Proyectos de Investigación. Bajo las luces de seguridad había ocho o nueve automóviles aparcados, lo cual no era normal para semejante hora de la noche. Harry detuvo el vehículo al lado del estilizado Honda gris de Cord Majeski (en contraste con el cupé turbo, el Chrysler parecía tosco y pesado) y echó a correr entre los árboles empapados hacia la entrada posterior de la estructura larga y funcional.
El Proyecto Hércules había sido originariamente asignado a un centro de comunicación con un área adyacente al ADP. Pero Gambini era astuto en las lides políticas, y sus responsabilidades y personal subalterno iban en aumento. Había conseguido dos salas de trabajo, espacio adicional para los ordenadores y tres o cuatro despachos. El proyecto había comenzado como una investigación de tipo general sobre varias decenas de pulsares. Pero no había tardado en centrarse en el ejemplar anómalo del grupo, que se hallaba cinco grados al noreste del cúmulo globular NGC6341.
Harry se internó en el centro de operaciones a grandes zancadas. Había varios técnicos sentados ante el fulgor verdoso de los monitores. Dos o tres, con los auriculares en los oídos, bebían Coca-Cola y se transmitían las novedades. Cord Majeski se inclinaba con ceño fruncido ante una mesa de trabajo, mientras garabateaba sobre una carpeta. Más que matemático, parecía jugador de rugby: todo hombros y tendones. Tenía ojos azules y una barba oscura que pretendía dar madurez a sus rasgos irritantemente infantiles. Era un joven sombrío y taciturno que sin embargo, y para asombro de Harry, parecía tener un éxito inexplicable con las mujeres.
—Hola, Harry —saludó—. ¿Qué te trae por aquí a estas horas?
—Me enteré de que el pulsar se está comportando de un modo extraño. ¿Qué sucede?
—No lo sé, maldita sea.
—Tal vez se haya extinguido el gas. Suele ocurrir, ¿verdad?
—A veces. Pero no parece que éste sea el caso. Si el pulsar estuviera perdiendo la fuente de energía, habríamos detectado una disminución progresiva. Cesó de pronto. No sé qué pensar. Tal vez Alpha se haya convertido en una nova. —Majeski, que pocas veces se permitía expresar sus emociones, arrojó la carpeta sobre la mesa—. Harry —dijo—, necesitamos acceso al Óptico. ¿No puedes dar unas horas de descanso a Donner? Hace tres meses que está mirando a ese endemoniado cometa.
—Presenta una nota —dijo Harry.
Majeski se tiró de la barba y obsequió a Harry con una expresión que denotaba su impaciencia.
—Se supone que debemos observar un objetivo cuyas posibilidades son cuestión de oportunidad.
—Obsérvalo mañana por la noche —dijo Harry—. No se marchará a ningún sitio. —Giró sobre sus pasos y se alejó del lugar.
Harry no tenía ningún interés especial en los pulsares. En realidad esa noche lo único que podría haber suscitado su atención hubiera sido un agujero negro que cayese sobre Maryland. Pero no deseaba regresar a su casa.
La lluvia había menguado; ahora sólo caía un fino rocío helado. Cogió la calle 3 hacia el norte, y se detuvo en el área de aparcamiento que había frente al Edificio 18, del Sector de Operaciones Administrativas. Su despacho se encontraba en el segundo piso. Era un sitio relativamente ascético, con sillas desvencijadas, paredes de color verde bilioso e ilustraciones institucionales en las paredes. En su mayor parte, la decoración era ese art decó barato que el Departamento de Compras del Estado consigue a precios económicos de sus proveedores. Sobre su escritorio descansaban fotos de Julie y Tommy, entre un archivo de mesa y una reproducción enmarcada de una portada de El halcón maltés. Tommy lucía su uniforme de la Legión de Exploradores; Julie estaba de pie, de perfil, pensativa contra el cielo gris de Nueva Inglaterra.
Encendió la lámpara de su escritorio, apagó las luces del techo y se dejó caer en un sofá de tela plástica, quizás algo bajo para su talla. Quizás hubiera llegado el momento de marcharse. Encontrar un faro desierto en algún lugar de la costa de Maine (una vez había visto el anuncio de uno en Providence, pero había que trasladarlo de sitio), tal vez conseguir trabajo en la tienda del lugar, cambiarse el nombre y desaparecer totalmente de vista.
Sus años con Julie habían concluido. Y aunque sabía que era una injusticia, no sólo perdía a su mujer sino también a Tommy. Y una considerable parte de sus ingresos. Sintió de pronto una oleada de simpatía hacia Alpha, sometida al grillete de su estrella neutrónica de la que no podía desembarazarse. Tenía cuarenta y siete años, su matrimonio había resultado un fracaso y de pronto advertía que odiaba su trabajo. La gente que desconocía de qué se trataba solía envidiarlo: después de todo, él formaba parte de la Gran Aventura; dirigía la travesía hacia los planetas, trabajaba codo a codo con los físicos y astrónomos de mayor renombre. Pero los investigadores no lo consideraban como uno de ellos, aunque no todos fuesen tan secos ni tan jóvenes como Majeski.
Él era quien compilaba fechas y horas, quien respondía a consultas sobre hospitalización, beneficios por jubilación y a otras cuestiones tan soberanamente aburridas que Gambini y sus ayudantes apenas se dignaban prestarles atención. Como decían, utilizando la terminología oficial, era un lego. Y peor aún: era un lego con un considerable grado de control sobre los procedimientos administrativos de Goddard.
Durmió con ganas. El viento desapareció y la llovizna se detuvo. El único sonido que oía en el edificio era el murmullo ocasional de los compresores que había en el sótano.
A las ocho sonó el teléfono.
—Harry —era la voz de Hoffer, de nuevo—, el pulsar ha vuelto a arrancar.
—Bueno —repuso Harry, tratando de fijar la vista en el reloj—. Así que al parecer era del equipo. Comprueba si no se os pasó nada por alto, ¿de acuerdo? Haré que Mantenimiento se ocupe de controlar todo más tarde. ¿Ya ha llegado Gambini?
—Le esperamos en cualquier momento.
—Dile que estoy aquí —dijo Harry. Colgó y se dijo que los sucesos de esa noche, sin duda, acabarían siendo culpa de algún circuito impreso defectuoso.
Los domingos por la mañana el Centro solía estar muy tranquilo. La verdad era que, aunque se esforzara por no analizar las razones muy de cerca, siempre encontraba algún motivo suficiente para dormir en su oficina. Era extraño: a pesar de su pasión por Julie, en las colinas próximas, en la bruma que se elevaba del suelo con el sol, en la soledad del lugar y en sus vínculos tal vez directos con el cielo nocturno, hallaba algo que le atraía. Incluso en ese momento. Y tal vez precisamente en ese momento.
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